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Eso no estaba en mi libro de Historia del Circo
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Eso no estaba en mi libro de Historia del Circo

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¡Señores y señoras! ¡Damas y caballeros! ¡El mayor espectáculo del mundo ha llegado a su ciudad! Estas palabras son el preámbulo de la aparición de algo mágico, que despierta nuestro más tierno recuerdo. Existen pocas disciplinas que susciten en el espectador sentimientos tan universales como los de la risa, la admiración, la angustia, el suspenso, la alegría, el asombro, el miedo, el romance, la luz o la oscuridad. Todo eso... es el circo.

Al igual que la música, la pintura o el teatro, el espectáculo circense surge de una necesidad de expresión del ser humano que trasciende los límites, explora el riesgo, la superación personal y las emociones. Todo espectador sabe que, en él, lo esencial no es el ilusionismo sino el riesgo. Y que el artista circense no tiene nada que ocultar: todo está a la vista del público.
Eso no estaba en mi libro de Historia del Circo recopila las anécdotas y curiosidades más desconocidas de este maravilloso arte que viene encandilando a pequeños, y no tan menudos, desde tiempos inmemoriales. A lo largo de estas páginas el lector conocerá los orígenes del circo, que le trasladarán a las carreras de cuadrigas en la antigua Roma o a la Comedia del Arte de la Italia medieval, podrá acercarse al bestiario de fieras salvajes y descomunales que han circulado por las carpas de medio mundo, viajará a la China ancestral o al Salvaje Oeste para hallar a los primeros malabaristas y al mismísimo Buffalo Bill, se asombrará con la galería de seres deformes y freaks que se exhibieron el pasado siglo para deleite del público, o conocerá el lado oculto de ilusionistas como Houdini, payasos como Charlie River o mentalistas como Madame Duclos. Una galería sobre la trastienda del circo y su lado menos conocido.
El circo es el otro lado del espejo, en el que se dan cita: Lo raro, lo extravagante, lo mágico, lo inquietante, lo impensable, lo esperpéntico... aquello que desafía nuestra razón. Todo lo que tuvo siempre su mejor refugio bajo las carpas y caravanas. Por tanto: pasen y vean: ¡Las mayores rarezas se ocultan entre estas páginas!
IdiomaEspañol
EditorialLid Editorial
Fecha de lanzamiento21 mar 2019
ISBN9788417797812
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    Eso no estaba en mi libro de Historia del Circo - Javier Ramos

    Introducción

    Si buscamos la definición de ‘arte’ en el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, su primera acepción nos indica que se trata de una «virtud, disposición y habilidad para hacer algo». El circo, de algún modo, podría incluirse dentro de esta definición. Por su parte, el diccionario de María Moliner desarrolla más el término. Su tercera acepción recoge una definición muy abierta: «Actividad humana dedicada a la creación de cosas bellas», otra de las características que se le podría aplicar a la disciplina circense.

    No debemos mirar el circo como un mero entretenimiento, alejándonos de su sentido histórico. Al igual que la música, la pintura o el teatro, el circo surge de una necesidad de expresión del ser humano, trascendiendo así los límites inicialmente prefijados, explorando el riesgo, la superación personal y las emociones.

    El circo es un arte, dueño de un gran valor que continúa teniendo fuerza en el desarrollo cultural de un país, en su aportación al tejido económico y en su evidente carácter social. Como arte que es y se ha consolidado, hunde sus raíces en la Antigüedad y está en la base de las demás artes escénicas, de las que también se alimenta.

    Podría decirse que el primer cavernícola que hizo equilibrios en un palo en la nariz para ganarse la admiración de sus amigos (o que se golpeó con él la cabeza para hacerles reír) estaba abonando el terreno de lo que posteriormente sería el circo. Nació desde que el hombre empezó a registrar sus hazañas, sus descubrimientos, sus ideas, sus creencias, en fin, su cultura. Las primeras representaciones conocidas de acróbatas y malabaristas datan de hace unos 5000 años, a comienzos del Periodo Arcaico (alrededor de 3000 años antes de Cristo).

    Ya en Egipto, en el 2500 a.C., se realizaban actos de malabarismo, acrobacia y equilibrio. De allí pasaron a Grecia y a Roma hasta extenderse en todo Occidente, vinculadas a celebraciones agrícolas y religiosas, fiestas de la cosecha y festividades devotas, así como a rituales y pruebas de supervivencia. Las manifestaciones más antiguas del arte circense aparecen en Egipto y China, aunque solo en el segundo caso se ha prolongado hasta nuestros días.

