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Historia de Córdoba
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Libro electrónico238 páginas2 horas

Historia de Córdoba

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Córdoba es fruto de la convivencia, antagonismos e intercambios de diversas culturas: pequeño asentamiento junto al río; émula de la Roma imperial como capital Bética; avanzada del lujo y exotismo oriental como corte de los emires y califas omeyas; ciudad de frontera con el reino nazarí; orlada de prestigiosos blasones nobiliarios e innumerables conventos, como islas y archipiélagos diseminados extensamente en su tejido urbano renacentista y barroco —ora alimentado por la riqueza de Indias, ora asolado por crisis y epidemias—; y, finalmente, modesta y ensimismada capital de provincias de la España interior.


Desde sus orígenes prehistóricos hasta los umbrales del siglo XXI, cada capítulo de este libro aborda las diferentes épocas vividas por una de las ciudades con un pasado más ilustre, rico y variado del mundo.
IdiomaEspañol
EditorialLid Editorial
Fecha de lanzamiento3 may 2018
ISBN9788417418137
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    Historia de Córdoba - José Manuel Ventura

    1. DE LA PREHISTORIA A LA CÓRDOBA ROMANA Y VISIGODA

    Vestigios de la Córdoba prerromana

    Remontarse a los orígenes de la ciudad de Córdoba supone entrar en un terreno que se pierde en las brumas del pasado. Los restos materiales prehistóricos hasta ahora encontrados en la comarca circundante nos dan una idea aproximada de la antigüedad de la presencia humana en la región. Seguramente no alcanzan a dibujar completamente toda la complejidad de la vida de los hombres de la época. La lejanía en el tiempo, el nomadismo y los cambios climáticos del período, así como la fragilidad de los restos de su cultura material contribuyen a dificultar la labor de los investigadores. Ello no quiere decir que la provincia sea pobre en hallazgos paleolíticos. Baste con señalar que uno de sus vestigios humanos más antiguos se halló en las cercanías de la ciudad, en el arroyo del Tamujar, junto a Alcolea. Hablamos del cráneo del que en su día se llamó, entusiástica y algo ingenuamente homo fosilis cordubensis, perteneciente a un Neandertal y que debe datar del período post-musteriense (en torno al 32.000 antes de Cristo, para fechas tan remotas nos moveremos entre aproximaciones). Los materiales hallados en un estrato más superficial del yacimiento atestiguan que, en el tránsito hacia el Epipaleolítico y el Neolítico (VI-IV milenios a. C.) se establecieron campamentos cada vez más prolongados en la zona.

    «...Córdoba, ciudad famosa,

    madre de famosos hijos,

    de Sénecas y de Lucanos,

    capitanes y caudillos,

    fue del romano Marcelo

    ilustre y claro edificio,

    por lo fértil del terreno

    y lo admirable del sitio.»

    Juan Rufo,

    Romance de los Comendadores

    Todos los autores coinciden en señalar el origen de esa presencia humana tan temprana debido a la estratégica situación de la actual ciudad: junto a un río importante como el Guadalquivir, en un punto fácilmente vadeable de su curso medio, y a caballo entre los recursos que podían ofrecer la campiña y Sierra Morena, que cada vez se harían más atractivos a medida que se fueron desarrollando las actividades agrarias y la metalurgia. Por ello, el núcleo allí fundado tuvo garantizada su continuidad.

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    Columna en la confluencia de las calles Encarnación y Rey Heredia

    La fecha más segura para la fundación del primer asentamiento definitivo en el territorio que ocupa hoy Córdoba capital se sitúa a mediados del III milenio a. C., en pleno período Calcolítico. Las excavaciones arqueológicas llevadas a cabo entre mediados de la década de los 60 y los 70 del siglo XX nos han mostrado que esta fundación tuvo su emplazamiento en la zona denominada «Colina de Quemados», hoy ocupada por el Parque Cruz Conde: una elevación del terreno de entre 15 y 20 metros de altura (actualmente menos perceptible por la urbanización) y que discurre paralela a la orilla del río, en sentido Noreste-Suroeste, con aproximadamente kilómetro y medio de longitud, aunque el asentamiento ni mucho menos ocupaba toda aquella extensión. El nivel más antiguo (de los 18 que se han excavado) muestra un poblado formado por reducidas aglomeraciones de cabañas hechas con ramaje, adobes y zócalos de piedra y una cerámica bastante pobre, hecha a mano, típica de una comunidad cuya economía era esencialmente agropecuaria. Pero la ya mencionada ventajosa situación, en un punto desde el cual era fácil defenderse y controlar el territorio y un importante nudo de comunicación, iba a favorecer su desarrollo posterior, recibiendo además influencias externas: durante el II milenio a. C., el ámbito andaluz vivió manifestaciones culturales tan singulares como el megalitismo, la cultura del «vaso campaniforme» o los poblados metalúrgicos argáricos, conviviendo gentes dedicadas a la agricultura y ganadería y a la explotación de los metales.

