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Iglesias y Conventos de Jerez
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Libro electrónico366 páginas4 horas

Iglesias y Conventos de Jerez

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Tiene usted en sus manos una excepcional Guía Histórico-Artística de las principales iglesias y conventos de Jerez de la Frontera con la que podrá adentrarse en el gran patrimonio religioso. No en vano se llamó a Jerez de la Frontera la ciudad-convento. Un estudio detallado de lo que pueden ver sus ojos en cada edificio con el que podrán valorar los principales tramos históricos, y casi sin darse cuenta podrán hasta percibir el olor de la canela y del membrillo que se cuece en alguna de las calderas de sus muros, como dice en su prólogo el historiador Enrique Soler Gil.
Esta publicación recoge además de todos los conventos y las iglesias de Jerez de la Frontera, los espacios que la ciudad ha perdido pero que quedan en el patrimonio espiritual de la ciudad, completando así la visión histórico-artística de siglos.
IdiomaEspañol
EditorialLid Editorial
Fecha de lanzamiento14 may 2020
ISBN9788418346118
Iglesias y Conventos de Jerez

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    Iglesias y Conventos de Jerez - Romero Bejarano

    NOTA DEL AUTOR

    A usted, amante de la Historia y las Bellas Artes. El libro que tiene en sus manos se ha concebido como una guía para visitar las diferentes iglesias y conventos de Jerez. No están todos, ya que tan solo figuran aquí los fundados antes de la Edad Contemporánea. De lo contrario el volumen de esta obra sería ingente y en parte insulso, pues es muy poco lo que se puede salvar de la arquitectura religiosa construida en los últimos dos siglos. Con todo, no descarto la publicación de un segundo tomo que se adentre en tan bizarro campo. En el elenco que viene a continuación nada más que figuran los que siguen abiertos al culto, si bien al final se incluye una breve reseña de establecimientos desaparecidos o secularizados. Por comodidad al lector, y en parte por no romper con la tradición histórica, he incluido en la parte dedicada a los conventos aquellos cuya comunidad no existe, pero aún celebran el santo sacrificio de la misa en su templo.

    En cada capítulo hay una parte dedicada a la historia del edificio y un recorrido por cada monumento con la explicación de las obras de arte que allí se encuentran. Antes de proceder a la redacción, el que escribe estas líneas visitó todas y cada una de las iglesias y conventos que aquí se reseñan y lo que se refiere es lo que vio en el invierno que transcurrió entre los años 2017 y 2018. Digo esto porque es posible que con el paso del tiempo algunas piezas hayan cambiado de ubicación. Por ejemplo, este hecho es muy frecuente en la Catedral, que parece afectada por el fenómeno poltergeist.

    Pido disculpas de antemano al no haber podido identificar la iconografía de todos los cuadros que cito, y no por su complejidad, sino porque o bien las pinturas están colocadas en lugares mal iluminados o están tan sucias que cualquier intento de interpretación sería una temeridad. Con todo, son las menos de una larguísima lista.

    Por último, quiero agradecer a los responsables de todas las iglesias y conventos que aparecen aquí no solo las facilidades y atenciones que han tenido conmigo en mis diferentes visitas, sino por el simple hecho de estar ahí. Sé que en ocasiones he sido muy crítico (no sin falta de razón) con el estamento eclesiástico, pero de no ser por La Iglesia, entendida como institución que comprende el obispado, las comunidades religiosas y las diferentes cofradías y hermandades, una buena parte de nuestro patrimonio no existiría. Son ellos quienes se esfuerzan día a día por mantenerlo en buenas condiciones, invirtiendo una cantidad ingente de recursos económicos y humanos. Una labor callada que tiene como resultado que haya podido escribir este libro y que todos ustedes puedan disfrutar de la historia y el arte de nuestra ciudad visitando un amplio número de monumentos que en otras manos es muy posible que hubiesen sucumbido a la piqueta. Ejemplos hay de ello en las páginas que siguen.

    Desde el obispo a la última monja de clausura, del prior todopoderoso al último de los cofrades. A todos, gracias de corazón.

