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Andalucía de leyenda
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Libro electrónico347 páginas5 horas

Andalucía de leyenda

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Manuel Lauriño vuelve a sorprendernos con esta sarta de "historias y leyendas" extraídas del acervo cultural de Andalucía. Con un estilo muy peculiar de gran fabulador y gran divulgador al mismo tiempo, Lauriño hace desfilar personajes y lugares que todos tenemos en la cabeza aunque pocos podríamos verbalizar de manera tan concisa y bella. Algunas de estas piezas son auténticos descubrimientos y otras tienen un ceñido aparato histórico. Nunca mejor dicho aquello de aprender con deleite, pues cada narración por mágica, onírica o fabulosa que sea tiene unas referencias históricas divulgativas que aprehenderemos ya de forma imborrable. Desde "El Especiero Judío" hasta la bella "Nanafassy", que cierra el libro con vuelos trágicos, cada una de estas historias, en las que tienen cabida las ocho provincias andaluzas, nos irán ganando el alma a través de un mágico caleidoscopio de personajes y lugares que nos devuelve al goce lector.
IdiomaEspañol
EditorialLid Editorial
Fecha de lanzamiento30 oct 2020
ISBN9788416392049
Andalucía de leyenda

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    Andalucía de leyenda - Manuel

    Josué.

    Prólogo

    Este libro, que tienes en las manos, estimado lector o admirada lectora, lo he titulado Andalucía de Leyenda en un intento de resumir con mayor parvedad de palabras la esencia natural de nuestra tierra.

    Los datos, que se apuntan son rigurosamente ciertos y debidamente contrastados, adobados empero, eso sí, con el encanto añadido de apasionantes leyendas.

    Mis lectores saben que, en contra de lo que indica el Diccionario de la Real Academia o más bien matizando el sentido de su acepción cuarta, yo opino que las leyendas son en realidad unos hechos históricos, a los que el discurrir del tiempo y el barroquismo mental de la gente les han ido agregando postizos y elementos diversos, fruto de la imaginación popular, enriqueciéndolos al paso con relumbres de heroicidad o tintes de milagrería en un ejercicio continuo de hipérbole. Es labor, pues, del investigador el ir desbrozando las leyendas para quedarse con el hecho histórico «in puribus». Pero al mismo tiempo es deber también del escritor, que acomete este tipo de literatura, eliminar la aridez obligada del historiador con su carga abrumadora y fría de datos y fechas, asépticamente embalsamados, para darles nueva vida a los hechos fenecidos con la varita mágica de su fantasía. De este modo la historia se nos tornará amable y cercana, amiga y compañera, y nos iremos metiendo insensiblemente dentro de su propia piel por un proceso natural de ósmosis en un trastrueque progresivo de nuestro pensamiento.

    La Historia, según mi criterio, sujeto por lo tanto a errores, no puede comprenderse en toda su integridad sin el venerable acompañamiento de la Leyenda o viceversa, hasta el punto de que hay veces en que no se sabe a ciencia cierta dónde empieza una y termina la otra. Así lo han entendido afamados autores, tanto nacionales como foráneos, que se han sentido cautivados en un momento cualquiera de sus vidas por el embeleso de estas narraciones, recogidas frecuentemente por tradición oral, que, luego, nos han ido brindando a través del tiempo en magníficas y subyugadoras recreaciones.

    Yo he pretendido a mi modo y manera seguir el derrotero, que ellos trazaron, con estas historias legendarias o leyendas más o menos históricas de nuestra tierra, que hoy ven la luz pública. Es una labor agradabilísima por todos conceptos, en que vengo empeñado hace ya algo más de un lustro con evidente aceptación del público, que es siempre juez último y soberano.

    No sabría, amable lector o carísima lectora, qué leyenda recomendarte de un modo especial entre todas las que componen esta obra, que ahora tienes en las manos. Cada una, como hija de mi imaginación y fantasía, goza de mi particular afecto. Desde «El especiero judío», que abre el libro, hasta «Nanafassy», que lo cierra, he desplegado, como una bandera de gloria, las esencias peculiares de esta nuestra Andalucía, enguirnaldada de leyendas. Pienso, por lo tanto, que cualquiera de ellas, según las circunstancias personales y los instantes precisos, puede ganarte el ánimo, como me lo fue ganando a mí a medida que las iba enjaretando.

