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Arqueología. Tesoros y tumbas
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Libro electrónico483 páginas6 horas

Arqueología. Tesoros y tumbas

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Desde las míticas tumbas de los quimbayas, o la exploración de Machu Picchu, hasta el grandioso descubrimiento de las cuevas de Altamira.

¿Cuál es la tumba egipcia más extensa jamás creada? ¿Qué se esconde tras la aterradora e inquietante momia de Deir el-Bahari? ¿Existe un sarcófago egipcio hundido frente a Cartagena? ¿Qué historia subyace tras el descubrimiento de los cadáveres de Pompeya? ¿Los numerosos esqueletos hallados en el Pozo de la Muerte fueron objeto de sacrificio o, por el contrario, se trató de muertes voluntarias? ¿Cuáles fueron las motivaciones de Qin Shihuang para albergar en su tumba un ejército de terracota de más de 8000 soldados? ¿Cuál es el Tesoro de Aliseda? ¿Quiénes fueron los mayores saqueadores de tumbas?

Francisco García del Junco, tras su exitoso Eso no estaba en mi libro de Historia de España, vuelve a sorprendernos con una obra repleta de aventuras, tesoros, exploradores, tumbas y misterios por descifrar. Un libro riguroso y fascinante que hará las delicias de los amantes de la arqueología y la historia (y de quienes muy pronto lo serán). Desde la existencia o no de un Diluvio Universal al enigmático legado de los faraones, pasando por la singular disposición de ciertos templos funerarios, un mundo oculto cobra vida en estas páginas para revelar lo que hemos sido. Es decir, lo que somos.

«Muchas personas suelen pensar que los descubrimientos arqueológicos son fáciles y se realizan en poco tiempo: llegar, excavar y encontrar. Después, el arqueólogo vuelve a su país desde las áridas arenas del desierto y todos los periódicos cuentan sus brillantes descubrimientos. Sin embargo, casi nunca sucede así.»
IdiomaEspañol
EditorialLid Editorial
Fecha de lanzamiento3 may 2018
ISBN9788417418618
Arqueología. Tesoros y tumbas

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    Arqueología. Tesoros y tumbas - Francisco García del Junco

    Nota del autor

    Me apuesto dos contra uno (esto suena muy americano) a que si lee este libro, le gustará. Y espero que disfrute, casi tanto, como yo disfruté escribiéndolo.

    Deseo que entre en las catacumbas de Roma y no se pierda por dentro. Que se meta en los túneles de la tumba egipcia más larga del mundo y que intente llegar al final. Que busque un antiguo galeón español con tantas monedas de oro que parezca un sueño. Que acompañe a los campesinos chinos que, excavando un pozo de agua, descubrieron una tumba con el mayor ejército del mundo. Que busque el sarcófago del faraón Micerinos bajo las aguas de Cartagena. Que vea cómo se fue a Francia la Dama de Elche y cómo volvió a España. Que vea cómo hacían las momias en el antiguo Egipto y por qué las robaban. Que conozca las aventuras que pasaron los tesoros que hoy se exponen en los museos.

    No es un libro técnico. Quiero acercar grandes descubrimientos de la arqueología al lector no especializado de forma amena.

    He contado algunos misterios de la Arqueología, el hallazgo de muchos Tesoros y el descubrimiento de muchas Tumbas: «Arqueología, tesoros y tumbas». ¡Que disfrute!

    La tumba más larga de Egipto:

    el final del túnel

    Muchas personas suelen pensar que los descubrimientos arqueológicos son fáciles y se realizan en poco tiempo: llegar, excavar y encontrar. Después, el arqueólogo vuelve a su país desde las áridas arenas del desierto y todos los periódicos cuentan sus brillantes descubrimientos. Sin embargo, casi nunca sucede así.

    Ciertamente, hay hallazgos realizados con sorprendente rapidez y, muchos, fruto de la casualidad. Pero en general, los descubrimientos arqueológicos requieren largas excavaciones y mucho tiempo de investigación; toda excavación va precedida de una larga preparación y mucho, sobre todo, mucho estudio. Vamos a ver la excavación de la tumba de un antiguo faraón egipcio que prueba que, rara vez, los arqueólogos: «llegan, excavan y encuentran».

