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El fantasma de Farnaise
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El fantasma de Farnaise
Libro electrónico309 páginas5 horas

El fantasma de Farnaise

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Provenza, Francia año 1879

Región de Armañac (Provenza) Francia año 1879

Una serie de sucesos sobrenaturales :Ruidos extraños, una dama que solloza reflejando su imagen en todos los espejos, hace comprender a la joven baronesa Amandine que ese castillo al que acaba de mudarse con su esposo, está embrujado. El barón niega tal cosa y dice que solo se trata de una leyenda antigua pero su esposa hará un descubrimiento inquietante que la hará viajar al pasado para desentrañar ese misterio. Una dama que vivió en el tiempo de Luis XIV busca desesperadamente comunicarse con ella y conmovida por la historia no descansará hasta averiguar la verdad. ¿Qué le ocurrió a esa desdichada dama y por qué no puede descansar en paz? 

Pero fuerzas oscuras intentan detenerla... Y la joven baronesa se encontrará luchando por su vida cuando la trágica historia del fantasma salga a la luz.

IdiomaEspañol
EditorialCamila Winter
Fecha de lanzamiento23 ene 2015
ISBN9781507089538
El fantasma de Farnaise
Autor

Camila Winter

Autora de varias novelas del género romance paranormal y suspenso romántico ha publicado más de diez novelas teniendo gran aceptación entre el público de habla hispana, su estilo fluido, sus historias con un toque de suspenso ha cosechado muchos seguidores en España, México y Estados Unidos, siendo sus novelas más famosas El fantasma de Farnaise, Niebla en Warwick, y las de Regencia; Laberinto de Pasiones y La promesa del escocés,  La esposa cautiva y las de corte paranormal; La maldición de Willows house y el novio fantasma. Su nueva saga paranormal llamada El sendero oscuro mezcla algunas leyendas de vampiros y está disponible en tapa blanda y en ebook habiendo cosechado muy buenas críticas. Entre sus novelas más vendidas se encuentra: La esposa cautiva, La promesa del escocés, Una boda escocesa, La heredera de Rouen y El heredero MacIntoch. Puedes seguir sus noticias en su blog; camilawinternovelas.blogspot.com.es y en su página de facebook.https://www.facebook.com/Camila-Winter-240583846023283

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    El fantasma de Farnaise - Camila Winter

    CAPÍTULO PRIMERO—

    Año 1878—

    El viento azotaba a la antigua construcción de Provenza sin piedad, pero sus muros y árboles (nogales, pinos y cedros en su mayoría) resistían estoicos. Envuelto en nubes plomizas, con sus torres en forma de almena, su imagen inquietante y sombría daba la bienvenida a la nueva baronesa  Latour. La joven dama, recién llegada de Paris junto a su esposo; el decimoquinto barón de Latour, no podía apartar la mirada del lugar como  si estuviese hechizada.

    El chateau rodeado de viñedos, antiguo, inexorable y amenazante se irguió ante ellos como un gran gigante que les mirara con arrogancia y les dijera ¿qué hacen aquí, cómo se atreven?  Mientras una sombra se asomaba en la ventana de la torre y observaba a la pareja con una sonrisa maligna y torcida.

    Amandine Latour; delgada y con estrecho talle, con el cabello rubio envuelto en un sombrero con flores del mismo tono rosa que su vestido,  caminaba insegura por el camino de grava, impresionada por la magnificencia del antiguo edificio.

    —Por aquí querida.  Seguidme —dijo su esposo, alto moreno y con el porte militar que estaba tan de moda en las tertulias Parisinas, donde tenientes, coroneles eran los favoritos de las damas. Y ella como una tonta le había creído un misterioso coronel, su mirada castaña tan intensa, la tez con el color de aquellos que pasan gran parte del día al aire libre, su impecable traje negro de buen corte...

    Y Philippe Latour había pensado que la joven era una especie de ninfa del bosque: hermosa, con una piel de porcelana, de voz dulce y suave y temió que se esfumara como una ilusión si le proponía matrimonio.

    Ambos se habían engañado con las apariencias, ni Philippe era un militar ni la bella joven era una ninfa. Pero ya estaban casados, y casi de luna de miel. Sin embargo había cierta frialdad, cierta distancia entre ellos y la joven sintió que esa fortaleza la intimidaba y asustaba.