    PRÓLOGO

    El siglo XIX en general, y la llamada Revolución «Gloriosa» de 1868 en particular, esboza un punto de inflexión entre dos formas de concebir el hecho religioso en nuestro país y en nuestra ciudad. Cuando la Junta Revolucionaria (que había asumido las funciones del Ayuntamiento) manda demoler algunas iglesias de Jerez, con el pretexto de acusar ruina, y llega a denominar a uno de aquellos solares surgidos del derribo con el pretencioso título de Plaza del Progreso, el proceso anticlerical alcanza una cota impensable hasta aquel momento.

    La ciudad, que algunos han llegado a denominar como la ciudad-convento por el gran número de cenobios en ella fundados, había cruzado el Rubicón de un proceso en el que se pretendía poner orden ante la cantidad innumerable de conventos y monasterios de todo tipo que entre sus muros había surgido.

    No era nuevo este empeño de limitar esta expresión del delirio devocional de una época. Ya había comenzado el deseo de reducir la presencia de fundaciones religiosas al menos un siglo antes. Y no es menos cierto que en este tipo de fundaciones, por las construcciones arquitectónicas y su menaje inmueble, así como por su actividad socio-económica, se había atesorado un ajuar digno de ser reconocido y conservado, si la cultura propia de la época hubiera sido consciente de ese valor patrimonial. Pero ¿qué podía aportar entonces la acumulación de bienes religiosos artísticos en medio de una sociedad azotada por constantes crisis?

    Un siglo y medio más tarde la situación ha cambiado algo. Tal vez menos de lo deseable, pero al menos las leyes vigentes han creado un marco jurídico que con frecuencia va por delante del afán de conservación del patrimonio por parte de sus legítimos propietarios, contemplando dicho afán desde una perspectiva cultural, despojada de toda connotación ideológica o mercantil.

    Solo podemos salvaguardar adecuadamente aquello que amamos, y solo podemos decir que amamos aquello que conocemos bien. El autor de la presente obra, buen amigo y no por ello menos admirado, ha hecho de la divulgación cultural, especialmente en la vertiente del patrimonio artístico, su vida y su pasión.

    Don Manuel Romero Bejarano estableció el centro de su actividad a escasos metros de esa horrísona Plaza del Progreso y ha sido capaz de seguir despertando entre sus paisanos el gusto por la cultura, investigando, escribiendo, divulgando. Con la fidelidad de un monje en su scriptorium y con el fervor de un predicador de campanillas, sigue anunciando el conocimiento de todo lo que puede aportar luz a la tiniebla mediocre y tibia en la que muchas veces se desarrolla la vida de una mediana ciudad como el Jerez objeto de estudio de la obra que se halla entre sus manos.

    La presente guía de los iglesias y conventos de Jerez, no sólo es un estudio detallado de lo que pueden ver sus ojos en cada edificio, sino que además podrán valorar los principales tramos históricos, y casi sin darse cuenta podrán hasta percibir el olor de la canela y del membrillo que se cuece en alguna de las calderas de sus muros.

    No se trata de un catálogo frío de edificios. En los entresijos de muchos de sus muros se esconden los relatos inéditos y llenos de «vida» y «de vidas» que se abren ante nosotros como un manuscrito revelador que ha permanecido olvidado en alguna taca o alacena. Incluso podrán descubrir en ese hueco de la memoria de aquellos injustos derribos, las dudas que provocan las ausencias forzadas por un decreto o por la desidia de los tiempos.

    Nuestro autor, sin dejar el rigor serio del investigador, se compromete desde una medida distancia para poder mostrar al espectador de hoy, interpretando lo que vieron y procuraron los protagonistas que hicieron posible el acervo patrimonial que nos interesa cada vez a un mayor número de lectores.

    Al finalizar, querido lector, estoy seguro de te quedará la sensación de haber visitado estos espacios tan queridos para muchos jerezanos, y tan desconocidos para otros, con la impresión de que te han sido mostrados y explicados por un buen conocedor de la historia, al mismo tiempo amigo afable y cercano.