    La tumba

    La tumba a la que nos referimos es la del faraón Seti I. Se enterró en un sepulcro que los egiptólogos llaman hipogeo. Sin ninguna duda, este lugar ha sido el que más trabajo ha costado excavar de todas las tumbas de Egipto y el que más ha tardado en mostrar sus secretos. Ha sido el enterramiento más misterioso que se ha encontrado. Los egiptólogos que han intervenido en su excavación han sido numerosos. Cada uno comenzaba donde el anterior lo dejó. El tiempo transcurrido, desde su descubrimiento hasta su excavación completa, han sido casi doscientos años. Esa tumba ha sido un enigma durante mucho tiempo. Ahora todo parece claro pero, durante mucho tiempo, todo era bastante menos claro.

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    El techo de una de las cámaras de la tumba. Las pinturas del techo son doradas y blancas sobre un azul muy intenso. Es la tumba mejor decorada de todo el Valle de los Reyes. En ella se representa la bóveda celeste y las principales constelaciones de estrellas conocidas por los egipcios.

    Hoy se conoce como «Tumba Belzoni», en honor a su descubridor. Pero el nombre técnico recibe la denominación nada romántica de: KV 17. Con las iniciales KV (Kings Valley) comienza la clasificación de las tumbas reales del Valle de los Reyes, en árabe: «Uadi Biban Al-Muluk». Se llama así porque allí se encuentran la mayoría de las tumbas de los faraones del Imperio Nuevo, desde el siglo XVI al siglo XI a. C. «Faraón» era el nombre que recibían los reyes en el antiguo Egipto.

    Un hipogeo suele tener un corredor y varias cámaras, para el difunto y para su ajuar funerario, que eran las cosas necesarias para seguir viviendo con comodidad después de la muerte. Para un faraón egipcio el ajuar funerario se componía de las cosas más maravillosas de lo que una mente normal pueda imaginar. Y esta era la tumba de Seti I, hijo de Ramsés I y padre de Ramsés II. Su tumba cuenta con siete corredores y diez cámaras, lo que da una idea de su enormidad. Todo decorado con pinturas de gran calidad y con el techo suavemente abovedado.

    Este enterramiento es peculiar por varias razones. En primer lugar, porque es el más largo de todos los del Valle de los Reyes. En segundo lugar, porque las salas del principio de la larguísima sepultura están magníficamente pintadas y grabadas con motivos de mitología y arte egipcios. Su decoración se encuentra entre las más bellas de las sepulturas del Valle. Los primeros visitantes quedaron impresionados por la belleza de sus colores, que se conservaban tan frescos como si los pintores acabaran de realizar su trabajo. Y en tercer lugar, porque fue una de las primeras que se dieron a conocer al gran público. Sin embargo, aunque estas características son importantes, ninguna de ellas es la razón por la que ha despertado tanto interés. El motivo de sus múltiples excavaciones desde hace dos siglos es la enorme longitud de sus túneles, tanta que ningún arqueólogo lograba llegar al final.

    El Valle de los Reyes

    El nombre de «Valle de los Reyes» sugiere en la imaginación una especie de valle majestuoso, verde, hermoso y agradable, como corresponde al lugar del eterno descanso de los monarcas de Egipto; un lugar verdaderamente real. Sin embargo, la realidad es muy diferente. El valle es un lugar inhóspito, rocoso, muy desértico, sin ningún tipo de vida, de montes escarpados y arena árida y seca. Allí todo es estéril. Hasta el acceso es dificultoso.

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    El Valle de los Reyes. El lugar elegido por los faraones del Imperio Nuevo (siglos XVI a XI antes de Cristo), para excavar sus tumbas y ser enterrados allí. Es muy seco y árido y pensaban que aquí no robarían sus sepulturas. Se equivocaron pues todas, menos la de Tutankamón, fueron saqueadas.

    Precisamente por esas características los faraones lo eligieron para ser enterrados. Parece una contradicción, pero no lo es. La gran preocupación de los antiguos reyes egipcios era que no saquearan sus tumbas. Pero es que sus tumbas atraían todo tipo de codicia porque eran enterrados con los tesoros más increíbles. Así que, un lugar como aquel, donde era fácil ocultar la entrada a los enterramientos y el acceso era tan difícil, aseguraría el eterno descanso de los faraones. Pero no fue así. Allí donde se esconden tesoros maravillosos, tarde o temprano, llega el hombre. Y así sucedió con casi todas las tumbas del Valle.

    El faraón. Seti I

    El faraón Seti I reinó entre los años 1314 y 1304 antes de Cristo. Fue uno de los más importantes de la XIX dinastía. Renovó el esplendor de Egipto y recuperó los territorios sirios, fenicios y palestinos, perdidos por su antecesor el faraón Akenatón. Seti I, buen militar y estratega, los reconquistó.

