Caminos de ronda
Por Julio Cristellys
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Caminos de ronda - Julio Cristellys
Caminos de ronda
Copyright © 2005, 2022 Julio Cristellys and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728372418
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
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Para mi hijo Jacobo, para mi hijo Juan
Exordio a una fantasía, proemio a mi sinceridad
Son los caminos de ronda unos escarpados senderos abiertos en los acantilados de la Costa Brava. Discurren tales caminos entre rocas, pinos, algún que otro tamarindo y unas muy hermosas casas que, como testigos del esplendor y de la gloria de pasados tiempos, se yerguen altivas y desafiantes frente al mar y al cielo mediterráneos. Paseando por los caminos de ronda, en ocasiones solo, a veces con mi mujer y mis hijos, ya sea en verano o en pleno invierno, he asistido al inicio o al desenlace de alguna que otra historia acaecida al amparo de los acantilados y al abrigo de las aguas que los bañan. Pues, ¿qué otra cosa podrían ser el primor y el esmero de una anciana dama engalanando con la ayuda de su sirvienta el jardín de su casa para la verbena de una noche de San Juan?, ¿y qué decir de una pareja de mediana edad arrojando al mar un ramo de rosas, pues su hijo había preferido el abrazo de las aguas a los besos de una muchacha que le aguardaba tendida bajo la sombra de los pinos de una escondida cala? Fue así por lo que me tentó la idea de escribir unos cuentos mediterráneos, unos relatos batidos por la brisa marina, esculpidos por el diario hacer del océano sobre los acantilados y susurrados por el graznido de alguna gaviota. Creí —¡inocente de mí!— que todas y cada una de las historias que ahora, amigo lector, reposan en tus manos, acaecerían en las casas y en los parques que bordean mis amados caminos de ronda, y que sus personajes hollarían las huellas de los primeros paseantes que con su andar abrieron esos senderos junto al mar. No ha podido ser, pues los vientos que inflan las velas de los navegantes, la sal que irrita el cutis de los nadadores y el perfume de las flores que cubren las fachadas de algunas de las mansiones alzadas sobre los acantilados, me fueron narrando, a la par que escribía, episodios, anécdotas y lances de ciertos hombres y mujeres que, sin haber pisado estos caminos de ronda por los que, amigo lector, hoy paseas, obligados fueron por los caprichos del azar y de las veleidades de los dioses a imaginar y a pensar cómo serían el amanecer y la puesta del sol en las lejanas costas del Mediterráneo.
Verás, pues, querido lector, que algunos cuentos discurren por las huellas de los primeros paseantes de este o aquel camino de ronda, pero no faltan relatos que suceden lejos del litoral de la Costa Brava, porque quizás fueron los sones del mar y el rumor de sus vientos quienes me desvelaron todo cuanto habían visto o habían escuchado en las inmensas profundidades del cielo y del piélago, sin olvidar que mis hijos Jacobo y Juan, siendo unos niños, me preguntaban quiénes eran y cómo vivían los dueños de tan hermosas mansiones, obligando a exprimir mi imaginación y mi fantasía hasta el punto de que, aparte de dedicarles este libro, mucho he dudado acerca de si no hubiera sido más justo cristianarlo como «Las historias de Jacobo y algunos de los cuentos de Juan».
Sólo a ti, mi buen lector, te corresponde juzgar si la conducta de este díscolo padre y veleidoso escritor será o no merecedora del reproche de Jacobo o del enojo de Juan.
A mis amigos del Hotel Condes de Barcelona quienes, no contentos con la amabilidad y el afecto dispensados a este huésped, a mi pluma acudieron con sus nombres y sus personas, pues, a toda costa, ayudarme quisieron en la composición de esta historia.
Hotel Condes de Barcelona
—Buenos días, señor Zuazo. Ya le echábamos en falta.
