Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Amor Al Atardecer
Amor Al Atardecer
Amor Al Atardecer
Libro electrónico298 páginas4 horas

Amor Al Atardecer

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Amor al atardecer es una novela de amor que refleja, en una ambientacin muy cuidada de principio del siglo XX, las costumbres de la clase alta en una rica capital de provincias. Al atardecer, un anciano aristcrata sentado en su galera frente al puerto pasa revista a las aventuras amorosas de su vida, marcadas por un primer gran amor de juventud que invade el mundo de sus recuerdos como un fantasma tan irreal como inalcanzable. El ambiente refinado de las casas seoriales y los pazos gallegos, las reuniones elegantes o las fiestas en hoteles de lujo comparten protagonismo con la vulgaridad de una querida mantenida en un piso de barrio o las reacciones imprevistas de una elegante marquesa acaparan el inters del lector.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento4 may 2012
ISBN9781463328375
Amor Al Atardecer

Lee más de Carlos Laredo

Relacionado con Amor Al Atardecer

Libros electrónicos relacionados

Ficción general para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Amor Al Atardecer

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Amor Al Atardecer - Carlos Laredo

    Copyright © 2012 por Carlos Laredo.

    Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.:   2012907675

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    A pesar de estar ambientada en La Coruña, de utilizar lugares reales como escenario de la acción y apellidos coruñeses, todos los personajes de esta novela son imaginarios, así como sus casas y pazos. Aunque vivió en Coruña en aquella época un prestigioso pintor, discípulo de Sorolla, llamado Rafael Collell, el personaje de ese nombre que aparece en la novela no tiene nada que ver con él. Cualquier semejanza con personas y hechos del la realidad es mera e involuntaria coincidencia.

    Este Libro fue impreso en los Estados Unidos de América.

    PORTADA: Las galerías del paseo de la Dársena de La Coruña.

    Ilustración del Autor.

    Para pedidos de copias adicionales de este libro, por favor contacte con:

    Palibrio

    1663 Liberty Drive

    Suite 200

    Bloomington, IN 47403

    Llamadas desde los EE.UU. 877.407.5847

    Llamadas internacionales +1.812.671.9757

    Fax: +1.812.355.1576

    ventas@palibrio.com

    406577

    Contents

    1

    2

    3

    4

    5

    6

    7

    8

    9

    10

    11

    12

    13

    14

    15

    16

    17

    18

    19

    20

    21

    Epílogo

    ¿Con qué se puede medir el amor?

    Virgilio

    1

    Florencio Cortés tenía razones para pensar que la Muerte llegaría por el mar. Por eso, cada mañana, nada más levantarse, calzaba sus pantuflas, se enfundaba en su batín, salía de la alcoba y se plantaba en la galería observando el puerto. Desde aquel mirador acristalado, fijando la vista en el gris azulado y metálico de las aguas, en la lluvia y en el vuelo de las gaviotas, trataba de descubrir algún indicio de su proximidad. Sal de una vez, vieja zorra, le decía, quiero acostarme contigo. Y, como la Muerte no salía, volvía a la alcoba y llamaba a su ayuda de cámara para que le preparase el baño. El anciano y supersticioso aristócrata solía bromear con su médico diciéndole: No me hablo con la Muerte. Pero no era cierto. Aunque se llevaba mal con ella por negarse a venir a buscarlo de una vez, desde que comprendió que ya le era imposible realizar todos sus sueños, no había dejado de hablarle ni un solo día. La maldecía, la insultaba y le soltaba toda clase de procacidades, algo que no hizo en su vida con ninguna señora, porque era muy bien educado.

    Después de desayunar, bajaba por la escalera de piedra al oscuro portal de su casona, donde el criado le esperaba con los dos perros alanos, que eran el terror de los niños, más por su tamaño gigantesco que por su fiereza. Asía con fuerza las correas y bajaba por la calle Tabernas hacia el puerto. En su paseo matinal, Florencio no veía a las personas con las que se cruzaba y contestaba a los saludos sin saber quién se los hacía, porque su vista permanecía invariablemente vuelta hacia el pasado.

