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Breve historia de la Iglesia católica en España
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Libro electrónico304 páginas4 horas

Breve historia de la Iglesia católica en España

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Esta es una narración de santos y pecadores. O, mejor dicho, un relato en el que nos encontraremos con santos que son pecadores y pecadores que pueden llegar a ser santos. Una síntesis de la historia de la Iglesia en España desde la época romana —con sus martirios y apostasías— hasta los retos del siglo XXI. Este libro, alejado de estereotipos y prejuicios, no trata solo de la historia de la institución, aunque el rol de obispos, sacerdotes y religiosos haya sido fundamental. El peso de lo político, así como el conocimiento de los ritos y devociones, recorre de forma constante estas páginas. Sea cual sea nuestra opinión sobre este proceso, no es posible entender la historia española sin la influencia del catolicismo en su vida social, política, cultural y económica. Joseba Louzao logra condensar e iluminar un pasado que, seamos católicos o no, también es el nuestro.

Joseba Louzao (Bilbao, 1983) es profesor titular en el Centro Universitario Cardenal Cisneros (Universidad de Alcalá). Especialista en la historia religiosa contemporánea, es autor de diferentes artículos académicos y de los libros Soldados de la fe o amantes del progreso: catolicismo y modernidad en Vizcaya (1890-1923), Vicente Enrique y Tarancón. La consecuencia del Evangelio o La guerra civil española para dummies.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento10 abr 2023
ISBN9788413526744
Breve historia de la Iglesia católica en España
Autor

Joseba Louzao

(Bilbao, 1983) es profesor titular en el Centro Universitario Cardenal Cisneros (Universidad de Alcalá). Especialista en la historia religiosa contemporánea, es autor de diferentes artículos académicos y de los libros Soldados de la fe o amantes del progreso: catolicismo y modernidad en Vizcaya (1890-1923), Vicente Enrique y Tarancón. La consecuencia del Evangelio o La guerra civil española para dummies.

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    Breve historia de la Iglesia católica en España - Joseba Louzao

    Introducción

    Esta es una narración de santos y pecadores. O, mejor dicho, un relato en el que nos encontraremos con santos que son pecadores y pecadores que pueden llegar a ser santos. Probablemente como sucede con cualquier otra aproximación al pasado. Porque si algo nos enseña la historia es que los tonos para colorearla suelen tirar hacia los grises. La Iglesia católica ha gozado de un arraigo milenario en España. Esta institución religiosa ha afianzado las diversas formas de percibir e imaginar la realidad según los contextos. La doctrina, el rito y la ética cristiana han tenido un impacto extraordinario en los modos de estar en el mundo de nuestros antepasados. Tengamos la opinión que tengamos sobre este proceso, cualquiera puede entender que no se puede avanzar en el conocimiento de la historia española sin hacer referencia a la influencia del catolicismo en su vida social, política, cultural e, incluso, económica. Tanto es así que, pese a la secularización creciente de nuestra sociedad, la religión continúa ocupando un lugar importante en el espacio público, como lo demuestran debates que reaparecen —con diferente intensidad— una y otra vez en nuestras conversaciones.

    Esta es una historia más de la Iglesia católica en España, quiero decir, una más de las muchas posibles. Conseguir sintetizar adecuadamente cerca de 20 siglos de historia en un centenar de páginas es una labor imposible para cualquier especialista. He sido consciente de ello desde el inicio del proyecto. El hecho religioso es un fenómeno elusivo, difícil de medir y cuantificar, por lo que necesitamos de todas las herramientas que estén en nuestra disposición para trabajar interdisciplinarmente en este campo de investigación. Además, y como veremos en más de una ocasión, la religión siempre se encuentra en constante adaptación y transformación. La tarea se complica y se asemeja a la labor de Sísifo con su roca. Por si fuera poco, el cristianismo siempre se ha conjugado en plural desde sus orígenes. He intentado que la fórmula Iglesia católica atienda tanto a la jerarquía como al creyente de a pie. No es solamente una historia de la institución, aunque el rol que han jugado obispos, sacerdotes y religiosos haya sido fundamental. Además, y como es lógico, el peso de lo político será una constante en estas páginas. Aunque no he querido que fuera el único ámbito a tratar. La historia cultural de la religión, que presta atención a ritos y devociones, nos permite profundizar en las dinámicas que han marcado el catolicismo en la historia de España. No se puede escribir la historia de la Iglesia al margen de la sociedad y la cultura de cada momento histórico.