    Están representadas aquí, a través de un rosario encantado de leyendas, todas y cada una de las provincias andaluzas, formando una unidad concreta dentro de su evidente diversidad.

    Por eso yo te deseo, amable lector, que has tenido la paciencia de soportar el prólogo, que cada leyenda de este libro te llene el espíritu de gozo, como me lo ha ido llenando a mí, cuando con el corazón a flor de labios las he ido pergeñando. Ojalá se cumpla esta premisa a medida que vayas adentrándote por el bosque sorprendente de estas historias y, mientras tanto, que Dios reparta suerte.

    El especiero judío

    Samuel ha Leví, conocido por hebreos y mahometanos, como Ibn Nagrela, reposaba en los afanes diarios, que le ocasionaba su condición de gran visir, en el amplísimo patio aljimifrado del Castillo Rojo o Casba Alhambra de Medina Garnata, capital del reino zirí granadino.

    Con la mirada fija en el velo de nieve, que cubría la frente tonsurada de la sierra, dejaba vagar a su albedrío la algodonosa rehala de sus pensamientos.

    Los surtidores enhiestos de la fuente central, sostenida por animales monstruosos de piedra, se combaban graciosamente sobre el aire, y el agua, apuntalada en arco, tintineaba al caer con sonidos blandos de esquilas.

    Todo el cielo de la tarde, aprisionado y absorto entre las ramas estiradas de unos cipreses, se acicalaba en el espejo bruñido de la redondeada taza susurrante.

    De vez en cuando, quizás como reminiscencia de sus tiempos de especiero y perfumista, sacaba Ibn Nagrela del hondón de su riquísima túnica unos grumos de olorosa resina, que aspiraba voluptuosamente, ensanchando las aletas nerviosas de su nariz aguileña.

    El aroma adherido pegajosamente a sus afilados dedos se le demoraba largo rato y lo sumía en un estado de beatitud casi paradisíaco.

    –Yahvé, el dios de mis mayores, El que es para siempre, me protege con sus poderosos brazos.

    «Alzo mis ojos a los montes –y recorría en toda su amplitud la refulgente belleza de Sierra Nevada al iniciar inconscientemente el inicio de un salmo– y toda mi alma se alegra en el Señor, que me rige amorosamente con su vara de justicia –decíase en su interior.

    Yahvé ha obrado en mí maravillas.

    Y volvía una y otra vez a aspirar con fruición, cerrando los ojos, el aroma intenso de las resinas de xilaloé, concentrado en aquellos pequeños grumos prodigiosos, que le adormecían mansamente los sentidos y lo penetraban con una irresistible sutilidad de olores.

    Envuelto en ellos se le aparecía con toda nitidez el agridulce recuerdo de sus años mozos, su zarandeada vida pasada y su imparable ascensión a la cumbre bajo el impulso de la mano benéfica de su Dios, que es sólo El que es, sin nombre especial alguno.

    Todo había sucedido de la noche a la mañana con la estremecedora sencillez de un relato talmúdico.

    De ello apenas hacía una larga veintena de años y ahora, al rebañar morosamente la memoria para poner en orden, uno a uno, los hechos que le habían acaecido, casi le parecían un puro milagro.

    Jamás soñó llegar tan alto ni tan lejos.

    *****

    A la muerte en el año 1002 de Abu-Amir Muhammad, llamado Almansur o Almanzor, el Victorioso, Al Andalus se desgaja en múltiples reinos o gobiernos de taifas, que van minando progresivamente el antiguo omnímodo poder de la España musulmana.

    El reino más poderoso entonces, tanto en extensión como en prestigio, es el de Sevilla, en manos de la dinastía de los abbadíes, que se anexionaría las banderías y taifas convecinas.

    En Málaga dominan los hamudíes, en Levante los eslavos y en Granada se asientan los ziríes, que rigieron el territorio granadino desde el año 1012 al 1090, en que fueron definitivamente abatidos por el ímpetu feroz de las hordas almorávides.

