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De márgenes, barrios y suburbios en la ciudad de México, siglos XVI-XXI
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De márgenes, barrios y suburbios en la ciudad de México, siglos XVI-XXI
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De márgenes, barrios y suburbios en la ciudad de México, siglos XVI-XXI

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A través de un complejo y rico recorrido historiográfico por la génesis de la ciudad, poco más de 9 km cuadrados que durante siglos contuvieron el casco y sus barrios primigenios, el presente libro indaga sobre el vínculo entre la fundación de la urbe mexicana, su existencia virreinal y su posterior crecimiento.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 ago 2019
De márgenes, barrios y suburbios en la ciudad de México, siglos XVI-XXI

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    De márgenes, barrios y suburbios en la ciudad de México, siglos XVI-XXI - Marcela Dávalos

    Dávalos

    INTRODUCCIÓN

    La fisonomía de la ciudad de México no es casualidad. Cada una de sus partes posee una larga historia: desde la disposición de sus barrios o ubicación de las grandes avenidas, plazas, jardines, calles y callejones, hasta los usos del lenguaje y vestuario, pasando por el reparto de agua potable, la red de drenajes, iluminación, servicios de transporte o conformación social, todo participa de una construcción social vinculada a su pasado y al momento de su fundación. La megalópolis que habitamos replicó las funciones de su traza inicial; de un casco español ubicado al centro y dos parcialidades indígenas alrededor —San Juan y Tlatelolco— se derivó cuanto conocemos. Si bien, hasta hace algunas décadas los barrios eran vistos como partes inacabadas de la ciudad o como lugares que se vestían de folclore: su historiografía es reciente.

    El proceso de expansión de una ciudad que hasta 1940 podemos considerar un continuo histórico halla explicación en el casco español y las parcialidades indígenas que lo circundaron por más de tres siglos. La capital se mantuvo estable; sus poco más de 9 km² resumen el pasado del entramado urbano, aunque no el de sus tiempos y experiencias: los barrios, alejados por mucho más tiempo de la historia del confort, petrificaron hábitos ajenos a la iluminación, el agua potable o las edificaciones sólidas. En ellos la luna llena, las corrientes de las acequias o el uso de la propia tierra para sus construcciones efímeras fue una constante.

    Aquella ciudad circundada por parcialidades o barrios de indios fue reinterpretada en el siglo XVIII y reconsiderada en el XIX. En las últimas décadas, los barrios vistos como actores han sido portavoces y constructores de otra versión de aquella historia urbana positivista que asentó el nacimiento de la urbe moderna con Revillagigedo. Desde hace poco más de veinte años, la historiografía ha elaborado preguntas que suscitaron comprender a los barrios desde perspectivas distintas: discurrir el progreso urbano al medir la calidad de los servicios, niveles culturales, ingreso per cápita o densidad de población por metro cuadrado, forman parte de una apreciación dada por las expectativas de la urbe moderna. En ocasiones los barrios petrificaron los valores y prácticas de la sociedad tradicional; el vínculo entre vecindad, barrio, oficio y devoción no requerían de imaginarios marcados por el movimiento o la productividad.

    El primer pasado de la ciudad y sus barrios fue religioso. Desde el siglo XVI, el lugar en que se residía y la devoción a la que se ofrendaba iban de la mano; toda la urbe era una gran jurisdicción religiosa, dividida entre el clero regular y el clero secular, que se disputaba a los feligreses hispanos, mestizos e indios. Los vecinos, acuñados desde el nacimiento hasta la muerte por la administración religiosa, bordaban sus días alrededor de iglesias, capillas, cofradías, festejos y devociones. Las horas, marcadas por el tiempo de los tañidos, estaban lejos de imaginarse multiplicadas en relojes de pared. Los feligreses, que se reconocían en la ascendencia de frailes y clérigos, eran los habitantes de esas parcialidades reconocidas como cuerpos de la monarquía y que, por tanto, poseían sus propios fueros. No obstante, la administración clerical no marchó sin impedimentos: de la inicial llegada de los franciscanos al predominio del clero secular, hubo decenas de disputas. Repartir los territorios parroquiales y disputarse a los feligreses en buena medida marcó las fronteras territoriales de la ciudad, es decir, la historia de la fisonomía territorial de la capital novohispana no puede separarse de disputas entre las órdenes regulares, tanto como de éstas con el clero secular.

