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Los papas que marcaron la historia
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Los papas que marcaron la historia

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A lo largo de veinte siglos hubo pontífices caritativos, humildes, honestos, altruistas, intelectuales, sabios o mártires; pero también los hubo heréticos, asesinos, sádicos, sodomitas, idólatras, guerreros, fornicadores y adúlteros. Papas aristócratas y esclavos, casados y viudos, hijos de sacerdotes, de obispos o de otros papas. Algunos fallecieron tras ser sometidos a tormento, otros en el exilio, y uno encarcelado; los hubo que perecieron en extrañas circunstancias o directamente asesinados, asimismo por las heridas infligidas en revueltas, y uno de ellos murió al derrumbarse el techo de su morada.


De los 264 papas que registra la historia, algunos han descollado sobremanera: a veces por su grandeza y santidad, en ocasiones por haber afrontado coyunturas extraordinarias, excepcionales; y en otros casos, por tratarse de figuras abiertamente indeseables en el plano personal o en su ejecutoria durante el papado.
La presente obra, de afán divulgativo, revela las anécdotas más jugosas, las leyendas más oscuras y secretas así como los hitos más señalados, para arrojar luz y trazar un certero retrato de los papas más singulares que rigieron la Iglesia, torciendo y enderezando sucesivamente el rumbo del mundo hasta nuestros días.
IdiomaEspañol
EditorialLid Editorial
Fecha de lanzamiento30 oct 2020
ISBN9788416100750
Los papas que marcaron la historia

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    Los papas que marcaron la historia - Luis

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    PRÓLOGO

    La mención más antigua de la palabra «papa» (derivada del griego «pappas») aparece en la tumba del pontífice Marcelino (siglo III), aplicándose también en esa época a otros obispos orientales, no siendo por tanto utilizada como exclusiva del Obispo de Roma hasta finales del siglo IV. Pero también se llaman papas a los líderes de otras Iglesias cristianas, como la Ortodoxa Copta, que postula que sus papas provienen desde San Marcos el Evangelista, o la Iglesia Armenia, que además los denomina katholikos. Igualmente al General de los Jesuitas se le llama papa Negro, por llevar sotana negra, mientras que los papas de Roma llevan sotana blanca desde San Pío V (siglo XVI).

    Los papas de Roma también ostentan otros títulos, tales como Obispo de Roma, Vicario de Cristo, Sucesor del Príncipe de los Apóstoles, Sucesor de San Pedro, Príncipe de los Obispos, Sumo Pontífice, Primado de la Iglesia, Primado de Italia, Siervo de los Siervos de Dios, Arzobispo y Metropolitano de la Provincia de Roma, Padre de los Reyes, Patriarca de Occidente, Pastor del Rebaño de Cristo y Soberano del Estado de la Ciudad del Vaticano.

    De los doscientos sesenta y cuatro papas que han existido hasta la fecha, sólo se van a considerar aquí los más singulares; singularidad que a veces es por su grandeza y santidad, otras por haber vivido coyunturas extraordinarias o también por ser ciertamente papas más o menos indeseables. En efecto, a lo largo de veinte siglos hubo papas santos, caritativos, humildes, bondadosos, honestos, altruistas, intelectuales, sabios y mártires, pero también hubo heréticos, asesinos, descreídos, sádicos, sodomitas, simoníacos, idólatras, belicosos, con hijos ilegítimos, fornicadores y adúlteros. Por otra parte hubo papas aristócratas, esclavos, casados, viudos, hijos de sacerdotes, obispos y papas, bastardos, algunos muy ancianos y otros muy jóvenes. Al parecer veintiún papas fueron mártires, otros nueve fallecieron mediante tormento, cuatro en el exilio y uno en la cárcel; otros nueve desaparecieron en accidentes violentos: seis fueron asesinados, dos fallecieron por heridas recibidas en revueltas y uno murió al derrumbarse el techo de su morada. De todas formas se ha de señalar que los calificativos aplicados a los diferentes papas, unas veces ensalzándolos y otras degradándolos, dependen muchas veces de las tendencias de los muchos cronistas que sobre ellos han escrito. Así, puede ocurrir que un determinado papa sea considerado como un gran papa por algunos y un papa desastroso por otros.