    Enrique Soler Gil

    PRIMERA PARTE

    IGLESIAS DE JEREZ

    Según la tradición Jerez fue tomada por la Corona de Castilla el 9 de octubre de 1264 (según Borrego Soto, en varias fechas posteriores) y una vez conquistada la ciudad, se instalaron en ella los eclesiásticos precisos para atender las necesidades espirituales de la población. La villa quedó dividida en seis parroquias: San Juan, San Mateo, San Lucas, San Marcos, San Dionisio y San Salvador, que era la principal de ellas con rango de Colegial. Una vez el peligro de los ataques musulmanes desapareció (hacia mediados del siglo XIV) la ciudad fue creciendo en el exterior de las murallas a un ritmo tan rápido que pronto vivía más gente en fuera que dentro de los muros. Para atender a esta población de los arrabales, dos pequeñas ermitas fueron transformadas en el XV en parroquias: San Miguel y Santiago. Cada una de estas ocho parroquias estaba dotada con ciertas rentas y tributos (que solían variar en función del número de feligreses) para su subsistencia, entendiéndose como tal tanto el mantenimiento de los sacerdotes como la construcción y reparación del edificio, así como la compra de obras de arte. Este es el germen del sistema parroquial jerezano, que se mantuvo intacto hasta comienzos del siglo XX, cuando se crea la parroquia de San Pedro que hasta ese momento, y junto a la capilla de la Yedra, había sido ayuda de parroquia de San Miguel.

    Integrada en el Arzobispado de Sevilla desde la conquista cristiana, Jerez durante el siglo XVI intentó sin éxito que su Colegiata de San Salvador fuese elevada al rango de Catedral. De nada sirvieron los razonamientos que se expusieron a Felipe II de la importancia que tenía la localidad y de las amplias rentas del vicariato, que hubiesen podido mantener de modo desahogado la silla episcopal. La Sede Hispalense, muy poderosa en aquellos momentos, impidió la segregación. Las peticiones se renovaron con fuerza en el XVIII, pero no fue hasta finales del XX cuando se erigió el Obispado Asidonense.

    A los templos citados hay que sumarles los que levantaron, desde los tiempos medievales, cofradías de todo tipo, bien fuesen asistenciales, devocionales o de penitencia, y alguna que otra iglesia de carácter particular. De todas ellas hablaré.

    A propósito de las cofradías diré que a falta de una institución oficial que se hiciese cargo de ellos, la Iglesia estuvo muy implicada en los graves problemas que vivía la sociedad jerezana del momento. En su seno surgieron cofradías y hospitales destinados a suplir la inexistente asistencia pública. Hay constancia documental de la presencia en la ciudad de cofradías desde el siglo XIV. Estas congregaciones se crearon como respuesta a una situación social llena de carencias y donde la única manera de asociarse era bajo la tutela de la Iglesia. La medicina en la España de la época (y hasta finales del siglo XVIII) era una disciplina que aún estaba en mantillas. Apenas si había médicos y por este motivo sus honorarios eran altísimos, con lo que sólo podían ser costeados por los más adinerados. En ocasiones ni los ricos podían recibir sus sabios consejos, pues se conservan varios testimonios en las actas capitulares exponiendo que no había ni un solo galeno en la ciudad. La plebe se tenía que conformar con contratar los servicios de curanderos y barberos, dedicados a intervenciones quirúrgicas de poca envergadura, como podían ser sacar una muela o realizar una sangría, consistente en una extracción de sangre a unos pacientes que, por lo general, quedaban bastante más pachuchos que antes. Ante este panorama, lo más recomendable era implorar a un santo.

    Las cofradías que rendían culto a devociones relacionadas con la salud abundaban en otros tiempos. Hubo una Hermandad de Nuestra Señora de las Candelas Amarillas (también conocida como la Candelaria) a la que rezaban aquellas mujeres pidiendo superar la cuarentena tras el parto, habida cuenta del número de fallecidas durante el puerperio. La festividad de la Candelaria sirve para conmemorar la Purificación, momento en que la Virgen llevó a Jesús al templo cuarenta días después de haberlo parido. Por los testamentos de la época sabemos que también fue muy importante el culto a Santa Apolonia, protectora de los males de los dientes, y Santa Lucía, a quien se rezaba para solucionar problemas oculares. Sin duda, las cofradías de devoción más importantes del momento fueron las dedicadas a San Roque y San Sebastián, abogados contra la peste. Las epidemias de peste se sucedieron en toda Europa hasta el siglo XVIII con relativa frecuencia. Tan sólo en el XVI en Jerez hubo tres graves brotes de la enfermedad y el propio Ayuntamiento (incapaz de atajar el gravísimo mal) acudía cada año a la festividad de San Sebastián, costeando misas que iban seguidas de juegos de toros y otros divertimentos que hacían las delicias de un pueblo contento por haber logrado sobrevivir un año más a tan terrible plaga.

