Victoria sueña
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Por desgracia, vive en el pueblo más tranquilo y aburrido del mundo.
Sin embargo, de repente empiezan a ocurrir cosas inexplicables:su amigo Jo está tras la pista de tres pieles rojas, sus libros van desapareciendo de la estantería de su habitación y una noche sorprende a un vaquero conduciendo el coche de su padre.
Definitivamente, algo extraordinario está por sucederle.
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Victoria sueña - Thimotèe Fombelle
1. Una aventura de verdad
Victoria se giró. Alguien la seguía a hurtadillas. Acercó la punta de un lápiz a la garganta del desconocido.
Era de noche.
—No te muevas, canalla —murmuró ella.
Aunque le temblaban las piernas, Victoria le hizo recular hasta la pared. Se sintió eufórica. Por fin había llegado el día que tanto había esperado…
Victoria llevaba soñando desde hacía mucho tiempo con situaciones peligrosas, con personas armadas que la perseguían, con amigos que se batían en duelo por ella a punta de espada, con osos que la perseguían y la obligaban a huir atravesando un río a nado. Sí, osos. Ella quería una casa construida sobre pilares, un gorro de piel, los pelos desaliñados, misiones en Siberia o en el espacio. Ella quería que unos pigmeos secuestraran a sus padres y no fuese fácil liberarlos. Soñaba con un perro que le llegase a la barbilla y la protegiese de los leones que venían a beber al lago, porque allí sería donde ella se lavaría una vez al mes. O quizá cada dos meses.
Victoria quería una vida llena de aventuras, una vida loca, una vida más grande que ella.
Y a su alrededor todos decían: «Victoria sueña».
Porque Victoria vivía en la calle del Resbalón, en el pequeño pueblo de Manso de la Sierra. El pueblo más tranquilo de todo Occidente. Iba al colegio Pierre Martial, rodeado por los bloques de pisos del barrio de los Espinos. Ningún pigmeo rondaba a sus padres. La obligaban a lavarse todas las noches. Y lo que es peor: ningún extraterrestre se había enamorado todavía de su hermana mayor, de manera que nadie le había hecho el favor de llevársela para siempre a otro planeta.
No, su casa no estaba construida sobre pilares: era una construcción como la de los vecinos de la izquierda, como la de los vecinos de la derecha, como la de los vecinos de atrás. Victoria no tenía ni perro, ni caballo, ni verdaderos amigos. Nada. Para ser honestos, tampoco había ni un solo león en todo el pueblo, ni en el resto de la provincia. Había un lugar que ella se negaba a llamar lago, incluso aunque estuviera rodeado de un «camino del lago», de un «bar del lago», o de una «playa del lago». Todos mentían. Aquel lugar merecería el nombre de lago si estuviese habitado por flamencos rosas, que saldrían volando por la mañana temprano cuando ella aterrizara su hidroavión. Pero era un charco de agua con espuma de lavavajillas alrededor. Solo atravesaba aquel charco algún que otro hidropedal y Victoria no tenía hidroavión.
El hidroavión de Victoria hacía acrobacias en su cabeza dibujando círculos blancos, y la manada de búfalos tan solo atravesaba el techo de su habitación cuando soñaba, con los ojos abiertos, tendida en su cama.
No tenía ni siquiera algún que otro enemigo con la cara tatuada que la amenazara con su sable en un barco pirata, ni siquiera un sombrero de mosquetera para pasearse bajo la luna.
—¿Jo? ¿Eres tú? —dijo ella.
Durante casi veinte minutos, Victoria había esperado un caso serio. ¡Por fin algo! ¡Menos mal! Intentaba librarse de aquella sombra que la seguía desde el principio de la calle.
Era invierno. A las seis, la noche ya era cerrada. Volvía de la biblioteca con una maleta llena de libros. No aceleró el paso en ningún momento, pero, en cuanto giró por una callejuela, dejó atrás las ventanas iluminadas. Sentía la presencia de una amenaza detrás de ella. Victoria había imaginado que era un