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Rosa Rosae
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Libro electrónico306 páginas4 horas

Rosa Rosae

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"Rosa rosae" es una novela histórica-policiaca. La subinspectora Andrea Salas, a raíz de terminar la relación con su novio, decide poner tierra de por medio y pide destino a Sevilla, dejando atrás su Burgos natal.
Tendrá que investigar sobre diferentes robos acaecidos en la ciudad. Todos están relacionados con reliquias de importantes iglesias en la capital.
Otros acontecimientos en la Sierra de Aracena y Picos de Aroche se cruzarán en su labor policial. ¿Hay algún nexo de unión entre los objetos robados? ¿Es un aficionado o detrás de estos robos hay un coleccionista?
Durante la investigación, la subinspectora Salas se encontrará con varias sorpresas, no todas vinculadas a lo profesional.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 ene 2023
ISBN9788411446495
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    Rosa Rosae - María Jesús Duque Romero

    1500.jpg

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © María Jesús Duque Romero

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1144-649-5

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    A mis abuelas Dolores y Leonor.

    Prólogo

    El culto a las reliquias ha sido uno de los elementos más característicos y llamativos del cristianismo desde sus orígenes. Se popularizó durante la Edad Media. Se definen como los restos de los mártires o de los santos, ya sean corporales, como los huesos, el cabello u objetos relacionados con el santo y su martirio y vida. Las guardaban en recipientes especiales llamados relicarios y se colocaban en las iglesias, bajo el altar o en una capilla para que los fieles las veneraran y participaran, en el día de cada santo, de la gracia ligada a esos restos.

    La gente esperaba de ellas efectos casi mágicos y no dudaban en peregrinar cientos de kilómetros para alcanzar las más preciadas, las de los apóstoles Pedro y Pablo, y otros incontables santos que había en Roma, o la de Santiago en Compostela, en España. Su uso era una manera de acercar la historia a la población analfabeta. Cuando el cristianismo se empezó a implantar, había una gran mayoría que no sabía leer ni escribir. No tenían ningún tipo de formación. Para dar a conocer la Historia, era mucho más fácil hacerlo a través de la imagen y aquellos objetos servían de referencia y ejemplo.

    Han representado un puente entre la divinidad y el hombre. Les permitía acercarse más a la vida de los santos. De esta forma, se convertían en una especie de llave, de puerta espiritual, que permitía sentirse más cerca de la eternidad, más próximo a la santidad. Para los cristianos, las reliquias gozaban de un poder curativo y sanador. Poder tocarlas, estar cerca de ellas, era sentirse protegido y amparado. Por eso, desde el principio del cristianismo, adquirieron un gran poder.

    Cuando comenzaron las ejecuciones masivas de cristianos en los anfiteatros, había espectadores que saltaban con paños a la arena, justo cuando terminaba el espectáculo, para recoger en sus trapos la sangre que quedaba en la arena y empaparlos. A este hecho se le denominó «la sangre de los mártires» y, junto con las reliquias de Jesucristo, fueron las primeras reliquias de la Cristiandad. Esos lienzos tenían una importancia fundamental y se vendían por un precio prohibitivo. Había personas que recorrían muchos kilómetros para tener la oportunidad de ver o tocar esa sangre derramada de cristianos que habían sido martirizados por Cristo. Surgieron así, las primeras peregrinaciones, a lugares donde habían vivido o sacrificado a los santos mártires.

    En el año 787, se ordenó que para ser consagradas todas las iglesias debían estar en posesión de una reliquia. Esa obligación y la necesidad de jurar ante ellas en los actos públicos aumentaron considerablemente la demanda de las mismas. Este periodo fue crucial para la formación cultural de Europa y el principal factor de unificación fue la religión, a través de la cristianización y la devoción de las reliquias. Las peregrinaciones favorecieron la economía de la zona, el intercambio de culturas y la creación de importantes obras artísticas.

    Ante este deseo de poseer y obtener objetos sagrados, para que el pueblo los venerase, aumentaron los robos de reliquias, teniendo un gran auge en la Edad Media. Los santuarios y los sitios más considerables de devoción disponían de algunas, en ocasiones, llegadas allí en circunstancias algo sospechosas o poco claras.

    Las que tomaron más relevancia fueron, sin duda, las relacionadas con la Pasión de Cristo: la Vera Cruz, la Sábana Santa, la Sangre de Cristo… En un segundo lugar, las de los apóstoles y santos.