    Su nombre, «Seti», quiere decir consagrado al dios Seth. No sabemos por qué le pusieron así pues a Seth le llamaban también «Instigador de la confusión» y «Destructor», nombres inquietantes, sobre todo cuando a ese dios se le supone un gran poder. Por si era poco, los egipcios lo asociaban con la muerte de otro dios, Apofis, y para colmo pensaban que era el asesino de otro dios muy importante, Osiris. Sea como fuere, este era el nombre del faraón. Seti I, gran constructor, comenzó algunos de los templos más importantes de Egipto, como el inmenso templo de Karnak. También comenzó el templo al dios Osiris en Abydos, que terminó su hijo Ramsés II. Fortaleció el poder central y el ejército y, cuando murió, Egipto volvía a ser una potencia en el mundo antiguo.

    Cuando encontraron su momia le realizaron análisis médicos, radiografías, etc. para ver de qué había muerto. Alguna de las conclusiones eran naturales, como que tenía unos 40 años. Pero, una en concreto, no podía ser más sorprendente: la momia de Seti I tenía el corazón a la derecha. Para explicar esa rareza se han barajado dos razonamientos. Uno, que hay una extraña enfermedad en la que la persona tiene el corazón a la derecha y que el faraón tendría esa enfermedad. Y, el otro, que parece más aceptable, es que el faraón ordenó que al morir, se le cambiara de lugar el corazón pues, según creía, a la derecha funcionaría mejor en la otra vida.

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    La momia de Seti I permite ver las facciones del faraón gracias a las técnicas de momificación de los antiguos egipcios. Después de 3300 años casi puede «adivinarse» incluso el carácter del difunto.

    El problema

    Como decíamos antes, lo que ha dado a esta tumba un interés tan extraordinario es la gran longitud de la galería que penetra en la roca que ha sido, precisamente, el problema central. Los egiptólogos llevan 200 años preguntándose hasta dónde llega, qué hay dentro y cuál fue el objetivo de su construcción. Sus dimensiones convierten la investigación en un arduo trabajo. Algún historiador ha dicho: «el túnel es profundo, peligroso y claustrofóbico». Y otro ha escrito: «algunas partes del túnel tienen un recorrido en abrupto ángulo de descenso que pone los pelos de punta». Y razón no les falta.

    Es una incógnita lo que hay allí, el por qué de su longitud y dónde acaba. Y hay teorías para todos los gustos. Weeks, que estuvo a punto de morir dentro, opinaba que es una comunicación con el agua del subsuelo y que el agua llenaría una cámara subterránea. Otros opinan que la galería conduce a un lugar secreto donde el faraón guardó su ajuar. Otros, creen que el túnel llegaría a la verdadera tumba de Seti I y, otros, finalmente, creen que lleva a un tesoro.

    Las ideas más fantásticas son las que corren de boca en boca entre los habitantes del desierto. Para ellos, el túnel recorre y atraviesa el interior de las montañas. O van más allá y dicen que llega incluso hasta el templo de Karnak. Y no faltan las leyendas que aseguran que quien logre excavar la galería se convertirá en un hombre riquísimo. Entre todas estas teorías, las hay serias y fantásticas, pero hay un hecho innegable: sin excavar la galería no se podrá saber qué hay al final.

    El descubrimiento

    La descubrió en 1817 Giovanni Battista Belzoni, italiano nacido en Padua en 1778, muerto en 1823 y de rica personalidad. Fue uno de los más importantes hombres de la egiptología romántica del siglo XIX. Antes de dedicarse a las antigüedades egipcias trabajó como forzudo de circo, e hizo sus «pinitos» en el mundo de la política, de donde salió escaldado. Condenado a cárcel en Italia, escapó a Londres y de allí fue a Egipto. Fue vendedor de ingeniosos inventos en el país de los faraones antes de empezar a descubrir tumbas. También fue transportista de enormes estatuas antiguas de varias toneladas desde Egipto a los museos europeos, y un largo etc. Trabajó en el país de las pirámides en una época en que las únicas leyes que imperaban eran las del pachá, cargo importante, y la facultad de hacerse obedecer con habilidad, dinero o tiros. Fue así como las grandes colecciones de los museos occidentales comenzaron a formarse en aquella época y Belzoni, que tanto lo favoreció, empleaba unos métodos nada científicos.

