Cuidado con los celos
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Cuidado con los celos - Lindaura Anzoátegui Campero
Cuidado con los celos
Copyright © 1893, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726983180
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
www.sagaegmont.com
Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com
I.
En que da principio nuestra historia
La casa de hacienda de D. Jorge Rubias, situada en uno de los puntos más feraces de la espléndida frontera del Departamento de Chuquisaca, se ofrece triste, casi lúgubre á nuestra vista, como todo lo que lleva el sello de la soledad y del abandono.
La puerta principal se abre rara vez para dar paso á los pocos servidoros que conserva Jorge, y que, aun más rara vez van á la próxima aldea, distante dos leguas de la casa, despertando con su presencia la ávida curiosidad de sus desocupados vecinos, ansiosos de conocer el género de vida adoptado por Rubias y su jóven hija.
Preciso es decir que Jorge, desde su llegada, se habia mostrado de una frialdad glacial ante los que se apresuraron á hacerle la visita de buena vecindad; de suerte que, intimidados y confusos, se retiraban sosteniendo entre ellos, con más ó menos variantes, el siguiente diálogo:
—¡Jesús!, compadre, ¡vaya la cara de pocos amigos que nos ha puesto D. Rubias!
—¡Calle U, hombre! ¡si casi me caigo de vergüenza!
—¡No mostrarnos siquiera á la niña!, observó uno de los jóvenes que formaba el cortejo.
—¡Vean no mas al picaron!
Apuesto á que viniste sólo por conocerla.
—Por eso fue, y porque UU. nos decian á los mozos del pueblo que el tal D. Rubias era un hombre campechano.
—Así lo conocimos, hijo; verdad es que de esa época pasan algunos años y que entónces trajo á su mujer, que era un bocado de ángeles.
—Y ¿por qué no la ha traido ahora? ¿Será ya viudo?
—¿Quién puede saberlo? Yo tenia buenas ganas de preguntarle por ella, pero, con la seriedad con que se nos plantó delante, no me atreví á decir, esta boca es mia.
—¡Lástima de no haber visto á su hija!, insistió el jóven. Se dice que ha estado años y años viajando con su padre, y que conoce hasta Paris de Francia.
—¡Tanto! Y ¿qué tenemos con éso?
—Pues ¡vaya!; ¿acaso se ve cada día una mujer educada en la Uropa?
—¡Calla, hombre! En mis idas á Sucre, yo he trompezado con muchas que han ido á la Ingalaterra y hasta á Londres, y eran tan lomismísimo.
—Puede que así sea, contestó el jóven con aire incrédulo, pues para nuestros sencillos habitantes de la frontera, una mujer que haya estado fuera de Bolivia y sobre todo en Paris, adquiere perfecciones ideales.
—Maldito lo que á mi se me da ni por el padre ni por la hija, interrumpió un tercero; con no volver á su casa á recibir desaires, estamos del otro lado.
—No será el hijo de mi padre quién eche de ménos á ese ageno.
—Ni yo.
—Ni yo tampoco.
—Quédense D. Rubias con sus humos, que para nada nos hace falta en el pueblo; y él en su casa y Dios en la de todos.
Pues, lector mio, faltaríamos á nuestro carácter de historiador verídico, si no te confesásemos, muy confidencialmente, que, a pesar de tan cuerda determinacion, pero guardando profunda reserva unos de otros, no dejaban de acribillar á preguntas al anciano indio José, antiguo y leal servidor de Jorge, en las pocas ocasiones que éste parecia por el pueblo. El discreto criado, escuchaba con la paciencia de Job, aunque en silencio, los repetidos interrogatorios, acabando por contestar, con inalterable mansedumbre, que el patron y la niña gozaban de salud, y que la Señora estaba