    En una ciudad cochambrosa en extremo, con montañas de basura en cada rincón y arroyos hediondos corriendo por las calles, las ratas tenían su hábitat ideal. Estos animales son los principales transmisores de la enfermedad, de ahí que a la llegada del primer infectado, se extendiese a toda velocidad, aunque el Municipio, prohibiese la entrada de personas de otras localidades y comenzasen de inmediato las rogativas en cuanto que tenía noticia de que una población cercana estaba afectada. Durante cada epidemia fallecían numerosas personas, los campos dejaban de labrarse y la consecuencia más inmediata de la peste era una crisis de subsistencia. Como ven, lo único que podían hacer los jerezanos en aquel trance era encomendarse al Cielo pidiendo el fin de las calamidades.

    Hubo una serie de cofradías en esta época que además de dar culto a una devoción, relacionada o no con la salud, pasaban a la práctica y se dedicaban a la asistencia. Eran los llamados hospitales. El concepto de hospital en los siglos XV y XVI era bastante distinto del actual. La medicina era una ciencia muy rudimentaria y poco aplicada en el Jerez de entonces. Por ello estos establecimientos, salvo alguna excepción, eran más casas de recogimiento que instituciones clínicas. Además no sólo se dedicaban a atender a los enfermos, sino que también funcionaban como albergue de mendigos y peregrinos, como inclusa y como asilo.

    En aquellos tiempos la enfermedad era algo bastante más terrible que en nuestros días. A los inconvenientes derivados de la falta de salud, acentuados por lo tosco de las intervenciones quirúrgicas y la escasa eficacia de los medicamentos (cuando no eran por completo contraproducentes) había que añadir los que surgían de la inexistencia de un sistema de seguros sociales como el nuestro. Si un trabajador no podía ejercer su oficio por estar enfermo, dejaba de ingresar dinero, con lo que llegaba la precariedad. Incluso, si la enfermedad era prolongada podía perderlo todo, hasta la vivienda, y verse obligado a mendigar por las calles. Ciertas hermandades, sobre todo las gremiales, trataban de remediar esta situación con una especie de fondo solidario que atendía estos casos y a las viudas y menores huérfanos, pero no alcanzaban a paliar el problema en toda la sociedad.

    Muchos enfermos se veían obligados a vagar por las calles durmiendo a la intemperie y no eran raros los casos de muertos (en el sentido estricto) de frío o de personas impedidas devoradas por los perros. Algunos ciudadanos pudientes conmovidos por tan extrema situación, decidieron costear casas en las que estos desfavorecidos pudieran resguardarse y así tratar de mitigar su sufrimiento. Ese fue el origen de estos hospitales, aunque también tenían otras misiones caritativas.

    Como asilo funcionaron varios, quitando de la vía pública a las viudas sin posibles y, en definitiva, a aquellos que habían alcanzado la vejez en la pobreza. También se dedicaban a acoger cada noche a los mendigos. Una situación diferente era la de los peregrinos. Existieron en la zona diversos santuarios que atraían a devotos desde lugares apartados (quizás el más famoso fuese el de la Virgen de Regla, en Chipiona). Por lo general venían andando con más fe que dinero y por caminos llenos de bandidos y todo tipo de alimañas. Dada su precaria situación, en muchas ocasiones se veían obligados a dormir en la calle.

    El caso más extremo era el de los niños expósitos. Muchísimas mujeres dejaban a sus hijos en las puertas de los conventos o domicilios particulares, esperando que fuesen criados por gentes con medios. A veces el hallazgo de las criaturas era tardío y los bebés habían muerto de inanición, de hipotermia, o devorados por los perros.