    El circo, que ha tenido en todas las culturas y todos los tiempos vástagos más o menos híbridos, surgió en su forma moderna durante el siglo xviii en Inglaterra, como arte ecuestre. Pero luego hubo de convertirse en un espectáculo mundial, en el que confluían las más variadas artes y técnicas, y que atraía a las muchedumbres de todos los países. Su carácter internacional se manifiesta concretamente bajo cada carpa circense en la variada procedencia nacional de los artistas que en ella actúan.

    El circo ha adquirido así un carácter genéricamente humano que suscita en el espectador sentimientos tan universales como los de la risa, la admiración y la angustia. Quien acude a ver los ejercicios de la pista sentirá que fraterniza con los variados personajes circenses, desde el payaso hasta el domador, desde el funámbulo hasta el acróbata, el malabarista y el equilibrista, pasando por los volatineros y por los animales mismos que pueblan el ámbito circense.

    El circo, no cabe duda, es para muchos algo envuelto en un halo de ilusión, de ensueño, donde se mezclan lo maravilloso y la risa. Pero hay quienes lo juzgan una forma menor de espectáculo, digna de despego cuando no de desprecio. Y, sin embargo, el circo es un arte en el pleno sentido de la palabra, con su historia y su originalidad propias. Todo espectador sabe que en él lo esencial no es el ilusionismo, sino el riesgo. Y que el artista circense no tiene nada que ocultar: todo está a la vista del público.

    También el circo es el mundo al revés. Lo raro, lo extravagante, lo inquietante; aquello que en cierto modo nos desafía tuvo siempre su mejor refugio en el circo. Lo que, por otra parte, no es un fenómeno exclusivamente europeo, sino universal.

    El circo es asimismo gótico, romántico, barroco y surrealista. El circo es cualquier cosa menos clasicista, pues su duende no soporta la serenidad. En este sentido, está dominado por lo fáustico. Se trata de un arte milenario, intrínsecamente unido a la evolución humana. Si bien resulta imposible concretar un lugar y época de origen, existe constancia de la realización de juegos acrobáticos o de habilidad en todas las culturas y civilizaciones a lo largo de su historia.

    Cuando hablamos de circo se nos viene a la cabeza una serie de recuerdos de la infancia, donde repasamos los momentos vividos bajo alguna carpa ambulante que visitaba las ferias de los pueblos y ciudades, o rememoramos las tardes frente al televisor, donde las primeras apariciones de unos payasos, todavía en blanco y negro, marcarían a una generación.

    Cada uno guarda en su interior un recuerdo más o menos cercano del circo: un número del trapecio que le hizo estremecerse, la mirada de una joven enfundada en un vestido de lentejuelas que le despertó la imaginación, un equilibrio imposible, la admiración por la valentía del domador… El circo es esto. Cierto. Pero el considerado mayor espectáculo del mundo es mucho más.

    El circo tiene algo de poder hipnótico, que perdura con el paso del tiempo y se instala en nuestra imaginación. Es algo que ya no se olvida, como montar en bicicleta. Es algo que de un modo u otro siempre ha estado en nuestras vidas. Supone un mundo aparte, un pequeño universo en el que coinciden suspenso, alegría, asombro, miedo, romance, luz y oscuridad. Una suerte de microcosmos mágico, erótico, e incluso siniestro de la vida cotidiana. Fue Federico Fellini quien se atrevió a asegurar que el circo era el lugar en el que se unían «lo perfecto y lo grotesco, lo bello y lo irracional, el desorden y la precisión». Acertadas palabras.

    El circo ha sido y es un espectáculo para todos los estratos sociales, con un alto potencial histórico y antropológico. No ha sido únicamente un medio de expresión artística o recurso de ocio para la población, sino que ha tenido una relevancia cultural en la vida de muchas generaciones.

    La vida del circo es una constante batalla para vivir en la paz. En lucha permanente contra las inclemencias del tiempo, contra el reloj para llegar a la hora, contra los miles de imponderables que acechan su camino y, a veces, hasta con la incomprensión de las gentes.