Verónica, la señorita Verónica, la joven y simpática recepcionista del Hotel Condes de Barcelona, no ha sonreído al cliente, no, la señorita Verónica únicamente se ha alegrado de atender a don Pablo Zuazo, un huésped de quien nada o casi nada se sabe, ¿edad?, la de un varón pleno y vigoroso, buena facha, educado, afable y siempre solo, aunque muy pocas veces —y de esto hace años— vino acompañado de una bonita dama que nos hizo cavilar si estarían casados, pues delicada y con un ensimismado lunar de tristeza, bien pudiera ser la esposa perfecta, aunque jamás la mujer soñada por nuestro rubio viajero para ser la compañera de sus días y de sus noches. No se le conocen visitas en su habitación. De vez en cuando, una señora mayor, casi una anciana, grave en sus maneras, decorosa en su atuendo y miope, le aguarda a última hora de la tarde en el vestíbulo del hotel. Juan Ignacio, uno de los conserjes, recuerda, pero a nadie relató el incidente, que, cierto día, el azar visitó a tan singular pareja, encarnándose en una copa de agua que se estrella contra el suelo, la apoteosis de una voz rota y contenida, el lacre de unas lágrimas que no brotan, un vendaval de amargura en la suave mirada de un huésped tan querido, la brisa de un sabio consejo: «Olvídalo. No soporto tus lamentos. Además, no olvides que tu mujer te deja hacer cuanto te plazca y que te sacó de un importante apuro... Vamos, basta de quejas, y pide un taxi o llegaremos tarde al Liceo», un conjuro invocado por los finos labios de la amiga de don Pablo para ahogar ese primer sollozo, para encerrarlo en un arca de penares, resignación y desengaños. Herminia, ése es el nombre de la dama pareja de fiesta del señor Zuazo, a quien no se ha visto con mujeres jóvenes y hermosas que, cogidas de su brazo, le acompañen a las funciones de ópera o compartan su mesa en los restaurantes de moda. Siempre solo y en algunas ocasiones visto con doña Herminia, a quien Jordi, otro de los conserjes, la recuerda —ella lo ignora— de sus años como recadero en una gestoría de la Rambla de Cataluña, trabajando como sustituta en un registro de la propiedad, una mujer lista, refinada y muy severa con sus subordinados, ahora jubilada y tan soltera como siempre. «Nací soltera», decía a sus compañeros de oficina. Lo que Jordi ignora es que Herminia, la señorita Herminia —así se le dirigían aquellos funcionarios del legajo y de la polvareda jurídica— tuvo un pretendiente al que desdeñó por ser oficial de una notaría, y no un notario o un abogado del estado, pues de haber sido así, claro que me hubiera casado, pero habría sido una loca para aguantar a un hombre y seguir trabajando. Y lo que son las cosas, hoy sola y vieja, muy sola y muy vieja —quién puede decir si no me equivoqué al rechazar la proposición de aquel buen chico—, del brazo de este desdichado, tan guapo y tan bobo. Mira qué invitar a una anciana como yo, en lugar de enredarse con una buena torda, pero... ¡Señor! ¡Qué cosas se me ocurren y qué palabras digo!
—Señor Zuazo —dice Verónica—, le he reservado su habitación, la que tanto le gusta, la 355, la del chaflán. Acaban de limpiarla. Emilio le subirá el equipaje. Aquí tiene su llave. Bienvenido.
Pablo agradece las atenciones de la señorita Verónica. Pocas son las sonrisas que Pablo ha ido cosechando en el Prado de la Vida, apenas unas raquíticas flores inservibles para anudar un sencillo ramillete de dicha, acaso ciertas aduladoras muecas tan pronto como las monedas de nuestro amigo resuenan en el fondo de la caja de algún lujoso comercio. Porque eso sí, Pablo Zuazo gusta de la ropa cara, de los trajes de buen paño y hechos a medida, de los grabados de época y de los incunables y otros libros de viejo. Nada tan placentero como sus solitarios paseos por las calles y las avenidas a las que abren sus puertas las más exquisitas tiendas, entrar en ellas, comprar y saberse admirado por su natural elegancia y su exquisito gusto, siempre ajenos a los dictados y a los emblemas de laureados escritores, cotizados pintores y confeccionistas en boga.
—Don Pablo, ¿quiere «El País»? —le pregunta Emilio, un dicharachero conserje que ha cogido las maletas del viajero—. Al saber que venía, se lo he guardado.
Pablo se pregunta qué tendrá de especial para merecer tales deferencias, por qué ha de ser tan bien recibido y tan bien considerado. Lo cierto es que nuestro Pablo, aparte de las propinas que, con el aire de una devota ofrenda, deja en las manos de los conserjes que tanta cordialidad le brindan, poco dinero gasta en el hotel, ni un botellín del mini-bar, ni un desayuno, ni, por supuesto, una cena o una comida en el selecto restaurante de esta no menos selecta hospedería.
Pablo no tiene nada de especial, Pablo es especial, así, sin más, pues nadie habla de Pablo, ni la señorita Verónica quien supone que estas visitas mensuales al hotel son para acudir a las funciones de ópera del Liceo, ya que alguna vez, con las tempranas luces de la noche e impecablemente arreglado, su huésped le ha preguntado cuál es la línea de metro que ha de tomar para llegar al famoso teatro. Tampoco Juan Ignacio, Emilio o Jordi han hablado, hablan o hablarán de este singular viajero, para quien más de una vez han llamado a un taxi que transportará al solitario huésped al coliseo donde se han citado las más hermosas artes. Ni, por supuesto, se escapará un comentario de la boca de Miguel, otro de los empleados, siempre encargado de dejar en la habitación de tan afable cliente una botella de vino, una gentileza del hotel para este misterioso y distinguido caballero, a quien no se ha visto con otra mujer que una anciana miope que, en presencia de Juan Ignacio, contuvo el llanto de nuestro hombre y de la que únicamente Jordi sabe el nombre: Herminia, una mujer luchadora, premiada en su vejez con el trofeo de un apuesto acompañante para sus noches liceístas.