    Belzoni descubrió la tumba durante el otoño de 1817, en octubre. El otoño era, y sigue siendo, la época menos calurosa de Egipto. Sobre todo para los viajeros europeos, poco acostumbrados a aquel calor. Allí, a pocos kilómetros de Tebas (actualmente Luxor), encontró la sepultura real. Fue el primero que entró en la tumba y el primero que la excavó. El precioso sarcófago de alabastro y los objetos que se encontraron se expusieron en Londres. Y una vez más el Museo Británico esperaba que tan preciosa mercancía llegara definitivamente a sus salas. Sin embargo, esta vez se quedó con las ganas porque, mientras tanto, el arquitecto sir Soane se la compró por 2000 libras y la expuso en su casa; hoy están en el Soane Museum de la capital inglesa. Cuando Belzoni entró en la tumba por primera vez y encontró el sarcófago que había contenido la momia del faraón, vio que la momia no estaba dentro. El sarcófago estaba vacío. Se encontró años después, escondido con numerosas momias de faraones en Deir el-Bahari.

    Pero ¿la excavó en su totalidad? No. Ni él, ni los numerosos investigadores que después lo intentaron, y eso aumentó el misterio. ¿Qué había allí exactamente? ¿Qué escondía un corredor tan largo? ¿Se encontraba, al final, la verdadera tumba del faraón y, por eso, el cadáver no estaba dentro del sarcófago? Estas y otras mil preguntas se fueron realizando a medida que la tumba se conocía. Hoy podría parecer excesivamente «enigmático» o demasiado «romántico». Pero el hecho cierto es que era una de las tumbas más importantes de Egipto y que no se podía terminar su excavación.

    Las excavaciones

    Al final de las cámaras abovedadas, la tumba tenía la entrada a un túnel descendente, la galería. Belzoni se propuso excavarlo, igual que había excavado ya la parte más artística del monumento. Sin embargo, las dificultades comenzaron pronto en ese subterráneo lleno de escombros, piedras y tierra y cuya longitud nadie podía imaginar que fuera tan larga.

    Todos esos materiales no solo cegaban la galería sino que la rellenaban por completo siendo imposible el paso sin antes desescombrar y limpiar. Parecía sencillo: desescombrar y limpiar. Pero esta tarea se mostró más dura de lo previsible. En realidad, no se sabía hacia dónde iba el túnel, ni cuántos metros tenía, ni qué podrían encontrarse en su camino. De hecho, estas preguntas no pudieron responderse hasta hace muy pocos años. Belzoni pensaba que era como otras tumbas del Valle de los Reyes, y se equivocó. Este desconocimiento produjo un doble efecto. El primero fue que la posibilidad de encontrar algún tesoro, u obras de arte para los museos de Europa, le animó a excavar. El segundo efecto fue que, este mismo desconocimiento, a medida que excavaba y no encontraba nada, le iba desanimando. ¡Metros y más metros de galería! Y cuantos más metros excavaba, más difícil se hacía el trabajo de los operarios. Belzoni era un hombre decidido a quien no acobardaban los problemas pero, poco a poco, la tumba le fue ganando la partida. Hasta que decidió abandonarla.

    Y, desde luego, no era poco lo que había hecho, más bien había hecho mucho: había despejado 90 metros. Era la más larga que conocía, y conocía muchas. De eso daba pruebas la propia gran pirámide de Keops, donde consiguió entrar gracias a su tenacidad, aunque con métodos poco ortodoxos. El esfuerzo no había sido fácil. En algunos tramos encontró partes del techo desmoronado y caído. Algunos sectores estaban en franca ruina. Había ausencia de luz (se alumbraban con antorchas y candiles), los trabajadores tropezaban continuamente con el suelo lleno de piedras y a medida que lograban entrar más en el interior el aire se hacía, poco a poco, menos respirable. A eso se unía la fuerte inclinación de algunos tramos que requerían gran esfuerzo para sacar los cestos llenos de piedras. De hecho, en algunos lugares, los escombros y piedras que taponaban la galería eran de tal magnitud que se necesitaba el esfuerzo de varios trabajadores a la vez. Todo, en conjunto, hacía de ese trabajo un difícil cometido.

    Pero nunca pensó el forzudo trabajador de circo italiano que no llegaría a coronar su misión. Desde que trabajaba en Egipto, ningún difunto con miles de años, se le había resistido jamás. Pero alguna vez tenía que ser la primera y, aunque él no lo sabía, eso no tenía que humillarle porque solo era el primero de una larga serie de arqueólogos a quienes ocurriría lo mismo en aquella tumba.