    Si el teatro es un instrumento de cultura al servicio de un pueblo, no es menos cierto que el circo ha nacido en sus propias entrañas. Si el teatro nos enseña a conocer la vida y sus costumbres, en el circo se aprende a quererla y conservarla. Si el lenguaje del teatro llega al pueblo, el del circo se ha hecho universal.

    El arte circense de hoy es el arte de la destreza corporal exhibida para los espectadores, el espectáculo más antiguo del mundo. Ha conservado a través del tiempo el espacio circular y la cualidad del rito de comunicación directa con los espectadores.

    Quien ama el circo no puede ser mala persona. Y así debe ser cuando el propio Ramón González de la Serna, el cronista casi metafísico del circo y autor de las famosas Greguerías, escribía: «El que más noches de circo tenga en su haber, antes entrará en el Reino de los Cielos». Cabe, pues, pensar que el circo, bajo cuyo malabarismo de banderas conviven seres de toda raza, color y religión sea, como decía este ilustre autor, la más ejemplar embajada de paz que se haya inventado hasta hoy.

    ¡Señores y señoras! ¡Damas y caballeros! El mayor espectáculo del mundo ha llegado a su ciudad. Y desde las páginas de Eso no estaba en mi libro de Historia del circo le ofrecemos al lector una nueva mirada, una nueva perspectiva sobre esta disciplina milenaria que forma parte del imaginario de muchas generaciones de niños, y no tan niños. Curiosidades, anécdotas y pequeñas historias que escapan de la percepción general que tenemos sobre la fascinante historia del circo. ¡Pasen y vean! O mejor, ¡lean y aprendan!

    Carreras de cuadrigas y los ludi

    romanos: panem et circenses

    No hay nada como el círculo para un espectáculo basado en la expresión extrema del cuerpo, el riesgo y la maravilla sin artificios, ya que se puede ver desde cualquier punto. El espacio del acto circense lo han compartido, a lo largo de los siglos, los gladiadores, la tauromaquia, las peleas de gallos, los bailes chamánicos, los vendedores de las plazas…

    El círculo nació por casualidad en los orígenes de los tiempos cuando la gente se juntaba para acompañar el ritmo de la danza o la acrobacia en los rituales egipcios o precolombinos. El acto circense viene de lo sagrado, de desafiar la naturaleza y la muerte.

    Una de sus primeras referencias como espectáculo de masas nos conduce a la Antigua Roma. La diversión con mayúsculas en aquellos tiempos era el circo o los juegos circenses. Los emperadores recreaban al pueblo con grandes y repetidas fiestas. En Roma existían 165 días de fiesta al año, que se traducían en espectáculos que se celebraban en el teatro, el circo y el anfiteatro. Empezaban por la mañana y terminaban a la puesta del sol.

    El circo romano no era circular sino elíptico. La palabra ‘circo’ proviene del griego kírkos que significa «círculo, anillo», y a su familia etimológica pertenecen vocablos como acercar y circuito. A pesar de haber prestado su nombre, tiene poco que ver con el actual. Cierto es que se daban exhibiciones de fieras y demás, pero no eran pantomimas ni fantasías las que tenían lugar en la pista, como corresponde al circo, sino acciones reales, muy sanguinarias en ocasiones, y demostraciones de crueldad más que de habilidad.

    Lo que conocemos como ‘el circo romano’, en realidad se llamaba ludi («juegos») y tuvo su origen en antiguos ritos funerarios de origen etrusco, en los que se sacrificaba a un prisionero sobre la tumba de un héroe caído en combate con el fin de conjurar los poderes de ultratumba. Tiempo después, se decidió sustituir el sacrificio por combates de gladiadores frente el sepulcro honrado.

    El circo era el estadio (inspirado en los hipódromos helénicos) donde se realizaban las carreras de cuadrigas (carros tirados por cuatro caballos en línea). Los romanos jamás usaron estas cuadrigas en sus combates, pues eran muy estorbosas y nada prácticas contra la caballería enemiga; por eso solo las empleaban en carreras de velocidad durante sus festejos.

    Los ludi comenzaron a celebrarse en honor de Júpiter Óptimo Máximo, en Roma, a partir de 390 antes de Cristo, y tenían una duración de 16 días. Era obligación asistir a los juegos con la cabeza descubierta «en señal de respeto» a quienes ofrendaban su vida.