    Entonces vio la imagen maligna en la ventana de la torre, como si sintiera su mirada automáticamente sus ojos se detuvieron en se punto. Era una mujer, pero ¿quién sería? ¿Alguna parienta olvidada y pobre que pasaba los días zurciendo en lo alto del castillo como en los viejos tiempos, sin ver a nadie porque estaba un poco loca?

    La pregunta murió en sus labios al aparecer en escena el imponente mayordomo seguido del ama de llaves. Ambos con oscuros uniformes y mirada severa y fuerte.

    El primero era un hombre de unos sesenta años, calvo y con nariz ganchuda y mirar penetrante, mientras la mujer era menor, y llevaba un vestido cerrado como un hábito de monja, el cabello recogido con un moño tirante de un tono gris, como sus ojos. Le recordó a una religiosa: severa, autoritaria, como debía ser un ama de llaves de un castillo.

    —Bienvenida a Farnaise, madame condesa —dijo el ama de llaves.

    El mayordomo asintió y ella se quedó mirándoles asustada sin decir palabra.

    — ¿Qué ocurre querida? —dijo él al ver que vacilaba frente a la puerta principal.

    —Nada —respondió la joven dama preguntándose por qué sus piernas se negaban a obedecerle y no podía caminar con normalidad hacia la puerta.  Y por qué tenía esa rara sensación de conocer ese lugar, de haber estado allí antes... Era una tontería, tal vez producida por esa sensación de inquietud e incomodidad al encontrarse en un lugar antiguo y desconocido.

    Demasiado joven, demasiado delgada, aunque ¿qué hombre podría resistir ese cabello como el oro y esos ojos color cielo tan hermosos? Se preguntó el ama de llaves mientras rendía homenaje a la pareja de recién casados y dueños del castillo.

    El mayordomo no tuvo tales pensamientos, y se sentía satisfecho de que todo estuviera perfectamente organizado y listo para la llegada del joven señor y su esposa.

    — ¿Os agrada esposa mía? —dijo él mirándola con esos ojos enigmáticos y esa media sonrisa.

    Philippe Latour, su esposo, un extraño por el que sentía el mismo terror inexplicable. Su amiga Clarisse se hubiera reído de ella, muchas envidiaban su suerte porque se había casado con un noble joven y guapo, que parecía adorarla, pero ella sólo sabía que se había casado para escapar de su madre y un pretendiente indeseable.

    —Sí, es un lugar muy bonito —respondió ella mirando hacia el bosque y las vides, antes de que el edificio les envolviera con sus sombras.

    El barón la miró con una sonrisa extraña y posesiva, como quien disfruta un motín obtenido luego de mucho esfuerzo. Philippe Latour, barón de Farnaise había permanecido indiferente a las jóvenes bonitas y casaderas, y a las casamenteras astutas de su familia durante casi diez años. Y aunque sabía que tarde o temprano debía casarse para perpetuar su estirpe no había tenido demasiada prisa hasta que conoció a la joven Amandine Boulegne  en  una villa parisina y desde que posó sus ojos en ella había decidido convertirla en su esposa.

    La joven le miró a la distancia y en sus labios se dibujó una tímida sonrisa. Todo  aquello era nuevo para ella, el lugar, apartado y solitario, el inmenso castillo construido durante el reinado de San Luís y refaccionado tantas veces. Casi no podía creer estar allí, se sentía rara, desorientada. El lugar le producía un extraño temor. Al igual que su esposo y no sabía la razón.

    Apuró el paso. El castillo aguardaba y no debía desanimarse tan pronto. Era un bonito lugar a pesar de... Ser tan antiguo y sombrío.

    *****

    Se preparó para dormir en la habitación contigua a la de su esposo. Los criados habían sido amables y educados, todos lucían uniforme y eran los suficientes para que ella no tuviera que preocuparse. Aunque su madre le había advertido que debía dirigirles sin vacilación, controlar los blancos, contar las cucharas de plata, escoger la cena... El ama de llaves haría todo eso con eficiencia, tenía todo el temple de una solterona rígida e indómita. A ella le abrumaba imaginar que podía hacer todo lo que le había dicho su madre en un sitio tan inmenso.

    Contempló la habitación y dio unos pasos hacia la cama. Estaba exhausta y sólo pensaba en descansar de tan largo viaje. Su esposo la había despedido luego de la cena con un tibio beso en la mejilla. Ella se sintió perdida en aquel inmenso comedor lleno de muebles antiguos y oscuros, la larga mesa semivacía, el candelabro de cristal. Una sombra se había escurrido en un momento, mientras ella miraba todo como niña curiosa. Un fantasma, pensó con terror, ese lugar parecía estar encantado, era oscuro y sombrío, debía estar repleto de familiares pero allí no vivía más que el barón y sus sirvientes.

