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Tombuctú: andalusíes en la ciudad perdida del Sáhara
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Tombuctú: andalusíes en la ciudad perdida del Sáhara
Libro electrónico274 páginas5 horas

Tombuctú: andalusíes en la ciudad perdida del Sáhara

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Una obra fundamental. Tombuctú, una de las ciudades más fascinantes y deseadas, descubre sus secretos históricos y su intensa relación con Al Ándalus gracias a los manuscritos que custodian sus bibliotecas.

Hace unos años, con gran revuelo internacional, salió a la luz tras casi un siglo de ocultamiento la célebre biblioteca andalusí de Tombuctú, buscada tanto por los colonizadores franceses como por los más osados traficantes de manuscritos antiguos. La familia Kati —descendiente del toledano fundador de la biblioteca en el siglo XV— había logrado custodiarla desde entonces, teniendo que dividirla y ocultarla en varias ocasiones a través de los azarosos siglos de su existencia. El erudito Ismael Diadié, cabeza de la familia Kati y coautor de la presente obra, logró reunir los fondos dispersos entre las ramas familiares para mostrarla al mundo y permitir su conocimiento y divulgación.
Pero la maldición que persigue a las bibliotecas históricas no concedió tregua. Tras unos años de sosiego, la desdicha se cebó de nuevo con ella. Bandas de tuaregs, apoyados por peligrosos fundamentalistas, tomaron violentamente Tombuctú, destruyendo algunos de sus tesoros arquitectónicos más singulares y poniendo en jaque la existencia de la biblioteca que, afortunadamente, pudo ser puesta a salvo. Ismael Diadié, en peligro, tuvo que abandonar la ciudad.
Tombuctú es una ciudad misteriosa con una desconocida e intensa relación con Al Ándalus. Este libro recoge las sorprendentes biografías de los andalusíes que dejaron una huella perdurable en ella: santos, poetas, arquitectos, visires, gobernadores, militares, pachás y eruditos de origen hispano que resultaron fundamentales para el devenir de la historia de África. A pesar de la gran distancia de España con la Curva del Níger y de mediar entre ambas el desierto más extenso del mundo, la historia de Tombuctú no hubiera sido la misma sin la honda influencia que los hispanomusulmanes ejercieron. Una obra fundamental para conocer tanto el pasado de Tombuctú como nuestra propia historia.
IdiomaEspañol
EditorialLid Editorial
Fecha de lanzamiento30 oct 2020
ISBN9788416392469
Tombuctú: andalusíes en la ciudad perdida del Sáhara

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    Tombuctú - Pimentel

    1897.

    La fascinación por Tombuctú

    Ahora, más que nunca, cuando Tombuctú ha vuelto desgraciadamente a ser noticia internacional, este libro debía volver a ver la luz de manera imperiosa. Tombuctú, la bella; Tombuctú, la ciudad de los trescientos treinta y tres santos; Tombuctú, la misteriosa; Tombuctú, la ciudad de las bibliotecas perdidas, sufre mientras sigue ejerciendo una poderosa atracción sobre nuestra alma curiosa y aventurera. Situada entre el Sáhara y el Sahel, entre el mundo musulmán y el animista, poblada por tribus, culturas y lenguas distintas, sigue padeciendo los horrores de la guerra y de la sinrazón que fuerzan a que el exilio y el ocultamiento se conviertan en las únicas vías para salvar la vida de las personas y de las grandes bibliotecas históricas, como ha ocurrido en el caso de Ismael Diadié y de la biblioteca de su familia.

    Conocí a Ismael Diadié gracias a una noticia que leí en un periódico cuando la historia de la biblioteca de Tombuctú saltó a la luz, hace unos quince años. Escribía yo por aquel entonces sobre el destino de las grandes bibliotecas históricas, tan frecuentemente destruidas por el fuego destructor del fanatismo. Los rescoldos de Alejandría, Alamut o Medina Azahara aún alumbran, fatales, la historia universal de la ignominia. En medio de tanta devastación, la reaparecida biblioteca de Tombuctú arrojó un rayo de esperanza. Fundada en el siglo XV por un exiliado toledano, antepasado de Ismael, y enriquecida por sus descendientes, había logrado sortear los siglos para llegar en razonable integridad y estado de conservación hasta nuestros días. Desgraciadamente, de nuevo, el fanatismo integrista ha vuelto a condenar al ocultamiento y el exilio la biblioteca de la familia Kati. La maldición que no cesa sobre las bibliotecas históricas sigue ejerciendo su fatal influencia.

