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Marejada
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Libro electrónico127 páginas2 horas

Marejada

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Interesante experimento literario articulado en torno al relato de dos mujeres: Indiana, una mujer singular e irrepetible; e Irene, bailarina asociada a un trágico destino. Entre la conversación de las dos se va desgranando una historia de celos, amor y desamor, desamparos y resistencias que hablan del corazón femenino con una inusitada sensibilidad. Un gran libro que trasciende más allá de sus páginas.-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento5 dic 2022
ISBN9788728392751
Marejada

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    Marejada - Julio Cristellys

    Marejada

    Copyright © 2014, 2022 Julio Cristellys and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788728392751

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

    Para Marina, para Mónica, ambas hermanas, ambas mis hermanas.

    Era el preferido de su madre mientras que el segundo lo era de su padre. Hay favoritos en todas las familias. Es casi natural: un chico tiene más simpatía que otro.

    No puede hallarse la causa. Pero Johan de nadie era el favorito.

    August Strindberg . El hijo de la sierva

    Y esta mi vida, ¿es novela, es nivola o qué es? Todo esto que me pasa y que les pasa a los que me rodean, ¿es realidad o es ficción? ¿No es acaso todo esto un sueño de Dios o de quien sea, que se desvanecerá en cuanto Él despierte, y por eso le rezamos y elevamos a Él cánticos e himnos, para adormecerle, para cunar su sueño? ¿No es acaso la liturgia toda de todas las religiones un modo de brezar el sueño de Dios y que no despierte y deje de soñarnos?