    —Alegraos querida, al menos no deberéis reverenciar día y noche a vuestros suegros y cuñados —le había dicho su hermana Sophie  cuando supo que se mudaría a un Chateau solitario de Provenza.

    Pero sola en su habitación, creyó que hubiera sido mejor que hubiera una tía solterona, una nana tan vieja como el lugar, o uno de esos primos sin un céntimo  para que el lugar no le pareciera tan  solitario e inquietante.

    Tonterías, imagináis cosas. Se dijo y cerró la ventana con fuerza. Contempló la habitación admirada. Era simplemente perfecta.

    Los muebles estilo Luis XV, la cómoda dorada, los cojines en la inmensa cama con dosel del mismo tono, los cortinados con flores de lis estampadas en fondo escarlata. Parecía la alcoba de una princesa. Nunca había tenido una habitación tan lujosa y sin embargo se sintió desanimada al contemplar el lecho vacío. ¿Acaso era costumbre de los nobles tener habitaciones separadas? Le hubiera gustado que Philippe estuviera allí, no se habría sentido tan amedrentada por las sombras.  Pero sabía que eso no podía ser, no después de su triste noche de bodas...

    Se detuvo frente a un espejo veneciano ovalado y volvió a pensar en su matrimonio.

    No, no era feliz. El recuerdo de su noche de bodas aún la perseguía, él no volvería a acercarse y no sabía si eso le provocaba alivio o tristeza. Había sido su culpa, no había estado preparada, su inexperiencia e ignorancia hicieron que perdiera el sentido luego de sufrir un ataque de terror cuando él intentó desnudarla. No era sencillo desvestirse frente a un extraño, se ruborizó al recordarlo y se preguntó qué ocurriría si él volviera a acercarse.

    De pronto escuchó un sonido en la puerta: un golpe tímido, y se quedó paralizada sin saber qué hacer. Y cuando la puerta se abrió apareciendo una joven de reluciente y blanco uniforme creyó que iba a desmayarse.

    —Madame baronesa —dijo haciendo una reverencia. Era la doncella que había ido a ayudarla a desvestirla y a peinarla para la cena. Una criatura muy delgada, con el cabello rojo y el rostro rojizo lleno de pecas.

    Estaba exhausta y luego de que la ayudara con su cabello le había dicho que esa noche cenaría en su habitación.  La doncella pelirroja se marchó, silenciosa, haciéndole una nueva reverencia.  Amandine la miró con curiosidad, no estaba acostumbrada a que los criados se inclinaran en su presencia. De pronto extrañó su cómoda villa de Saint Germain, los hermosos jardines, la comida suculenta pero sencilla, la música del piano de su madre... Allí sólo se oía el quejido del viento filtrándose por las rendijas y del edificio  vetusto y gris.

    Tanta gente había vivido allí y encontrado una muerte horrible...  Sonrió ante su insólita ocurrencia mientras se quedaba dormida mirando el techo de madera y escuchando el quejido del viento. Que al principio la alarmó, pero al descubrir que era sólo una corriente de aire filtrándose por alguna rendija, lo aceptó y no pensó más en el asunto.

    *               *                *

    Ansiaba conocer al que sería su nuevo hogar. El día estaba radiante, con unas pocas nubes blancas surcando el cielo azul. Aunque el castillo se viera decrépito y antiquísimo tenía unos jardines espléndidos y un paisaje estimulante. Inmensos bosques y valles a lo lejos, campesinos y labradores recorrían las tierras con sus canciones acompañados de sus mujeres. Todos trabajaban para elaborar el mejor vino tinto de Francia como le había dicho su esposo con orgullo días antes de su boda.

    Este había salido temprano, luego de un frugal desayuno. Debía acostumbrarse, pues el conde realizaba un paseo matinal recorriendo sus tierras a caballo según le informó el ama de llaves esa mañana, mientras organizaba el almuerzo sin consultarla.

    Pero ese día dio un corto paseo a pie, sintiendo que era un lugar bello, muy distinto a todo lo que conocía.