    En la calle Tabernas, estrecha y oscura, se escondían, a pesar de tan prosaico nombre, algunas de las casas más antiguas y señoriales de la Ciudad Vieja y, en contra de lo que pudiera parecer, no había ninguna taberna. Aquellas casonas de sobrias fachadas de granito y aspecto conventual poseían en su interior amplias salas, lujosos salones, grandes alcobas, interminables pasillos, enormes bajos con cocheras y jardincillos románticos. Algunas del lado de poniente se permitían, además, la frivolidad de abrir galerías blancas sobre la dársena.

    Viendo desde la calle la casa de los Cortés, nombre por el que se la conocía en la Ciudad Vieja desde los tiempos de sus abuelos, nadie podría imaginar la comodidad de las estancias que escondía, el refinamiento de sus muebles, la calidad de sus vajillas y cuberterías o el valor y la belleza de sus cuadros. Florencio Cortés, dueño de una considerable fortuna heredada de sus antepasados, era reacio a cualquier forma de ostentación, hasta el punto de que muy poca gente sabía que poseía el título de conde de Agra, concedido a un antecesor suyo por Carlos V. Excepto en sus viajes al extranjero, nunca lo usaba y, en el ambiente coruñés, lo ocultaba como una tara familiar. Tampoco nadie diría, al verlo pasear sus perros por el puerto, con su traje de pana y un sombrero de tiempos remotos, que aquel viejo de recia figura y mirada perdida comía a diario con cubiertos de oro, servido por un camarero de librea roja. Todo el mundo sabía quién era y pocos sabían cómo era, si bien tanto unos como otros pensaban que estaba algo trastornado y seguramente lo estaba.

    Cincuenta años atrás, cuando sus padres murieron y su única hermana se casó con un médico y se fue a vivir a la calle Real, decidió dar la vuelta al mundo. Estimulado por la evidente felicidad de su hermana, creyó oportuno casarse también él y pensó que un largo viaje le daría la oportunidad de encontrar la mujer que había concebido su mente, siguiendo un complejo pliego de condiciones plagado de especificaciones técnicas, pues era una persona muy metódica y organizada. Albergaba la esperanza de que, si existía una mujer así, quizá pudiera descubrirla en algún lugar, y no le importaba que fuese lejano o exótico. Cruzó el Atlántico en vapores de la compañía naviera de su propiedad, recorrió varios países de América, atravesó el Pacífico, buscó en los países más exóticos del lejano Oriente y regresó por el Canal de Suez, de cuya compañía era accionista, decepcionado por no haberla encontrado.

    En Europa, visitó una tras otra las ciudades célebres y se sentó durante horas interminables en las terrazas más concurridas de los bulevares de París, los muelles de Copenhague, la plaza de San Marcos, el Trastévere, los cafés de Viena y la Gran Plaza de Bruselas, con la esperanza de dar con la mujer de sus sueños. Vio pasar y conoció muchas y muy hermosas, pero en ninguna encontró lo que buscaba. Y cuando los sellos de las aduanas ya no le cabían en el pasaporte ni quedaba sitio en sus maletas para las etiquetas de los hoteles, volvió a La Coruña. Tuvo que ser precisamente allí, en la ciudad en la que nació y en la que vivía, donde por fin descubrió que lo que llevaba años buscando estaba al otro lado de la calle.

    Fue algún tiempo después, cuando Felipe, el mayordomo de doña Blanca San Antón, viuda de Ameneiras, se presentó una mañana en su casa y pidió ver al Señor para darle un recado personal. Antonio, el criado de Florencio, le hizo esperar en el recibidor, pues, a pesar de ser amigo de Felipe, no se atrevió a dejarlo entrar en la sala de las visitas. Florencio, que estaba leyendo el periódico en la biblioteca, ordenó a su criado que dejara pasar a su colega. El recado que este traía era que doña Blanca lo invitaba a cenar el domingo siguiente, con motivo del anuncio del compromiso matrimonial de su hija Adelaida.

    -¿Cómo? ¿Esa niña ya tiene edad para casarse? ¿No estaba estudiando con las monjas en Ginebra?

    Las preguntas quedaron flotando unos segundos en el aire, porque Florencio no se las hizo al sirviente, sino que las lanzó hacia las estanterías, con un gesto híbrido de sorpresa y desinterés. No obstante, Felipe, meticuloso en su cometido, se consideró responsable de cuanto concernía al recado que le había sido encomendado y enseguida contestó:

    -Hace más de tres años que la señorita Adelaida volvió de Suiza, señor.