    Este ensayo pretende, por tanto, acercar a un público interesado algunas de las principales claves interpretativas de lo que ha supuesto el catolicismo para los españoles de todas las épocas. No es poca cosa. El especialista académico o el lector apasionado encontrarán muchos vacíos y reducciones que les pondrán nerviosos, comenzando por esa referencia a España, cuando una parte considerable de la obra describe contextos en los que el concepto puede ser discutido; espero que se me permitan para simplificar el relato. También soy consciente de que una historia de la Iglesia en España debe ser contada con la perspectiva global y la mirada de ultramar. Gran parte de los procesos descritos aquí no se pueden explicar sin atender a qué sucedía en Roma con los papas o de una lectura transoceánica que tenga en cuenta las Américas de la monarquía hispánica. Habrá referencias, por supuesto, pero sé que nunca serán las suficientes.

    Tras una profunda deliberación he considerado dejar las notas y presentar una breve bibliografía para profundizar este camino al final del texto, donde solo se contemplan algunos de los libros que pueden servir como guías para sumergirse en los diversos hilos que dejará cada capítulo. Los trabajos sobre la historia de la Iglesia católica en España ocuparían decenas de tomos de apretada tipografía sin prestar atención a los artículos académicos. No se puede generar una bibliografía que no tenga descuidos u olvidos sangrantes. Creo realmente que la historiografía sobre la Iglesia católica en España ha madurado de tal forma que ha enriquecido cualquier lectura del pasado. La deuda es impagable a muchas personas. Porque el ejercicio del historiador no es una labor solitaria que se hace en archivos y bibliotecas. La compañía es abundante. Este ensayo no se podría haber realizado si no fuera por multitud de lecturas y de conversaciones que he mantenido a lo largo de los años con otros historiadores preocupados por comprender nuestro pasado.

    En conclusión, he intentado elaborar una síntesis de la historia de la Iglesia en España alejada de estereotipos y prejuicios. Nunca he pensado que la historia nos ayude a ser mejores, probablemente por mi tendencia a la duda razonable. Es más, tenemos ejemplos constantes a lo largo del tiempo que demuestran que su conocimiento ni nos mejora ni nos ayuda a evitar algún que otro error. Sí creo, sin embargo, que la perspectiva historiográfica puede quitarnos la pesada losa del pasado. O, parafraseando una bonita afirmación del escritor mexicano Octavio Paz sobre la poesía, creo que la historia puede ser sueño en libertad. Lo que no es poco. Solo el lector podrá decidir si he alcanzado el objetivo.

    Por último, este libro se comenzó a escribir cuando Roi estaba a punto de llegar a nuestras vidas. Curiosamente, Hugo, su hermano mayor, también nació mientras escribía otro. Parece ser que a ninguno de los dos les convencía aquello de venir con un pan bajo el brazo. Ellos y Lydia son la brújula que consiguen que no me pierda por el camino.

    1. Entre la apostasía y el martirio

    Decio (249-251) fue el responsable de la primera gran persecución de los cristianos. Antes de este emperador, la represión había estado localizada en el tiempo y en el espacio. No habían sido sistemáticas, pese a que muchos cristianos lo hubieran sentido así. A medio camino del siglo III, el Imperio comenzaba a dar señales claras de debilidad. Era un tiempo de angustia. Decio quiso devolver el esplendor con un programa de recuperación de las antiguas costumbres. En el año 250 publicó un documento en el que se señalaba que cualquier ciudadano romano tenía la obligación de participar en el culto imperial a través de los sacrificios. Esta orden situaba a los cristianos ante una compleja decisión sobre su contribución en estos rituales cívicos. No fueron pocos los que aceptaron la orden del emperador y, por tanto, apostataron de la Iglesia. Fueron conocidos como los caídos (lapsi). Algunos de ellos pertenecían al clero e, incluso, habían llegado a ser ordenados como obispos. Pasado el tiempo de Decio, la mayoría quiso volver a sus comunidades. Y el debate no tardó en aparecer entre los que no habían roto la comunión eclesial: ¿qué había que hacer con estos renegados?