    A partir de 212 a.C., los juegos se instituyeron en honor de Apolo (llamados ludi apollinares) entre el 6 y el 12 de julio y, desde entonces, cada tanto fueron intercalándose las deidades a quienes estaban dedicados: Cibeles, Floralia, incluidas las infernales como Dis Pater y Proserpina, entre otros. En las principales provincias romanas se replicaban estos juegos entre los meses de febrero y julio; no se volvían a reanudar sino hasta la última semana de noviembre. También celebraban el 21 de agosto y el 15 de diciembre los Consualia, en honor de Conso, dios de la siembra y del grano almacenado, fiestas en las que había carreras de carros.

    Con el tiempo, los juegos se empezaron a organizar para festejos y celebraciones personales, o como parte de las campañas políticas de tribunos y senadores para ganarse adeptos, y la aprobación de la gente que decían representar; eran la ocasión ideal para que los personajes públicos midieran su popularidad entre la plebe: el pueblo los alababa o insultaba sin el menor recato. Mucha gente apartaba su lugar en los juegos desde la madrugada, y no se movía de ahí hasta que estos comenzaran muchas horas después; ahí comían e incluso hacían sus necesidades con tal de no perder su sitio.

    Un instrumento de propaganda

    Estos espectáculos, por razón de su popularidad, pasaron a ser un instrumento ideal de propaganda y de publicidad para aquellos que soñaban con carreras fuera de serie y con éxitos electorales fulgurantes: era un medio fácil para ganarse la voluntad de la plebe.

    Los primeros emperadores se percataron de la enorme trascendencia que podían adquirir los juegos como elemento de vinculación con el populacho. La importancia que estos espectáculos habían adquirido para el control social determinó su casi exclusivo monopolio en época imperial. Con el paso del tiempo, los emperadores delegaron celebraciones en cuestores (magistrados encargados de finanzas) y pretores (justicia). Estos ofrecían juegos más modestos y, por tanto, de menor valor propagandístico. Con ello, los césares permitían el disfrute popular al tiempo que frenaban las aspiraciones de los más ambiciosos. El resultado de esta práctica exclusividad jugó a favor de los fines propagandísticos del emperador, que reservó para sí la construcción y restauración de circos, teatros y anfiteatros.

    La popularidad de las carreras creció de tal manera que en el siglo iv de nuestra era, según el calendario de Filocalo (354 después de Cristo), había en Roma 64 días dedicados en exclusiva a los juegos del circo. Se celebraban ludi en honor a Apolo, a Cibeles, a Ceres o a Flora; ludi votivos como agradecimiento a una victoria; ludi patricios y plebeyos; ludi en honor a las altas instancias de la República; ludi masivos y otros más discretos…

    Los espectáculos llegaron a adquirir la categoría de derecho (no un lujo), algo que la ciudad ofrecía a sus conciudadanos gratuitamente, y era común la organización de banquetes en los que cualquiera podía departir con sus representantes políticos. El pueblo entregaba apasionadamente su voluntad ante la fastuosidad de los espectáculos. Esto provocaba la estupefacción de algunos miembros ilustres de la sociedad que, como los filósofos, no veían en ello sino una degradación de la política y la sociedad romanas. Tertuliano advertía que el circo exacerbaba la ferocidad y el teatro vivía de la impudicia.

    Leonreposo.jpg

    Los leones fueron una de las bestias salvajes preferidas en los anfiteatros

    romanos para divertimento del público.

    De la pasión que despertaban los ludi circenses en la sociedad de la época dan testimonio las crónicas de Amiano Marcelino, historiador del siglo iv. Los orígenes de los ludi se entrelazan con el nacimiento de la ciudad, pues la leyenda quiso que Rómulo, poco después de fundar Roma y ante la escasez de mujeres que había en ella, invitara a los pueblos vecinos a un espectáculo circense. A una señal de aquel a sus compatriotas, los romanos perpetraron el conocido rapto de las sabinas.

    Más fervor por los carros y caballos

    Podemos establecer seis formas de espectáculos, entre los cuales las carreras de carros (ludi circenses) eran, con mucho, los más frecuentes y populares. Los ludi circenses estaban compuestos por competiciones atléticas heredadas de la tradición griega y carreras de caballos o pedestres. Las carreras de caballos y cuadrigas ejercían un fuerte atractivo entre la población. Eran tema de obligada conversación en las termas y plazas, y el enfrentamiento entre facciones dio lugar a no pocos conflictos de orden público, dado que los aurigas de los distintos equipos gozaban de una gran popularidad entre las clases bajas.