    -¡Cielos! No lo sabía. He estado ausente tanto tiempo -comentó Florencio mirando los libros con aire viajero.

    El domingo, Florencio Cortés se vistió dignamente para la cena porque, a pesar de la gran amistad que unía desde siempre a su familia con los San Antón, sabía que Blanca, (hija de la marquesa viuda de San Antón) era, además de elegante y distinguida, muy meticulosa en asuntos de protocolo, seguramente por respeto a la memoria de su marido, Alejandro de Ameneiras, un hombre mucho mayor que ella, que falleció siendo embajador en Lisboa, ciudad señorial donde las haya. Unos minutos después de la hora indicada, cruzó la calle y entró en el gran portal de la casa palacio de la marquesa, iluminado para la ocasión. Un criado con chaquetilla blanca y cordones dorados en las hombreras, tras hacer un fallido ademán de cogerle el sombrero que no llevaba, le hizo pasar. Florencio pronto comprobó que la cena no sería íntima, pues en la antesala del comedor se servía el aperitivo a una docena de personas. Estaba saludando a los demás invitados, todos conocidos, cuando se le apareció Adelaida, que surgió del fondo del salón, se deslizó flotando sobre la alfombra y vino hacia él, toda envuelta en una deslumbrante sonrisa a juego con su vestido de flores color zafiro.

    -¡Cuánto tiempo sin verte, Florencio! -le dijo alzándose sobre la punta de los pies para darle dos besos. Después le tendió graciosamente la mano, que él retuvo unos instantes, estrechándola suavemente, como si temiera que se le fuese a romper.

    -¡Adelaida! ¡Santo Dios!

    Se quedó pasmado y no dijo nada más. Ella le rozó un brazo con la punta de los dedos a modo de saludo o despedida y se alejó con la elegancia de una primera bailarina hacia otro lado de la sala para saludar al abad de la Colegiata, que acababa de entrar. Florencio comprendió al instante que Adelaida era, sin ningún género de duda, la mujer que estaba buscando desde que se dio cuenta de que el género femenino en general le interesaba y había decidido encontrar esposa. Momentos después, su felicidad lo trasportó al éxtasis cuando la señora de la casa le indicó que se sentara a su izquierda, al lado de su hija.

    Volvió a su casa a media noche y no recordó absolutamente nada de lo que había hablado con los demás invitados, ni con las personas que se habían sentado frente a él, ni si se había despedido de la viuda de Ameneiras. Solo veía el rostro de Adelaida y su figura recortada en la oscuridad, como cuando se cierran los ojos después de haber mirado fijamente una luz. Llamó a Antonio, que esperaba pacientemente en la cocina a que su jefe se acostara, y le pidió que le sirviera una copa de oporto. Ya te puedes ir a dormir, le dijo cuando se la trajo. El mayordomo se fue y Florencio, paladeó el vino disfrutando de su regusto enérgico y dulce e imaginando un beso de Adelaida, que en los cinco o seis años transcurridos desde la última vez que la vio, había cambiado tanto como una oruga que se vuelve mariposa. Al terminar su oporto, recordó que Adelaida había hecho la primera comunión el mismo año en el que él terminó el bachillerato, porque ambas familias lo celebraron con fiestas casi simultáneas en sus respectivas fincas de la aldea. Por lo tanto debía de tener diez años menos que él, o sea, veinte. Trató de recordar su cara de niña, pero el fogonazo que había recibido durante el aperitivo al verla entrar en la sala y sonreírle lo había dejado totalmente deslumbrado, borrando cualquier imagen anterior a aquel instante. Solo encontraba en la memoria, como una foto antigua, la silueta desgarbada de una niña a la que enseñaba a jugar al tenis en verano, cuando sus padres invitaban a los Ameneiras a merendar en su pazo de Oleiros. El pasado ya no tenía ningún valor, ni siquiera el de una referencia. Florencio Cortés se levantó de su sillón, dio unos pasos por la biblioteca con su copa de vino en la mano y sintió que el pecho se le agrandaba al afirmar en su fuero íntimo que, por fin, había encontrado lo que llevaba tantos años buscando. Su satisfacción fue tal que obvió el motivo de la cena, dejando de lado el enojoso asunto del prometido de Adelaida, sobre el que ya tendría tiempo de reflexionar en otra ocasión. Era tarde, estaba agotado por la emoción y se fue a dormir.