    Fascinado por la historia de Ismael, escribí entonces un artículo en la prensa andaluza. A los pocos días —debía ser noviembre de 2001— recibí en mi oficina la llamada de Antonio Llaguno. Antonio, con voz franca y amable, me contó que como alcalde que había sido de Cuevas de Almanzora (Almería) había visitado en varias ocasiones Tombuctú, ciudad con la que su municipio estaba hermanado. También me hizo saber que mantenía una estrecha amistad con el erudito Ismael Diadié. Durante la primera entrevista que mantuvimos sintonicé de inmediato con aquel hombre que me hablaba de historias que yo nunca había escuchado narrar, como la de Yuder Pachá, un morisco de Cuevas de Almanzora del siglo XVI que, después de ser apresado por piratas berberiscos, castrado y vendido como esclavo, llegaría a convertirse en uno de los principales generales del sultán de Marraquech, conquistando para su corona la inaccesible hasta entonces ciudad de Tombuctú. Los descendientes de los moriscos y renegados que le acompañaron durante la proeza bélica se asentaron en el Níger, donde llegarían a ser conocidos como los arma, en atención a la palabra española que definía a las armas de fuego que portaban, y que tan eficaces resultaron durante los combates celebrados a las orillas del gran río. Ortega y Gasset, en referencia a la epopeya de Yuder Pachá y sus hombres, escribió en El Sol en 1924: «Los soldados españoles ganaron la batalla más grande que nuestra raza ha logrado al otro lado del Sáhara y, victoriosos, se avecindaron en Tombuctú, tomaron mujeres del país y crearon estirpes que aún perduran. Orgullosos de su origen hispano, conservaron una exquisita disciplina aristocrática, y aún representan sus familias los núcleos nobles del país. ¿Por qué no hemos ido a visitar a esos ruma (armas) del Níger, nuestros nobles parientes?». Mi primera visita a Tombuctú, en enero de 2002, llegaría como fruto de esa entrevista con Antonio Llaguno. Ya antes, en agosto de 1988, lo había intentado al atravesar el desierto argelino, pero nuestro coche, totalmente inadecuado para rodar sobre las arenas, se averió en Tamanrasett en pleno Hoggar sahariano. Me prometí entonces que algún día alcanzaría Tombuctú, promesa que reiteré en cada ocasión en que visité el sur de Marruecos para leer, en el límite del maravilloso oasis de Zagora, el sugerente cartel que indicaba «Tombuctú, 52 días a camello».

    Pero en esa ocasión lo conseguiría. Ismael nos esperaba en Bamako y al día siguiente iniciamos el viaje en todoterreno hasta Tombuctú, atravesando Malí, un maravilloso país rico en historia, cultura y gentes. Un viaje de tres días de duración: Ségu, Mopti, Yenné, el País Dogon y, por fin el Níger, que cruzamos en un pequeño barco para alcanzar, al fin, Tombuctú, la meta de nuestro viaje.

    Tombuctú es una ciudad que no deja indiferentes a las personas que alcanzan a visitarla. Para muchos, supone una auténtica desilusión. Tanto esfuerzo para llegar a una polvorienta población de casas de piedra rosada y barro frustra las expectativas que algunos viajeros se habían formado, influidos por la imagen romántica de una ciudad de riquezas sin fin. Sin embargo, para otros, entre los que me encuentro, Tombuctú tiene un encanto especial. Primero como meta, siempre venturosa y remota. Llegar hasta ella es difícil y requiere de ciertos sacrificios y riesgos, hoy en día acentuados por la inestabilidad política y la inseguridad en la que se halla inmersa. Segundo, por el embrujo de su mito histórico y por el encanto de sus gentes, sus calles y sus edificios. Las mezquitas, sobre todo la de Yingareiber, son de una primitiva belleza indescriptible. Y siempre por la mezcla de etnias que la habitan: los mauros, songhays, peules, bambaras, bozos, tuaregs y armas que aún conviven en sus calles.

    Apenas si estuvimos en Tombuctú un par de días que me provocaron un cúmulo de emociones. La primera fue la producida por el silencio y los contraluces de la bellísima mezquita de Yingareiber, construida por Es-Saheli, un arquitecto granadino del siglo XIV. Merece la pena atravesar los océanos de arena del Sáhara tan sólo por sumergirse en sus penumbras.