    Durante los primeros años de este siglo XI, en los que se enfrentaban hermanos contra hermanos por la angustiosa posesión de un reino, más o menos ilusorio, sin que ningún impedimento moral o físico los detuviera, la Historia se esmalta de consejas y leyendas, que han llenado posteriormente grandes páginas de la literatura de todos los tiempos.

    Desde el misterioso Califa Hixem II, muerto y enterrado en Córdoba, según unos, redivivo, sin embargo, luego, según otros, en la ciudad de Sevilla, hasta hechos hilvanados a la luz de la lumbre para pasto y solaz de las calenturientas mentes del Sur,

    Ríos de tinta, envueltos en sangre y en letales pócimas, han corrido desenfrenadamente sin desmayo. Este trasiego de víctimas y de héroes, aumentado por el tole tole de las lenguas, ha llegado a nuestros oídos con los inevitables añadidos y postizos, que le han ido colgando en el obscuro devenir del tiempo.

    Dejemos dormir su sueño eterno a las desgraciadas víctimas y ocupémonos de un personaje extraordinario, que alcanzó para bien de su pueblo las cotas de poder más altas, ganándose a pulso el pedestal de héroe.

    Sábese que en esta época existió en Málaga un erudito judío, que era dueño de una pequeña tienda de especería, situada junto a la mansión señorial, doblemente fortificada, de Abul Casim Ben al-Arif, visir de Habus Ibn Maksan, segundo rey zirí de Granada.

    La tienda y, sobre todo, la trastienda del perfumista y especiero Samuel ha Leví, era un perpetuo jubileo no sólo por su acrisolada fama de hombre de bien, justo y cabal en uss pesadas de géneros, siguiendo al pie de la letra los preceptos del Talmud, sino principalmente por el entretenimiento, que proporcionaba a sus clientes con la amenidad instructiva de sus charlas, y por su natural disposición de servicio para cuanto se le requería.

    Acudían a él, incluso, los que no sabían escribir para que les pergeñara una misiva de cualquier índole, desde un recado amoroso, rebosante de mieles, a una solicitud, urgida de prisas, a los poderosos en demanda de ayuda.

    A todos atendía por igual con benevolente gesto, sin hacer acepción de personas, pudieran o no abonarle su trabajo, sintiendo además un gozo añadido cuando liberaba del pago a los más menesterosos. Los servidores del visir eran los que, por razones de vecindad, más se beneficiaban de sus favores, que, luego, ponderaban con el mayor lujo de detalles ante los demás, haciéndose lenguas de su largueza de ánimo. Llegaron a oídos de Abul Casim estas insólitas nuevas de la bondad y desprendimiento del judío y quiso saber más y mejor de su persona. Indagó entre sus subordinados y algunos le hablaron de las cartas que el especiero les escribía, mostrándolas orgullosos para corroborar sus alabanzas.

    Se demoraba el ministro de Habus, complaciéndose en la lectura de los escritos a la titubeante luz de una lámpara de aceite, no sabiendo qué admirar más de ellos: si la magnificencia y elegancia de la letra o la galanura de estilo y de conceptos, que denotaban la inteligencia poco habitual del perfumista. Picóle, pues, el aguijón de la curiosidad y decidió un buen día visitarlo.

    Era ya anochecido y unos pobres hachones teosos iluminaban a ráfagas la calleja azotada por un airecillo traicionero.

    El bueno de Samuel, agotado del ajetreo diario, estaba cerrando el local, cuando el visir sin acompañamiento alguno se acercó a la puerta. Un vaho denso de humedad arriostrado a una profusa amalgama de perfumes se filtraba a través de la misma.

    Inclinóse ceremoniosamente ha Leví ante la presencia de tan egregio personajes y le brindó sin ambages el acceso a su vivienda. Cerró, luego, con el mayor cuidado, los aceitados pestillos y se apresuró a servir de inmediato a su visitante.

    Abrió sin más las puertas rosigadas de un armario y desplegó ante los ojos absortos del visir la magnificencia odorífera de los más sofisticados perfumes orientales.