    Por la mañana, mientras desayunaba en el comedor pequeño, apartó durante un instante de su mente la sonrisa de Adelaida para dedicar su atención al hecho de que se hubiera prometido al estirado, insulso y algo amanerado Jaimito Osorio, que estudiaba Caminos en Madrid desde hacía más años de los necesarios para acabar cualquier carrera y que, cuando se le veía por la Ciudad Vieja durante las vacaciones, parecía que iba pisando huevos. Florencio conocía muy bien a sus padres, que vivían en la calle del Príncipe, en La Ciudad, y formaban parte, como él, de las familias más antiguas y distinguidas de La Coruña. La simpatía que sentía hacia los Osorio no le impidió, desde aquella mañana, empezar a considerar al pretendiente como un cretino. El matrimonio de Adelaida con aquel joven, o con cualquier otra persona de este mundo, quedaba totalmente al margen de las previsiones de Florencio. Mordisqueando una tostada crujiente, imaginó que volaba con dinamita la iglesia de Santiago durante la ceremonia de la boda y corría a rescatar a Adelaida de entre los escombros humeantes del ábside románico. Sonrió y olvidó en el acto aquella idea tan patética como absurda, mientras cascaba delicadamente el huevo pasado por agua que la cocinera le acababa de servir. Debía hallar otros medios más viables e igual de efectivos para evitar que la mujer de sus sueños acabara durmiendo en los brazos de otro hombre. No había recorrido el mundo entero buscándola para que, ahora que la había encontrado, se casara con un simple ingeniero de caminos, cuyo único mérito era ser joven, guapo y de buena familia. Nunca nadie podría ofrecerle a Adelaida tanto como él. No solo era guapo, también joven y muy rico, sino que llevaba años preparándose para ofrecer el más genuino amor, como un ramo de flores exóticas, a la elegida de su corazón. Florencio había conocido otras mujeres, muchas hay que decir, pero jamás salió de sus labios ningún tipo de declaración amorosa, ni siquiera de las que se hacen por cortesía, sabiendo quien las escucha que no son sinceras. Nunca dirigió a ninguna mujer una mirada que pudiera ser interpretada como señal de amor o un gesto tierno que fuese más allá de lo que es de buena educación en las relaciones sexuales. En eso siempre fue muy cuidadoso y esperaba hacerlo solamente el día que de verdad sintiera amor.

    Como era frecuente entre los caballeros coruñeses de buena familia, Florencio tenía una querida, Rosita, que había sido corista de variedades en Orense, donde los cafés cantantes gozaban de cierto renombre y a la que conoció durante una juerga con su amigo Alfonso Vilas, organizada para celebrar su regreso. Le gustó la chica y llegó con ella a un acuerdo para que fuera a vivir a La Coruña, consintiendo que su madre la acompañara, con tal de que no apareciera cuando él iba a visitarla y no se inmiscuyese en sus relaciones. La instaló en un piso, en una de las casas que poseía en la calle del Orzán, y le pasaba una cantidad mensual. Florencio amuebló el piso confortablemente y en la puerta del dormitorio principal instaló una sólida cerradura, de la que solo él tenía llaves, para estar seguro de que, al menos en su propia cama, nadie más que él se acostaba con la corista, ya que a ella no podía ponerle cerraduras. Con Rosita, que le duró muchos años, mantuvo siempre una relación muy correcta y estrictamente profesional. A pesar de que, de vez en cuando, le regalaba alguna joya de valor o le mandaba una langosta, Rosita le llamaba don Florencio y lo trataba siempre de usted, excepto en la cama, donde él le permitía alguna expansión, a causa del vocabulario un poco vulgar y del carácter fogoso de la chica. Aun así ella procuraba controlarse y, cuando le venía el orgasmo, intentaba disimularlo porque lo consideraba una falta de respeto hacia el Señorito, que era muy callado en los suyos.