    ¿Por qué trabajaba tan a fondo en una galería que tantos problemas estaba dando? Porque el cónsul inglés Henry Salt le financiaba los trabajos para mandar a Londres los hallazgos. Pero también porque ningún arqueólogo sabe a ciencia cierta lo que encontrará en un lugar hasta que no termina de excavar. Además, Belzoni estaba en el comienzo de la egiptología y sus esfuerzos se vieron, casi siempre, muy bien coronados: casi todas sus exploraciones en Egipto terminaron con éxito.

    Cuando decidió abandonar el yacimiento llegó también a una conclusión: que el túnel no era más que otra entrada a la tumba. Que, en realidad, la tumba tendría dos entradas. Y que este segundo acceso, aunque no había logrado desenterrarlo en toda su longitud, no debía guardar ningún hallazgo de importancia. En realidad, Belzoni no tenía ningún dato para sacar esta conclusión pero, como siempre cuesta un poco darse por vencido sin haber logrado nada, hay que buscar una excusa y la que él dio fue esa. Es decir, que solo era una cuestión de vanidad. Nada nuevo. Si acaso, más viejo que la propia tumba que había estado excavando. Tan viejo como el hombre.

    A tenor de lo anterior podría parecer un problema de fácil solución: ir sacando tierra hasta llegar al final. Sí, de fácil solución si no se conocen las condiciones climatológicas y geológicas de Egipto. Si no se conocen las características de la galería, a veces claustrofóbica, siempre oscura, con frecuencia en pendiente, sin ninguna ventilación, con desprendimientos y, además, solo alumbrada en su largo recorrido por débiles llamas de candiles. Tuvo que abandonar ante los problemas y los peligros que implicaba la empresa. Y dio su labor por acabada, suponiendo que otro investigador la terminaría en breve tiempo. ¡Breve tiempo! Estaba lejos de imaginar la sucesión de egiptólogos que lo intentarían.

    El siguiente investigador que se interesó por la tumba fue uno de los fundadores de la egiptología moderna: Jean-François Champollion. Nacido en Francia en 1790, murió con 42 años. Cuando un soldado francés, durante la invasión de Napoleón a Egipto, excavaba una trinchera, encontró una piedra con tres escrituras diferentes: jeroglífica, demótica y griega. Era la «Piedra de Rosetta». A partir de ella Champollion descifró el método que había que seguir para traducir la escritura jeroglífica egipcia.

    En 1828-29 Champollion llegó al Valle de los Reyes con intención, entre otras cosas, de terminar lo comenzado por Belzoni. Cuando llegó a la tumba hizo algunas prospecciones. En su intervención apenas continuó el desescombro del túnel pero observó el deterioro que estaba sufriendo el monumento. A las cámaras funerarias que había excavado Belzoni, las más exteriores, les empezaban a afectar la entrada de aire y humedad. Al ver los noventa metros de galería liberada y calcular el esfuerzo necesario para continuar con semejante trabajo, no se empleó de lleno en la tarea. Era el segundo asalto que ganaba la galería, aunque no del todo. No del todo, porque Champollion arrancó varios paneles de grabados y pinturas de la tumba y se los llevó a Francia. Pero no solo fue Champollion. En esta expedición le acompañaba el italiano Ippolito Rosellini (1800-1843), su discípulo, fundador de la egiptología italiana y que también se llevó fragmentos de la tumba a Italia. Este método de llevarse las obras más espectaculares de los países ha dado lugar a museos como el Louvre, en París, y el British, en Londres, entre otros.

    John Gardner Wilkinson, fundador de la egiptología británica se convirtió, en 1843, en el sucesor de Champollion para investigar el túnel de la tumba. Nació en Inglaterra en 1797, hijo de un pastor protestante, estudió en Oxford. De Oxford pasó al ejército. Con 23 años dejó el ejército para dedicarse a la arqueología y, desde los 27, dirigió excavaciones en el Valle de los Reyes. Andaba por la necrópolis con gran familiaridad y conocimiento de las tumbas. Mientras recorría los sepulcros, con pinceles y lápices, enumeraba las tumbas que nadie había sistematizado todavía. Murió en 1875.