    Un indicio del vínculo entre vecinos, parcialidad y religiosidad lo muestra Teresa Álvarez Icaza en su ensayo para la parcialidad de Tlatelolco. Esta jurisdicción se mantuvo como cabecera de los franciscanos y de la advocación del apóstol Santiago hasta que el poder secular, en la segunda mitad del siglo XVIII, arrebató la sede para mudarla —y así desplazar la consagración— a la nueva parroquia de Santa Ana. Es decir, antes de la política secularizadora de finales del siglo XVIII, el lugar de residencia, el santo al que se advocaba y la administración a la que se pertenecía eran una sola cosa.

    Esa secularización dieciochesca también es la historia de la disgregación de los barrios: cuando desaparecieron y se derrumbaron capillas o vieron censurados sus cultos e imágenes, los indios debieron acudir a otros oratorios, rezar otras devociones. Reordenar los espacios parroquiales indígenas significó transformar prácticas y hábitos que, hasta mediados del siglo XVIII, habían atendido las órdenes regulares. Los vecinos recorrieron distancias inusuales para celebrar fuera del núcleo barrial en el que, como era la costumbre, se había nacido y se esperaba morir. La desaparición de devociones, complementadas desde luego con sucesos naturales como inundaciones o sequías, causaría la migración de barrios completos.

    Detrás de las capillas de los barrios quedó una historia sepultada. El reconocido y polémico humanista José Antonio de Alzate (1737-1799), consciente de la agonía de los restos prehispánicos que quedaban aún a flor de piel, indagó sobre la coincidencia entre los probables centros ceremoniales y las capillas indígenas que se derrumbaban ante sus ojos. Su inquietud derivó en una reflexión perenne para la historiografía urbana: la pregunta de si la fisonomía de Tenochtitlan coincidió con la traza de la ciudad virreinal. En esta línea, y desde la antropología histórica, Rossend Rovira revisa esa inacabada discusión para la parcialidad tenochca de San Pablo Teopan, en la que halla que las referencias a los viejos barrios (tlaxilacatl), al santuario de Huitznáhuac o a la parroquia de Teocaltitlán remiten al mismo sitio desde la Conquista hasta el Virreinato tardío (1502-1790). En un cuadrante en el que amplios campos fueron ajenos a la urbanización, el sureste de la capital apuntó a una continuidad a la que se fueron adhiriendo la marginalización, la interacción étnica, el mestizaje e incluso factores físicos como la desecación. No obstante la homologación, diversos documentos corroboran que ciertos sedimentos físicos y culturales coinciden a través del tiempo.

    Referir a continuidades entre el Posclásico tardío y las postrimerías del siglo XVIII nos conduce a otra de las preguntas abiertas por la historiografía urbana: la interacción entre el casco de la ciudad y los barrios, o bien entre la parte urbanizada y los alrededores agrícolas y chinamperos. Antes de 1857 la ciudad apenas comenzaba a rebasar los puntos cardinales que la caracterizaron por casi cuatrocientos años. Sus límites, desbordados luego de la creación del Paseo de Bucareli, del Barrio Nuevo, de Avenida Reforma o de la construcción de Las Lomas, ya nunca dejaron de crecer. No obstante, décadas después, sus colindancias y fronteras seguían siendo confusas.

    Regular, ordenar y clasificar fueron intentos explícitos del gobierno borbónico, tal como lo muestra Regina Hernández en cuatro imágenes cartográficas para el antiguo barrio de San Juan. Los mapas apuntaron a afinar la administración y recaudación fiscal a través de la cartografía histórica. La representación de los cambios jurisdiccionales, además de mostrar que los planos son textos culturales, enmarca los intereses regulatorios de aquel periodo. Regulaciones que tomaron más forma de representación que de práctica: concebir al espacio urbano como una unidad en donde todos los elementos: el resguardo, la acequia maestra y la prolongación de la regularidad de las calles centrales hacia los barrios indígenas, fueran elementos que respondieran a un orden.

