El rincón feliz
Por Henry James
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Henry James
Henry James (1843-1916) was an American author of novels, short stories, plays, and non-fiction. He spent most of his life in Europe, and much of his work regards the interactions and complexities between American and European characters. Among his works in this vein are The Portrait of a Lady (1881), The Bostonians (1886), and The Ambassadors (1903). Through his influence, James ushered in the era of American realism in literature. In his lifetime he wrote 12 plays, 112 short stories, 20 novels, and many travel and critical works. He was nominated three times for the Noble Prize in Literature.
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El rincón feliz - Henry James
James
I
Todo el mundo me pregunta qué «pienso» de todo -dijo Spencer Brydon-; y yo respondo como puedo, eludiendo o desviando la pregunta, quitándome a la gente de encima con cualquier tontería. En realidad a nadie le debería importar -prosiguió-, pues aun cuando fuera posible satisfacer de ese modo (parece que me estuvieran diciendo: «¡La bolsa o la vida!») demandas tan estúpidas en torno a un tema de tanta trascendencia, lo que yo «pensara» seguiría teniendo que ver casi exclusivamente con algo que sólo me afecta a mí.
Hablaba con la señorita Staverton: desde hacía dos meses no había dejado pasar una sola ocasión de hablar con ella. La situación se presentó así de hecho; aquella disposición, aquel recurso, el alivio y el apoyo que le brindaban, enseguida ocuparon el primer lugar en medio de la larga serie de sorpresas, escasamente mitigadas, que concurrieron en la circunstancia de su regreso a los Estados Unidos, extrañamente demorado durante tanto tiempo. De un modo u otro, todo constituía motivo de sorpresa, lo cual cabía considerarlo natural cuando desde hacía tanto tiempo y de modo tan consistente alguien lo descuidaba todo, esforzándose por que quedara tanto margen para las sorpresas. Spencer Brydon les había concedido a las sorpresas un margen de más de treinta años (treinta y tres, para ser exactos), y ahora le parecía que las sorpresas, a su vez, habían organizado un espectáculo en consonancia con la magnitud de la licencia que se les había dado. Cuando Brydon se fue de New York contaba veintitrés años de edad; hoy tenía cincuenta y seis. Es decir, a menos que calculara el transcurso del tiempo conforme a una sensación que le había asaltado varias veces después de su repatriación, en cuyo caso habría vivido más tiempo del que normalmente le es asignado al ser humano. No paraba de repetirse a sí mismo que habría hecho falta un siglo, y así también se lo decía a Alice Staverton; habrían hecho falta una ausencia más prolongada y una mentalidad más distanciada que aquéllas de las que era culpable para asimilar las diferencias, la novedad, la extrañeza, y sobre todo la grandeza, que, para bien, o para mal, asaltaban en aquellos momentos su visión, mirara donde mirara.
No obstante, durante todo aquel tiempo, el hecho más relevante fue comprobar la ociosidad de todo cálculo anticipado. En efecto, Spencer Brydon se había pasado década tras década augurando -del modo más inteligente y liberal que imaginarse pueda- cambios llamativos. Ahora comprobaba que sus augurios quedaban en nada; echó en falta lo que estaba seguro de ir a encontrarse y se encontró lo que jamás había imaginado. Las proporciones y los valores estaban trastocados; las cosas feas que se esperaba, las cosas feas de su lejana juventud (Spencer Brydon fue sensible a lo feo desde una edad muy temprana), pues bien, ahora resultaba que aquellos fenómenos misteriosos más bien ejercían encanto sobre él. Por el contrario, las cosas vistosas, las cosas modernas, monstruosas y célebres, las que había venido a ver más concretamente, al igual que lo hacían todos los años miles de curiosos ingenuos, aquellas cosas eran precisamente la causa de su desazón. Eran otras tantas trampas dispuestas a fin de desagradar, dispuestas sobre todo a fin de provocar una reacción, y él, que no dejaba de moverse un instante, estaba pisando constantemente los resortes que accionaban aquellas trampas. No cabía duda de que todo aquel espectáculo era interesante, pero habría resultado excesivamente desconcertante de no ser porque la existencia de cierta verdad de carácter más sutil salvaba la situación. Bajo aquella otra luz más duradera se apreciaba con claridad que Spencer Brydon no había regresado a su país exclusivamente para ver las monstruosidades; había ido (la conclusión era idéntica tanto si se analizaba detenidamente su acción como si sólo se hacía una valoración superficial de la misma) obedeciendo a un impulso que nada tenía que ver con las monstruosidades mencionadas. Había venido (expresándolo de un modo ampuloso) a ver lo que le pertenecía, de lo cual se había mantenido a una distancia de cuatro mil millas durante un tercio de siglo; o
(expresándolo con menos sordidez) había cedido al deseo de volver a ver la casa que tenía en el rincón feliz (como solía llamarlo cariñosamente) donde viera la luz por primera vez, donde varios miembros de su familia vivieron y murieron, donde había pasado las vacaciones de su infancia (el curso escolar siempre duraba demasiado) y recogido las pocas flores sociales de su adolescencia sin calor; ahora, merced a los fallecimientos sucesivos de dos hermanos suyos y a la cancelación de antiguos acuerdos, aquel lugar al que había sido ajeno durante tanto tiempo, pasaba enteramente a sus manos. Era titular de otra propiedad, no tan «buena» como la primera. (El rincón feliz, desde hacía mucho tiempo había ido ampliándose y revistiéndose de un carácter sagrado, ambas cosas en grado superlativo). El valor de aquellas dos propiedades constituía la esencia de su capital y sus ingresos de los últimos años procedían de sus rentas respectivas, las cuales (gracias a que eran originariamente