Ya en la habitación, con el «Bienvenido, señor Zuazo» de Emilio prendido como una blanca mariposa en una de las solapas de su abrigo, Pablo sale al balcón, mira al firmamento de esta mañana de otoño, un cielo lechoso y tibio, contempla los plátanos de hojas secas y rojizas del Paseo de Gracia, pronto llegará el invierno, me entristece la áspera y ocre belleza de estos meses, quiero azuzar al Tiempo para que regrese el verano, para disfrutar del fin de temporada del Liceo, cuando las mujeres acuden al teatro envueltas en una gloria de sedas, gasas y luz estival, cuando el sol de las últimas horas de la tarde rezuma sangrantes celos por el brillo del rubí que liba un seno de ámbar, por el destello de un zafiro que ciñe una airosa garganta o por el fulgor de una esmeralda besando el blanco y delicado corazón de una mano enamorada.
Parece que suena el teléfono de la mesilla, claro, cómo lo iba a escuchar con el ruido de la calle, pues Pablo se complace con el aire marítimo de la Ciudad Condal enhebrado en el plumaje de esa aturdida gaviota posada en la verja de un balcón de la calle Mallorca, no sé quién llamará, ya empiezo a preocuparme...
* * *
Una mano huesuda, con las uñas impecablemente pulidas y dos alianzas en el anular de la diestra, ha descolgado el auricular arrimándolo a una oreja menuda, no tanto como la criolla de oro blanco y brillantes que adereza su fláccido lóbulo.
—Señora Castro, llamamos de recepción. La esperan en el vestíbulo —es la voz de Olivia, la nueva empleada en prácticas que, para el mostrador, ha contratado doña Verónica, la directora del hotel, una mujer que, siendo una chica, comenzó de recepcionista, y que tiene a gala su condición de empleada más antigua de tan prestigioso apeadero de huéspedes—. Es un señor que dice tener una cita. ¿Quiere que le demos algún recado de su parte?
—Por favor, señorita, sea tan amable de decirle que espere unos diez minutos. Muchas gracias. Adiós.
Martina Castro, viuda de don Pablo Zuazo, una mujer mayor, no vieja, pero sí envejecida y de buen porte, con el ceño marcado por un despiadado pliegue de ansiedad y congoja, se recuesta vestida sobre la cama, poco le importa que se le arrugue la ropa, qué más da... Pablo, ¿querías que viniera a Barcelona? Dime: ¿Por qué ahora y no antes? Sólo una vez, para asistir a una feria de libros antiguos y de ocasión, te acompañé a este hotel. Me diste de lado, dejando que durante una semana errara de tienda en tienda acompañada de tu amiga Herminia. Nadie como ella para enseñarte las últimas novedades y los establecimientos de moda. Puede que sí, pero ¿por qué no pude aguardarte mientras revolvías entre los puestos de los libreros del Paseo de Gracia, por qué no pude ser la centinela de tu ansiedad y nerviosismo por buscar y encontrar la primera edición de una colección de poemas leídos en tu juventud, por qué no pude ser la única testigo de tu sorpresa y tu alborozo por la aparición, entre un montón de viejas revistas, de la novela de un autor chino desaparecida por los estragos producidos por una enorme gotera en la biblioteca de tu abuelo?... Pablo, ya sabes quien me espera en el vestíbulo del hotel. Si reñimos, tuya será la culpa. Pablo... ¡Cuánto le quise!, pero, ¿puedo decir que murió odiándome? Nunca lo sabré. Tan afable con todo el mundo. Tan cariñoso con mis hijos. ¡Qué hábil fuiste para ganártelos! No, chicos, no, si yo no pretendo ser vuestro nuevo padre. Simplemente me he enamorado de Martina, vuestra madre, y hemos de vivir juntos, así que, Luis y Ángel, nos os quepa la menor duda de que haré cuanto esté de mi mano para que todos seamos muy felices. Pues sí, los chicos fueron felices con su padrastro. ¿Y yo con mi nuevo marido? Estuve loca por él. Le pagué todos sus caprichos, sus escapadas a Barcelona, a Nápoles y adonde le viniera en gana para escuchar un concierto o disfrutar de una ópera. Nunca me dejó acompañarle, pues, suave y dulce como era, sonreía y decía que gustaba de la soledad en la penumbra de las salas de música, de los teatros y de los cines. Enviudé de un sinvergüenza, que me había engañado con una de mis hermanas, para casarme con un pobre hombre en bancarrota, un desgraciado que recuperó el crédito y la reputación con mi dinero, pero que, comportándose como un buen padre con los niños y cumpliendo al mínimo sus débitos conyugales, me excluyó de su universo, un edén colonizado por fantasías y grandezas, un jardín de ensueños y utopías al que, eso sí, tenía entrada la alborotada de Herminia, una solterona protegida en su juventud por la abuela de mi marido. Contaba éste que era la hija de una vecina de la casa donde vivían los abuelos de Pablo con su nieto, huérfano desde muy pequeño, pues los padres murieron en un accidente de coche, un niño solitario, dócil y mimado por aquella buena gente, que solían invitar al cine y