Al cardenal Jiménez de Cisneros (1436-1517) se le recuerda como gran estadista, reformador de la Iglesia, mecenas de la Universidad de Alcalá y editor de la Biblia Políglota. También como un religioso austero, profeta de la cristiandad, en el preludio de la Reforma protestante, y promotor de nuevas corrientes espirituales. Hombre de Iglesia y de Estado con recias convicciones y amplitud de miras, pero también de contrastes y utopías, como la cruzada en tierras musulmanas del norte de África. En su biografía encontramos una vida religiosa cuyos humildes principios no hacían presagiar su meteórica carrera desde que fue elegido confesor de Isabel la Católica en 1492: arzobispo de Toledo (1495), inquisidor general de Castilla y cardenal (1507), conquistador de Orán (1509) y regente de Castilla en 1506-1507 y 1516-1517.
El joven Cisneros, audaz y un tanto prepotente, que trataba de medrar con pocos escrúpulos, se graduó en Derecho y logró ser nombrado arcipreste de Uceda en 1471, tras denunciar en Roma algunas irregularidades canónicas de su antecesor. Pero obtener encargo significó enfrentarse al arzobispo de Toledo, Alfonso Carrillo, que llegó a encarcelarle. Para escapar de esta enemistad, en 1480 permutó su beneficio de Uceda por la capellanía mayor de la catedral de Sigüenza. No sabemos cómo consiguió congraciarse con el todopoderoso Pedro González de Mendoza, por entonces obispo de esta última localidad, después arzobispo de Toledo y cardenal, al que, por su gran influencia y poder, se le llamó el “tercer rey de España”. Pero su actitud ante los dos prelados más influyentes de Castilla revela su perfecta comprensión de la coyuntura histórica. Alfonso Carrillo, convertido en feroz adversario