    Esta obra, de carácter divulgativo, tiene el fin de ilustrar al lector sobre los hechos contrastados más significativos de los papas que consideramos «singulares», sobre las leyendas acerca de ellos, y sobre las anécdotas más jugosas que han pasado a la Historia. La bibliografía sobre la materia es extensísima: Desde Pedro hasta el papa Ratzinger, de Centini; Diccionario de los Papas y Concilios, de Paredes; El Último Papa, de Hogue; Los Vicarios de Cristo, de De Rosa; Historia de los Papas, de Gastón Castella... son algunos de los libros recomendados, que dan visiones muy distintas de cada uno de los protagonistas, algo ciertamente enriquecedor. Disfruten de la Historia.

    1. SAN PEDRO, EL PRIMER PAPA

    Simón Bar-Jona (Pedro) nació en Betsaida (Galilea), hijo de Jonás; estaba casado y, según los evangelios apócrifos, tenía una hija, Santa Petronila. Su hermano Andrés, también apóstol de Jesús, era discípulo de Juan el Bautista, y fue el que dijo a Pedro: «Hemos encontrado al Mesías», y lo llevó hasta Jesús, pues ambos confiaban en la promesa de los profetas sobre la llegada del Mesías.

    Antes de conocer a Jesús, Simón era pescador de subsistencia en el lago de Tiberiades (Cafarnaún), cerca de Betsaida. En esa época podría considerársele como un hombre rudo, inquieto, vulnerable al desaliento y de débil voluntad, aunque generoso. Su contacto con Jesús lo transformó en impetuoso y decidido, influyendo muy pronto sobre el resto de los apóstoles; profesó un gran amor por Jesús, y después de la muerte de Éste manifestó un gran celo por la Iglesia Cristiana recién constituida; se improvisó como teólogo, predicador y gobernante, aunque con una profunda humildad. Los Evangelios sinópticos lo consideran como el portavoz de los apóstoles, y los Hechos de los Apóstoles como el principal dirigente de la primera comunidad cristiana que realizó milagros en nombre de Cristo, como la curación de un enfermo a las puertas del templo o la resurrección de la discípula Tabitá en Joppe. También ejerció autoridad, como cuando se descubrió que Ananías y Safira mintieron sobre los fondos de la comunidad, o cuando, según documentos apócrifos, fulminó a Simón el Mago, que creía que podría comprar el poder de conferir el Espíritu e intentaba ser semejante a Dios.

    La actividad misionera de Pedro empezó, junto con la de Santiago el Mayor, en Jerusalén, donde ambos fueron encarcelados por Herodes Agripa, siendo Santiago ejecutado; Pedro, en cambio, según los Hechos de los Apóstoles, aunque condenado a muerte, fue liberado por un ángel.

    En el año 49-50 (otras fuentes señalan el año 48), debido a choques entre judaizantes y helenistas se convocó una reunión (concilio) en Jerusalén, que se conoce como el Concilio Apostólico de Jerusalén (porque participaron los apóstoles). Pedro hizo de árbitro frente a las posturas enfrentadas de Santiago el Menor, fiel a las tradiciones judías, y de Pablo y Bernabé, que opinaban que no era necesario pasar por el tamiz del judaísmo para ser cristiano; al final se aceptaron las tesis de Pablo, por lo que en adelante a los nuevos cristianos no se les impondrían las prescripciones judías, aunque por respeto a sus hermanos de origen judío los cristianos no judíos se abstendrían de comer sangre y carne sacrificada a los ídolos. Se puede decir que en este Concilio se rompieron las amarras que ligaban a los seguidores de Jesús con sus orígenes judíos.

    Aunque la antigua tradición cristiana atribuía a Pedro la fundación de la Iglesia Romana (sobre el año 42), se sabe que no fue el primero en hablar de Jesús en Roma. En efecto, el comienzo de la Iglesia Cristiana Romana se relaciona con la colonia judía de Roma, años antes de la llegada de Pedro a esta ciudad; esta colonia era tan numerosa que el emperador Claudio (41-54) se había visto obligado a promulgar un edicto a favor de ella. Pero unos años después, hacia el 51-52 (según otras fuentes en el 47 o 49), Claudio desterró a los judíos por los disturbios producidos en relación con las enseñanzas acerca de un tal Chrestus; al parecer la guardia imperial aún no distinguía, o no quería distinguir, entre cristianos y judíos.