    Durante las primeras semanas se sintió abrumada por tener que supervisar diariamente todo lo que ocurría en el chateau, además de responder la media docena de cartas y tarjetas de invitación que llegaban casi a diario, de presidir las cenas y almuerzos, cuando llegaban unas pocas visitas deseosas de conocer a la nueva baronesa Latour. Comenzó a añorar la tranquila vida parisina, cómoda e incierta, donde todo se llevaba a cabo sin que ella tuviera que tomar tantas decisiones.

    Casi no tenía tiempo para dar paseos o leer, mucho menos bordar o tocar el piano.

    Muy pronto comprendió que allí ocurrían cosas extrañas y no estaba nada preparada para enfrentarlas. Al principio creyó que los ruidos en la noche eran debidos a las rendijas, ventanas mal cerradas, corrientes de aires y demás. Pero eso no daba una explicación satisfactoria a esa voz femenina llamando a Armand. ¿Qué podía ser aquello? ¿Una criada que se veía a escondidas con un mozo o criado y siempre le llamaba en la mitad de la noche? Conociendo al ama de llaves sabía que eso era improbable pero... Estaba segura de haber oído esa voz femenina llamando a ese joven en la noche.

    En una ocasión, durante una recepción, las copas habían temblado y las velas de la araña, estaba segura de que se habían hamacado en un vaivén anómalo e inesperado.

    La mirada de su esposo, alerta, se cruzó con la suya pero ella no creyó que fuera importante. Pero días se despertó a media noche escuchando de nuevo ese nombre Armand, Armand.

    Se incorporó y buscó las cerillas, tocando la campanilla para que fuera la doncella a auxiliarla. Presa del terror comprendió que la voz provenía de su habitación.

    En esos instantes de terror perdió las cerillas y se arrastró a tientas hasta la puerta.

    Que se abrió poco después apareciendo su doncella con el cabello suelto como si hubiera salido muy aprisa de su alcoba.

    ¿Qué ocurre madame Latour? —dijo mirando hacia el interior.

    Hay una voz en la pared, una mujer llamando a alguien.

    La doncella guardó silencio, palideciendo. Su candelabro iluminó la habitación con intensidad.

    —Aquí no hay nadie, madame —dijo luego.

    Amandine, más calmada pudo hablarle de la extraña voz que parecía salir de las paredes de su cuarto. Pero la doncella nada sabía del asunto, y le dijo que tal vez había sido una pesadilla.

    Siguiendo un impulso abrió las ventanas y sólo vio la negrura de la noche envolviendo el bosque y las vides y volvió a cerrarlas.

    —Debió ser una pesadilla madame, por favor, descanse. Vuelva a la cama. Hace frío aquí, mucho frío. Le prenderé la estufa.

    La joven baronesa observó los movimientos pausados de la doncellas, de cómo en un santiamén le encendió el pequeño hogar que había en un rincón, venciendo ese frío helado que empezaba a inundarlo todo. Su mirada permaneció fija, impasible. Hasta que la doncella la condujo hasta su lecho y la arropó como si fuera una chiquilla.

    Había sido una pesadilla. Pero Amandine no estaba segura, sin embargo se sintió confortada con  el fuego y las mantas de lana cubriendo su delgado cuerpo.

    CAPÍTULO  2

    Durante el desayuno su esposo le preguntó si había dormido bien. Ella le respondió con una rápida mirada.

    —Sí —fue su simple respuesta.

    Philippe la notó extraña ese día, tensa, con unas leves ojeras bajo sus ojos. Era su esposa, era hermosa, y sin embargo, el matrimonio sólo les había alejado y Farnaise, parecía haber creado una barrera entre ellos.

    —Philippe —dijo de pronto Amandine.

    El dejó la servilleta blanca con gesto mecánico y sus ojos se encontraron.

    —Quisiera invitar a Clarisse Dubois, es mi mejor amiga, tal vez no os acordéis de ella...

    Philippe sí recordaba a la joven de castaña cabellera ensortijada y sonrisa brillante.

    —Sí, la recuerdo. ¿Deseáis que venga a pasar una temporada? ¿Creéis que haga un viaje tan largo?

    La joven baronesa no había considerado esa posibilidad, añoraba tanto su compañía.

    —Se lo pediré Monsieur. Si ella acepta.

    —Por favor no me llaméis Monsieur, soy vuestro esposo.

    La joven se sonrojó ante su mirada, imaginando que estaba reprendiéndola como una chiquilla, algo que tal vez fuera cierto...