    Ese desorden siguió siendo una cuestión de gobierno hasta mediados del siglo XIX. Los barrios y el centro alternaban sembradíos, espacios abiertos, patios de vecindad y callejones irregulares de piso de tierra. Por ello, en 1851 el Cabildo de la ciudad de México requirió deslindar los límites entre el centro español urbanizado y los barrios (antes indígenas). Holguer Lira muestra cómo los funcionarios en turno solicitaron aclarar qué correspondía al casco y qué a los arrabales. Pero ni a la comisión nombrada expresamente para demarcar los límites entre el centro y los barrios de la ciudad le resultó fácil establecerlos; mientras más sus representantes se alejaban del centro, más irregulares, indescifrables y confusos se volvían los suburbios.

    Todavía a inicios del siglo XIX el barrio de Cuepopan era reconocido con su nombre virreinal. El proceso secularizador que lo llevó a convertirse en un sitio ajeno a los fuertes vínculos que había tejido con el convento de Cuepopan no dejó atrás diversos referentes tradicionales. Carmina Ramírez nos conduce por ese paso a la modernidad, luego de las transformaciones físicas implementadas por políticas gubernamentales y locales, la desamortización religiosa o la laicización de los espacios, paso que se logró con la desarticulación que los vecinos y religiosos habían tejido a lo largo del tiempo. La política liberal transformó más que la fisonomía: el atrio, que guardaba en su centro una capilla, se convirtió en depósito de cadáveres, sitio de carros de transporte, palenque de gallos, pulquerías, así como en plaza de la ordeña. En su extensión se establecieron circos y carruseles, además de que en los alrededores fueron abiertos numerosos espacios de recreo, pulquerías y mercados —como el Baratillo o la Lagunilla— que, aunados a la estación de trenes, darían la pauta a buena parte del ritmo económico en la ciudad.

    Otra zona que habla del vínculo entre producción y transformación espacial es el barrio cigarrero de El Buen Tono. Denise Hellion muestra cómo se fue transformado el lugar al instalarse en él la fábrica de cigarros. Más allá de la arquitectura de vidrio, acero, herrerías o chimeneas convertidas en marcas urbanas, sus vecinos adoptaron también los horarios, jornadas o consumo, e incluso participaron de las fiestas, funciones cinematográficas gratuitas, espectáculos, loterías, convivios y vendedores ambulantes, elementos con los que Ernesto Pugibet, dueño de la cigarrera, promovió su imagen de empresario patriarcal. El barrio y muchas de las calles aledañas pertenecían a la fábrica, por lo que los trabajadores ligaban el oficio con la vivienda y la pertenencia al barrio. Con ello, el barrio de San Juan asoció la idea de espacio industrial con la vanguardia modernizadora.

    En De Tepito a La Merced: una revisión de la narrativa en torno a barrios marginales del centro de la ciudad de México, Ernesto Aréchiga reflexiona sobre los distintos enfoques que han distinguido a los barrios. Diferenciados por su carácter popular y ajeno a la urbanidad imaginada para los modernos fraccionamientos decimonónicos, los barrios fueron vistos como enclaves cerrados, armónicos y solidarios, o bien a sus moradores como personajes románticos: el barrio transcurre en un acaecer de interpretaciones que van de Altamirano a Fernando Ramírez, pasando por Gayón. En esa narrativa polifónica, el paisaje barrial aparece descrito como lo opuesto a la modernidad: en él pululan suciedad, vileza, inmoralidad e incivilización. No obstante, en esa pluralidad también se explicaron los barrios desde una tolerancia festiva; desde los ojos de Micrós o de Sara Moirón, los cronistas resaltan a los personajes y modos de vida barriales como formas de la diferencia.

    Los problemas de marginalidad y de estar en un espacio periférico conllevan al planteamiento de una serie de preguntas urbanísticas que logren ayudar a comprender el entramado social de una población determinada, como lo es el sector norte del centro histórico de la ciudad de México. Existe un elemento clave para comprender la trascendencia de este barrio, y es el factor del ferrocarril, en el siglo XIX, como elemento que disparó la transformación de ese sector de la ciudad, que de ser un espacio de indios se convirtió en un barrio obrero.

