MISTERIOS Y LEYENDAS del Camino
Cuenta la tradición que en el año 813 un anacoreta llamado Pelayo le contó a Teodomiro, obispo de Iria Flavia, que cada noche era sorprendido por el resplandor de unas luces misteriosas que emanaban de un campo cercano a su cueva al que bautizó como ‘campo de las estrellas’ (compostela)-lugar en el que hoy se asienta Santiago de Compostela-. El obispo acudió allí y encontró una losa de mármol y unos huesos a los que enseguida identificó como los restos del apóstol Santiago. Avisado el rey Alfonso II, no tardó en avalar el hallazgo, ordenar la construcción de un santuario e informar al papa León III de la nueva buena.
Mucho se ha discutido sobre la autenticidad de este episodio y, especialmente, sobre si aquellos restos pertenecían realmente al apóstol Santiago. Hay que entender que en esa época se vivía una auténtica veneración por las reliquias, desde que las primeras autoridades del cristianismo aprobaran y estimularan su culto para afianzar una religión que aún no gozaba de total implantación. Y tal fue esa veneración que, como señala el historiador Juan Eslava Galán en su libro “en el siglo VI no existía iglesia por humilde que fuera que no contara con sus propias reliquias” y “al propio tiempo, la avidez por las reliquias hacía que en cuanto fallecía un monje o religioso con fama de santidad, diversas ciudades se disputaran la posesión de su cadáver y a veces se lo robaran unas a otras”. Hubo que llegar incluso a ordenarlas y clasificarlas, como en el siglo VII hiciera san Juan Damasceno con las recabadas en torno a la figura
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