    Dos de aquellos apóstatas fueron los obispos Basílides y Marcial, a la sazón prelados de León-Astorga (Legio y Astúrica) y Mérida (Emérita), aunque no sepamos bien a quién correspondía cada diócesis. Conocemos su historia por una carta a Cipriano Cartago y a otra treintena de obispos en un concilio celebrado en esa misma ciudad en el año 254. Allí había llegado una misiva de Félix y Sabino, que actuaban como cabezas de sus comunidades. Pedían el apoyo de estos prelados para no aceptar el regreso de Basílides y Marcial a sus comunidades. Los dos habían comprado los certificados (libelli) que se elaboraban para legitimar el cumplimiento del deber de sacrificio y habían querido regresar después de la persecución a su posición anterior. Uno de ellos había sido readmitido para comenzar de nuevo el proceso. El problema es que habían apelado a Esteban (254-257), el nuevo obispo de Roma, quien estaba bastante más dispuesto a aceptar la vuelta a la comunión eclesial de los apóstatas. Los había rehabilitado sin contar con nadie más, queriendo remarcar la autoridad de la sede romana y su primacía sobre las demás, pero Cipriano era mucho más rígido en sus posiciones. No era la primera ni sería la última vez en la que iban a chocar con fuerza Roma y Cartago, dos de los principales centros del cristianismo en aquel tiempo. Por esta razón, animó a que las comunidades de Hispania no repusieran a Basílides y Marcial, ya que los consideraba indignos para semejante servicio eclesial. Las persecuciones posteriores volvieron a acrecentar la polémica hasta provocar la ruptura de algunas iglesias locales.

    Hasta el siglo V, los obispos eran elegidos por la comunidad, pero tenían que ser aceptados por las iglesias cercanas. De hecho, los prelados eran consagrados por los obispos vecinos. En la carta del Concilio de Cartago también se señalaba al obispo de Zaragoza (Caesaraugusta) y se destacaba que estos prelados habían entrado en comunión con otros. Así que no cabe duda de que, para mediados del siglo III, había varias comunidades cristianas en Hispania. Como en el resto del cristianismo, el obispo podría ser elegido por aclamación popular o a través de algunos representantes significativos de la comunidad, como eran los presbíteros. Aunque las fuentes no digan nada de ello, parece evidente que tanto Marcial como Basílides mantuvieron a personas dentro de aquellas iglesias que apoyaron sus intereses. Al fin y al cabo, la posterior evolución del cristianismo hispano nos demuestra que los que habían buscado a Cipriano de Cartago terminaron por perder la batalla frente a los que se acercaron a Roma.

    Esta historia ha quedado difuminada en muchas narraciones de los orígenes del cristianismo elaboradas posteriormente, porque chocaba con la imagen romantizada de las comunidades convencidas y dispuestas al martirio. No sabemos realmente la motivación de estos dos apóstatas. Pero, por ejemplo, Marcial aparece como alguien que no había roto definitivamente con el mundo pagano. Participaba con sus amistades de ese universo cultural y religioso romano a través de una especie de club funerario. Esta sociabilidad se asentaba por la geografía imperial y se desarrollaba en torno a banquetes y rituales en favor de la deidad protectora. No sabemos hasta qué punto era una fachada para esconder su nueva fe o no, aunque del propio Basílides se subrayaba que había blasfemado contra Dios en privado.

    No es extraño que Cipriano leyese la persecución como un castigo divino por los habituales pecados de algunos cristianos, que no destacaban por su devoción. No había posibilidad de zonas grises para el obispo de Cartago; o se estaba con los buenos o con los malos. El anticristo se encontraba acechando como demostración de que el fin de los tiempos estaba próximo. Cipriano moriría poco después durante la persecución de Valeriano (258), que volvió a poner sobre la mesa todos estos problemas dentro de la Iglesia. En esta ocasión, la represión se dirigió contra la jerarquía eclesiástica y los conversos del orden senatorial o ecuestre. La estrategia imperial había cambiado y buscaba atacar a los pilares comunitarios. En Hispania, hubo noticias del martirio de Fructuoso, obispo de Tarraco, y sus dos presbíteros, Augurio y Eulogio, quemados vivos tras un intenso interrogatorio.