    El culto a los mártires estaba muy en boga y las reliquias se buscaban sobre todo en Italia y España; siendo las de Roma las más cotizadas. Esta situación propició la aparición de traficantes y ladrones de reliquias que abastecían, sobre todo, a clientes notables capaces de pagarlas a precio de oro. Entre estos, se incluían principalmente los obispos carolingios y los abades, y posteriormente, en el siglo X a los reyes anglosajones. También los emperadores otones eran grandes coleccionistas, pero estos tenían muchas influencias en Italia y podían garantizarse las mismas sin tener que recurrir a ladrones y traficantes.

    Entre los proveedores de la época, el más famoso fue el diácono Deusdona, de la Iglesia de Roma, el cual, aprovechando su rango para moverse libremente por las catacumbas de la urbe, estaba al frente de un grupo de mercaderes de reliquias y organizaba caravanas que en primavera cruzaban los Alpes y recorrían ferias monásticas. Proporcionaba sobre todo mártires romanos, mientras que otros ladrones que trabajaban en Italia proveían santos procedentes de otros lugares. Los traficantes las compraban a clérigos sin escrúpulos o las robaban en iglesias o catacumbas no custodiadas.

    Durante el invierno él y sus socios recogían sistemáticamente reliquias en los diferentes cementerios de Roma. Para no levantar sospechas, cada año se concentraban en una sola zona (Labicana, Salaria-Pinciana, Appia). Este trabajo era muy rentable, aun cuando el equipamiento de caravanas y la travesía de los Alpes no era una empresa de poca monta. En la primavera se las arreglaban para que su paso coincidiera con los eventos importantes celebrados en los monasterios de sus clientes porque los peregrinos que acudían a dichas celebraciones eran, a la vez, potenciales compradores.

    Este comercio, aunque ilegal, no estaba mal visto ni siquiera por el clero y las comunidades monásticas que, a menudo, se convertían a su vez en traficantes porque las necesitaban. Obviamente, se prestaba a muchos fraudes: un mismo santo podía ser vendido, en partes o incluso entero. Esta fue una de las principales causas de duplicidad de una misma reliquia. A falta de huesos de santos, se vendían huesos de gente común o incluso huesos de animales como huesos de santos.

    Los cuentos medievales de los diferentes traslados de reliquias en su mayoría esconden un robo o una compra ilegal. Pero de alguna manera en aquella época un robo era mucho más apreciado que una donación, porque daba mucha más importancia al santo, significando una «conquista» para quien había podido conseguirla.

    Hubo gente muy fanática y obsesionada con el poder de las reliquias. Hasta tal punto que, en varias ocasiones, han sido motivo de disputas y guerras por la posesión de ellas. Actualmente, cuestan una fortuna y se pagan verdaderas sumas por ellas. Hay coleccionistas de reliquias dispuestos a pagar cantidades desorbitadas por objetos sagrados. Uno de los mayores coleccionistas de reliquias fue el rey Felipe II que, según parece ser, entre 1569 y 1599 llegó a acumular más de ochocientas y venía gente de todo el mundo a contemplar su colección. Todas ellas se conservan en la basílica del monasterio de El Escorial.

    Situándonos en España, las reliquias más importantes y más veneradas nos llevan a Santiago de Compostela, con la tumba del apóstol; en Valencia, con el Santo Cáliz custodiado en la catedral; el mantel de la Sagrada Cena en Coria (Cáceres); el Arca Sacra en Oviedo; el sepulcro de Santa Teresa en Ávila. No hay que menospreciar, poblaciones más pequeñas, donde, en mayor o menor medida, se veneran reliquias de sus propios santos, beatos y mártires.

    Después de tantos siglos, las reliquias siguen formando parte primordial de peregrinos, cristianos y visitantes. Y aunque en nuestra época parece que la razón se impone a la fe, la fuerza y el poder de ciertas tradiciones, no deja de ser sorprendente la resistencia a que desaparezca la devoción por ellas.

    Hoy en día, en casi todas las iglesias, se venera una reliquia, por muy pequeña e insignificante que sea. No tiene que ser de un santo muy conocido, ni ser demasiado relevante, puesto que poseer ese objeto permite hacer el lugar más interesante y transformarlo en un espacio sagrado.

    Actualmente, existen millones de personas, en todo el mundo, para las cuales las reliquias siguen teniendo una gran importancia, sin cuestionarse si son verdaderas o no. Lo que aprecian es su valor como símbolo.

    .