    El barón se impacientó, tenía asuntos que atender y había demorado demasiado el desayuno.

    —Invitadla, os lo ruego. Pero no esperéis que haga tan largo viaje con este tiempo, querida —dijo antes de marcharse.

    Amandine asintió, viendo cómo se alejaba Philippe con una expresión de alivio y de tristeza. ¿Acaso siempre vivirían manteniendo esa fría cortesía? ¿En cuartos separados?

    La joven abandonó la mesa, apenas había probado una parte del opíparo desayuno. La mesa servida era como un espectáculo, fuentes de plata reluciente, platillos y cubiertos del mismo material, manteles blanquísimos bordados. Durante el desayuno, el almuerzo y la cena, recibieran o no invitados.  El despliegue de platería, de finas copas labradas de cristal era deslumbrante, nunca había visto tanta magnificencia.

    Al igual que los salones con espléndidos muebles ingleses, salas con obras de arte, la gran biblioteca que habría enloquecido de placer a su abuelo coleccionista de manuscritos... Y las habitaciones con cortinados de terciopelo y colchas de fina seda. Todo era como en un cuento de hadas, y sin embargo, no era feliz y sentía que no podía disfrutar nada de todo cuanto la rodeaba.

    Escribió la carta con letra adornada, producto de su internado en aquel colegio de monjas en la ciudad, y casi le suplicó a su amiga que fuera a visitarla. Rezando para que aceptara, pues ¿cómo podría tolerar ese castillo encantado sin ella?

    Mientras escribía la carta sintió de nuevo esa voz, ese susurro. Y casi  sin darse cuenta volcó el tintero sobre el papel embretado del castillo.

    —¡Maldición! —exclamó. Y vio como un jarrón blanco caía al suelo haciéndose añicos como si alguien lo hubiera movido. Ese ser invisible que también estaba en su habitación y ahora en la pequeña sala atestada de retratos, cojines y cortinados color damasco.

    Pero necesitaba escribir esa carta, así que volvió a intentarlo y fue concisa. "Oh, Clarisse, por favor ven pronto. Este lugar es espantoso, mi esposo no me dirige la palabra. Y los criados se miran unos a otros como si guardaran un terrible secreto. Algo muy extraño está ocurriendo aquí, escucho la voz de una dama llamar a alguien. La otra noche casi muero del susto.

    Por favor, venid pronto. ¡Os necesito tanto, amiga!" Decía un trozo de la carta, el resto era similar, haciendo hincapié en esos momentos aterradores que había tenido desde su llegada hacía ya dos semanas.

    Dos semanas. ¡Cómo volaba el tiempo! Y sin embargo en ocasiones era eterno. En ese mausoleo gris y solitario, en el medio del campo.

    Amandine iba a guardar su pluma pero luego recordó que también debía escribir a su madre.

    ¿Tendría el valor de contarle lo que ocurría?

    No. Para su madre todo debía estar perfecto. De haberse enterado del fantasma, y de que jamás habían compartido el lecho... Claro que una dama jamás hubiera mencionado esas cuestiones, pero estaba segura de que su madre lo habría desaprobado.

    Por eso la carta que escribió fue más banal, ligera pero tranquilizadora. Y al releerla sintió que no parecía ser escrita por ella sino por otra persona. Una dama que vivía un cuento de hadas en un castillo de Provenza.

    Entregó ambas cartas al mayordomo y este hizo un gesto de muy bien baronesa y se las llevó con rapidez.

    —Madame Latour, quería preguntarle sobre la cena de esta noche. Recibirán invitados.

    El ama de llaves siempre aparecía para hacerle la misma pregunta, casi a la misma hora. Ignoraba por qué esa mujer no podía solucionarlo todo como siempre, y por qué razón era la cena la causante de tanta contrariedad de su parte, cuando tenía a su cargo un pequeño ejército de fieles sirvientes y a diario supervisaba casi todas las tareas del chateau.

    Y como si madame Marchant sospechara cuál sería su respuesta luego de vacilar incontables minutos, dijo:

    —Bueno, me tomé la libertad de escoger cordero asado, con papas...

    No importaba que dijera que iba a cocinar un trozo de pata de macho cabrío, Amandine jamás le hubiera prestado atención. No comprendía su insistencia, se esperaba que ella hiciera todo como siempre, no que la molestara cada vez que recibían visitas. Para ello la joven condesa era torpe, no tenía experiencia alguna en el manejo de semejante castillo.