    Pedro, tras pasar por Cesarea, Antioquia y Corintio, se dirigió a Roma, llegando al parecer sobre el año 58 (también se cree que en el 64 o entre el 61 y el 64), y permaneció allí tres o cuatro años, hasta su muerte. Se le considera como el primer papa de la historia (64?-67?), si bien no fue el primer obispo de Roma, ya que tanto él como Pablo, por su condición de apóstoles, estaban por encima de cualquier oficio ministerial.

    Parece ser que la llegada de Pedro a Roma coincidió con el retorno de los judíos, permitido por el emperador Nerón que había llegado al trono en el año 54, con diecisiete años. Entonces Roma tenía un millón de habitantes, de todas las razas y costumbres. En el año 60 llegó también a Roma el decimotercero de los apóstoles, Pablo, que fue realmente el que impulsó la nueva religión en esta ciudad; entre él y Pedro desplazaron a Santiago, hermano (¿pariente?) de Jesucristo, que era como el continuador de Éste. Ya en esta época si se diferenciaban los judíos y los cristianos, como dos comunidades distintas.

    Durante su estancia en Roma, Pedro, ayudado por su discípulo Silvano, escribió su Primera Epístola, dirigida a las comunidades cristianas de Asia Menor, en la que se mencionaba la colaboración de Marcos, se ofrecían consejos y se consideraban elementos de la teología cristiana de la época, con el fin de reforzar la fe de los convertidos. La Segunda Epístola de Pedro se atribuye a sus discípulos y se escribió después del año 64, vaticinándose en ella su próxima muerte, en vista del conflicto existente con el emperador Nerón. Por otra parte, puede considerarse que Pedro fue el que inspiró el evangelio de San Marcos e instituyó el primer orden eclesiástico y la oración del Padre Nuestro.

    El 19 de julio del 64 se produjo un incendio en las tiendas que rodeaban al Gran Circo romano, propagándose el fuego a los barrios limítrofes, que fueron abrasados durante seis días y siete noches, y después a los barrios del otro lado de la ciudad. El pueblo acusó del incendio al emperador Nerón, que así tenía un pretexto para cumplir sus deseos de construir una ciudad más bella; pero éste, con la instigación de los judíos, culpó a los cristianos, desviando así la sospecha que sobre él recaía; por tanto, los cristianos fueron detenidos en masa y condenados a suplicios atroces, ejecutándose a muchos de ellos, entre los que figuraban los apóstoles Pedro y Pablo. Nerón, para apaciguar al pueblo, permitió espectáculos con tormentos horrorosos, a los que se añadieron las burlas: se cubría a los cristianos con pieles de animales y se les hacía atacar por perros que los despedazaban, se les crucificaba, se les quemaba (y si era de noche servían de antorchas en la oscuridad), o se les hacía matar mediante diversos sistemas. Según Eusebio (siglo IV), considerado como el primer historiador de la Iglesia, ésta fue la Primera Persecución de los cristianos, de las diez que catalogó, tratando de hacer un paralelismo con las diez plagas de Egipto descritas en el Antiguo Testamento; pero la verdad es que hoy no es fácil hacer una clasificación tan exacta de las persecuciones, aunque sí es cierto que fueron más de diez.

    Pedro eligió morir crucificado cabeza abajo, al considerarse indigno de morir como Jesús, y Pablo, que por ser ciudadano romano no podía ser crucificado, fue decapitado a espada, fuera de los muros de Roma. No es seguro que Pedro y Pablo muriesen el mismo año, y menos el mismo día. El hecho de que la conmemoración de sus memorias sea el mismo día, 29 de junio, puede ser debido al recuerdo, probablemente, del día en que se trasladaron sus reliquias en la época del emperador Constantino (siglo IV). La fecha exacta de la muerte de Pedro no se conoce, está entre el año 64 (incendio de Roma) y el 67 (muerte de Nerón), aunque tradicionalmente se la sitúa el 29 de junio del 67.