    Aroche, 7 de octubre de 1937

    Los árboles de la entrada habían comenzado a perder sus hojas, y en las últimas jornadas, el suelo del patio se había cubierto de un manto ocre que era motivo de juegos y travesuras entre los alumnos. Dámaso, conserje de la escuela, barría con paciencia cada mañana, pero sentía que era un trabajo inútil porque cuando no eran los chiquillos era el viento, y no veía nunca la hora de terminar la tarea. A pesar de ello, al remover la hojarasca, emergió el aroma enmohecido y junto al aire que olía a tierra mojada, le trajeron a la memoria recuerdos de otros otoños, de otros amaneceres… Mientras va saludando a unos y otros, todos están dispuestos a comenzar un día más. Por el camino de La Portilla, que va paralelo a los Grupos Escolares, van caminando varias mulas tras sus amos, dirigiendo sus pasos hacia los inmensos y verdes olivares. Estampa que también se conserva en la retina de Dámaso, de su infancia y de juegos inventados en el recodo del camino, donde a modo de hermoso mirador, más de una tarde divisó su pueblo. Restos de murallas, edificaciones romanas y la torre de la iglesia que resalta sobre las casas blancas que aparentan estar colgadas unas sobre otras.

    Ensimismado en sus pensamientos va observando entrar al gentío. Maestros y alumnos juguetones, que desde bien temprano se echan sus carreras, sin ninguna otra preocupación que aprovechar cada instante.

    Doña Leonor, que vivía en las Cuatro Esquinas, llegaba más rezagada que su esposo, también maestro de los Grupos Escolares, y a punto estuvo de caer con el traspié que dio si no llega a agarrarse a su compañera doña Margarita, que en ese momento iba a su lado.

    Las alumnas de ambas maestras, al igual que el resto, esperaban en fila antes de entrar con sus respectivas docentes. Ya empezaba a refrescar en aquellas mañanas y no se demoraron mucho en pasar adentro.

    El edificio era una amplia galería con grandes ventanales que regalaba una gran luminosidad, incluso los días más oscuros del invierno. En ese lateral del edificio había cuatro clases. El pasillo estaba decorado con macetones grandes que otorgaban una bonita estampa y daba un ambiente acogedor a los largos metros que recorrían las criaturas para entrar en sus aulas. Al fondo se situaban los aseos.

    La clase de doña Leonor era la segunda y sus grandes ventanales daban al recreo de los niños por donde pasaba un arroyo bordeado por muchos árboles. Tenía un pequeño altar con la Virgen María que intentaba tener siempre adornado con flores naturales. Esa mañana, Dolores Duque había traído flores silvestres que había recogido la tarde anterior cerca del Camino de la Vica.

    Antes de comenzar la lección, doña Leonor tuvo que regañar a una de las pupilas porque con sus bromas ya había manchado el pupitre de tinta.

    —¡Pues sí que comenzamos temprano con la guasa, señorita Sancha! No nos ha dado tiempo de sentarnos y ya usted ha hecho una trastada. —Las niñas rieron, pero al ver la cara seria de la maestra cesaron las risitas enseguida. Doña Leonor era una maestra joven de gran talle. Su figura imponía, aunque tenía una gracia gaditana y un carácter afable que la hacían encantadora. Era muy respetada por todos y se sentía muy querida.

    Al escribir la fecha en la pizarra indicó al grupo que, aunque no era sábado, hoy rezarían el Rosario, por ser siete de octubre.

    —¿Y qué tiene que ver que hoy sea siete de octubre para rezar el Rosario, doña Leonor?

    —Porque hoy es el día de la Virgen del Rosario, ¡parece mentira que no lo sepas!

    —Entonces, hoy es la onomástica de mi madre, ¿no? —preguntó otra niña.

    —¡Ya no os acordáis de lo que explicamos hace unos días!

    —Yo sí lo recuerdo —pronunció la niña de ojos turquesas.

    —A ver, haremos un repaso de la lección de historia que ya dimos el otro día. ¿Alguien recuerda de qué batalla estuvimos hablando? —Varias niñas levantaron la mano, pero la maestra quiso preguntarle a la que seguía mirando por la ventana desde hacía un buen rato—. ¡Explíquenos qué es tan interesante, señorita Cuaresma!

    Doña Leonor restó importancia al hecho y comenzó a explicar la Batalla de Lepanto colocando sobre la alcayata de la pared un mapa de Europa que deslizó para ser visto por todas.

    Tal día como hoy, siete de octubre, pero de 1571, tuvo lugar la Batalla de Lepanto en aguas del Mediterráneo. Para tal lucha se creó la Santa Liga, formada por los Estados Pontificios, la República de Venecia, la Orden de Malta, la República de Génova, el Ducado de Saboya y España. Su propósito era frenar el avance de los turcos que, por motivos económicos, deseaban dominar el Mediterráneo y ya habían conquistado varios terrenos importantes. La Santa Liga, por otro lado, quería impedir que, con la invasión de los otomanos, convirtieran las tierras cristianas al musulmán. Podemos decir que, gracias a esa victoria, Europa siguió perteneciendo al cristianismo.

