He jugado con lobos
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He jugado con lobos es una historia durísima, de una extrema sensibilidad y bellamente escrita, con el oficio de un maestro de la literatura infantil y juvenil, que cautivará tanto a los lectores jóvenes como a los adultos.
Gabriel Janer i Manila
Gabriel Janer Manila (Algaida 1940) és narrador, assagista i pedagog. Des del 1975 ha alternat les novel·les i l'assaig per a adults amb els llibres per a nois i noies, amb els quals ha guanyat nombrosos premis com el Josep M. Folch i Torres (1975), el de la crítica Serra d'Or, el de la Generalitat de Catalunya i el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil (1994). L'any 1979 va publicar un assaig basat en la seva tesi doctoral: La problemàtica educativa dels infants selvàtics: el cas de "Marcos"; 30 anys després ha madurat la història i l'ha convertida en la novel·la He jugat amb els llops, guanyadora del 36è premi Joaquim Ruyra de narrativa juvenil. A la Galera ha publicat: El Rei Gaspar, La serpentina, El corsari de l'illa dels Conills, Arlequí, el titella que tenia els cabells blaus, i Tot quant veus és el mar, entre altres títols.
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Comentarios para He jugado con lobos
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- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Es una historia apasionante, uno llega a sentir una explosión de sentimientos, en el transcurso de lo que va leyendo; es difícil no tener un sentimiento de tristeza por esa naturaleza de los animales, tan pura tan sincera que como humanos nos hemos perdido o nos hemos desprendido. Y sacado en muchas ocasiones esa naturaleza rebelde y mala, y manifestarla en esa jungla de concreto. Bendiciones y muchas gracias por transportarme aquellos bellos parajes de la naturaleza.
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He jugado con lobos - Gabriel Janer i Manila
l’Aveyron
1
Nunca he sido un lobo. Ni lo he sido, ni lo soy ahora, a pesar de que conviví con los lobos. No sé si llegamos a ser amigos. A veces me habría gustado ser un lobo; andar como los lobos —la cola tiesa, la mirada despierta, las orejas tensas—, correr como ellos, husmear como ellos y agujerear la oscuridad con los ojos. Quizás me habría gustado formar parte de su clan, percibir que me aceptaban en su familia, saber que su espacio, abierto y vasto, era también el mío: desde el arroyuelo que nacía allí cerca, en el fondo del valle, en una quebrada de las rocas, hasta el extremo de los bosques, al otro lado de las montañas. Aquél era su territorio. También fue el mío, y en algún momento creí ser el rey, en pugna con los lobos. O con su complicidad. Aprendí que más vale morir que vivir sometido. Y supe lo que significa resistir. No sé si llegué a desprender el olor de los lobos. Ahora, pasado el tiempo, a veces me he propuesto hurgar en mi cuerpo y he creído reconocer en mi piel su olor intenso y salvaje.
Habíamos vivido en un pueblo del sur. Emigramos a la ciudad, hacia el norte. No guardo ningún recuerdo, si no es a través de las cosas que contaba mi padre. Pero era un niño y sólo me queda el susurro de una voz. Decía que las casas de nuestro pueblo eran blancas y las calles largas, que la torre del reloj era la más alta que había en toda la comarca, que en el centro de la plaza teníamos un pozo de agua que nunca se secaba, un pozo misterioso y profundo, que empezó a cortejar a mi madre el día de la Cruz, la fiesta grande de mayo. Pero no sé si todo esto sólo lo he imaginado. No sé si es cierto. Podría ser una historia inventada, una fabulación. Pero en un rincón de la memoria resuena todavía la voz de mi padre. Es una voz que narra, pero que se apaga a medida que pasan los años.
No recuerdo cómo era mi madre. Me imagino que espigada, con la piel delicada y los ojos oscuros. Lo sé por una fotografía que mi padre guardaba del día de la boda. La tenía en el recibidor, sobre una mesa, junto a un ramo de flores blancas de plástico. Cuando yo nací en aquel pueblo de largas calles, mis padres ya tenían otro hijo. Habían vivido una guerra, pero no hablaban de ello. Sólo hacía siete años que había finalizado, y a ellos todavía les quedaban algunas derrotas. Las guerras siempre las pierden los mismos. Mi padre tenía la huella de una herida en una pierna: la cicatriz de una bala que le había pasado muy cerca y lo había rozado.