    Al parecer, Pedro estuvo preso en la cárcel de Mamertina y murió en la colina Vaticana, y Pablo en la vía Ostiense, enterrándoseles en lugares próximos a los de sus ejecuciones. Pedro fue sepultado a la derecha de la vía Cornelio, pero después sus despojos fueron trasladados un par de veces a lugares más seguros; luego, sus restos se volvieron a llevar a donde murió, y allí el tercer Papa de la Historia (San Anacleto (76?-91?) erigió un pequeño oratorio destinado a la sepultura de los mártires, en un momento en el que el paganismo era general en Roma; en el siglo IV se levantó en ese lugar la basílica construida por el emperador Constantino, trasladando allí los restos de Pedro y de Pablo; esta basílica perduró más de mil años. Pero realmente tanto la cabeza de Pedro, como la de Pablo, se separaron de sus cuerpos y están en el templo de San Juan de Letrán, también construido por Constantino. En el año 1241, cuando el emperador Federico II avanzaba hacia Roma, al papa Gregorio IX, viendo próximo el momento de su muerte, se le ocurrió llevar en procesión las cabezas de Pedro y Pablo desde San Juan de Letrán a San Pedro; ello tuvo su efecto, pues los romanos, al darse cuenta de que iban a perder no sólo su herencia sino también la principal fuente de ingresos, cerraron filas y la invasión se evitó. En el año 1370, el papa Urbano V ordenó depositar las cabezas de Pedro y de Pablo dentro de relicarios de plata incrustados con piedras preciosas. Después, en 1438, un rico veneciano gravemente enfermo rezó a San Pedro y San Pablo, prometiendo que si sanaba adornaría sus relicarios con una perla de gran valor; cuando mejoró cumplió su promesa, pero poco después se descubrió que a los relicarios les faltaban una docena de perlas, dos rubíes, un zafiro, tres diamantes y la perla veneciana; posiblemente fueron robados durante la festividad de San Pedro y San Pablo, cuando los relicarios eran expuestos. Los ladrones, dos primos, fueron detenidos y confesaron haber escondido el botín en casa de su tío; a los primos les cercenaron sus manos derechas y posteriormente fueron quemados en una hoguera, y el tío, tras ser aguijoneado con tenazas incandescentes, fue ahorcado. En el año 1799, los soldados de Napoleón robaron los relicarios, llevándose las joyas y abandonando las reliquias de los santos. Aunque se asegura que éstas fueron halladas con el sello original intacto, la verdad es que no quedaba de ellas más que las vértebras, el hueso de una mandíbula con algunos dientes desprendidos y un fragmento de cráneo. Se hicieron nuevos relicarios de oro, y las cabezas yacen actualmente en la urna situada debajo del altar pontificio de San Juan de Letrán.

    La tumba original de Pedro es, desde hace mucho, el centro de atención de las investigaciones sobre el apóstol. Según todos los indicios la tumba debería encontrarse en la necrópolis vaticana (bajo las Grutas Vaticanas), que constituía el espacio funerario utilizado por los cristianos durante los cuatro primeros siglos de nuestra era; y estaría identificada por la inscripción griega «Pedro está aquí». Desde el año 1939 varias excavaciones arqueológicas encontraron estratos de diferente antigüedad, con restos de altares erigidos sobre la citada tumba de Pedro, pero sin restos óseos. Sin embargo, en 1962 se encontraron, en un contenedor en las Grutas Vaticanas, restos óseos, tejidos y tierra semejante a la encontrada en la citada tumba de Pedro. Tras numerosos y rigurosos análisis se ha llegado a la conclusión de que se tratan de restos de la tumba de Pedro, tesis avalada por el papa Pablo VI (1963-1978). Existen además varios testimonios escritos sobre la muerte de Pedro en Roma: la epístola del Papa San Clemente I (cuarto Papa -88?-101?- que al parecer fue testigo del martirio de Pedro) a los corintios a finales del siglo I; una carta del obispo Ignacio de Antioquía a sus fieles, cuando era conducido a Roma como condenado a muerte; el Evangelio de San Juan, redactado a finales del primer siglo; el documento denominado «Ascensión de Isaías», escrito hacia el año 100; la «Apocalipsis de Pedro», a principios del siglo II; un escrito del obispo Dionisio de Corintio, en el año 180; otro de Ireneo de Lyon (discípulo de Policarpo de Esmirna, que lo era a su vez del apóstol Juan), a principios del tercer siglo; y otro de Tertuliano, en el primer cuarto del siglo III en África.