    La segunda fuente de emociones fue la conversación que Ismael mantuvo con varios miembros jóvenes de su familia durante la noche en la que nos enseñó la biblioteca. Les vino a decir que esos libros constituían la esencia familiar y que, al igual que sus antepasados la habían custodiado durante siglos, algún día deberían tomar ellos el relevo de su cuidado y atención. Pero la tercera de las razones, y la que daría lugar al nacimiento de este libro, fue la gran sorpresa que me causó el hecho de descubrir que bastantes de los más destacados personajes de la historia de Tombuctú habían sido andalusíes, esto es, hispanomusulmanes. Y ni que decir tiene que yo no había escuchado hablar de ellos en mi vida. Por ejemplo, tanto a Ismael como a sus amigos les resultaba inverosímil que no conociera la figura del poeta Al-Fazzazi, el cordobés. Todavía hoy, muchos siglos después de su muerte, se siguen recitando sus poemas durante cuarenta días al año durante una celebración única. Tampoco conocía a Es-Saheli, otro personaje fascinante, ni a otros tantos. Hablando de todo ello con Ismael, decidimos escribir un libro que descubriera al lector español la vida y obra de algunos de los genios andalusíes que causaron asombro y una honda influencia en las artes, la política y la cultura del corazón del Sáhara, y que nos resultaban por completo desconocidos a los españoles de hoy. Contábamos para ello con la erudición de Ismael y, sobre todo, con el inigualable patrimonio histórico de su biblioteca familiar, la famosa biblioteca de Tombuctú.

    El libro fruto de nuestros trabajos fue editado en febrero de 2004 por la editorial Martínez Roca bajo el título Los Otros Españoles. Los manuscritos de Tombuctú: andalusíes en el Níger. Agotada la edición, los autores decidimos, ante la incesante petición de ejemplares, volver a editar la obra que ahora tiene entre sus manos, añadiendo algunos datos novedosos y actualizando la información disponible. Creemos que su contenido resultará de sumo interés para todas las personas interesadas en la historia de Tombuctú y su relación con Al Ándalus. Hemos reseñado las biografías de los andalusíes más destacados en la historia de Tombuctú, antes y después de la llegada de los arma y su conquista para el sultán de Marraquech. A pesar de la enorme distancia de España con la Curva del Níger y de terciar entre ambas el desierto más extenso del mundo, podemos afirmar que la historia de Tombuctú no hubiera sido la misma sin la honda influencia que estos, y otros andalusíes, ejercieron sobre la hermosa ciudad sahariana.

    Tombuctú tiene resonancias míticas, literarias, épicas, que le hacen desprender una aroma de misterio, aventura y ocultamiento. Levantada sobre un solar imposible, en las mismas puertas del Sáhara, sólo puede ser entendida como legado de las exóticas Rutas de las Caravanas que llevaban el oro y los esclavos desde el corazón de África hasta las costas mediterráneas. El caprichoso trazado de la conocida como Curva del río Níger hizo el resto. Una de las más hermosas paradojas de la naturaleza es ver cómo ese río caudaloso se adentra en las ardientes arenas del desierto más atroz del planeta. Tombuctú fue uno de los últimos espacios en blanco en rellenar sobre los mapas de los colonizadores europeos del XIX y, todavía hoy, llegar hasta allí supone un largo viaje y una peripecia segura. Cuando aún el desierto no se había convertido en un foco de inestabilidad terrorista, con frecuentes secuestros de europeos, muchos fuimos los que lo tuvimos como meta de nuestros viajes la ciudad de los 333 santos, a la que visité en varias ocasiones con posterioridad a aquella primera, para encontrarla siempre fascinante.

    Tombuctú sigue hoy en guerra, tal y como lo estuviera durante demasiado tiempo. Aunque apaciguada por la presencia de los paracaidistas franceses, permanece anclada en un solar inestable y peligroso, que la sigue haciendo, de alguna manera, la ciudad prohibida que durante tantos siglos fuera. Ojalá este libro permita iluminar en parte las tinieblas de nuestro desconocimiento.