    En el período del Bronce Final o precolonial de Tartessos (1100-750 a. C.) debió ir desarrollándose el asentamiento cordobés, al cobrar cada vez mayor importancia la explotación minera de la zona. La metalurgia del hierro, que comenzaba a darse en el Mediterráneo oriental, aún tardaría en llegar al oeste. Poco a poco, los poblados como el de Colina de Quemados fueron estableciendo contactos y recibiendo influencias de otros núcleos habitados que proliferaban en torno al curso bajo del Guadalquivir (Carmona, El Carambolo, Cerro Macareno, Cabezo de San Pedro, La Joya, Niebla, en las actuales provincias de Sevilla y Huelva). En esta última zona se encontraba Tartessos, considerado el más culto y desarrollado de los pueblos ibéricos y que, según parece, contaba con una monarquía que alcanzó un dominio e influencia más o menos extensos sobre el Sur de la Península Ibérica. De su poder y su fama nos han llegado retazos en forma de diversos restos arqueológicos e historias semilegendarias recogidas por autores grecorromanos posteriores.

    A partir del 750 a. C., continuó el crecimiento de los núcleos de población campiñeses y se fue haciendo cada vez más presente la influencia semita y, en general, del Mediterráneo oriental. Este Período Orientalizante (siglos VIII-VI a. C.) se caracterizó por el desarrollo material debido, en buena medida, a las aportaciones que fundamentalmente los fenicios introdujeron de modo gradual en el ámbito andaluz, fruto de los intercambios comerciales y culturales con los tartesios y el resto de poblaciones de la zona. La presencia griega (sobre todo focense) fue más limitada, reducida y tardía, haciéndose visible a partir de la primera mitad del siglo VI a. C. Aparte debe mencionarse también la influencia indoeuropea, proveniente del norte peninsular, de comunidades célticas.

    Este influjo orientalizante fue decisivo para la transformación de aquella sociedad hacia una mayor diversificación económica. Se cree que los fenicios pudieron introducir el cultivo del olivo (tan importante para el futuro de la región), pero es una hipótesis no confirmada. Lo que sí resulta evidente es que dicha práctica vino a enriquecer las actividades agrarias indígenas tradicionales: sobre todo el pastoreo y la apicultura. Además, la acumulación de riquezas en manos de las élites tartesias se tradujo en la proliferación de monumentos y objetos de lujo, símbolo de su poder y prestigio. Los tesoros de la Aliseda (Cáceres) y el Carambolo (Sevilla) son los máximos exponentes de ello. Pero en el territorio de la actual provincia de Córdoba apenas hay vestigios de esos productos suntuarios, fruto de la explotación de los recursos del territorio y del comercio. No sabemos si no ha habido suerte en las excavaciones o, más probablemente, se deba a que no vivía allí una aristocracia tan importante como la de la zona onubense y del Bajo Guadalquivir (que demandaba y podía permitirse lucir dichas riquezas). Lo que sí está claro es que se incrementó la actividad minera, cuya producción se destinaba al comercio con los mercaderes fenicios. Desconocemos hasta qué punto este desarrollo fue iniciado por aquellos colonizadores o por tecnología e ideas autóctonas. Oro, plata y cobre eran los productos fundamentales, extraídos de las minas situadas en torno a Cerro Muriano, pero también de yacimientos más adentrados en el corazón de Sierra Morena. Los minerales en bruto, despojados de impurezas, serían transportados a lomos de caballerías hasta el poblado de Colina de Quemados, y allí, parte del mineral era fundido en lingotes para transportarlo por el río hasta los talleres especializados del bajo Guadalquivir. No parece que hubiera entonces una elaboración de objetos metálicos manufacturados en la antigua Córdoba. Sí atestiguan las fuentes que el bronce tartésico era muy apreciado: mezcla del mencionado cobre autóctono y el estaño traído de lugares tan remotos como las Islas Casitérides, actual Gran Bretaña. El transporte marítimo y fluvial abarataba los costos y permitía aquel tráfico, que resultaba más pesado y de menor volumen si procedía de yacimientos demasiado adentrados en el interior del continente.

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    Panorama en torno a la Plaza de la Corredera

    Las aportaciones orientales en la zona cordobesa también se notaron en otras aplicaciones prácticas. Se introdujo el uso del torno rápido de alfarero, aunque lentamente, pues pervivió durante cierto tiempo la cerámica nativa hecha a mano. En el nivel 12 de Colina de Quemados (siglo VII a. C.) comenzaron a aparecer las importaciones de influencia semita. Y en el siguiente se hizo definitiva la introducción de la cerámica a torno, encontrándose magníficos objetos junto a imitaciones de peor clase hechas por artesanos locales. Mas en el estrato 10 (siglo VI a. C.) puede hablarse de una «fase orientalizante local» en la que se confunden importaciones con creaciones autóctonas, evolucionadas hasta tal punto que habían mimetizado perfectamente el estilo extranjero, haciéndose prácticamente imposible, o casi, distinguirlas.