    A Pedro le sucedió Lino (67?- 79?, Santo), nombrado obispo de Roma por el propio San Pedro.

    2. SIGLOS II Y III: LOS PAPAS SAN VÍCTOR I Y SAN CALIXTO I

    Aparte de San Pedro, de los papas de los primeros siglos se tiene poca información, aunque sí se sabe que prácticamente todos ellos fueron mártires en diversas persecuciones, así como verdaderos pastores de la Iglesia Romana.

    Uno de los papas más sobresalientes del siglo II fue el africano Víctor I (186?-199?, Santo), sucesor del papa San Eleuterio (174?-189?). Durante su pontificado, bajo el reinado de Cómodo (180-192), hubo un tiempo de tolerancia hacía los cristianos, dado que Marcia, esclava primero y esposa después de Cómodo, era cristiana; así, muchos cristianos castigados anteriormente a trabajos forzados en Cerdeña fueron liberados, entre los que se encontraba el futuro papa Calixto I (siglo III). Pero Marcia cayó en desgracia y entonces los cristianos fueron perseguidos esporádicamente, constituyendo estos hechos la Sexta Persecución. Pero además, el papa Víctor, así como su sucesor el papa Ceferino (198?-217), tuvieron que soportar la Séptima Persecución, la de Septimio Severo (193-211), que declaró ilegal al cristianismo.

    Se ha de señalar que el papa Víctor fue el primero de lengua latina, atribuyéndosele obras de bastante calidad; desde entonces predominaron los papas latinos respecto a los griegos. También se le atribuye a este papa la disposición de utilizar en el bautismo cualquier agua en caso de urgencia.

    Durante este papado se recrudeció la disputa entre Oriente y Occidente a causa de la fecha de la celebración de la Pascua, conflicto que se arrastraba desde tiempos del papa Telesforo (125?-136?, Santo): Víctor convocó sínodos en Roma y otros lugares y amenazó con la excomunión a los disidentes griegos, y con la ayuda de Irineo logró unificar los criterios evitando la ruptura; pero la cuestión se fue posponiendo, no resolviéndose hasta el año 325 en el Concilio de Nicea.

    El papa Víctor también demostró su energía excomulgando a Teodoto de Bizancio que defendía el adopcionismo (consideraba que Jesús era un simple hombre adoptado como Hijo de Dios, después de su bautismo en el Jordán), y a Noeto que propugnaba la herejía modalista (proclamaba que Cristo era sólo de naturaleza divina, una simple forma de aparición del Padre, pero no una persona de la Trinidad). Ambas herejías son expresiones de la misma corriente: el monarquianismo, que niega la existencia propia de cada una de las personas divinas a favor de un monoteísmo radical que presenta a Dios Padre como el único Dios (único monarca del universo), primero de los judíos y después de los cristianos. Tal fue la fama y el número de seguidores de Teodoto, que creó su propia Iglesia y puede considerársele como precursor de la figura del antipapa.

    Al papa Víctor le sucedió Ceferino (198?-217, Santo), siendo criticado por San Hipólito, que sería después el primer antipapa; lo calificó de débil, irresoluto, sin talento y poco dotado para los negocios de la Iglesia, y que se dejaba dominar por Calixto, su secretario y futuro papa, a quién consideraba ambicioso, ávido de poder y corrupto; aunque todas estas acusaciones probablemente eran fruto del apasionamiento de Hipólito, que se consideraba a sí mismo como un gran teólogo y ambicionaba ser papa. Se le atribuye al papa Ceferino el establecimiento de que los jóvenes hicieran la primera comunión después de los catorce años, así como la introducción del uso de la patena y del cáliz de cristal. Este papa encargó al diácono Calixto que construyera un cementerio (llamado después de Calixto), junto al cual, en la vía Apia, se encuentra la sepultura del propio papa Ceferino.

