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LA PUERTA DEL DESIERTO

AQUÍ, EL VERDE INTENSO DE CASABLANCA se desvanece en una llanura de color beis. Desde el pavimento, puedo ver cómo el beis se estrella contra una imponente muralla blanca: la cordillera del Atlas. Edith Wharton, en su cuaderno de viajes En Marruecos (1920), relata cómo quedó hechizada por el Atlas y por el desierto que se encuentra más allá de esas montañas. Cuenta que “El África desconocida parece estar más cerca de Marruecos que de los pueblos blancos de Túnez y de los oasis sonrientes al sur de Argelia. En Fez, se siente la cercanía de Marrakech, y en Marrakech se siente la de Tombuctú”.

Esta mañana de finales de febrero, Marrakech no me hace sentir la cercanía del Sáhara, sino más bien la de Stansted y Orly. El “gran campamento nómada” al sur – que una vez atrajo a los tuaregs, la tribu africana occidental que desde el siglo V a.C. recorría la ruta de las caravanas cruzando el Sáhara y que era conocida como los “hombres azules” del desierto debido al azul que tiñe sus vestimentas– está ahora abarrotado por el turismo de alpargata europeo: la jet set cutre de Easy Jet. Marrakech era una ciudad donde tenían residencias las familias europeas elegantes, como los Agnelli; donde el nombre de Madison Cox, el paisajista que fue la última pareja del ya fallecido Pierre Bergé (Bergé había sido previamente pareja de Yves Saint Laurent, y ambos se enamoraron de Marrakech en la década de los 60), se susurraba como un nombre sagrado entre la clase bohemia. Es imposible no respirar el olor de Tombuctú en Marrakech. Las fronteras coloniales y las tensiones actuales –la frontera con Argelia lleva cerrada de forma permanente desde 1994, después del conflicto entre ambos países– han hecho retroceder al desierto. Ahora se ha de ir mucho más al sur, atravesando la cordillera del Atlas y del valle del Draa (un oasis de más de dos millones de hectáreas a lo largo de la frontera argelina) para poder sentir aquel mundo en el que el intercambio de bienes e ideas –primero la sal, la plata y los esclavos; después la religión, los manuscritos y las ideas sobre el concepto de monarquía–sirvió para dar cohesión interna a la región. Un amigo mío persa de Nueva York, un hombre refinado y de buen gusto, me había hablado del Draa. Me había hablado de las bibliotecas islámicas medievales de los pequeños pueblos saharauis, de los santuarios de los dioses del desierto y de las viejas casas judías.

No podía contener las ganas de conocer aquel lugar. Lloraba la pérdida de una imagen de Arabia que había construido diez años atrás, mientras viajaba por la región yemení de Hadramaut (famosa por su posición clave en el comercio de incienso) y estaba investigando para mi primer libro [Ajeno a la

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