En la ciudad, mi madre murió durante el parto de otro hermano. A veces he imaginado los gemidos de aquel día. Es un llanto que crece en mi memoria. Una tía que vivía en la ciudad recogió al recién nacido y lo crió. Al hermano mayor se lo llevó un tío nuestro, a Barcelona. Yo, que era el mediano, quedé con mi padre. Pronto se juntó con otra mujer que traía un hijo de mi edad. Debía de tener unos cinco años entonces; pero me acuerdo de los azotes que me daba la madrastra. Me pegaba todos los días, me molía a palos. Mientras me apaleaba, daba gritos y la voz se le enronquecía. Siempre tuvo la voz áspera. Mi cuerpo estaba lleno de moratones. Uno de aquellos días desapareció la fotografía de mi madre.
Regresamos al sur. Fuimos a vivir a un pueblo de montaña, en el interior de una gran cordillera. No sé el nombre, ni tampoco sé si quiero recordarlo. Trepaba por una ladera de calles empinadas hasta el pie de un peñasco que habían sujetado con cadenas porque temían que se desprendiera de la montaña y se llevara el pueblo por delante. Mi padre había perdido el trabajo y decidieron volver hacia el sur.
Las montañas dibujaban la forma de un buey, y los cuernos abiertos traspasaban el cielo. Nos instalamos en una barraca de carbonero, al abrigo de una roca cortada a plomo, en medio de un terreno llano, con las paredes de piedra y el techo cubierto de ramas de roble y tierra. Nos instalamos allí dentro. Cada noche extendíamos cuatro sacos de paja. Nos cubríamos el cuerpo con una frazada y esperábamos el alba. Mi padre atrancaba el portal con una tabla y la sujetaba con una estaca para que no entrara un animal y nos sorprendiera mientras dormíamos, ni entrara el viento que se filtra por todos los agujeros. Aun así, él nunca dormía tranquilo, y me imaginaba que mantenía un ojo abierto durante la noche. No muy lejos de la barraca teníamos un corral de cerdos y otro de cabras. Los vigilaba siempre, por si llegaban los lobos y organizaban una carnicería.
La madrastra me obligaba a recoger un saco de bellotas cada día. Empezaba muy de mañana y recorría los encinares que crecían por las tierras altas, más allá de la cabaña, por una pendiente agreste. No era fácil. A veces les disputaba aquellas bellotas a los jabalíes. Gruñían, al verme cerca de las encinas, y se ponían furiosos. Las bellotas que recogía las dábamos a los cerdos. Mi hermanastro se ocupaba de recoger la hierba con la que alimentábamos a las tres o cuatro cabras. Ellos trabajaban en la carbonera, sobre todo mi padre. Marcaba el terreno en forma de círculo, amontonaba los trozos de leña —encina, roble, acebuche— y los cubría de hierba y de tierra, dispuestos de tal forma que quemaran con lentitud. El proceso era pausado. Me gustaba ver las humaredas azules que salían del montón de troncos, mientras mi padre desmochaba el bosque y cortaba la leña para volver a empezar, después de que abriéramos la carbonera y recogiéramos el carbón.
Venían a buscarlo en un carro y se lo llevaban a las ciudades. Mi padre cobraba, pero de aquel dinero tenía que dar una parte al propietario del monte bajo y de los bosques. El carretero era un hombre bajito, fantasioso y enjuto que nos hacía reír con sus narraciones. No sé de dónde había sacado tantas leyendas. Contaba historias sobre gigantes, brujas, jóvenes valientes, osos y doncellas. Pero las que más me gustaban eran las de animales. Hablaba de unos peces que volaban y acudían a esconderse bajo el regazo de las mujeres, de una oveja que tenía la lana de oro y de una tortuga que desafiaba a una liebre y la invitaba a correr hasta el fin del mundo, convencida de que la ganaría.
Un día le dije:
—¿Dónde está el fin del mundo?
Pero no me respondió. Me habría gustado hacerle más preguntas. Sobre todo, que me contara cómo eran las ciudades a donde llevaba el carbón. Las imaginaba oscuras, cubiertas de polvo negro, tristes.
Sólo comíamos pan los días que mi madrastra acudía al pueblo. Iba los domingos, y volvía con un pan escondido en el refajo. Me gustaba mojar aquel pan en la leche de las cabras apenas acabada de ordeñar, espumosa y caliente. En tiempo de bellotas me hartaba de bellotas, pero también comía otros frutos del bosque: moras, grosellas, madroños. Entonces, si mi padre mataba un conejo, aquel día comíamos carne. Muchas veces sólo tuve un puñado de hierba que llevarme a la boca. Y hacía lo mismo que hacen los animales rumiantes, que vuelven a sacar la hierba del estómago y se la tragan de nuevo. Otros días mordisqueaba una corteza de roble hasta que le sacaba toda la