    Al llegar al sepulcro KV 17 y examinarlo, pensó que la excavación completa de la galería podía aportar mucha información y que merecía la pena comenzar el trabajo donde lo dejó Champollion que, a su vez, lo comenzó donde lo había dejado Belzoni. Se puso manos a la obra y contrató a los trabajadores. Hasta ese momento su labor consistió, más que nada, en copiar los grabados de la tumba. Vio que los operarios avanzaban muy lentamente y que el coste económico de la operación era cada vez más alto. Además, las condiciones de trabajo se hacían peores cuanto más adentro trabajaban los obreros. En realidad también él se había hecho ilusiones; falsas ilusiones. Por eso, en el fondo, le costó admitir que la tumba le había ganado la partida. También abandonó.

    Pasarían casi sesenta años hasta que llegara otro egiptólogo que se interesara por la tumba. Era el turno de Howard Carter, el menor de once hermanos. Nacido y muerto en Londres, en 1874 y 1939. Famoso porque, en 1922, descubrió la tumba egipcia más importante de todos los tiempos: la del joven faraón Tutankamón. Inglaterra nunca le reconoció su importancia como egiptólogo. Cuando Carter llegó, ya hacía tiempo que la tumba era famosa por estar excavada de forma incompleta y por haberse «resistido» a Belzoni, a Champollion y a Wilkinson. Se seguía sin saber qué podría guardar en su interior. Además, el hecho de que los tres egiptólogos anteriores se hubieran dado por vencidos comenzaba a convertirla en un desafío.

    Carter había sido nombrado Inspector Jefe de Antigüedades del Bajo Egipto y retomó la tarea donde la había dejado Wilkinson. Desde Belzoni se había avanzado poco. Quien ahora comenzaba la excavación era un egiptólogo moderno en toda regla. Pasada ya le época romántica de los primeros años de la egiptología, Carter empleaba métodos más actuales en las excavaciones, al menos para aquellos primeros años del siglo XX. Ya no era solo el afán de piezas para los museos, ni la vanidad de terminar lo que otros habían comenzado por el simple hecho de quedar por encima de ellos. Era interés científico y a ello se dedicó. Estuvo en la tumba dos años, en 1902 y 1903, y continuó excavándola.

    También él se enfrentó al problema que había encontrado Belzoni. A unos metros de donde se había hallado el sarcófago y a bastante distancia de la entrada, se veía el comienzo del túnel taponado. Carter arregló el acceso a las cámaras tan bellamente decoradas pero al ver la galería comprendió que continuar costaría más tiempo del previsto y, a medida que se avanzaba, las condiciones de los trabajadores empeoraban considerablemente. Además, comprobó que la caída de escombros era más peligrosa de lo que había esperado y también se desanimó. El túnel continuaría sin excavarse y, la egiptología, sin saber qué había al fondo porque, finalmente, también abandonó.

    Harry Burton fue el siguiente que trabajó en la tumba, entre 1921 y 1928. No realizó excavaciones pero aportó una valiosa información. Burton trabajaba con Carter fotografiando el tesoro de la tumba de Tutankhamón, descubierta en 1922. Allí tuvo ocasión de especializarse en fotografía arqueológica y esa experiencia supo aprovecharla en la tumba de Seti I. Esa es la información que nos ha llegado, las fotografías que reflejan su estado de conservación en aquellos años. Era la primera serie de imágenes, más o menos completa, que se realizaba del yacimiento. Por eso decimos que, aunque Burton no excavó, si realizó trabajo arqueológico.

    El siguiente personaje que trabajó en la tumba fue el jeque musulmán Alí Abd el-Rassul que probó suerte en 1960. Realizó una nueva campaña que se había fijado el único objetivo de llegar al final de la galería: despejarla completamente de una vez. Este objetivo, después de que lo intentaran Belzoni, Champollion, Wilkinson y Carter sin conseguirlo, se había convertido en algo muy seductor. Alí inspeccionó el túnel, calculó tiempo, esfuerzo y el dinero necesario y se puso manos a la obra.

    El jeque no era arqueólogo pero mostró un interés extraordinario en esta excavación. ¿A qué se debía tanto empeño? A un deseo. Su secreto interés consistía en encontrar el hipotético tesoro que había dentro. No es que tuviera pruebas de la existencia del tesoro pero era una de las teorías más frecuentes: que había muchos objetos de oro, plata y piedras preciosas al final. Por tanto, como creía en la existencia de estas riquezas —y las buscaba— la consecuencia fue el alto número de operarios que contrató para la excavación. No ahorró ni esfuerzos ni dinero y puso a trabajar a cuarenta obreros en cuanto obtuvo el permiso del Servicio de Antigüedades.