    –Puede escoger cuanto guste mi señor –indicó Leví con un gesto cortés, exento de zalamería.

    Y, alzando la luz del candil, le mostraba los panes de estoraque, los tarros de gálbano, de zumo de casia, de estoraque, de algalía, de resinas de xilaloé, de azafrán y de cinamomo.

    Giró, luego, el brazo y la luz en círculo alumbró unas anforillas de ungüentos mágicos con nombres rotundos y exóticos, que sugerían países de ensueño: nardo de Persia, bálsamo dulce o encarnado, opobalsamum de Jericó, y los granos menudos de orobias, que dan al arder un humo cándido y aromoso, como ninguno.

    El ministro de Habus dejaba hacer al perfumista en cuyos dedos se fraguaban, trastornadoras, exquisitas fragancias y miraba y remiraba absorto las sombras movedizas de sus manos, proyectadas por la oscilante luz del candil, aleteando ciegas por las paredes.

    –Como me habían indicado y ponderado además, todo cuanto albergas en tu tienda es género de la mayor calidad posible –profirió el visir sonriendo. Aunque por ahora no necesito nada de lo que me ofreces, ya mandaré en su momento a uno de mis servidores para que lo surtas debidamente de esas delicias olederas, que con tanto mimo acaricias. He venido única y exclusivamente por el solo placer de departir contigo un rato. Sé por mis subordinados de tus cualidades y conocimientos, que hacen fácil y amena tu conversación, y espero cause en mí también su beneficioso efecto. Falta me hace. Hoy ha sido un día muy aperreado, lleno de problemas sin soluciones aparentes y necesito alguien como tú para mi propio sosiego.

    Samuel agradeció los elogios, que le prodigaba Abel Casim y tras guardar cuidadosamente en la foscura de sus armarios la preciosa mercancía, invitó al gran visir con un leve ademán a penetrar en el sanctasanctórum de su vivienda.

    Una recia cortina de esparto daba acceso a la fresca intimidad del patio, iluminado en plenitud con la plata bruñida de una luna enorme, caída de bruces sobre los gorgoritos trenzados de una fuente de azulejos. En los rincones dormidos desperezaban su sueño las verdes aspidistras, de hojas anchas y perezosas, pecioladas, con nervios atirantados, que sostenían la gracia de su curvatura, mientras, asidas a las paredes de unos clavos, unas macetas cerámicas desmelenaban la larga cabellera de unas colgantes gitanillas.

    Subieron por una sobada gradilla de pino al sobrestrado, que daba acceso a un alargado pasillo, en el que desembocaban, olorosas aún a resina, las puertas cerradas de algunas habitaciones. Todo él se encontraba casi sumido en tinieblas, apenas alumbrado por unos mínimos candiles de aceite, situados en los extremos, a cuya oscilante luz se proyectaban sobre las paredes, como sombras chinescas, las distorsionadas figuras de los dos hombres.

    Samuel ha Leví paróse ante una de las puertas y la abrió pausadamente. Crujió, al hacerlo, uno de los goznes con un leve chirrido y demoró el hebreo la atildada mano sobre el arabesco trenzado del pestillo para acorcharlo. En la semipenumbra reinante las piedras preciosas de un grueso anillo de oro, que dibujaban, cruzándose, la estrella salvífica de David, daban un guiño apacible de relumbres a todo lo largo del dedo anular.

    La habitación se encontraba así mismo pobrísimamente alumbrada por un panzudo candil, ya agonizante, del que, ayudándose con un encerado pabilo, extrajo una evanescente llama, con la que fue encendiendo meticulosamente las alargadas velas de un candelabro de siete brazos, que dormitaba sobre una hermosa consola de roble, coronada por la brumosa luna de un espejo.

    La luz, así multiplicada, fue despabilando el profundo sopor de la estancia y mostraron entonces su reciedumbre unos armarios de cedro, adosados a los muros, en cuyos anaqueles se acumulaban algunas vasijas de bronce, tarros de esencias y gruesos libros de pastas de cuero con los títulos grabados a fuego en oro pálido sobre los flexibles lomos.

