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Personajes de fe que hicieron historia
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Libro electrónico261 páginas4 horas

Personajes de fe que hicieron historia

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Los autores tratan la influencia de la creencia en seis personajes: tres gobernantes (Isabel, Legazpi y De Gaulle), y tres figuras indiscutibles del ámbito del arte, la ciencia y la técnica (Gaudí, John Ford y Lemaître), poniendo así de manifiesto cómo la huella de la fe subyace en las obras más célebres de estos seis personajes de la Historia.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 jun 2014
ISBN9788432143748
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    Personajes de fe que hicieron historia - Pablo Pérez López

    ÍNDICE

    Portadilla

    Índice

    Presentación

    Isabel la Católica. LA FE DE UNA REINA

    Entre la polémica y la historia

    La infanta que no iba a reinar

    Acción y contemplación

    Cortocircuitos cortesanos

    De Juana de Arco a María Magdalena

    Esposa de Fernando: el ayuntamiento que tovimos viviendo

    El sueño de Granada

    Anhelos de reforma..., y el papa Borgia

    El precio de la unidad: Inquisición y expulsión de los judíos

    Vueltas y revueltas de una beatificación incierta

    Miguel López de Legazpi. EL PRIMER CRISTIANO QUE GOBERNÓ. EN EXTREMO ORIENTE

    Infancia y juventud en España

    La etapa de Nueva España

    La elección de Legazpi y los preparativos de la expedición

    Preparativos e instrucciones reales

    La aventura filipina

    Situación de Filipinas a la llegada de Legazpi

    De Sámar a Cebú

    El inicio del poblamiento en la isla de Cebú

    La isla de Luzón y la fundación de Manila

    El legado de Legazpi en Filipinas

    Charles de Gaulle. LAS CREENCIAS DEL LÍDER. DE LA FRANCIA LIBRE

    Años de formación

    Francia

    Militar

    Hombre de familia

    Intelectual, escritor, historiador y artista

    Político

    Símbolo

    Último recurso

    Jefe de Estado

    Conclusiones

    Antoni Gaudí. LOS FUNDAMENTOS INTEMPORALES. DE UN MAESTRO DE LA ARQUITECTURA ACTUAL

    Del pasado al futuro

    El artista en su contexto

    La crisis del 98

    El arquitecto de Dios

    La Catedral de los Pobres

    Mi cliente no tiene prisa

    El último Gaudí

    La recta es de los hombres pero la curva es de Dios

    Conclusiones

    La mirada poética de John Ford. EN RESCATE DE LA PERSONA A TRAVÉS. DE LA COMPASIÓN

    Una visión de la persona más allá de las apariencias

    El paisaje y el «sentimiento de la Naturaleza» de Ford

    La frontera: también, un límite moral

    La predilección por el fracasado: el outsider y el outlaw

    El outlaw y sus razones

    El outsider: la vida pacífica en la frontera

    Los parias de Ford

    La necesidad del inocente como chivo expiatorio

    El bueno aparentemente malo

    El acto de piedad trascendente: los funerales y el hogar

    La retórica de los ritos en John Ford

    Los funerales, los enterramientos y el comienzo de una nueva misión

    A modo de epílogo

    Georges Lemaître. Y LA TEORÍA DEL BIG BANG

    La nueva física

    Lemaître: ¿una estrella doble?