    El día siguiente al de la cena, después de pasar la mayor parte de la mañana sin hacer nada, como era su costumbre, Florencio fue a tomar el aperitivo al Club, donde buscó a su amigo Alfonso Vilas, para comentarle el descubrimiento de la nueva Adelaida, único asunto de interés en sus actuales circunstancias. Vilas, íntimo amigo y compañero de colegio de Florencio, era señorito de profesión y poeta en su tiempo libre, que era todo el día. Como Florencio apreciaba la sensibilidad de su amigo en asuntos amorosos, estaba seguro de que le comprendería, y también porque sabía, como la mayoría de la sociedad coruñesa, que Alfonso Vilas era un hombre encantador con todas las mujeres del mundo, excepto con la suya, que, a su vez, tenía fama de serlo con los demás hombres. Después de que Florencio le hubo explicado a Alfonso los pormenores de su gran descubrimiento, su fascinación y su inmensa felicidad y cuando ya se le acabaron los adjetivos para calificar la belleza, la elegancia, la distinción y otras cualidades que imaginaba de Adelaida Ameneiras, pinchó una aceituna rellena y le preguntó qué opinaba del asunto.

    -Sobre asuntos de amor, Florencio, no es sensato opinar. El amor perturba la razón, por lo que intentar razonar con un enamorado carece de interés. Solo tengo dos opciones: o darte la razón y decirte que Adelaida es una mujer extraordinaria, fantástica y única, que es lo que quieres oír, o decirte cualquier otra cosa para que te vuelvas repentinamente sordo. En ambos casos estamos perdiendo el tiempo. De todas formas, te preguntaré algo. ¿Qué es lo que ha hecho que te enamoraras así, de buenas a primeras, de Adelaida, que, por cierto, es una monada?

    -Ya te he dicho que, en realidad, es como si estuviera enamorado de ella antes. Creí que lo entenderías. Adelaida coincide exactamente con la mujer que estaba buscando desde hace tiempo. Si no supe hasta ayer que era ella es porque hace casi seis años que no la veía, pero ella estaba ahí, creciendo, preparándose para eclosionar. Deberías comprenderlo, tú, que eres poeta y escribes versos de amor que a todos nos gustan.

    -¡Ah, no! Eso no tiene nada que ver. Los poetas no piensan en mujeres cuando escriben versos de amor. ¿Tú crees que cuando Becquer dice a su amada poesía eres tú, está pensando en una mujer real? ¡Por supuesto que no! Está pensando en una mujer ingrávida, que no tiene los pies helados en la cama, que no necesita ir al cuarto de baño ni depilarse, que no tiene familia, que no ronca ni te deja sin manta a media noche, o sea: una mujer que no existe. La poesía no se inventó para ensalzar la belleza de la mujer o de cualquier otra cosa, sino para librarnos de la realidad, que es por esencia prosaica. Te haré la misma pregunta de otra forma. ¿Por qué has decidido que Adelaida Ameneiras responde a tu idea de mujer perfecta? Espera, no me contestes, no hace falta, me vas a decir una tontería. ¿Sabes cuál es la verdadera razón? Pues porque es muy guapa, tiene muy buen tipo y porte distinguido y es fina, como la mayoría de las chicas de nuestra clase. O sea, que te gusta. A parte de eso, ¿qué sabes de ella? ¿Tiene mal genio? ¿Es inteligente? ¿Es mala persona? ¿Es frígida? ¿Le huele el aliento? ¿Es una beata? ¿Tiene sentido del humor? ¿Es caprichosa? ¿Le sudan las manos? ¿Es prudente? ¿Es lesbiana?

    -¡Ya está bien! Alfonso, basta. Nadie puede saber todo eso de una mujer sin vivir con ella. A veces, uno descubre personas que llevan en la cara la marca de la clase y de la calidad humana. Hay miradas que irradian bondad, ¿cómo te diría…?

    -No sigas, Florencio. ¡Claro que hay miradas que irradian bondad! Lo veo cuando miro los ojos de mi basset.

    -Te estoy hablando en serio. Intento hablar de amor, ¡diablos! Se debería poder hablar de amor con un poeta.