    La mítica Tombuctú y la aventura occidental

    Hablaremos en este libro de viajes y exilios de andalusíes y de Tombuctú, la Perla del Desierto. Su nombre nos evoca otras ciudades históricas que como Babilonia, Palmira, Petra, Alejandría, Persépolis, Pérgamo o Ispahán siguen levantando pasiones y nostalgias. Objetivo de mil viajes, meta de innumerables caravanas que atravesaban la nada, sueño de multitud de aventureros que dieron su vida por penetrar en su secreto. Nos hablan de la ciudad las Crónicas de Ibn Battuta, de León el Africano, de Mungo Park, de René Caillié y de Cristóbal Benítez, todos ellos impenitentes viajeros de las soledades africanas.

    Pero antes de adentrarnos con las biografías de los formidables personajes andalusíes que pondremos en escena, debemos conocer algo más de Tombuctú, de su historia y, sobre todo, de la fascinación que ejerció sobre los occidentales que, durante todo el siglo XIX, se empeñaron infructuosamente en lograr alcanzarla, sin saber que ya había sido frecuentemente visitada por españoles y portugueses siglos atrás. Pero no adelantemos acontecimientos.

    Paradójicamente, comenzaremos este libro contando las gestas de estos exploradores franceses e ingleses que en el XIX se empeñaron en descubrir las riquezas de la ciudad. Nos dará cierta perspectiva de la visión que desde la Europa de la época se tenía sobre el misterioso mundo africano, en el que penetraremos posteriormente, Al mismo tiempo, nos permitirá valorar adecuadamente las gestas de esos genios españoles, totalmente desconocidos para nosotros.

    VIAJEROS CLÁSICOS

    Tombuctú es una ciudad nacida del desierto y cimentada en el oro y el comercio. Ya contaba Heródoto que los intrépidos marineros cartagineses de hace más de dos mil quinientos años realizaban una larguísima travesía, en los frágiles buques de la época, hasta anclar en las costas africanas en algún lugar que suponemos cercano a la desembocadura del río Senegal. Allí establecieron un curioso sistema de intercambio comercial con los nativos negros, completamente desconocido para los mediterráneos al impedirlo el inmenso Sáhara. Dejaban los cartagineses sus mercancías en la playa y regresaban en bote a sus barcos, desde donde hacían señales para que los habitantes de aquellos lugares tuvieran noticias de su presencia. Los nativos se acercaban a la playa, ponderaban la mercancía, y sin tocarla ni retirarla, dejaban montoncitos de oro al lado de los géneros que les interesaban. Cuando los indígenas se retiraban volvían los comerciantes cartagineses hasta la playa y veían si estaban de acuerdo con la cantidad de oro que habían depositado por cada producto. Si se sentían suficientemente recompensados, retiraban el oro y dejaban la mercancía. Si por el contrario creían escaso el oro, regresaban al buque sin tocar nada, con el objeto de mostrar a los nativos que no estaban de acuerdo con el precio pagado. Era un sistema sin engaño. Ni los cartagineses retiraban el oro, ni los indígenas las mercancías hasta no haberse puesto de acuerdo en su precio. Cuando así lo hacían, los nativos volvían tierra adentro con los géneros adquiridos, y los cartagineses a sus barcos con el oro cobrado. Leyenda o realidad, no lo sabemos, pero es la primera referencia histórica que encontramos del abundante oro que los nativos del África occidental subsahariana parecían atesorar.

    Muchos siglos después, al principio del siglo XIII, el geógrafo e historiador árabe Yakub, estando de viaje en Sijilmassa, ciudad situada en el límite sureste del sultanato de Marrakech, oyó un relato que le llamó la atención y del que dejó constancia escrita. Curiosamente se parecía en mucho a la historia que siglos antes nos narrara Heródoto. Nos cuenta Yakub que los comerciantes de la zona organizaban una vez al año unas grandes caravanas que se dirigían hacia el sur con sus telas, enseres y baratijas, atravesando el corazón del gran desierto. En su camino pasaban por las minas de sal de Taghasa, donde adquirían planchas de sal, que incorporaban a su equipaje. Continuaban su duro camino hacia el sur, hasta llegar a un gran río, que hoy conocemos como Níger. Hacían entonces sonar unos tambores para que los nativos supieran de su presencia, y se retiraban, dejando depositadas las mercancías en la ribera del río. Allí se repetía la ceremonia, ya narrada por Heródoto, de la valoración por medio de los sucesivos montoncitos de oro depositados junto a unas mercancías que sólo se retiraban en caso de llegar al acuerdo en la transacción. Aunque alguna vez estos comerciantes presionaron a algún nativo para que les indicara dónde se encontraban las minas del metal dorado, jamás lograron sacarle ni media palabra.