    Miguel De Unamuno . Niebla

    EL TORREÓN DEL PUERTO

    Hasta un pueblo de pescadores viajé con mis padres. Ellos ya sabían del mar, que hasta allí, a sus playas y ciudades, habían ido de niños, también de jóvenes, no así su hijo, un pequeño de seis años ante quien el mar se mostraría como una incomensurable realidad hecha de azul, mucho azul, y de un extraño murmullo, quizás fuera el lejano trote de un corcel, mas cómo explicárselo a mi padre mientras me sostenía en sus brazos encaramándome por encima de la barandilla de aquel balcón sobre el Mediterráneo, ¿qué te parece el mar?, pregunta la madre, ¿acaso no te gusta?, porfía el padre, parece mentira, corean malhumorados ambos, tanto insistirnos con veranear en la playa y ahora, cuando tienes el mar ante tus ojos, enmudeces, ¡hijo!, ¡podrías decir algo por poco que fuera, darnos una alegría!, pero dejémoslo y volvamos al coche, que aún hemos de llegar al pueblo y encontrar la casa, la casa que los padres han alquilado a la panadera, una blanca edificación de un único piso situada en el puerto, sus puertas y ventanas son de carpintería azul, salitrosa, se encuentra cerca de la playa y comparte medianería con una taberna, de nombre El Refugio, adonde acuden muy de mañana los hombres al regreso de sus faenas en la mar, y a ese bar no entrarán sus mujeres, a tan tempranas horas muy azacanadas por los muelles y la lonja, aquellas para disponer con hielo el pescado en cajas de madera, estas para hacerse con el mejor género de la subasta y, entre ellas, es fácil toparse con algunas forasteras que, aviadas con claros vestidos, vagan entre redes y boyas, unas simulando afición por el amarre de las barcas y el desembarco de la mercancía, otras fingiendo indiferencia por el aroma a sal, también a brisas marinas, despedido por el sudor de esos hombres que, deseando a Irene, callan y bajan la vista cuando sus ojos, inflamados por una noche en vela faenando en la mar, se cruzan con la mirada de la muchacha, son sus ojos ahusados y muy oscuros, casi negros, tal vez intensos en demasía para una chica de diecisiete años a quien su madre, amiga de la mía, ha favorecido con una aceitunada tez y una mata de cabello oscuro recogido en un moño sujeto bajo la nuca con una peineta de concha clavada al amanecer por las manos de la muchacha, las tiene largas y esbeltas como las de su padre, alto y arrogante, sin embargo las facciones del hombre, no faltas de atractivo, no son las de Irene, cuya faz es el rostro de una princesa bárbara abandonada por su prometido en una playa donde dos mujeres se tuestan bajo un fiero sol, una, mi madre, es mujer de pocas palabras, tal vez de palabras carezca, demasiado bella, la otra, muy risueña y sencilla, es la madre de Irene, habla de la hija, de sus progresos con la danza y de su contrato con la compañía de ballet de un teatro de ópera británico, pero, antes, en unos días, actuará con un bailarín nacional en el escenario montado en las afueras del pueblo, allá, al otro extremo de esta infinita playa, y en la profundidad de los jardines de una vieja y hermosa mansión, hoy propiedad del Ayuntamiento, se dice que el hijo de su primer dueño, un fabricante de vidrio, enloqueció de amor por su hermana, una niña de la edad de Irene, descerrajándose el muy desdichado un tiro en la boca el mismo día de la boda de la muchacha, precisamente cuando los novios hacían su entrada en el oratorio de la casa, sin embargo la ceremonia no se suspendió sino que prosiguió el oficio aunque el vestido de la novia, Indiana era su nombre, hubiera quedado manchado con salpicaduras de sangre y el sacerdote hubiera de bendecir a los nuevos esposos ante el cuerpo yacente junto al altar de la capilla, puesto que la joven desoyó las súplicas de ambas familias, también de su prometido, para demorar la celebración del enlace en tanto no hubiera levantado el juez el cadáver, pero el juez tardó varias horas y apareció cuando, terminado el convite, los novios se despedían de parientes e invitados, si bien y a pesar de la tragedia, nadie se lamentó de la conducta de la novia, de todos era conocido el egoísmo de Indiana, quien, de vuelta de su viaje de novios, abandonó al marido para escaparse con un pescador cuya mujer regentaba El Refugio, esa taberna abierta junto a vuestra casa, hoy pertenece a los hijos, los padres de esos mocetones encargados de los toldos, aunque uno de ellos es también pescador, ese muchacho, Raúl, que, a menudo, me vende a buen precio el pescado rechazado por los clientes de su patrón, ¿sabes de quién te hablo?, ya veo que tú también le compras, un buen chico que, a ti te lo digo, no pierde de vista a Irene, ella ni lo mira, a veces me violenta su desdén porque a nada compromete una sonrisa en respuesta a una inofensiva mirada, pero esa es otra cuestión y, como te decía, Indiana huyó con ese hombre que murió ahogado en un lago italiano, no sabía nadar, algo nada infrecuente entre los pescadores, y ella, ya no tan joven, su familia arruinada —el padre, herido de muerte por el suicidio del hijo, se había encerrado en su alcoba sentado frente a un retrato del muchacho, negándose a continuar con la gestión de su industria que, cómo no, acabó siendo comprada a precio de orillo por el más leal de sus administradores, antes la había hundido, y en cuanto a la madre, desapareció, se dice que fue internada en un sanatorio extranjero para dolencias mentales—, regresó a este pueblo para formalizar la liquidación del negocio y la cancelación de sus deudas con la venta de la fábrica y la casa, y, luego, con el poco dinero sobrante, adquirió el torreón del puerto, esa antigua edificación de planta redonda y con fachada de piedra, rematada con una cónica techumbre de tejas, y levantada entre la fonda y la lonja, allí vive sola, sin una sirvienta que se ocupe de la casa, mas, según le han contado los pescadores a mi marido, a pesar de su avanzada edad, tiene la cabeza muy lúcida y ha otorgado testamento instituyendo heredero del torreón a Raúl, el nieto de su amante, únicamente a ese chico le consiente la entrada en esa casa, y cada aurora Indiana le aguarda en el muelle, aunque jamás se le acerque cuando baja de la barca, a diario puedes verla siempre vestida de blanco, sus labios y uñas muy rojos, caminando entre redes, cestas y cajas de pescado, todos, hombres y mujeres, la saludan y a nadie responde, no por altanería, sino porque anda distraída, ausente, al encuentro de alguien, ¿quién?, nadie lo sabe, ¿dices que tal vez Raúl?, no, no es Raúl, me recuerda a una joven madre, angustiada por el extravío de su pequeño, las facciones contraídas en un gesto de ansiedad y las manos crispadas por el dolor, siendo tal su zozobra que, en cierta ocasión, tropezó en la lonja con Irene a quien, en lugar de disculparse, le rogó que la acompañara al Refugio, donde, ellas, las únicas mujeres en la taberna, se encontraron sentadas entre esos hombres de piel labrada por surcos de salitre, todos comentando las incidencias de su noche en la mar, las pujas de la lonja, mas Indiana, indiferente a la presencia de los pescadores, sonrió a Irene diciéndole que, enterada de su inclinación por la danza, había encargado a un afamado músico, amigo de otros tiempos, la composición de la partitura de un ballet inspirado en distintos episodios de su vida y cuyo papel protagonista será interpretado por Irene, siendo esta y no otra la razón por la que consiento que mi hija haya intimado con esa inquietante mujer, que, a buen seguro, intentaría adoptarla si la niña, en un rapto de debilidad, se doliera de nuestras riñas, las normales en toda familia, pero Irene, a ti te lo digo, queriéndome poco o nada, a ratos pienso que me mira con rabia, tiene, en cambio, un arraigado sentido del deber filial y, mientras continúe viviendo en nuestra casa, no querrá disgustarme, si bien, una vez que comience a bailar con esa compañía extranjera..., pero, ¡si no nos hemos dado cuenta!, ¡tu niño se encuentra sentado junto a nosotras!, ¡nos ha estado escuchando!, pues sí, es cierto, dice mi madre, anda vete, juega con otros niños, me ordena, y no merodees cuando hablemos los mayores, ahora se marcha, dice volviéndose hacia su amiga, este pequeño me preocupa, apenas sonríe, nunca

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