    Es imposible reconstruir el proceso de expansión del cristianismo. La respuesta de Cipriano es el primer testimonio directo que tenemos de una estructura eclesial en Hispania frente a las informaciones generales e indirectas que dieron Irineo de Lyon o Tertuliano. No podemos fechar, por tanto, con exactitud en qué momento llegó el cristianismo a la Península Ibérica. El apóstol Pablo había proyectado un viaje, tal y como comentaba en su Epístola a los romanos, pero con toda seguridad no lo llegó a hacer como la propia tradición demuestra. Ninguna iglesia local hispana se arrogó que la fundación hubiera sido paulina y, a finales del siglo V, el papa Gelasio negó que san Pablo hubiera llegado a la península. En la búsqueda de los orígenes siempre nos encontramos con el mito. Hablar de los inicios del cristianismo en Hispania ha remitido siempre a un pasado legendario que buscaba legitimar a las iglesias locales con los apóstoles. Porque esta fue una cuestión esencial. Las leyendas más importantes son tardías, de carácter altomedieval, como la supuesta llegada del apóstol Santiago el Mayor con la aparición de la Virgen María a las orillas del Ebro en Zaragoza o los conocidos como los siete varones apostólicos, que habrían sido enviados por Pedro y Pablo para evangelizar los confines de la tierra. Eran fabulaciones que no tienen ningún sustento histórico.

    La instauración de comunidades cristianas hispanas fue tardía (finales del siglo II e inicios del III), cuando ya era una religión bastante romanizada y, como ya hemos visto, con una es­­tructuración jerárquica, donde las mujeres ya no ocupaban puestos de importancia, como había sucedido antes. Los debates sobre cómo llegó a la península el cristianismo también han sido intensos. Más allá de las posibles hipótesis de trabajo, parece evidente que el mensaje cristiano aterrizó en Hispania a través de militares que procedían de las regiones orientales del Imperio. Se ha llamado la atención de que muchos de los nombres de estos primeros cristianos conocidos por las fuentes son griegos, lo que demostraría esa conexión con el Mediterráneo oriental. También se ha destacado la posible influencia de comerciantes, entre los que sobresalieron los sirios, presentes en la actividad económica marítima. El cristianismo se transformó en un fenómeno eminentemente urbano e interclasista. Es más, fue el propio proceso de romanización el que ayudó a poner las bases para la llegada del cristianismo como fenómeno religioso y cultural.

    Medio siglo después de la persecución de Decio, Diocleciano volvió a utilizar las herramientas de la represión entre los años 303 y 304 para consolidar la unidad religiosa, buscando la restitución de la la paz de los dioses necesaria para mantener la grandeza imperial. Entendía que así se podría conseguir la pervivencia de un ya maltrecho Imperio que estaba atravesando una profunda crisis existencial. Durante esta persecución, se obligó a los cristianos a quemar sus libros y sus espacios de reunión fueron incautados o demolidos. Los derechos de los cristianos pasaban, de nuevo, por su disposición a participar de las festividades cívicas. En Hispania esta persecución tuvo una incidencia mayor en la Tarraconense y se focalizó en los laicos. Conocemos la historia de algunos de estos mártires gracias al Libro de las coronas del poeta Aurelio Prudencio. Se trataba de una extensa recopilación de himnos en honor a los mártires de aquellos días: Emeterio y Caledonio, en Calahorra; Eulalia, en Mérida; Justo y Pastor, en Alcalá; o Cucufate, en Barcelona.

    La importancia que adquirieron estos mártires se percibe inmediatamente a través de la velocidad de la expansión de sus historias entre las comunidades cristianas peninsulares, así como en la construcción de templos bajo su advocación. El martirio pasaba a ser un nuevo ideal de vida creyente. El término, de origen griego, quería significar algo así como ser testigo por lo que se comenzó a usar para las personas que habían muerto por causa de su cristianismo. Quien moría por la fe se convertía en un santo. Las comunidades contaban sus historias, los aclamaban como unos atletas de la fe y buscaban su intercesión con la divinidad, así como Aurelio cantaba de los mártires Emeterio y Celedonio: De lejanas tierras llegan / habitantes extranjeros / tras la fama de los mártires / pues hoy abogados del mundo las súplicas acogieron. / Nadie diciendo plegarias / con lágrimas enjugadas, / en vano pidió una gracia / sin conseguir eficacia.