    —Está perfecto.

    —Y de entrada, el postre...

    Amandine no la escuchaba, acababa de ver un retrato al final del corredor que sin saber por qué llamó su atención.

    Era una dama con un hermoso vestido azul de satén, con miriñaque y un peinado estilo María Antonieta.

    Más interesada en el arte que en los pequeños asuntos domésticos, como toda una dama, la joven le preguntó a madame Marchant quien era la mujer retratada.

    —Es una dama anónima madame —fue la inesperada respuesta.

    ¿Una dama anónima? ¿Qué clase de nombre era ese?

    Amandine seguía absorta contemplando el retrato. Y de pronto pudo distinguir la firma del pintor y algo más.

    —Aquí hay un nombre madame Marchant.

    La sirvienta enarcó una ceja acercándose al retrato mural. Pero sin sus gafas no podía  ver nada y al cerrar sus ojillos veía menos aún.

    —Yo no veo nada.

    —Mire por favor, hay un nombre. Dice Chelo.

    Hubo un cambio en la mujer, que seguía empecinada en negarlo todo como el resto de los criados. Para todos ellos no existían las voces, ni los susurros y ahora, había un nombre en la tela que sólo ella podía ver.

    —Disculpe baronesa, es que no veo bien sin mis gafas —dijo el ama de llaves y se marchó antes que le hiciera más preguntas.

    Unos pasos retumbaron en el vestíbulo, y poco después se encontró con su esposo, que parecía haber dado un paseo a caballo pues tenía las botas llenas de barro y el cabello oscuro muy revuelto. Sus ojos en cambio eran muy brillantes.

    Le dirigió una mirada de sorpresa, y al ver el retrato sus ojos parecieron oscurecerse.

    —Es la dama anónima. No pertenece a nuestra familia, fue pintada durante el reinado de Luís XIV. Y forma parte de la galería porque un ancestro dijo que se trataba de la esposa de un Latour, pero al descubrirse que no era así...Es un cuadro muy valioso, fue pintado por un artista muy célebre de entonces. Se llamaba...

    Pero la joven le interrumpió impaciente. No le interesaba una disertación sobre el arte. Sólo quería decirle que había un nombre al final del lienzo, bajo la firma del pintor.

    Nada emocionado por su descubrimiento Philippe dijo que debía ir a cambiarse para el almuerzo. Parecía impaciente.

    Esa noche luego de la aburrida cena con los amigos del barón, un matrimonio de ancianos, los marqueses de Flavigny y poca agraciada hija Marie, Amandine se disponía a dormir tranquilamente en su habitación.

    Y lo hizo hasta que el gran reloj del comedor dio las tres campanadas.

    Pero no fue el fuerte y monótono gong lo que la despertó, sino esa voz lejana que parecía llamar a alguien. Se incorporó agitada al comprender que no era un sueño.

    No podía ser, tal vez una criada estuviera llamando a alguien... Pero sabía que no era una criada, que allí había algo que no lograba comprender y que la llenaba de espanto.  La voz se oía cada vez más cercana y suplicante. —Armand, Armand, ven. Estoy aquí —dijo esta vez y sollozó. Un llanto quedo que le heló la sangre porque era real.

    Más preparada que la vez anterior encendió las siete velas del candelabro iluminándose la habitación para combatir el terror que sentía y descubrir ese enigma.

    Pero allí no había nadie. La voz dejó de oírse y su corazón dejó de palpitar acelerado.

    Tal vez fuera una pesadilla, había bebido demasiado vino esa noche.  Mejor sería regresar a su cama con el candelabro y olvidarlo todo. Sin saber por qué se detuvo frente al gran espejo oval de marcho dorado para ver su rostro pálido y su cabello en desorden. Parecía la viva imagen de su desdicha. Al conocer al barón Latour, tan guapo y galante, y ver el brillo en su mirada creyó que estaba deslumbrado y loco de amor por ella. Sin embargo su entusiasmo parecía haberse enfriado y se sentía triste y culpable.

    Apartó la mirada del espejo como si ya no soportara ver su reflejo y entonces escuchó la voz.  Ese llamado de ultratumba, estaba sobre el bendito espejo y para convencerla, su imagen espectral se  reflejó en él. Era una mujer, vio su rostro difuso y fantasmal, y luego escuchó de nuevo su voz implorante. Entonces la vio emerger del espejo oval de cuerpo entero, ahora no tenía dudas que

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