    Una mesa oblonga ensanchaba su vientre junto a unas severas sillas de alto respaldo y asientos rígidos de cuero repujado, y, acurrucados en los rincones, se estiraban desperezándose unos escaños de mullidos cojines bajo la pátina de unos cuadros al óleo magníficamente enmarcados en los que se adivinaba el aire cándido de algunas escenas bíblicas.

    Samuel acomodó a su egregio visitante en el escaño de mayor amplitud, abullonando previamente los cómodos almohadones, y situóse frente a él en una de las severas sillas, cuyo alto respaldar le proporcionaba inevitablemente un hierático aspecto.

    Luego, antes de entrar en conversación alguna, dando tiempo al tiempo, reavivó las brasas azorronadas de un pebetero con, el vuelco intermitente de unos grumos redondeados de perfume, efectuado de una forma especial, como si asperjara y bendijera el aire. Un humo agradable y aromático, rizándose en la estancia, invitaba al sosiego y la confidencia.

    Agitó a continuación una breve campanilla de cobre y a poco se hicieron sentir, casi deslizándose por el entarimado, los pasos menudos de una mujer, en cuyos tobillos trabados entre sí por cadenitas de plata para no perder el ritmo ni la compostura, resonaba apagado el cálido tintineo de unas delicadas ajorcas de esquilitas.

    Deslizó entonces el hebreo unas palabras al oído de la recién llegada, que retiróse de inmediato, con el mismo pausado y cantarino pisar, haciendo una profunda referencia al huésped.

    Su túnica de azafrán se esponjó olorosa en el quicio dormido de la puerta.

    –Es mi mujer, señor –apuntó Leví–. No tardará en regresar con algunas menudencias para acompañar nuestra charla.

    Hízose lengua Abul Casim de la rotunda belleza de la esponsa y ponderaba extasiado la gracia de sus pasos, la ovalada perfección de su rostro y la exquisita mesura de todos sus ademanes. Le brotaba de una forma sencilla el desbordado torrente de sus palabras, sin falsos untos de mieles ni intención alguna de lisonja.

    Samuel lo escuchaba complacido, asintiendo sonriente con la cabeza y no tuvo más remedio al cabo que sentirse naturalmente halagado por tantos elogios a la amada de su vida, carne de su carne y hueso de sus huesos.

    Y, luego, cuando su interlocutor agotó el parlamento, felicitándole por su acertada elección de esposa, añadió tan sólo a modo de corolario:

    –Gracias sean dadas a mi Dios, Yahvé, El que es para siempre, porque me ha bendecido con largura. Abigail, mi mujer –y recordó mecánicamente el versículo tercero del salmo 128– es verdaderamente fructífera parra en el interior de mi casa y me ha regalado unos hijos, que son como renuevos de olivos en derredor de mi mesa. Si, es cierto Yahvé en su misericordia me ha colmado de bienes.

    Y dejó vagar sus ojos por la estancia, acariciándola amorosamente con el tacto de su mirada, en muda acción de gracias.

    Admiróse Abul Casim de la fe y confianza de este hombre en la providencia de un Dios invisible, como el suyo, que sentía viva y aleteante en su costado, supeditando a ella todos sus logros, frutos los más de un trabajo constante, y hasta, incluso, su indudable acierto personal para escoger esposa.

    Un hombre así –se dijo– no debe desperdiciarse en el reino zirí de Granada.

    E iba a manifestar en voz alta su pensamiento, cuando apareció de nuevo la mujer, sosteniendo en sus manos un azafate de plata, cubierto con un lienzo de lino, sobre el que se ofrecían tentadoras diversas viandas y una bebida agridulce, extraída sabiamente de aromáticas plantas exóticas.

    Con igual sigilo que la vez anterior y dejando, al salir sonriente la misma acusada reverencia al filo de la puerta, retiróse la esposa antre una estela íntima de aromas.