    La teoría de la relatividad

    Junto a Eddington

    Retos astronómicos

    Un universo en expansión

    El origen del cosmos

    Síndrome Galileo

    Creación continua frente a big bang

    El legado

    Paradojas de la Historia

    Créditos

    PRESENTACIÓN

    La historia puede definirse como el conocimiento del cambio, de las transformaciones introducidas en el mundo por el uso que hicieron de su libertad quienes nos precedieron en el tiempo. Entre los factores que han influido en esa toma de decisiones están las creencias religiosas, la fe. De una manera particular esto es verdad para la fe cristiana, que desde que irrumpió en el mundo ha marcado intensamente el devenir histórico. En efecto, el hecho de la resurrección de Jesucristo y el testimonio que han dado de él los cristianos desde hace más de dos mil años constituye seguramente el hecho más decisivo de la historia. Nuestro cómputo de años, antes y después de Jesucristo, así lo reconoce. No es para menos: si la muerte ha sido vencida por uno de los nuestros, y eso es un anticipo de lo que acontecerá con los demás, el sentido de nuestras vidas y de nuestras decisiones adquiere una nueva dimensión, tan inesperada como alegre y esperanzadora.

    Ahora bien, el relato histórico es una obra humana más, tan limitada, caduca y falible como todas las demás de su género. No comparte con la fe la solidez, estabilidad y seguridad que son propias de los dones de Dios y las realidades trascendentes. Quizá por eso, cuando la historia habla de la fe, se produce una relación incómoda entre el relato y la realidad, más incómoda todavía de lo que es habitual e inevitable en toda narración histórica, incapaz por definición de agotar la realidad que le interesa. Aquí nos enfrentamos directamente al misterio o, mejor, a la relación humana con el misterio. Es difícil concebir un mayor desafío para los métodos racionales del trabajo del historiador. Pero sería un grave error no afrontar esa tarea, o buscar soluciones simplificadoras que negaran la fe o hicieran como si no existiera. Ciertamente así se ha hecho y se sigue haciendo a veces, pero no es lo que prefieren los autores de estas páginas. Nosotros estamos convencidos de que la narración de la historia sin atender a la fe de sus protagonistas es tanto como negar una de las realidades más sólidas que habitan el mundo. Lo es tanto que, en todas las épocas, ha habido y hay gentes que prefieren perder su vida antes que su fe.

    Afirmado nuestro interés por la fe, hemos de continuar señalando su carácter de realidad escondida, una de las más escondidas del acontecer humano. La fe atañe a lo más íntimo de las personas y sus efectos se sustancian muchas veces en lo más oculto. Es, por eso, muy difícil de describir. Por si eso fuera poco, la fe puede ser más intensa y rica en personas poco relevantes según los parámetros habituales del juicio humano. Esos que llamamos gente sencilla o gente poco importante, pueden tener una fe gigante, de gran trascendencia, que el historiador no sabrá o no podrá detectar por estar oculta a su mirada. Parece que podría afirmarse que los efectos de la fe pasan las más de las veces inadvertidos, como ocultos. Es algo común en las acciones de Dios: son casi siempre protagonistas inadvertidas de la historia. Tratar de descubrirlas y dar cuenta de ellas es, por tanto, un reto.

    Con todo, las creencias tienen efectos constatables: casi siempre se manifiestan en obras y palabras. De modo que, con motivo del año de la fe convocado por Benedicto XVI para 2012-2013, aun conscientes de la forzosa limitación de nuestros análisis, y de que lo que seamos capaces de mostrar nunca ilustre convenientemente la realidad de la fe en la historia, hemos decidido intentar hablar de ella a través de las vidas de algunos creyentes. Nuestra elección de los protagonistas es deudora del método histórico habitual: elegimos entre mujeres y hombres que aparecen como relevantes a la historia, es decir, por lo señalado de sus obras. Como ya hemos dicho, no podíamos hacer una selección mirando la grandeza de la fe porque no tenemos instrumentos fiables para medirla. Cierto, nos consta la fe heroica de las santas y los santos, pero no queríamos hacer un libro de santos, al menos no solo de santos. Los historiadores estamos acostumbrados a tratar de aquellos cuya ejecutoria ha dejado una mayor huella en el ámbito de lo secular, y en ellos nos hemos fijado.