    Así, una relectura de los barrios continúa alimentando su historiografía. Al acercarse a espacios reducidos y aumentar la escala, aparecen detalles casi imperceptibles: Marcela Dávalos muestra cómo los barrios novohispanos construyen su sentido desde una mirada local. El uso, los referentes, la certidumbre, en suma, la manera de representarlos, dibujan paisajes singulares.

    Aunque la información contenida en los documentos novohispanos arroja una información vertida desde parámetros tradicionales, la urbe colonial también había sido explicada desde criterios decimonónicos: hoy día tenemos mayor conciencia del sitio desde el que se interpreta. La producción, el valor de cambio o la plusvalía no explican los sistemas de racionalidad premodernos, tanto como la especulación inmobiliaria puede ser francamente empleada para explicar los procesos de cambio de uso de suelo desde la segunda mitad del siglo XIX. Asimismo, la tendencia al despoblamiento en los barrios debida al desecamiento de los suelos, el abandono de las tierras inundadas, o la posesión basada en la palabra y sin escrituras de por medio forman parte de una colectividad que depositaba gran credibilidad en la fe y en la palabra del otro.

    En suma, los artículos aquí presentados, exponen sucesos que indagan acerca del vínculo entre la fundación de la urbe, su existencia virreinal y posterior crecimiento. Se trata de una historia que habla tanto de la continuidad urbana como de sus reinterpretaciones: al referir la historia de algunos de sus barrios, referimos a la historia de las múltiples localidades que conforman la capital mexicana. Al desplazarnos en las transformaciones históricas de la urbe, mostramos que sus lugares y colectivos no han permanecido cerrados. Hasta el siglo XX muchos de ellos se siguieron distinguiendo por algún oficio (como los del oriente por la curtiduría); por alguna iglesia, convento o personaje importante (Tlatelolco o San Pablo); o por su cercanía a un río, lago o característica física (San Lázaro o La Candelaria). Y esa distinción se extendía a su historia, al hábitat y a su conformación territorial. A su manera, la ciudad ha integrado y excluido construyéndose: sus barrios, colonias y fraccionamientos han interactuado más en términos de observaciones mutuas, de percepciones intricadas o de influencias recíprocas, que como culturas separadas.

    Así, la gigantesca estructura de la actual capital halla explicación en la reinterpretación de su historia. Como si aquel molde original de 9 km² hubiera gestado vástagos al infinito; como si del hoy día llamado Centro Histórico se hubieron sucedido lugares y lugares que acoplaron mil quinientos kilómetros de suelo a un universo que recreó maneras de habitar, instituir y comprender.

    Así, las inquietudes por la preservación de aquella ciudad se traducen en reconstruir la historia de los poco más de 9 km² que contuvieron por siglos al casco y sus barrios. Vincular el pasado urbano con el rescate del Centro Histórico actual es una pulsión que niega su agonía a pesar del despoblamiento, abandono y desinterés que, luego de que sus vecinos y consorcios emigraron a otros puntos de la capital, desató la especulación inmobiliaria, la ruptura de los nexos comunitarios o el deterioro de sus ancestrales inmuebles, inquietud que nos contagió Inti Muñoz, a quien agradecemos la realización de este libro.

    Marcela Dávalos

    LOS BARRIOS Y LAS DEVOCIONES EN LA NUEVA PARROQUIA DE SANTA ANA

    María Teresa Álvarez Icaza Longoria*

    Los mecanismos de identidad de los habitantes de los diferentes barrios, en su origen colonial, estuvieron fuertemente ligados a factores religiosos. Las primeras subdivisiones que se hicieron en la ciudad de México tuvieron como fin atender las urgencias de la evangelización. Basándose en los precedentes prehispánicos, los franciscanos establecieron diferentes cabeceras de doctrina en la capital del naciente Virreinato. Una de ellas quedó en Tlatelolco, bajo la advocación de

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