    En la Antigua Roma, las carreras de carros eran muchísimo más populares que los juegos de gladiadores. Frente a los 50.000 espectadores del anfiteatro Flavio o Coliseo, el Circo Máximo podía albergar como poco a 150.000 enfervorecidos seguidores que pertenecían a todas las clases sociales, de forma que el poeta romano Juvenal afirmaba que toda Roma estaba cautiva del circo a finales del siglo i.

    En el ámbito del material, la construcción de carros estaba encargada a un artesano denominado sellarius. Los carros eran extremadamente ligeros con un peso de 25 a 30 kilos y construidos a base de un armazón de madera ligera recubierto de cuero en la parte frontal y de 70 centímetros de alto por esa misma parte. Las ruedas eran pequeñas, de seis u ocho radios. De la caja del carro partía el timón en cuyo extremo estaba el yugo al que se uncían los dos carros iguales.

    Los aurigas portaban carros tirados por dos, tres, cuatro, incluso diez caballos, sujetando con una mano las riendas atadas alrededor de la cintura y el látigo con la otra. Aunque su finalidad era la competición, un accidente desembocaba a menudo en la muerte del auriga.

    La mayoría de los cocheros eran esclavos o libertos. Recibían el nombre de aurigae y agitatores. Para algunos investigadores los términos son equivalentes, pero para otros auriga sería una palabra genérica que designaba a todos los conductores de carros, mientras que agitator estaría reservado para los cocheros que habían conseguido triunfar en su oficio, aplicándose solamente a los conductores de cuadrigas, por oposición a los principiantes que conducían bigas.

    Las carreras empezaban tras un solemne desfile denominado pompa, a la cabeza del cual iba en un magnífico carro la autoridad que ofrecía los juegos, seguida de jóvenes, danzarines, músicos… Este edil iba vestido de púrpura y llevaba una corona de laurel dorado en la cabeza y un bastón de marfil rematado con un águila en la mano. Para ello, levantaba un pañuelo blanco mirando a la multitud y lo dejaba caer sobre la arena amarillenta recién rastrillada.

    Primero solían celebrarse exhibiciones de habilidad ecuestre en las que los jinetes, montando siempre sin estribos y colocados cabeza abajo o completamente tumbados sobre los caballos, saltaban de una montura a otra, entablaban luchas ficticias con espadas o se agachaban para recoger un trofeo del suelo; luego comenzaban las carreras de caballos; y por último, en cuanto se retiraba la cuerda que se hallaba extendida entre las dos estatuas de Mercurio, los carros, que podían llegar a ser hasta doce, salían a toda prisa de los establos y se abalanzaban por la pista. A veces tiraban de ellos dos caballos, más a menudo eran cuatro (quadrigae), y ocasionalmente podían llegar a ser diez.

    Entre carrera y carrera se lanzaban donativos al público o se celebraban banquetes, incluso espectáculos de cacerías, la mayoría de las veces a cuenta del erario público. Al acabar la competición, el espectáculo se amenizaba con actuaciones de desultores, especialistas que conducían dos caballos o carros a la vez y saltaban el uno al otro, o bien realizaban ejercicios de armas y simulaciones de combates demostrando su pericia como jinetes.

    El esplendor del Circo Máximo

    Este tipo de manifestaciones se celebraban en el circo, construcción longitudinal dominada por una pista de arena y dividida por una spina, o mediana, en torno a la cual se efectuaban un número determinado de vueltas. La spina iba generalmente adornada de estatuas y obeliscos. Aunque existían otros en Roma, como el Flaminio, el circo de Calígula y Nerón, el circo Viriano o el de Majencio, el más célebre de todos fue el Circo Máximo, o Circus Maximus, que funcionó por más de mil años.

    Sobre su arena combatieron grandes gladiadores, compitieron veloces aurigas y se exhibieron y sacrificaron animales exóticos. Inaugurado en el siglo vi antes de Cristo, tenía unas medidas de 621 metros de longitud por 118 metros de ancho y capacidad para albergar a 150.000 personas (época de Augusto). Aunque el aforo está sujeto a cifras variables. Plinio el Viejo habla de 250.000 personas y fuentes tardías del Bajo Imperio consignan 385.000 y 485.000. Si lo comparamos con otros edificios para espectáculos de la Antigua Roma es fácil deducir que era con mucho el lugar donde se reunían a la vez el mayor número de romanos (50.000 del Coliseo).