    A Ceferino le sucedió Calixto I (217-222, Santo). Era romano, posiblemente de Trastévere, de una familia de esclavos perteneciente a Aurelio Carpoforo (pariente del emperador Cómodo); Aurelio, tras convertirse al cristianismo, liberó a sus esclavos, y algunos de ellos, como el propio Calixto, se quedaron a su servicio. Al parecer, Carpoforo le cedió un pequeño capital para que Calixto se estableciese por su cuenta, pero éste se convirtió en usurero y ladrón; otras fuentes argumentan que Calixto fue mejor organizador que teólogo y que poseía talento para los negocios, por lo que su amo le encargó la administración de sus bienes, pero con la mala suerte de que éstos sufrieron un quebranto. También se cuenta que fue encarcelado por iniciar una riña en una iglesia, en sábado. Lo cierto es que, por una razón u otra, fue condenado a trabajos forzados en las minas de Cerdeña, donde estuvo tres años, hasta su liberación, gracias a las gestiones de Marcia, esposa del emperador Cómodo, que posiblemente lo recomendó al papa Ceferino, que lo aceptó como secretario. En efecto, aunque previamente el papa Víctor I le encargó ciertos menesteres que desarrolló satisfactoriamente, fue el papa Ceferino quien lo rehabilitó completamente encomendándole la dirección del bajo clero y la administración del gran cementerio, la primera propiedad importante de la Sede Romana: las catacumbas de San Calixto, cerca de la Vía Apia, donde se enterraron cuarenta y seis papas y unos doscientos mil mártires.

    A la muerte del papa Ceferino, Calixto fue aclamado como su sucesor, con la oposición de Hipólito que se hizo nombrar papa por sus seguidores, siendo el primer antipapa de la historia. Hipólito, que llegó a Roma desde Oriente, fue nombrado presbítero por el papa Víctor I; era polifacético, de gran saber, aunque menos profundo que su coetáneo Orígenes; Hipólito se planteaba si era lógico que se eligiera papa a personas mediocres como Ceferino, Calixto, Urbano o Ponciano (éstos dos últimos fueron los sucesores de Calixto en el papado).

    El antipapa Hipólito acusó al papa Calixto de concesiones doctrinales, de simpatizar con los monarquianos (totalmente falso, pues el papa condenó la herejía monarquiana del libio Sabelio), de otorgar el perdón a un obispo culpable de graves pecados, de que admitiera más de un matrimonio en caso de fallecimiento de uno de los cónyuges, y de no estar de acuerdo con la ley romana que prohibía el matrimonio entre personas de diferentes clases sociales, como por ejemplo un ciudadano o ciudadana con una mujer o varón de clase inferior; en efecto, el papa Calixto consideraba válido el matrimonio incluso entre un esclavo y un miembro de la orden senatorial, por lo que por cuestiones como éstas su pontificado puede ser considerado como una época de progreso social. También se atribuye al papa Calixto el establecimiento de los ayunos correspondientes a los sábados anteriores a los comienzos de la recolección de cereales, vendimia y recogida de aceitunas.

    Además de las acusaciones del antipapa Hipólito, el intelectual cristiano Tertuliano, que simpatizaba con los montanistas (seguidores de la herejía rigorista difundida por Montano), acusó al papa Calixto, en su libro De Pudicitia, de abrir la Iglesia a prostitutas y maleantes y de ser tolerante con la idolatría y el homicidio, por lo que se desencadenó una revuelta popular que lapidó y arrojó al papa a un pozo. Es probable que sus restos se llevaran a la basílica de Santa María, en el Trastévere, que según la tradición fue construida por su orden; aunque también es posible que esté sepultado en el cementerio de Calepodio, en la vía Aurelia de Roma.

    A la muerte de Calixto se nombró a Urbano I (222-230, Santo) y después a Ponciano (230-235, Santo). Este era hijo del romano Calpurnio, y como su antecesor tubo la oposición del antipapa Hipólito. Presidió un sínodo que confirmó la sentencia de excomunión y expulsión del colegio de presbíteros contra Orígenes, dictada por Demetrio de Alejandría. Según parece, este papa instituyó el canto de los Salmos y recitar el Confiteor Deo antes de morir, así como el uso del saludo Dominus vobiscum.

    En el último año de su pontificado, Ponciano sufrió la Persecución de Maximino Tracio (235-238), la Octava Persecución de la cristiandad; una tradición señala que fueron prendidos simultáneamente

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