    Uno de los protagonistas de esta batalla fue don Juan de Austria, hermanastro de Felipe II. Era un joven apuesto que había llamado la atención por sus cualidades físicas, pero que ya destacaba también por su valentía, arrojo y prudencia militar.

    —Doña Leonor, ¿cómo se puede saber que era apuesto si aún no existían las cámaras de fotografía? —cuestionó una de las alumnas sentada en la primera fila.

    —En aquella época, los fotógrafos eran los pintores y artistas del momento. Conocemos las características físicas de esas personas gracias a los cuadros que pintaban de ellos —explicó la maestra—. Algún día os llevaré a visitar Madrid, y entraremos en el museo del Prado, donde están muchos cuadros de los reyes y reinas de España de siglos pasados. —Las niñas alegres y vigorosas aplaudieron la propuesta de doña Leonor.

    —¡Viva la maestra! —exclamó una de las niñas.

    —Bueno, bueno, no nos despistemos de lo que estábamos hablando —dijo la docente dando paso a la lección que había comenzado.

    Pío V, en una ceremonia religiosa celebrada en la iglesia de Santa Clara en Génova, y en manos del cardenal Granvela, entregó a don Juan de Austria el estandarte de la Santa Liga. El día de la batalla, don Juan ordenó que se desplegase en la cofa de gavia.

    La escuadra española estaba compuesta por noventa galeras, veinticuatro grandes naves y cincuenta fragatas. A esto hay que añadirle las naves venecianas, las galeras y fragatas de la flota papal. Cuando se echaron a la mar, según cuentan los cronistas, parecía un bosque de mástiles en el que las inmensas velas se removían en el aire, al igual que se mueven las hojas amarillas de los árboles en otoño.

    Poco tardó en divisarse la flota turca en el horizonte. Había llegado el momento decisivo. Sabían que unos morirían y otros sobrevivirían para contar tal hazaña que, aún hoy, perdura en la memoria de la historia.

    A las diez de la mañana se escucharon los primeros disparos. Se dice que fueron los turcos quienes abrieron fuego. Cada una de las flotas de la Santa Liga se había colocado estratégicamente. Habían trazado una táctica inicial para engañar a los otomanos, haciéndoles creer que eran menos de los que participaban, quedándose en la retaguardia parte de la armada.

    En una de las naves cristianas, a cuyo mando iba Juan de Cardona, luchaba Cervantes, que fue herido en el brazo izquierdo y por eso le apodaron como el manco de Lepanto. Pero vosotras, señoritas, espero que lo recordéis siempre como el gran autor del Quijote, entre otras novelas, y que alguna vez lo leáis, pues es el libro más leído después de la Biblia.

    .

    Lepanto, 7 de octubre de 1571

    El mar estaba en completa calma. Los veleros más rápidos que habían sido enviados por don Juan de Austria para buscar información sobre la escuadra enemiga otearon unas extrañas velas, al este, a la altura de las islas Curzolarias. Poco tiempo después se divisó la flota turca en el horizonte.

    Cerca de la bodega, el padre Tommaso hacía una plegaria, con rodillas hincadas en la madera y con rosario en mano: «Pater noster qui es in caelis sanctificetur nomen tuum adveniat regnum tuum…». Confiaba plenamente en que Dios y la Virgen Santísima les protegerían. Él no era hombre de espadas ni de artillería. Su único escudo era la oración. Su lucha no era contra la carne ni la sangre, sino contra los espíritus del mal que acechaban contra la fe, tal y como proclamaba la carta a los Efesios de San Pablo. Acabada su oración y poniéndose de pie, agarró la cruz de su rosario y gritó a los hombres que ya empuñaban sus armas: «¡Revestíos de la armadura de Dios empuñando las armas de la luz! ¡Dios nos ampare!».

    El Vaticano lo había enviado a él como representante de la Santa Sede en las galeras pontificias.

    Don Juan de Austria subió en alto y con espada empuñada pronunció en voz alta a sus hombres:

    ¡Hijos, a morir hemos venido,

    a vencer si el cielo así lo dispone.

    No deis ocasión a que con arrogancia impía

    os pregunte el enemigo: ¿dónde está Dios?

    ¡Pelead en su Santo Nombre

    que muertos o victoriosos

    gozaréis de la inmortalidad!