    Con estos precedentes era de esperar que se extendiera por todo el norte de África y el Mediterráneo la leyenda de un reino negro de oro abundante y fácil.

    La leyenda se incrementó con los siglos y Tombuctú estuvo en su centro. La distancia y el vacío del desierto la hicieron parecer un vaporoso espejismo. Ciudad de riquezas míticas, perdida en el confín del mundo. Aunque nunca fue tan rica ni tan poderosa, su leyenda ya había nacido. Nadie lograría detenerla. Muchos aventureros y románticos perderían su vida en pos de una leyenda. Y dos personas la hicieron aún más grande: el emperador Kanku Musa y el geógrafo mallorquín Abraham Cresques.

    KANKU MUSA Y ABRAHAM CRESQUES

    En el año 1324 el rey negro Kanku Musa decidió peregrinar a La Meca. Al frente de un gigantesco séquito, cruzó el Sáhara por la ruta oriental y llegó hasta El Cairo. Su entrada tuvo que ser de las que hacen época. Los cairotas no salían de su asombro ante la magnificencia de la comitiva. Un monarca sudanés —así llamaban a los de los países de los negros— llegaba a la ciudad cargado de riquezas. Jamás habían conocido un séquito tan rico. Ni los viejos del lugar recordaban nada parecido. Según reflejó Ibn Fadl Allah, precedían al monarca más de quinientos esclavos, cada uno de ellos enarbolando una especie de bastón ornamental de oro macizo. Después venía el séquito propiamente dicho. Camellos y caballos ricamente enjaezados y, tras ellos, más esclavos. Y para cerrar aquella desmesura surgida del desierto, cien camellos con sus albardas repletas de oro. Kanku Musa descansó un tiempo en El Cairo. Cuando abandonó la ciudad, la enorme cantidad de oro que hizo circular provocó un hundimiento de los precios del metal rey. La depresión de su valor, por sobreabundancia en los mercados, tardó años en superarse. Todos los comerciantes insistieron en saber de dónde procedía ese oro tan fino y abundante. «De más allá del desierto», era la única y misteriosa respuesta que obtenían. Y eso los desesperaba, porque ya conocían, por los caravaneros que osaban llegar a tan remotos lugares, que el oro abundaba en sus mercados y casas. Kanku Musa se presentaba como emperador de Mali, un vasto imperio a las orillas de un gran río que llamaban Níger, y que lamía las mismas arenas del desierto. También hablaban de desconocidas ciudades como Walata, Gao o Tombuctú, que, como no podía ser de otra forma, pasaron al imaginario colectivo como símbolo de desmesurada riqueza. Esa leyenda se extendió con rapidez, a través de marineros y comerciantes, por todo el Mediterráneo. El eco de riqueza y el rumor de la aventura y el riesgo acrecentaban aún más la leyenda del rico reino de los negros, a orillas de un gran río que se encontraba más allá del gran desierto.

    Esas noticias no tardarían en llegar hasta Mallorca. Su capital era, en ese siglo XIV, un importante centro de comercio mediterráneo, donde mercaderes judíos redistribuían hacia los puertos de toda Europa la mercancía que provenía del norte de África. Como poderoso instrumento para facilitar la navegación, prosperó también una importante escuela de cartografía, de la que Abraham Cresques fue uno de sus geógrafos más conocidos. Contrastando diversa información suministrada por mercaderes judíos, amén de alguna experiencia personal, se atrevió a dibujar el mapa de todo el Sáhara occidental. Fue conocido como el Atlas Catalán —otras fuentes se refieren a él como el Atlas Mallorquín—, y además de una extraordinaria belleza tiene una sorprendente precisión cartográfica. Dibuja con bastante exactitud las costas occidentales africanas —desde Gibraltar hasta el cabo Bojador—, sitúa perfectamente la cordillera del Atlas —donde indica los pasos que utilizan las caravanas para dirigirse hacia el país de los negros— y ubica adecuadamente las grandes ciudades destino de las caravanas, como Taghaza, Gao o Tombuctú. Pero lo más llamativo de todo es la gran figura de un rey negro, con una enorme pepita de oro en la mano, sentado en el trono de la región de Tombuctú. Bajo el dibujo, escribió: «Este rey negro se llama Mussa, señor de todos los negros de Guinea. Es el más rico y

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