    Existieron varios hospitales en nuestra ciudad desde el siglo XV, incrementándose su número en el XVI, llegándose a periodos de este último siglo en que estaban funcionando diez al mismo tiempo. Ante esta saturación de centros el lector puede pensar que los problemas asistenciales deberían de estar resueltos, pero la realidad era bien distinta. Estos establecimientos en su mayoría estaban ubicados en inmuebles de pequeñas dimensiones y tan sólo podían acoger a diez o quince personas, además de no contar con muebles ni utensilios, si acaso algunas esteras para que los que allí estaban no durmiesen sobre el suelo, pero poco más. De hecho, el historiador portuense Hipólito Sancho afirmaba, no sin cierta guasa, que todas las posesiones de estos hospitales, como las de las compañías de teatro de esos tiempos, podían caber en un saco. Para agravar la situación, los encargados de la administración de estas casas eran, por lo general, corruptos a más no poder y se quedaban con dinero destinado al buen funcionamiento de la institución. Dentro de los hospitales cabe citar como los más importantes los de la Misericordia, situado en lo que hoy es plaza del Progreso, el del Pilar, al final de la actual calle San Agustín, y el de La Sangre, cuyo edificio aún sigue en pie. Con el fin de poner orden y optimizar los recursos, Felipe II ordenó una reducción general a finales del XVI. La reducción consistía en suprimir todos los hospitales existentes, concentrando sus rentas en uno o dos establecimientos para ofrecer un mejor servicio a la población. En Jerez la responsabilidad recayó en San Juan Grande, varón virtuoso que llevó a cabo a la perfección la tarea que se le encomendó. No obstante, algunos de los antiguos hospitales consiguieron sobrevivir transformándose en cofradías de penitencia. El caso más conocido es el del Hospital de San Bartolomé, que dio origen a la Cofradía del Mayor Dolor.

    Al hilo de este último dato diremos que la década de los 40 el siglo XVI vio nacer en Jerez las primeras cofradías de penitencia. Durante mucho tiempo se consideró a la Vera Cruz como la hermandad pionera en echarse a la calle durante la Semana de Pasión por Jerez, y las últimas investigaciones así lo confirman, seguida del Dulce Nombre y La Piedad. Alentadas por las diferentes órdenes religiosas durante la segunda mitad del XVI surgieron varias hermandades que salían en procesión durante la Semana Santa con disciplinantes (de hecho lo hicieron hasta el siglo XVIII) y hermanos portadores de cera. Estas congregaciones eran muy humildes, salvo casos excepcionales como podía ser el de la Hermandad de las Cinco Llagas del monasterio de San Francisco.

    Por último, para completar el panorama de las congregaciones religiosas mediante las que los ciudadanos se integraban en la Iglesia, hay que hacer referencia a las cofradías sacramentales. Se sabe que desde comienzos del siglo XVI existían en nuestra ciudad una serie de hermandades dedicadas al culto eucarístico. Estas cofradías, promovidas por la jerarquía eclesiástica, florecieron en las parroquias, aunque también se conoce la existencia de una cofradía sacramental en el monasterio de Santo Domingo. Su primera misión fue la de procurar que siempre hubiese velas encendidas en los sagrarios, como señal de devoción. Por eso, estas primeras corporaciones recibían el nombre de Hermandades de la Cera del Santísimo Sacramento. La importancia de estas asociaciones fue muy grande. Con el paso de los años fueron adquiriendo un prestigio y acumulando un patrimonio que dejó en nada a las paupérrimas cofradías penitenciales. A partir del siglo XVI se transformaron en Cofradías Sacramentales y procuraban, además de rendir culto a la Sagrada Forma (lo que hacían con gran esplendor), facilitar el acceso de los feligreses a los sacramentos. En una ciudad donde no cabe un tonto más, una vez resuelto el problema de la antigüedad de las cofradías de penitencia, la lucha se centra ahora en atrasar lo más posible la existencia de tal o cual hermandad sacramental, llegándose a situar la fundación de alguna en época de gentiles.

    1. CATEDRAL DE SAN SALVADOR

    Allá por los años centrales del siglo XVI hubo una propuesta para cambiar la ubicación de la por entonces Colegiata de San Salvador a la plaza del San Dionisio. El proyecto, que tuvo el beneplácito de emperador Carlos V, no se llevó a cabo por el coste que suponía comprar un alto número de inmuebles para conseguir un solar capaz de acoger el primer templo de la ciudad. Así que se quedó en su primitivo emplazamiento, que no fue elegido ex novo tras la conquista cristiana, sino que venía como herencia de tiempos musulmanes, ya que la colegiata ocupó el edificio de la principal mezquita de la ciudad islámica.