    -Vamos, Florencio. No estamos en unos juegos florales, estamos charlando tú y yo. Entiendo muy bien que la Ameneiras te guste, ¡pues claro!, ¿y a quién no? Tú sabes de sobra que a mí me gustan las mujeres tanto como pueden gustarle a algunos los percebes pero, ¿qué tiene eso que ver con el amor? Si llevaras seis meses saliendo con Adelaida, te escucharía, pero la acabas de encontrar, no la habías visto desde que era una niña y solo has descubierto en ella que es guapa, ¿cómo pretendes estar hablando en serio? Además, ¡es la novia de Jaime Osorio!

    Ese era el pequeño inconveniente que, aunque Florencio no quisiera reconocerlo, más le incordiaba. Especialmente porque Jaime Osorio se presentaba como un elemento simultáneo e inseparable del descubrimiento de Adelaida. Fue el compromiso de la chica con aquel petimetre lo que permitió su reencuentro con ella, transformada en mujer de sus sueños. Su amada se le había presentado con novio incorporado, como un lienzo que se expone ya enmarcado o un piso que se adquiere con un inquilino dentro. Aunque para Florencio era obvio que Adelaida debía ser suya según todos los argumentos ontológicos y, además, por predestinación y por su voluntad irremediable de que así fuera, no desechaba la posibilidad de que tanto ella como su novio no pensaran lo mismo.

    En cualquier caso, ella no era el problema, pues la cantidad de amor que él había acumulado durante años bastaría para forzar la puerta principal de su corazón u otra, pues en el corazón de una mujer siempre hay varias puertas. En cambio, los hombres suelen ponerse cabezotas cuando alguien les quiere quitar la novia y, seguramente, Osorio no iba a ser una excepción. Florencio bebió un sorbo de vermú y dijo, mirando hacia el puerto: Es la novia de Jaime Osorio… Un fallo del Destino, un error cronológico, una circunstancia intrascendente, pero a fin de cuentas eso no es más que un escollo que tendré que salvar. Y se quedó pensando si debería él intervenir en el curso de los acontecimientos, provocar entre Adelaida y Jaime un desencuentro, un malentendido o poner en marcha alguna maquinación que los llevara a la ruptura, levantar una calumnia, enviar un anónimo o urdir alguna maniobra maquiavélica que los alejara al uno del otro de modo irreversible. Pero la idea de actuar inmoralmente para llegar al corazón de Adelaida no le pareció estética. Claro que, ¿hasta qué punto podía considerarse inmoral corregir un fallo del destino? Sin embargo, y aunque aceptara que el fin justificaba los medios, desechó tal posibilidad por razones complementarias de viabilidad. Para hacer ese tipo de cosas iba a ser necesario rebajarse a contratar rufianes, pagar a falsos testigos, tratar con la chusma y exponerse al chantaje de algún sinvergüenza o a la burla de los criados. Tenía que pensar en otra cosa.

    -Te has quedado alelado -le dijo Alfonso Vilas.

    -Estaba pensando que tiene que haber una forma de lograr que el noviazgo se rompa. Adelaida no puede casarse con ese imbécil, lo que pasa es que no se me ocurre nada razonablemente práctico para impedirlo.

    -¿Ya has pensado en el veneno? ¿Un duelo a espada en el monte de Santa Margarita, quizá? ¿Una bomba?

    Como Florencio ni siquiera sonrió ante el sarcasmo de su amigo, este cambió de tono, le puso una mano en el hombro e inició un último intento de razonar con él.

    -Vamos a ver, Florencio, ¿te has parado detenidamente a pensar en lo que pretendes? No, claro. No has tenido tiempo. Escucha: antes de devanarte los sesos para encontrar soluciones a tu problema, sería conveniente que lo definieras. O, dicho de otra manera, que te aseguraras de que hay un problema. Y no me digas que el problema se llama Jaime Osorio, porque no es cierto. Yo no veo ningún problema. Lo único que veo es una cabezonería por tu parte, incomprensible en un tío de treinta años. Ya sé que llevas toda tu vida enamorado de una idea, lo hemos hablado muchas veces. Pero un ideal se convierte en un monstruo si le pones cuerpo. Si sueñas con la mujer más bella del mundo y, cuando te despiertas, no está en tu cama, sino en la suya

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1