    Alí era descendiente de los hermanos Abd el-Rasul, que habían sido profanadores profesionales de tumbas durante el siglo XIX. Se habían dedicado a interrumpir el descanso de los faraones y saquear sus tumbas de Deir el-Bahari, en Luxor. Su idea de que, al final del corredor, le esperaba un tesoro se convirtió en una obsesión, aunque la razón que dio para obtener el permiso de excavación fue la limpieza de la galería. Lo que, por otra parte, era cierto, pues necesitaba limpiar la galería para llegar a su imaginado tesoro. Pensó que el pasadizo era el camino hacia la verdadera tumba de Seti I que, según él, se encontraría al final.

    Desde luego su trabajo no fue muy científico pero hay que reconocer que fue provechoso, pues consiguió avanzar algo más de 35 metros. Solo Belzoni, ciento cuarenta años antes, había excavado más. La tumba tenía ya despejados cerca de ciento cincuenta metros desde la entrada. Pero esta longitud iba empeorando considerablemente las condiciones de trabajo y subiendo el desembolso económico necesario. Hay que imaginar a las cuadrillas de trabajadores sacando las piedras, la arena y los escombros en un túnel muy seco, con las pendientes que dificultaban la salida de los obreros con cestos de piedras cargados al hombro y, en consecuencia, la lentitud con que se llevaban a cabo las operaciones. Pero sobre todo, un hecho agobiante: el aire se enrarecía más a medida que se avanzaba por aquella galería que parecía interminable. El aire enrarecido fue causa de dificultades. Los trabajadores se quejaban de la sensación de asfixia que había en el interior y del peligro que suponían los desprendimientos del techo que, para colmo, cada vez eran más frecuentes. Para intentar poner freno a los desprendimientos, a medida que avanzaban fueron apuntalando la techumbre.

    Todo hacía pensar que el jeque acabaría por descubrir qué había al final de la tumba. Porque se daban varias condiciones, muy simples pero importantes. El jeque tenía una fijación: que al final había un tesoro, y lo quería. Era rico: tenía medios suficientes para la misión. Y era un jeque: estaba bien situado. Con estas premisas, era absurdo pensar que fracasaría. Esta vez, él, el jeque Alí llegaría hasta el fondo. No era como los europeos, que se desaniman tan fácilmente.

    Sin embargo, su deseo de llegar hasta el final para encontrar su hipotético tesoro le jugó una mala pasada. En uno de los corredores, el jeque, ¡se desvió! Sí, puede parecer muy extraño pero hay que tener en cuenta varias cosas. Que cuando hablamos del túnel no estamos hablando de un recorrido diáfano, claro, bien delimitado y bien iluminado. En aquellas condiciones, al encontrar algunas grietas laterales, el jeque «siguió» por allí, sin darse cuenta de que se estaba separando.

    Alí siempre creyó que el tesoro existía. ¿Acaso Carter no había encontrado el de Tutankamón? Y tantos otros tesoros encontrados en Egipto. Todo eso lo animaba. Pero ahora, sin embargo, también se le pasaba por la cabeza que podía no haber ningún tesoro porque, el hecho indiscutible, es que no había ninguna prueba en su favor. En este segundo caso la misión estaba saliendo muy cara. Porque, además, aunque el oro que buscaba existiera ¿a qué distancia estaría? ¿Y cuánto tiempo y dinero sería necesario emplear todavía?

    Pero, además, nunca se ha hecho alusión a un problema que los europeos no habían entendido pero ahora, el jeque, que al fin y al cabo era de aquella cultura, lo comprendía bien. Nos referimos a las supersticiones y a los miedos de los operarios de la tumba. Quizá un occidental del siglo XXI no lo pueda entender pero los egipcios de clase humilde, son tan supersticiosos como sus antepasados. Temían entrar solos en las galerías, que los espíritus de los muertos se vengaran de ellos y, sobre todo, temían que aquella tumba fuera su tumba. ¿Verdad que todo esto suena a «novela»? Bueno, al fin y al cabo, estaban a mediados del siglo pasado, las cosas ya han cambiado. Pues hay cosas que no cambian porque cualquier excavación egipcia en superficie se hace con tranquilidad y alegría. Pero haced una excavación subterránea y veréis que —en pleno siglo XXI— ciertas cosas siguen igual.