    Parece que la aljama de Jerez estuvo ubicada en un principio en una posición más céntrica, justo donde hoy está San Dionisio. Pero las diversas revueltas acaecidas en el siglo XII tras la oración del viernes, hicieron que los gobernantes la trasladaran al lado del Alcázar, justo a uno de los bordes de la ciudad amurallada, donde era más fácil de controlar al pueblo en caso de sublevarse. El nuevo emplazamiento era mucho más desfavorecido, pues a su posición excéntrica había que sumar un pronunciado desnivel en el terreno y la presencia en las inmediaciones de un arroyo pestilente, el de Curtidores. Esa fue la herencia que, a modo de maldición, dejaron nuestros convecinos musulmanes al primer templo cristiano. Todas estas circunstancias no fueron de gran ayuda para la construcción de la nueva iglesia tras la ruina del XVII, pues el nuevo edificio, que consumió una cantidad ingente de recursos, se enfrentó con el grave problema de tener que ubicar una mole de piedra en una ladera, hasta el punto de que se puede decir que la Colegial está encajada en la tierra. Además, la posición del templo en el entramado urbano sigue siendo marginal, en un extremo del centro, a dos pasos de las afueras y a una cota demasiado baja, lo que dificulta que pueda apreciarse en su plenitud la monumentalidad del edificio.

    Estoy convencido de que si se hubiese llevado a cabo el proyecto de traslado a la plaza de San Dionisio, hoy tendríamos una catedral que destacaría entre las calles de la ciudad, y no una mole imposible metida en un boquete.

    Tras la conquista definitiva de Jerez a los musulmanes por las tropas de Alfonso X, el monarca estableció seis parroquias sobre las mezquitas principales que existían en la ciudad islámica. La que ocupó la mezquita mayor obtuvo el rango de colegial y se dedicó a San Salvador. Durante siglos se reutilizó el edificio islámico, al que se le hicieron algunas modificaciones de las que si apenas tenemos información, siendo quizás las más destacables las que realizó Hernán Ruiz II a mediados del XVI. No obstante, estas reformas fueron parciales y con el tiempo la fábrica tenía tal estado de deterioro que a finales del XVII se hundió una de las naves, lo que llevó al Cabildo Colegial a derruir la vieja fábrica para levantar una de nueva planta. Las obras comenzaron en 1695 según el diseño del maestro Diego Moreno Meléndez, quien estuvo al frente hasta su muerte, en 1700. A este maestro le sucedió, hasta 1715, Rodrigo del Pozo, si bien fue esta una época de escasa actividad constructiva. Entre 1716 y 1741 la obra estuvo bajo el control de Ignacio Díaz y al final de este periodo estaban construidos los muros, los pilares, las bóvedas de las naves laterales y las pechinas y tambor de la cúpula. Los trabajos se interrumpieron hasta 1746, año en que continuaron bajo la dirección de Juan de Pina, quien sigue al frente de la fábrica hasta 1778 y dejó terminada la iglesia, si bien hay que decir que durante este periodo también se construyeron el reducto y la cúpula siguiendo el proyecto de Torcuato Cayón. El 6 de diciembre de 1778 se inauguró con solemnidad el templo. Con posterioridad a esta fecha se levantaron la portada de la sacristía, entre 1779 y 1798 siguiendo las trazas de Miguel de Olivares, la capilla del sagrario, comenzada por Juan de Vargas hacia 1778 y concluida por José de Vargas en 1808, la Sacristía, cuya construcción finalizó en 1824 y en la que intervino Pedro Ángel Albisu, y otras dependencias secundarias. Las diferentes desamortizaciones de los gobiernos liberales del XIX privaron a la Colegial de unos ingresos necesarios para continuar la edificación de otras dependencias. De hecho, a partir de 1835 y salvo alguna excepción, las intervenciones van a ser muy localizadas y de escasa entidad. Así, a partir de 1885 el arquitecto José Esteve y López dirigió las obras del patio trasero, simplificando hasta el extremo el primitivo proyecto de Pedro Ángel Albisu, quien había proyectado para la zona dos claustros y una torre. Entre 1896 y 1907 el arquitecto Francisco Hernández Rubio se encargó del diseño de un baldaquino que estaba en el cuarto tramo de la nave central y que vino a sustituir a uno de finales del XVIII de madera que fue diseñado por Torcuato Cayón. Pieza colosal de estilo ecléctico, fue

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