    Hemos elaborado la lista de esos protagonistas atendiendo a dos criterios: cronológico y profesional, con tres muestras diferentes para cada uno. Atendiendo a los tiempos repararemos en tres protagonistas de la historia medieval, moderna y contemporánea, concretamente en tres gobernantes. Para los representantes de diversos ámbitos profesionales permaneceremos siempre en el mundo contemporáneo, deteniéndonos en protagonistas de actividades con especial trascendencia para esos años: arte, ciencia, técnica y comunicación. Pensamos repasar así algunos de los elementos más sobresalientes de nuestro mundo y acercarnos desde perspectivas complementarias al modo como vivieron la fe nuestros predecesores.

    No seguimos un método único de acercamiento a los personajes: cada autor ha elegido su particular punto de vista para abordar la tarea. Todos comparten, en cambio, el interés por descubrir qué trazas de la fe religiosa se descubren en las obras que han hecho célebres a sus personajes.

    Comenzaremos en los tiempos finales del medievo, en el albor del mundo moderno, con la semblanza de la reina Isabel de Castilla, Isabel la Católica (1451-1504), preparada por Álvaro Fernández de Córdova. El autor, profesor del Instituto de Historia de la Iglesia de la Universidad de Navarra, y uno de los más recientes especialistas en los Reyes Católicos, trata de sintetizar lo que sabemos de esta mujer que tan profunda huella ha dejado en la historia española y universal. Lo hace desde diversos ángulos, no atendiendo solo a sus decisiones políticas, en una aportación rica en perspectivas y matices.

    El protagonista para el mundo moderno es un hombre cuya acción de gobierno resuena todavía hoy en Asia: Miguel López de Legazpi (¿1502?-1572), el primer gobernador de las Filipinas. Inmaculada Alva, doctora en Historia y en Teología, especialista en historia de Filipinas e investigadora en la Universidad de Navarra, traza una semblanza del personaje y de sus más señaladas acciones en un relato tan atractivo como oportuno para dar a conocer a este hombre insigne y poco conocido.

    El político contemporáneo es un francés, el más ilustre del siglo XX a decir de muchos de sus compatriotas: Charles de Gaulle (1890-1970), de herencia tan densa que ha adquirido carácter de símbolo. No es para menos tratándose de alguien que sacó de la postración por dos veces a su país y diseñó el sistema constitucional todavía hoy vigente en Francia e imitado en muchos países. Quien escribe estas líneas ha procurado acercarse a su figura combinando la dimensión personal, la intelectual y la política, con la pretensión de lograr el equilibrio conveniente para el objetivo que nos proponemos aquí.

    El primero de la serie de profesionales es un hombre que hizo un arte de la técnica de construcción: Antoni Gaudí (1852-1926). Basta visitar hoy día Barcelona para entender la importancia de su obra y comprender qué es eso que llamamos «un hombre que se adelantó a su tiempo». Pero hay bastante más en su vida que un estilo triunfante años después de su muerte. Jorge Latorre, historiador del Arte, especialista en cultura de la imagen y profesor en la Universidad de Navarra, indaga en las claves interpretativas de quien quizá fuera el pionero de una nueva edad de las catedrales.

    Nuestro siguiente protagonista cultivó, de forma magistral, el arte más popular del siglo XX: el cine, que es también uno de los principales medios de comunicación contemporáneos. John Ford (John Martin Feeney, 1894-1973) es para muchos el mejor director de cine de la historia. Ruth Gutiérrez, profesora también en la Universidad de Navarra, cuya tesis doctoral versó sobre lo heroico en el cine de Ford, guía al lector para desentrañar el cine de este genio del séptimo arte y lo pone en la pista de cómo influye la fe en la mirada sobre el hombre y el mundo.

    Cierra el libro el capítulo dedicado a un físico y sacerdote: Georges Lemaître (1894-1966), padre de la teoría del big bang, que sigue siendo hoy el modelo más aceptado por los astrofísicos para explicar las características del cosmos y sus comienzos. Eduardo Riaza, físico también él, y profesor en el colegio Retamar de Madrid, es el autor de La historia del comienzo, obra en la que trata más ampliamente de lo que aquí resume: la aportación a nuestra idea del universo de un creyente que figura entre los científicos de referencia de nuestro tiempo.

