Es una mañana apacible como tantas en Narni, un pueblo del centro itálico que parece sacado de un folleto publicitario. La localidad, que se sabe habitada desde el Paleolítico y se reputa el centro geográfico de Italia, se presenta al visitante como un intrincado ovillo de callejuelas medievales y fachadas renacentistas. Los romanos la denominaron Narnia y el escritor británico C. S. Lewis (1898-1963) tomó su nombre para bautizar su serie de novelas más célebre: Las crónicas de Narnia.
Podríamos haber elegido la catedral de San Juvenal, el Palazzo Eroli o la Rocca Albornoz como objetivo de la visita. Sin embargo, nos dirigimos a los jardines de San Bernardo y al complejo arqueológico enterrado en sus entrañas. La vista desde el borde del barranco que desciende hasta la garganta del río Nera resulta impresionante. Una vasta extensión de verde boscoso, entre la que despunta la abadía fortificada de San Casiano, cubre las laderas. No es el único vestigio histórico de relevancia en el lugar. Ahí abajo, a unos cuantos metros bajo el nivel del empedrado, como el corazón delator del que hablaba Edgar Allan Poe en uno de sus relatos más emblemáticos, se encuentra la prueba de las persecuciones inquisitoriales. Tan solo hay que bajar las escaleras para que nos reciba Narni subterránea.
Corría el año 1979. Durante una expedición de práctica espeleológica, un grupo de seis jóvenes oriundos de Narni descubrió lo impensable mientras descendían con sus cuerdas por la ladera escarpada. En un huerto, oculto por la vegetación, un boquete entre ruinas abandonadas durante más de un siglo daba acceso a un espacio subterráneo de grandes dimensiones. No era una cueva ni tampoco, como sospecharon los muchachos en un principio, una bodega: se trataba de una iglesia excavada en la roca y completamente cubierta de frescos que décadas de abandono y filtraciones de agua habían tapado casi por completo. La curiosidad pudo más que las advertencias de los adultos. ¿Qué templo era aquel? ¿Por qué