    La construcción de viviendas mejoró en el siglo VI a. C., consolidándose las plantas rectangulares o cuadradas sobre las circulares y haciéndose paredes más sólidas, con pequeños cimientos y pavimentos más esmerados. También se desarrollaron de modo destacable las murallas en los oppida o ciudades fortificadas, siendo buen ejemplo Ategua, antigua localidad emplazada cerca del actual pueblo de Santa Cruz, en la campiña cordobesa. En aquel yacimiento se han localizado hallazgos importantes, destacando una estela perteneciente a la categoría denominada «de guerreros» (siglos VIII-VI a. C., conservada hoy en el Museo Arqueológico de Córdoba). Representa esquemáticamente a un soldado de cierta importancia con sus armas y un carro, en lo que podría ser una ceremonia de inhumación. Esta manifestación, junto con lo ya dicho, nos informa de la progresiva infiltración, y no invasión, de grupos extranjeros, cuya presencia desentonan frente al ambiente pacífico de las manifestaciones artísticas del ámbito ibérico de la época. Quizá aquellos individuos llegaron y ejercieron como mercenarios para defender a las poblaciones tartesias o a quienes con ellos comerciaban. Su origen es más probable que fuese del Mediterráneo oriental en este caso, pues los detalles de su armamento son más propios de aquel ámbito que del indoeuropeo.

    En la segunda mitad del s. VI a. C., tuvo lugar una crisis socioeconómica en la zona onubense y el Bajo Guadalquivir que afectó en mucha menor medida a la antigua Córdoba. En torno al 500 a. C. el imperio tartésico experimentó un colapso, visible en la súbita desaparición de sus riquezas, pero dejó una huella cultural imborrable que recogerían las leyendas, y en cierta medida sus herederos los turdetanos. Aquel ocaso pudo deberse al establecimiento por parte de los griegos de rutas alternativas a través del Ródano y su colonia de Massalia (Marsella) para comerciar con el estaño del Norte de Europa, y por otro, a la crisis de las metrópolis fenicias, en la costa de Palestina y Líbano, que estaban siendo conquistadas por el imperio babilonio de Nabucodonosor. Los cartagineses, antigua colonia fenicia, se encargaron en adelante de tomar el relevo.

    Como podemos apreciar, desde sus inicios el asentamiento cordobés, a pesar de su modestia, estuvo situado junto a las corrientes de cambio de la historia, en una encrucijada desde la cual pudo ir recibiendo las novedades de todo el Mediterráneo, bullente crisol de diversas culturas cuyas influencias iban a enriquecer el futuro de la ciudad. Durante los siglos V y IV a. C. se sitúa el período álgido de importaciones de cerámicas griegas en el mundo ibérico, sobre todo del famoso tipo de figuras rojas. Colina de Quemados es uno de los yacimientos donde se han localizado. Además, se encuentran indicios de la llegada de pueblos célticos, procedentes del Norte, a la zona andaluza. Y cada vez está más probada la labor de mejora de la infraestructura agrícola meridional por parte de los cartagineses, potenciada aún más por los romanos cuando se asentaron en Hispania.

    Hasta la Primera Guerra Púnica (264-241 a. C.) los cartagineses se habían limitado a establecer contactos comerciales en los puertos de la costa andaluza y levantina. Pero tiempo después del conflicto decidieron ocupar el interior para explotar mejor sus riquezas. Amílcar, al mando de la expedición que desembarcó en Gades en el 237 a. C., pensó que sería fácil por la división de tribus, pero el avance por el valle del Guadalquivir no fue tan rápido como se esperaba por la resistencia turdetana. Las luchas entre Roma y Cartago por la hegemonía del Mediterráneo llevaron a ambas potencias a la Península Ibérica, que fue sede de algunos de los episodios más importantes de la Segunda Guerra Púnica (218-201 a. C.). Su resultado, a favor de la primera, selló el futuro del territorio y, en concreto, de la evolución de la ciudad que nos ocupa. Conviene recordar estas motivaciones de la presencia romana en Hispania para comprender la importancia que aquel territorio, y en concreto Corduba, tuvieron para el imperio de la Loba, y, a su vez, valorar igualmente el impacto de la cultura latina en el solar hispano. Roma ya no abandonaría el territorio una vez expulsados sus enemigos al final de la Segunda Guerra Púnica. Primero por razones de índole estratégica, pero también porque fue dándose cada vez más cuenta de la riqueza y variedad de recursos que albergaban aquellas tierras.

    La Corduba indígena prerromana no aparece prácticamente en las fuentes antes de la fundación llevada a cabo por Claudio Marcelo, que veremos en el siguiente apartado. Por ello y por los vestigios arqueológicos, suponemos que hasta después de la conquista romana, la Córdoba Turdetana

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