Desde el Turó de la Rovira, al norte de la capital, Barcelona se extiende ininterrumpidamente hasta el mar como un manto de cemento y metal. Pero quien, hace dos milenios, observara la ciudad desde ese punto tendría ante sí una realidad muy distinta: bosques, campos de cultivo, granjas y, al fondo, pegada a la costa, la pequeñísima Iulia Augusta Faventia Paterna Barcino, un núcleo amurallado de apenas dos mil habitantes que había crecido al calor de la pujante industria del vino layetano. Un núcleo que, pese a su pequeño tamaño, encierra innumerables rompecabezas para los investigadores.
Ese punto en el horizonte fue creado, en algún momento entre los años 15 y 13 antes de nuestra era, siguiendo la estrategia diseñada por Augusto, con la idea de recoser los territorios del Imperio tras el trauma de las guerras civiles. La Barcino romana, nacida con el sorprendente estatuto de colonia para una ciudad de su tamaño, fue concebida, pues, con unas connotaciones políticas, pero también administrativas y económicas. La ciudad, establecida en un enclave estratégico en la confluencia de dos ríos y muy bien comunicada, tenía como misión controlar el territorio, los recursos y las abundantes actividades comerciales que los romanos ya desarrollaban allí desde hacía siglos.
A partir de la segunda guerra púnica (218-201 a. C.), grupos de comerciantes provenientes de la península itálica se habían instalado en la zona para exportar el vino que se producía en la Layetania, así como las materias primas procedentes del interior. Algunos investigadores creen que los descendientes de esos