    En honor a la verdad, para comprender el esfuerzo en la extracción de los cascotes y tierra, hay que imaginar a un hombre que necesita caminar 150 metros para llegar al fondo de una galería, con pendientes sin escalones en la mayor parte del recorrido, sin barandillas donde agarrarse y con el suelo lleno de piedras. Y, sobre todo, poca luz y poco aire. Allí, al final, carga un capacho con tierra y piedras y vuelve a realizar el recorrido contrario hasta llegar a la salida para tirar los escombros, volver adentro y vuelta a empezar. Verdaderamente las expectativas no eran muy halagüeñas. Por otra parte, la torpe excavación del jeque dañó más la estructura y podía terminar con un hundimiento que los enterrara allí y, esa posibilidad, siempre producía angustia. Con estos pensamientos renunció a continuar. Abandonó.

    Era, ya, como un proyecto inalcanzable. Como si el faraón hubiera protegido su descanso con la magia del Libro de los Muertos. Habían fracasado tantos que parecía una locura volver a intentarlo. Sin embargo, en contra de todo pronóstico, años después se acometería de nuevo la difícil misión. Estaban ya en 1995 y entraba en escena el norteamericano Kent Weeks que, nacido en 1941, fue el siguiente en ponerse manos a la obra. Además, aquel año estaba excavando en la KV 5 de Ramsés II, muy cerca de la KV 17 de Seti I. Es decir que padre e hijo —Seti y Ramsés— descansaban juntos en la eternidad.

    Weeks investigó la galería, calculó las posibilidades de éxito, dudó un poco, y decidió continuar la excavación. Eso significaba probar suerte donde ya habían fracasado Belzoni, Champollion, Wilkinson, Carter, Burton y el jeque. El norteamericano mostraba audacia para acometer el reto pero la audacia le duró poco; hay que reconocer que el susto que se llevó le quitó las ganas. Cuando estaban trabajando con los obreros sacando capachos llenos de piedra, y él allí dentro dirigiéndolo todo, de pronto se oyó un ruido, fuerte, seco. Pocos segundos después una enorme roca se desprendía del techo y le cayó por detrás. Era un peñasco de varias toneladas que casi lo hace papilla. La enorme piedra se interpuso entre ellos y la salida. Al susto natural hubo que añadir la angustia producida por el hecho de quedar atrapados dentro, sin luz, sin aire… Afortunadamente no pasó nada, pero se le quitaron las ganas de continuar con un trabajo tan peligroso pues, la caída de aquella piedra había estado a punto de aplastarlo. Weeks, que durante su vida realizó muchas excavaciones afirmó: «fue la operación más peligrosa que nunca he acometido».

    Aunque avanzó poco, pudo estudiar la tumba detenidamente. Entre otras, sacó la conclusión de que la larga galería —que no iba a seguir excavando— formaba parte de la tumba como una parte del todo. Que fue planificada desde el principio pero, como los demás, no supo explicar su finalidad.

    En noviembre del año 2007 otro arqueólogo más, ¡el último! emprendió las excavaciones donde tantos habían fracasado. Zahi Hawass, secretario general del Consejo Supremo de Antigüedades de Egipto, depuesto de su cargo tras la Primavera Árabe en el año 2011. De curiosa personalidad, fuerte carácter y, a veces, un poco arbitrario. Sin embargo, no se le puede negar que tantos años al frente del Consejo Supremo de Antigüedades, interviniendo en numerosas excavaciones y otorgando los permisos para todo lo relacionado con la arqueología de su país, lo han convertido en uno de sus mejores conocedores.

    En 2007 Hawass disponía de importantes medios económicos, humanos y técnicos. Esto era una novedad. Una de las cosas que, en nuestra opinión, posibilitó el éxito de su misión fue que hizo instalar raíles para vagonetas a lo largo de toda la galería, lo que no se realizaba en una tumba del Valle de los Reyes desde hacía muchos años. De esta forma el desescombro ganaba en seguridad y rapidez, sobre todo rapidez. Por fin, parecía que el desalojo de la galería, que había desanimado a tantos arqueólogos, se iba a terminar.

    Una de las cosas de las que acusaban a Hawass es que no era él quien hacía las excavaciones sino sus subordinados y que él aparecía cuando había algún hallazgo importante. Quizá esto fuera así pero de no haberse empeñado en esta tumba y haber empleado tanto dinero, haber montado los raíles y haber contratado hombres, lo cierto es que a estas alturas, seguiría siendo un enigma.

    Puso manos a la obra y comenzó por limpiar lo que ya estaba

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