    Como se habrá advertido, tres de nuestros personajes, De Gaulle, Ford y Lemaître, vivieron entre la última década del siglo XIX y el tercio final del XX. La coincidencia cronológica, al tiempo que da un predominante sabor a siglo XX al conjunto, sirve para facilitar una comparación que refuerza el valor separado de las aportaciones. Algo parecido ocurre con las perspectivas adoptadas por los autores a la hora de escudriñar el rastro que la fe dejó en las acciones de estas gentes.

    Nos parece que el conjunto estimula el interés por comprender los efectos de la fe cristiana en la historia, tan variados como sus protagonistas. Deja también ese sabor especial que tiene considerar la presencia del protagonista más interesante, importante y también el más difícil de describir: Dios mismo, origen y objeto de la fe que profesaron las mujeres y los hombres de que aquí se trata, y su Hijo encarnado, Jesucristo, con razón considerado Señor de la Historia.

    PABLO PÉREZ LÓPEZ

    ISABEL LA CATÓLICA

    LA FE DE UNA REINA

    Álvaro Fernández de Córdova Miralles

    Entre la polémica y la historia

    Isabel, reina de Castilla y Aragón, llamada «Católica» por la Santa Sede, es un personaje bien conocido por los historiadores, y por el público general. Su irrupción en el escenario político liberó un torrente de discursos que con mayor o menor fuerza llegan hasta hoy, suscitando todo tipo de reacciones salvo la indiferencia[1]. La treintena de autores que hablaron de ella en vida o poco después de su muerte constituye una cantidad relativamente alta si se compara con las referencias a otros monarcas de su tiempo. Son mayoritariamente castellanos, algunos aragoneses, y más allá de los Pirineos un alto porcentaje de italianos[2]. No todo fueron elogios. Alguna crítica se deslizó desde las filas de la administración contra su política fiscal, y desde sectores aragoneses refractarios a su reforma religiosa.

    Tras el fallecimiento de la reina, su memoria fue paulatinamente eclipsada por la de su esposo Fernando, pero con el tiempo los estudios históricos han invertido esa tendencia: la figura de Isabel ha merecido una atención creciente.

    La vida de la reina en el imaginario ha experimentado mayor inestabilidad, especialmente desde que su figura padeciera las interferencias políticas del régimen de Franco. Como en tantos aspectos de la cultura española, la memoria de la reina pasó del encumbramiento nacional-católico a su desacreditación bajo el signo de la polémica que discurría al ritmo de los cambios sociales, la trasformación política de la España postfranquista y el proceso de beatificación impulsado por la diócesis de Valladolid. Se desencadenó así un curioso fenómeno de antagonismo mimético, donde los exaltados epítetos de los años ‘50 y ’60 mutaron en insidiosas denuncias en la década de los ’80 y ’90, hasta generar un discurso contradictorio denunciado por María Pilar Queralt del Hierro:

    «Para algunos historiadores, Isabel de Trastámara es el tótem absoluto de las virtudes patrias; para otros, una usurpadora que se sentó en un trono que no le pertenecía. Santa para unos; intolerante para otros. Introductora de los saberes renacentistas en la península, y sin embargo tachada de oscurantista[3]».

    Esta interpretación bidimensional se ha proyectado en la gran pantalla del cine, más interesada por la reina que por su esposo[4]. Desde la grandilocuente Alba de América (1951) de Juan de Orduña, se pasó a la espectacular 1492: La conquista del paraíso (1992) del británico Ridley Scott, con una sofisticada y deslumbrante Isabel interpretada por Sigourney Weaver. De otro lado, se desarrolló una línea satírica que irrumpe en los ’80 con Juana la loca... de vez en cuando (1983) o Cristóbal Colón, de oficio descubridor (1982), dando paso a productos menos ingenuos. Sin embargo, la cordura histórica no se ha apartado del cine. Con tanta audacia como bajo presupuesto Rafael Gordon filmó el interesante monólogo La reina Isabel en persona (2000), y más recientemente Javier Olivares ha convertido la serie Isabel (2012) en un éxito de crítica y público, sorprendiendo por su sustancial respeto de la historia.

