El elixir de larga vida
Por Honoré de Balzac
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Juan Belvídero es el único hijo de un rico hacendado italiano. Acostumbrado desde muy joven a disponer de la fortuna familiar a su antojo, lleva una vida de desfase y despilfarro. La noche en que su anciano padre está al borde de la muerte, le hace una sorprendente confesión: ha encontrado la fórmula del elixir de la larga vida, que guarda en un pequeño frasco. Su último deseo es que, una vez muerto, le unte todo el cuerpo con él para que pueda recuperar su juventud. Cuando el padre expira, Juan moja uno de sus ojos con el elixir y éste recobra vida como un ojo joven y sano...
En este relato algo grotesco, Balzac recrea la figura del Don Juan de Molière dotando al personaje de una frivolidad diabólica y una calculada ironía.
Honoré de Balzac
Honoré de Balzac (Tours, 1799-París, 1850), el novelista francés más relevante de la primera mitad del siglo XIX y uno de los grandes escritores de todos los tiempos, fue autor de una portentosa y vasta obra literaria, cuyo núcleo central, la Comedia humana, a la que pertenece Eugenia Grandet, no tiene parangón en ninguna otra época anterior o posterior.
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El elixir de larga vida - Honoré de Balzac
VIDA
EL ELIXIR DE LARGA VIDA
Honoré de Balzac
En un suntuoso palacio de Ferrara, agasajaba don Juan Belvídero una noche de invierno a un príncipe de la casa de Este. En aquella época, una fiesta era un maravilloso espectáculo de riquezas reales de que sólo un gran señor podía disponer. Sentadas en torno a una mesa iluminada con velas perfumadas conversaban suavemente siete alegres mujeres, en medio de obras de arte, cuyos blancos mármoles destacaban en las paredes de estuco rojo y contrastaban con las ricas alfombras de Turquía. Vestidas de satén, resplandecientes de oro y cargadas de piedras preciosas que brillaban menos que sus ojos, todas contaban pasiones enérgicas, pero tan diferentes unas de otras como lo eran sus bellezas. No diferían ni en las palabras, ni en las ideas; el aire, una mirada; algún gesto, el tono, servían a sus palabras como comentarios libertinos, lascivos, melancólicos o burlones.
Una parecía decir:
– Mi belleza sabe reanimar el corazón helado de un hombre viejo.
Otra:
– Adoro estar recostada sobre los almohadones pensando con embriaguez en aquellos que me adoran.
Una tercera, debutante en aquel tipo de fiestas, parecía ruborizarse:
– En el fondo de mi corazón siento remordimientos –decía–. Soy católica, y temo al infierno. Pero os amo tanto ¡tanto! que podría sacrificaros la eternidad.
La cuarta, apurando una copa de vino de Quío, exclamaba:
– ¡Viva la alegría! Con cada aurora tomo una nueva existencia. Olvidada del pasado, ebria aún del encuentro de la víspera, agoto todas las noches una vida de felicidad, una vida llena de amor.
La mujer sentada junto a Belvídero le miraba con los ojos llameantes. Guardaba silencio.
– ¡No me confiaría a unos espadachines para matar a mi amante, si me abandonara!– después había reído; pero su mano convulsa hacía añicos una bombonera de oro milagrosamente esculpida.
– ¿Cuándo serás Gran Duque? –preguntó la sexta al Príncipe, con una expresión de alegría asesina en los dientes y de delirio báquico en los ojos.
– ¿Y cuándo morirá tu padre? –dijo la séptima riendo y arrojando su ramillete de flores a don Juan con un gesto ebrio y alocado. Era una inocente jovencita acostumbrada a jugar con las cosas sagradas.
– ¡Ah, no me habléis de ello! –exclamó el joven y hermoso don Juan Belvídero–. ¡Sólo hay un padre eterno en el mundo, y la desgracia ha querido que sea yo quien lo tenga!
Las siete cortesanas de Ferrara, los amigos de don Juan y el mismo Príncipe lanzaron un grito de horror. Doscientos años más tarde y bajo Luis XV, las gentes de buen gusto hubieran reído ante esta ocurrencia. Pero, tal vez al comienzo de una orgía las almas tienen aún demasiada lucidez. A pesar de la luz de las velas, las voces de las pasiones, de los vasos de oro y de plata, el vapor de los vinos, a pesar de la contemplación de las mujeres más arrebatadoras, quizá había aún, en el fondo de los corazones, un poco de vergüenza ante las cosas humanas y divinas, que lucha hasta que la orgía la ahoga en las últimas ondas de un vino espumoso.
Sin embargo, los corazones estaban ya marchitos, torpes los ojos, y la embriaguez llegaba, según la expresión de Rabelais, hasta las sandalias. En aquel momento de silencio se abrió una puerta, y, como en el festín de Balthazar, Dios hizo acto de presencia y apareció bajo la forma de un viejo sirviente, de pelo blanco, andar vacilante y de ceño contraído.
Entró con una expresión triste; con una mirada marchitó las coronas, las copas bermejas, las torres de fruta, el brillo de la fiesta, el púrpura de los rostros sorprendidos, y los colores de los cojines arrugados por el blanco brazo de las mujeres; finalmente, puso un crespón de luto a toda aquella locura, diciendo con voz cavernosa estas sombrías palabras:
– Señor, vuestro padre se está muriendo.
Don Juan se levantó haciendo a sus invitados un gesto que bien podría traducirse pur un: «Lo siento, esto no pasa todos los días.»
¿Acaso la muerte de un padre no sorprende a menudo a los jóvenes en medio de los esplendores de la vida, en el seno de las locas ideas de una orgía? La muerte es tan repentina en sus caprichos como lo es una cortesana en sus desdenes; pero más fiel, pues nunca engañó a nadie.
Cuando don Juan cerró la puerta de la sala y enfiló una larga galería tan fría como oscura, se esforzó por adoptar una actitud teatral pues, al pensar en su papel de hijo, había arrojado su alegría junto con su servilleta. La noche era negra.