    Circomasimo.jpg

    El Circo Máximo de Roma fue el principal escenario de entretenimiento de los

    habitantes de la capital del imperio. En él tenían lugar las carreras de cuadrigas.

    La atracción principal de este circo situado entre los montes Aventino y Palatino de Roma eran las carreras de aurigas, pero con el tiempo, fueron sumándose las luchas de gladiadores, las presentaciones de animales salvajes y los espectáculos de personas con habilidades poco comunes, como los tragafuegos.

    La organización se correspondía también con la indisimulada estratificación social de Roma. Su cavea tenía tres graderías: la primera compuesta de asientos de piedra; la segunda de asientos de madera; y la tercera, en la parte superior, solo ofrecía localidades de pie. Los senadores tenían asientos en las primeras filas, mientras que los caballeros ocupaban lugares más arriba. Parece que no hubo intentos de separar a hombres y mujeres como sí sucedía en el teatro y el anfiteatro.

    En las arcadas revestidas de mármol del Circo Máximo atendían a la clientela taberneros, pasteleros, astrólogos y prostitutas, aunque la actividad más importante que se desarrollaba al amparo de la celebración de los juegos eran las apuestas. No solo servían para hacer más emocionante la carrera, sino que suponían un auténtico negocio. Se apostaba a un caballo, a una facción o a un conductor.

    Pero en el circo también concurrían otros acontecimientos, como refiere el poeta Ovidio. Contrariamente a lo que ocurría en otros espectáculos, en el circo hombres y mujeres se mezclaban en los graderíos, lo que convertía el lugar en ideal para iniciar una aventura amorosa.

    En el centro del lado curvo del Circo Máximo estaba la Porta Triumphalis, que tenía forma de arco y fue construida en 80-81 después de Cristo. En uno de los lados largos del graderío, el situado a la izquierda del sentido de la carrera, se erigía el pulvinar, área destinada al emperador y su familia, y a las estatuas de las divinidades.

    La pista medía 550-580 metros de largo y 80 de ancho con una superficie total de 44.000 metros cuadrados, doce veces el tamaño de la arena del Coliseo. En el centro de la spina del Circo Máximo se erigía un obelisco egipcio, de casi 24 metros de alto, del faraón Ramsés II que Augusto había hecho traer en 10 a.C. de Heliópolis. Destruido por un gran incendio, el Circus Maximus fue sustituido en el año 40 d.C. por el Coliseo como gran recinto para los espectáculos que más apasionaban a los romanos.

    El circo y su poder simbólico

    El circo es el lugar simbólico del recorrido eterno del sol y de la regeneración cíclica del tiempo, del retorno de la Edad de Oro, fundamento mismo de la eternidad de Roma. Las doce cocheras son los doce meses del año o los doce signos del zodíaco. Las siete vueltas de cada carrera coinciden con el número de los días de la semana y los planetas. Las veinticuatro carreras de cada jornada hacen referencia a las horas del día y de la noche.

    Las facciones eran sociedades privadas que proporcionaban todo lo necesario para la organización de los juegos. En Roma fueron cuatro las que alcanzaron mayor reconocimiento, cada una distinguida por el color de la túnica corta que vestían los aurigas de cada una: rojo, blanco, azul y verde (en tiempos de Domiciano se introdujeron dos más que resultaron efímeras, la púrpura y la dorada). Si bien tenían un objetivo y una organización fundamentalmente empresariales, comenzaron a adquirir mayor importancia en la medida en que se comportaron como modernos clubes deportivos.

    Poseían un gran número de partidarios, sus propios mitos, ídolos y reglamentos, y en torno a ellas se generaban fuertes adhesiones, en muchas ocasiones producto de la propia división social. En época imperial, la facción verde representó los intereses de la plebe, mientras que la azul se encontraba asociada a la clase senatorial. Esta rivalidad condujo a la concentración de facciones bajo los paraguas de estas dos, y los propios emperadores no dudaron en apoyar públicamente a una u otra. Las facciones tenían sus caballerizas en el Campo de Marte, pero también había establos y lugares de entrenamiento en el campo fuera de Roma.