    Quizá el santo más universal de Hispania fuese el mártir Vicente de Huesca, diácono de Zaragoza, quien fue asesinado en el tiempo de la persecución de Diocleciano, en el 304, en Valencia. La tradición narra que murió desollado y quemado en una parrilla. La historia se adornó con bastantes elementos legendarios y piadosos, como que sus restos regresaron a la orilla después de que las autoridades romanas los tirasen al mar. El culto a sus reliquias, que se depositaron en un mausoleo cerca de Valencia, atrajo a peregrinos y su figura apuntaló a la comunidad local. Su importancia en la Iglesia de la Antigüedad tardía está fuera de toda duda: su fiesta es la única de un mártir hispano que se añadió a la liturgia cristiana universal. El mismo san Agustín de Hipona señalaba lo expandido del culto en uno de sus sermones: ¿Qué región, qué provincia dentro del Imperio romano o hasta donde llega el nombre cristiano, no se alegra hoy de celebrar el nacimiento de Vicente?.

    2. Elvira y los cristianos del siglo IV

    Elvira fue el nombre árabe de Iliberri Florentini, un núcleo urbano que se ha podido localizar en el granadino barrio de Albaicín. Aunque sus orígenes nos llevan al periodo ibérico, su florecimiento se desencadenó en época romana. Allí fue donde se celebró, en algún momento indeterminado de los inicios del siglo IV, un concilio que ha pasado a la historia por sus 81 cánones disciplinares que nos permiten conocer mucho mejor cómo era el cristianismo hispano. Los especialistas no se ponen de acuerdo sobre la fecha de aquel sínodo, aunque hay cierto consenso en considerar que el Concilio de Elvira se debió celebrar unos años antes de la gran persecución de Diocleciano. El debate no se detiene en la cronología, ya que hay estudiosos que entienden que no existe una unidad en los textos, por lo que nos encontraríamos ante una recopilación de varios concilios celebrados en épocas distintas. Esta indeterminación se debe a que las actas nos han llegado a través de Isidoro de Sevilla (556-636).

    Esta reunión episcopal, junto con los concilios de Roma (313), Arlés y Ancyra (314), fue preparando el terreno del primer concilio ecuménico de la Iglesia en Nicea (325) durante el gobierno del emperador Constantino. Sabemos que en Elvira se reunieron 19 obispos y 24 presbíteros, así como algunos diáconos y laicos, probablemente seleccionados por los prelados presentes. El listado de participantes parece dar a entender que el cristianismo había prendido más en el sureste de Hispania aunque hubiera una representación de las distintas realidades provinciales de la Península Ibérica. El repaso de sus nombres permite constatar la existencia de, al menos, 37 comunidades. Entre los asistentes sobresalía la figura de Osio de Córdoba, quien se convirtió en uno de los protagonistas clave de las pugnas teológicas del tiempo constantiniano. Es más, como obispo de la capital de la Bética es bastante probable que fuera uno de los promotores del encuentro.

    No podemos olvidar que para entonces ya existía una estructura jerárquica bien definida. Era lo que se identificó como el episcopado monárquico o, lo que es lo mismo, la idea de una iglesia regia en la que existía un obispo y un altar, como expuso Ignacio de Antioquía en el siglo II, que legitimaba la celebración eucarística, que se convertía en la garantía de la co­­munión local y universal, y mantenía la potestad disciplinar. En esa tarea, los prelados eran ayudados por presbíteros y diáconos, que también participaban del servicio eclesial a la comunidad. Según iban creciendo las comunidades a lo largo de los territorios del Imperio, también se iba tomando una mayor conciencia de la universalidad —podríamos decir catolicidad— de la Iglesia.

    A partir de mediados del siglo III, y con más fuerza durante el siglo siguiente, se fueron multiplicando los contactos entre las distintas comunidades. Los obispos entraban más en relación entre sí, consultándose dudas o problemas y acompañándose en el desempeño de su labor pastoral. El Concilio de Elvira es un hito importante de este proceso. La presencia de esta veintena de obispos nos ayuda a comprender la relación que ya se había establecido entre todos ellos y la generación de una estructura supradiocesana que comenzará a desplazar a las propias comunidades locales en diferentes decisiones. De hecho, los obispos dejaron de ser nombrados por aclamación popular según crecían las comunidades, aunque aún hubo casos en los siglos IV y V donde se mantuvo dicha tradición, como, por ejemplo, con Paulino de Nola, en Barcelona. Este bordelés, casado con una hispana, terminó siendo ordenado sacerdote porque los cristianos de la ciudad lo aclamaron en una misa de

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