    Una vez los dos solos, el gran visir, ante la visible complacencia de su anfitrión, hizo los preceptivos honores a las exquisiteces, que había traído la dueña, y entre bocado y bocado, saboreándolos con estudiada fruición, le expuso a bote pronto algunos problemas de gobierno, que le agobiaban de un tiempo a esta parte, sin que pudiera darle solución, y para todos los cuales, guiado por su natural inteligencia, le iba dando el judío los remedios oportunos.

    Muchas veces mezclaba en las contestaciones citas talmúdicas entre una red trenzada de proverbios, que venían como anillo al dedo, para esclarecer los temas tratados.

    Carim Al Arif, ganado por completo el ánimo, se extasiaba escuchando al especiero y celebraba en su interior lo atinado de sus respuestas y la galanura con que exponía sus recomendaciones, sintiéndose como hechizado por la sabiduría infusa de aquel hombre.

    Resonaban las palabras, todas justas y cabales, en el huerto cerrado de la estancia con un unto sutil de trascendencia, a través del cual se adivinaba la vida en su verdadera dimensión humana.

    El gran visir, llevado un tanto por la inercia de la charla, quiso saber, luego, de labios del propio Samuel las fuentes de sus conocimientos, y éste, aunque confesó poseer siete idiomas, cuyo dominio había adquirido pacientemente durante largas veladas de estudio, le contestó, sin embargo, con humildad casi levítica que, de acuerdo con sus principios religiosos, que guardaba con rigurosa escrupulosidad, el inicio de la sabiduría es sólo el temor de Dios, ya que a su luz todas las cosas, tanto las buenas como las malas, se perciben claramente de muy diversa manera.

    Dos largas horas siguieron departiendo serenamente a la amarillenta luz de las velas. Y en ellas se percató Casim de la sagacidad y cautela del judío en cualquiera de sus opiniones y consejos. Condiciones ambas que auguraban la existencia de un gran político en ciernes.

    Dos largas horas, que pasaron en un vuelo, gracias a los ejemplos y comparanzas, a modo de parábolas, con que amenizaba Samuel la charla, adobada a veces con el recital de algún que otro poema árabe, compuesto en sus ratos de holganza, robados a los bordes del sueño.

    Al cabo de las mismas no vaciló ya más ben al Arif y le propuso de súbito que aceptara el cargo de secretario personal suyo en la corte, como asesor y confidente al mismo tiempo de sus complicadas obligaciones de estado.

    La proposición cogió un tanto de sorpresa al especiero, que alzó los ojos a la altura, cerrándolos blandamente, antes de dar una respuesta precipitada en cualquier sentido, y, luego, tras unos cortos instantes, que parecieron, sin embargo, largos siglos a su huésped, dio sin más su asentimiento a la generosa oferta.

    Respiró aliviado el gran visir. Por fin había encontrado el hombre que necesitaba. Y puso agradecido la tersura de su mano sobre el brazo de Leví, dando paso al quiebro de una anchurosa sonrisa de satisfacción, que le rajaba al rostro de uno a otro extremo. La certeza de su acierto se le adivinaba en la comedida mesura de sus ademanes. Yahvé o Allah, al fin y a la postre, el mismo Dios único, le había puesto para su propio bien, el tesoro de un hombre cabal y recto en su camino.

    La tienda de especería cerró sus puertas para siempre en el barrio hebraico, de calles tortuosas, que componían la aljama malagueña, dejando huérfanos de aromas peregrinos rincones.

    Al día siguiente Samuel ha Leví, acompañado de su mujer e hijos, emprendió el camino sin retorno hacia Granada, formando parte de la escogida caravana del gran visir, protegida por una numerosa escolta de hercúleos guardias y eficientes servidores.

    Cruzaron en su derrota, tibio ya el sol postmeridiano, la abrupta comarca de la Axarquía por caminos cortados de piedras, que se asomaban a barrancos profundos sobre los que se despeñaba a cataratas un agua tumultuosa, que escupían balbucientes riachuelos, agazapados entre las rocas. Culebreaban los senderos en su ascensión, girando interminablemente sobre sí mismos, y se estiraban, luego, en los tesos de las cumbres para volver a buscar las umbrías en un peligroso descenso. Era tal la claridad del aire, que se adivinaban en lontananza las cimas nevadas del Rif en un difuminado desvalimiento.