    La pasión desbordante por aurigas y caballos afectaba a los mismísimos emperadores, que no podían disimular sus preferencias por los azules o los verdes, llegando a la locura de Calígula que agasajaba de forma exagerada al caballo Incitatus y pensó, incluso, en nombrarlo cónsul. Su devoción fue tan enfermiza que dormía y comía en las caballerizas, y obsequió al auriga Eutico con un millón de sestercios. Nerón igualó el arrebato de Calígula presentándose en el Circo Máximo a las riendas de una cuadriga ataviado con los colores de los verdes.

    Tal era la locura del circo que no se dudaba en recurrir a la magia para alcanzar la deseada victoria, bien por medio de tablillas que maldecían a cocheros y caballos oponentes, bien con amuletos protectores que preservaran a animales y aurigas de estos males.

    La asistencia sanitaria a cargo de médicos y veterinarios era muy importante en el seno de cada equipo. Uno de los remedios para curar a los conductores de cuadrigas que habían sido arrastrados o heridos por una rueda y sufrían cualquier tipo de hematoma consistía en utilizar excremento de jabalí aplicándoselo fresco en linimento.

    El Antiquae urbis splendor, de Giacomo Lauro (siglo xvii), incluye representaciones de anfiteatros romanos, como el Coliseo de Roma. Los circos modernos se asemejan al Coliseo en su forma y por la exhibición de animales salvajes, pero los animales del circo moderno se doman para actuar, no para luchar a muerte.

    La rivalidad política llevada a la arena

    Camuflados por el polvo de las carreras, los juegos circenses reconducían el conflicto de la clase hacia la competición deportiva, enfrentando como equipos rivales a quienes en realidad eran opuestos políticos. La figura del emperador se situaba generalmente por encima de esas cuestiones y garantizaba la cohesión ideológica del sistema.

    Con la canalización lúdica de las disputas y la minimización de los problemas sociales, Roma pudo preocuparse de conquistar el mundo sin especial temor por los conflictos internos. La política de pan y circo fue la manera en que Roma ocultó los desmanes de un sistema gradualmente corrupto y decadente.

    El público que demandaba ser fascinado se enardecía cuando la facción verde vencía a la azul e invertía simbólicamente el orden establecido. Pero lo cierto es que con su gesta, lejos de infligir una derrota al sistema, estaba contribuyendo a su legitimidad.

    Los combates de gladiadores deben ser considerados aparte, por cuanto son relativamente menos frecuentes que los juegos del circo y, precisamente por esta razón, apreciados como un manjar exquisito. A menudo solían celebrarse juntamente con la venatio, la cacería, espectáculo muy variado cuyos protagonistas eran los animales. Los antiguos romanos aceptaban como lícito disfrute el espectáculo de los leones atacando, matando y devorando seres humanos.

    En la Antigua Roma, cualquier ritual que se acompañara de sangre tenía una connotación casi profética. Por ejemplo, cuando se practicaba el rito de «maldecir» a un enemigo, estos rezos se culminaban con el sacrificio de un animal; entre más grande y más costoso fuera este, mayor era el tributo al dios invocado (por lo regular Némesis, a quien los romanos llamaban Envidia) y la efectividad de este conjuro. Del mismo modo, la sangre derramada de los gladiadores era un tributo para apaciguar el espíritu de los muertos.

    Al lado de estos espectáculos que muchos conocen, existían otros ciertamente peculiares: las naumaquias, unos combates navales librados en un gran estanque, y que podríamos llamar «dramas mitológicos», representaciones teatrales de naturaleza muy especial que tenían lugar, no en la escena, sino en el circo propiamente dicho.

    El legendario emperador amarillo

    y los acróbatas chinos

    La historia de la legendaria y espectacular acrobacia china tiene un origen seductor, quizá verídico, pero sobre todo fascinante. Según el libro chino Historia imaginaria de los acróbatas de Wu-Quiao, editado por los Servicios de Cultura de la provincia china de Hebei, los primeros acróbatas fueron los cazadores más hábiles y experimentados, situando así el origen de esta disciplina cinco milenios antes de nuestra era, en los tiempos de Huang, el mitológico Emperador Amarillo.

    Esta figura, a quien todos los chinos veneran como el padre fundador de su inmenso país, es un personaje imaginario cuya existencia real ningún habitante del imperio pone en duda. Supuestamente vivió hace unos

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