    Y tras ello, ordenó que se desplegase el estandarte de la Santa Liga en la cofa de gavia que cubrieron todo el espacio, y al instante, atronaron vítores parecidos a una gran tempestad. El estandarte era de gran tamaño, no en vano debía colocarse en una galera. Era azul con grandes borlas y cordones gruesos de seda; tenía bordado en la parte central un crucifijo, rodeado de arabescos de seda y oro. A los pies del crucifijo estaban representadas las armas del papa. Junto con las del rey de España a la derecha, las de la República de Venecia a la izquierda y las de don Juan de Austria debajo, unidas todas ellas con cadenas de oro bordadas, representando la unión de la Santa Liga. El bastón de mando también tenía una alta carga simbólica: estaba formado por tres bastones unidos con una cinta de oro y guarnecidos de piedras preciosas, y en él estaban representados los escudos de armas del papa, el rey de España y la República de Venecia.

    Había llegado el momento decisivo para todos aquellos hombres que se habían preparado en menor o mayor medida para una lucha que se presentaba difícil, pero cuya victoria permitiría hacerse con el rumbo de la historia y el futuro de Europa.

    Don Juan ordenó dar el cañonazo como señal de batalla, y cada capitán desde sus respectivas naves dispuso lo necesario para el combate.

    Todo cuanto pudiera entorpecer la acción de los soldados se había eliminado. Por eso se habían cortado los espolones de las galeras, para aumentar la puntería de la artillería, así como los bancos de los remeros, a los que se les entregó armas, animándoles a usarlas, llegado el caso, bajo la promesa del perdón de sus condenas.

    Don Juan inspeccionó toda la flota. Veniero, el veneciano, mandaba el ala izquierda; y Colonna, capitán de la flota pontificia, se situaba en el otro lado. Se reforzó la flota de la retaguardia al mando de la Santa Cruz, cuya misión era acudir allí donde pudiera debilitarse cualquiera de las cuadrillas.

    Los galeones se habían quedado atrás del conjunto de la escuadra. Y para compensar su ausencia en la batalla, en el lado izquierdo, Barbarigo, comandante experto, iba al mando de sesenta y tres galeras, navegando pegado a la costa de Etolia, con la intención de impedir que esta parte del grupo aliado fuera desbordado por un ataque del enemigo.

    Por el otro extremo iban las galeras bajo las órdenes de Doria, almirante de la flota genovesa.

    La flota turca iba bajo el mando de Alí Bajá, que gozaba de la ayuda de poderosos corsarios, a los que también les venía bien obtener dominio sobre la cuenca mediterránea.

    La armada turca, ante la zona de batalla, se había desplegado en forma de inmensa media luna, con el deseo de envolver a la escuadra cristiana por ambos lados.

    Eran las diez de la mañana cuando se escucharon los primeros disparos. La batalla había comenzado.

    La puntería de la artillería turca no era muy eficiente y las balas pasaban por encima de los mástiles de las naves, debido a que el punto de mira tenía como obstáculo los espolones, que ya don Juan había hecho cortar previamente a los suyos.

    Barbarigo y el ala izquierda estaban ligeramente adelantados, pero separados del margen porque no conocían esas costas ni su calado y temían por la seguridad de las galeras. Abrieron fuego sobre las naves de Sirocco, que se fue acercando a la costa etolia hasta que estuvieron arrinconados por Barbarigo, que aprovechó la ocasión para disparar a mansalva, acabando así con ellos. El comandante cristiano fue mortalmente herido y produjo cierto desconcierto entre los venecianos, aunque se rehicieron y vencieron la batalla por ese flanco. Sirocco cayó por la borda y también falleció por las heridas causadas. Muchos marinos y jenízaros turcos huyeron playa arriba.

    Doria, mientras tanto, luchaba contra Uchalí. Se había abierto una brecha entre sus naves y la parte central, hecho que aprovechó el otomano para penetrar con sus naves, arrasando las galeras de los caballeros de Malta, degollando a todos sus tripulantes e izando su propia bandera en el buque insignia maltés.

    Advirtiendo lo que sucedía, Juan de Cardona, a cuyo mando luchaba Miguel de Cervantes, en socorro de aquella catástrofe, se enfrentó con sus ocho galeras a Uchalí, donde el propio Cardona perdió la vida y Cervantes fue herido en su brazo izquierdo. Toda la retaguardia junto con la escuadra central de don Juan avanzaron hacia las naves de Uchalí y este comprendió que la batalla estaba perdida y huyó.

    La escuadra bajo mando de don Juan había avanzado lentamente en perfecta formación y orden hacia el enemigo. Antes de entrar en combate, sobre las cubiertas de todas las naves se habían

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