    Apoyados en las laderas de los montes, largos pinos de Alep, encadenados entre sí por el verdor de sus copas, ocultaban con su masa arbórea los escasos alcornocales, firmemente agarrados a la tierra. En los valles y en las redondeadas lomas grandes extensiones de cereales, acordonadas entre los cuadriculados paños de vides y escuadrones perfectamente alineados de olivos, pregonaban la próvida fertilidad de la comarca, acariciada de continuo por el temblor adolescente de un agua virgen.

    Atravesada la Ajarquía penetraron en territorio granadino con las primeras luces amoratadas de la atardecida.

    Alhama, cercana a Loja, acollarada de aguas termales, panacea milagrosa para el catarro y el reumatismo, les dio la bienvenida desde la pequeña altura donde se asienta.

    En su amplio y soleado ejido innumerables rebaños de cabras y de ovejas pacían cachazudamente entre un sonoro deglutir bajo la adormecida mirada de sus guardadores, pastores y zagales, que, sentados los más sobre montículos de piedras o gruesos terrones, apoyaban con indolencia los morenos brazos cabe el arco nudoso de sus recias cayadas.

    Aposentáronse para pernoctar en el interior cerrado del Castillo, cuyo alcaide salió a recibirlos con gran pompa y aparato, al son de tambores y chirimías, acordes con el rango y prestigio de su regio visitante, el gran visir del reino, y al día siguiente, apenas amanecido, con las primeras madejas deshilachadas de sol, amoratando las sierras de Tejeda y Zafarraya, reiniciaron prestos su camino.

    El terreno tornábase poco a poco menos abrupto, casi andariego, junto a los bordes verdecidos de la feracísima vega granadina.

    Arribaron sin incidencia alguna a Malahá o «Ciudad de la Sal», nombre que le viene dado por las antiquísimas salinas, que abastece y engendra el arroyo Salado, cuyas aguas aumentan, cerca del lugar conocido como Chauchina, el ya generoso caudal del río Genil, engrosado por las aportaciones del balbuceante Darro, el inquieto Monachil y los neveros misteriosos de Sierra Nevada.

    Cuando llegaron a las Gabias, férreamente protegida de los ataques cristianos por el imponente farallón de sus célebres torreones, gemelos de las Torres Bermejas de la Alhambra, avistaron la reluciente y nueva ciudad de Garnata, subida alborozada al cerro señero del Albaicín.

    Brillaba luminoso el sol sobre la frente cana de la sierra en el momento en que, tras dejar a un lado la fértil Armilla, circunvalada de acequias y alquerías, llegaron por fin a la capital de los ziríes.

    Samuel ha Leví, al que desde entonces conocieron todos por Ibn Nagrela, admiróse de la traza magnífica de la Qasba Qadima y de la Alcazaba Gídida; recreóse complacido en la verdosa lámina de la acequia de Alfacar, que traía generosa el agua clara y fresca de Anaidamar, la fuente nueva, y dejó prendidos sus ojos en el relumbre de la Casa del Gallo o Palacio Real, así como en la gracia niña del puente del Cadí tendido sobre el Darro o en la algarabía gozosa de los baños públicos de Al-Chauza.

    Instaló Casím al-Ariz a su flamante secretario en una casa, amplia y espaciosa, en cuyo patio aljimifrado el hilillo de un breve surtidor entonaba la misma canción monótona de agua, que armonizaba sus ratos de ocio en su tierra natal malagueña.

    La vivienda, cercana a la Casa del Gallo, constituía para Ibn Nagrela un verdadero remanso de paz donde se desentumecía el espíritu de las muchas ocupaciones, anejas a su cargo, que llenaban ahora su tiempo.

    Despachaba atildadamente en Palacio, solo o acompañado de Casim, innumerables documentos, enjaretando prebendas, dilucidando derechos o delimitando prerrogativas entre folios y folios de reclamaciones, súplicas y pleitos. Todo lo iba reseñando ágilmente con su bellísima caligrafía, que causaba de inmediato la ineludible

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