    A la vista de estas líneas se impone la pregunta que da pie a nuestro trabajo: ¿quién fue esta mujer tan desconcertante cuyo reinado es considerado «decisivo» por los historiadores? Isabel gobernó con su esposo Fernando en Castilla y Aragón entre 1474 y 1504. En estas tres décadas la doble corona incorporó el reino de Granada, concluyó la ocupación de las Canarias y defendió Nápoles de la injerencia de los Valois. En política interior se saneó la economía, se consolidaron las estructuras administrativas, se impulsó la reforma de las órdenes religiosas, y se optó por una unificación religiosa difícil de explicar hoy pero masivamente celebrada en su época. Los equipos de gobierno de Isabel y Fernando levantaron la denominada «monarquía hispánica»: una formación política, vertebrada en reinos y coronas, que se situó entre las principales potencias europeas y exploró en el Atlántico más de 6 millones de kilómetros cuadrados, superando la extensión de toda la cuenca del Mediterráneo, inferior a 4 millones y medio. Ante este curriculum, se entiende que castellanos, aragoneses, catalanes o gallegos experimentaran una intensa exaltación patriótica, y que Felipe II se inclinara ante el retrato del rey Católico diciendo: «A este lo debemos todo» (B. Gracián).

    No le faltaba razón al rey prudente. En el epicentro de estos procesos geopolíticos que abren la Modernidad, se hallaba un matrimonio excepcional. Los historiadores tienden a dividirse entre «fernandinos» e «isabelinos» responsabilizando a uno u otro cónyuge de los éxitos o fracasos del reinado. Se reproduce así un antiguo debate que debió entretener a no pocos servidores de los soberanos, como Lucio Marineo Sículo: «Entrambos se mostraba su majestad venerable, aunque a juicio de muchos la reina era de mayor hermosura, de ingenio más vivo, de corazón más grande y de mayor gravedad». Probablemente cada uno tuvo sus virtudes y sus defectos, pero los dos estuvieron dotados de un carisma que no pasó desapercibido ni a Guicciardini ni a Maquiavelo. En estas páginas ahondaremos en la figura de Isabel, indagando en las creencias religiosas que nadie le ha negado[5]. Pues aunque el interior de la conciencia permanezca vedado al historiador, es lícito preguntarse por la influencia de su fe en su acción de gobierno, en su vida personal como esposa y como madre, o en aquellas personas que acusaron el impacto de su rica, compleja y desbordante personalidad.

    La infanta que no iba a reinar

    Isabel nació en Madrigal (Valladolid) en 1451, pero probablemente la primera lengua que aprendió no fue el castellano sino el portugués que hablaba su madre, la reina viuda Isabel de Avís, ocupada de su primera educación junto con la abuela Isabel de Barcelos y el ama Clara Alvarnáez. La futura reina Católica no parecía destinada a reinar. Por delante de ella se hallaba su hermano Alfonso —dos años más joven— y los posibles hijos que tuviera su hermanastro el rey Enrique IV. El derecho sucesorio castellano permitía que una mujer solo heredara el trono si faltaba el heredero varón, y la infanta estaba en una cola más o menos larga de posibles candidatos.

    Pasó su infancia en Madrigal y en Arévalo junto a su hermano Alfonso con quien compartió una especial amistad. Tal sintonía se refleja en un bello dibujo del Árbol genealógico de los reyes de Castilla y León (c. 1456) que ha pasado desapercibido y probablemente sea la primera representación conservada

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