Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Eso tampoco estaba en mi libro de Historia de España
Eso tampoco estaba en mi libro de Historia de España
Eso tampoco estaba en mi libro de Historia de España
Libro electrónico426 páginas6 horas

Eso tampoco estaba en mi libro de Historia de España

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Las islas desconocidas de España; Pedro Serrano, el náufrago que inspiró a Daniel Defoe su célebre Robinson Crusoe; el descubrimiento real de la Antártida… y otros hechos de la historia de España escasamente pregonados, o cuyo desarrollo no acaeció en modo alguno como nos lo habían contado.
Tras el enorme éxito de Eso no estaba en mi libro de Historia de España, una obra que ha conquistado a miles de lectores, Francisco García del Junco vuelve a sorprendernos con once nuevos capítulos con los que disfrutaremos y aprenderemos sobre los aspectos menos divulgados de nuestra historia. En sus páginas podremos descubrir cómo un buque español, el San Telmo, llegó tiempo antes que Smith a la Antártida, y cómo las autoridades inglesas ocultaron ese dato; de qué forma intentaron los franceses destruir la Alhambra, o la derrota más dolorosa de Napoleón en Bailén. Conoceremos las increíbles hazañas de un ejército que no conocía el miedo, los Tercios, y rescataremos del olvido a los héroes de Filipinas o incidentes polémicos que llevaron a enfrentamientos bélicos tan curiosos como la contienda entre Granada y Jaén, de la que nunca se firmó la paz. Estos y otros episodios igualmente insólitos revelan una visión inédita de nuestra historia. La historia de una nación que, a pesar de los pesares y de las múltiples versiones interesadas, cuenta con muchas más luces que sombras.
IdiomaEspañol
EditorialLid Editorial
Fecha de lanzamiento23 jun 2020
ISBN9788418205439
Eso tampoco estaba en mi libro de Historia de España

Relacionado con Eso tampoco estaba en mi libro de Historia de España

Libros electrónicos relacionados

Historia europea para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para Eso tampoco estaba en mi libro de Historia de España

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Eso tampoco estaba en mi libro de Historia de España - Francisco García del Junco

    Nota del autor

    Cuando en 2016 la editorial Almuzara publicó Eso no estaba en mi libro de Historia de España, no pensaba que en tres años se imprimirían once ediciones. He intentado hacer un libro del mismo estilo, con capítulos que describan la magnífica historia de España. Capítulos independientes unos de otros para que el lector pueda leer el que más le apetezca. Con un lenguaje comprensible, sin demasiadas fechas y nombres. Con muchas anécdotas y fotografías.

    La razón por la que escribo la segunda parte de aquella obra es la misma: exponer hechos de España poco o mal conocidos. Algunos gloriosos: «La primera vuelta al mundo». Otros victoriosos: «Los tercios de España». Otros extraños: «La guerra entre Granada y Jaén». Otros surrealistas: «¡España nos roba!». Otros heroicos: «Los últimos de Filipinas». Así hasta 11 capítulos. Hay muchísimos más, pero había que poner un límite.

    Como estamos en la era de internet, debo decir que me ayudó a escribir este segundo libro una página comercial internacional. En ella, los compradores ponen su puntuación. Aquel libro lleva casi 180 calificaciones con una puntuación de 4.4 sobre 5. Comprendí que al lector le interesa que le cuenten la historia de España sin manipulaciones, de forma asequible y, a ser posible, de forma amena.

    Si tú, lector, te decides a leer este libro, casi seguro que acabarás pensando lo mismo que yo: «que cuando se lee la historia de España sin complejos ni leyendas negras, se lee una historia asombrosa».

    Seguro que te gustará.

    Sufrimiento y gloria: la primera vuelta al mundo

    8 de septiembre de 1522. En España reina Carlos I (el mismo que se nombrará también como Carlos V, porque también será emperador de Alemania). Nos encontramos en uno de los puertos más importantes del mundo: Sevilla. Allí se dan cita navegantes, comerciantes y los sinvergüenzas que, con más o menos éxito, pretenden «sacar tajada» de las riquezas que llegan de América. Pero ese 8 de septiembre pasa algo. La gente no está como siempre: toneleros, cargadores, aguadores, estibadores, muleros y el sinfín de trabajadores que a diario llenan el puerto andan curiosos. Algo pasa. Solo un inocente no se daría cuenta. Elcano, el capitán que había partido hacía más de tres años —tres años en la mar—, volvía. El mismo que había partido con el portugués Magallanes, pero ahora Magallanes no volvía. Solo regresaban dieciocho hombres de los casi doscientos cincuenta que habían embarcado.

    Vienen enfermos y más flacos que un palo. Hay que verlos. Todos quieren verlos. Enseguida han comenzado a divulgarse fantasías. Algunos dicen que la Tierra es redonda y que él la ha «redondeado». Pero ¡qué tontería! Si la Tierra fuera redonda, los de abajo se caerían; hay que ser tonto para creer esas cosas. Pero claro, esas pamplinas comenzaron a decirlas en la Universidad. A esos profesores que se creen tan importantes habría que ponerles orejas de burro y pasearlos por la ciudad, para que no sean tan creídos. Redonda… ¿Redonda? Ja, ja, ja…

    Que la Tierra era redonda ya era conocido, pero este conocimiento no se había extendido aún a las personas sin estudios. Sí, el 8 de septiembre de 1522, después de 37 meses de ausencia, Juan Sebastián Elcano, que había partido con Magallanes, volvía a España. Había logrado ser el primer hombre en dar la vuelta al mundo. Y vivir para contarlo. Porque, en este viaje, vivir para contarlo había sido el verdadero milagro.

    Hoy estamos muy lejos de comprender por qué en dar la primera vuelta al mundo se tardaron tres años y un mes (agosto de 1519-septiembre de 1522) y por qué, si embarcaron casi doscientos cincuenta hombres, solo volvieron dieciocho.

    Maximiliano de Transilvania, secretario de Carlos V, escribió: «Es la navegación más admirable realizada jamás en tiempo alguno». Y el austriaco Stefan Zweig, en el siglo XX: «La más grande proeza de la exploración de la Tierra que haya sido realizada jamás…, la ejecución de lo que parecía imposible». Y Giovanni Battista Ramusio (Venecia, 1485-1557): «El viaje hecho por los españoles en tres años alrededor del mundo es una de las cosas más grandes y maravillosas que se han ejecutado en nuestro tiempo». Todo esto parece un poco grandilocuente, un poco exagerado. Pero los testimonios anteriores son de personajes no españoles. ¿Todo ello es exagerado? Exagerado, si por exagerado entendemos asombroso. Vamos a verlo, pero antes, como sencillo resumen de todo lo que tuvieron que pasar aquellos hombres exponemos un extracto de Comellas, de la obra que citamos en «Para saber más». Aquella expedición:

    […] recorre los tres grandes océanos del mundo, y toca o contornea todos los grandes continentes […], sufre todos los climas, desde los calores atosigantes hasta los fríos que atieren los cuerpos; vive los episodios más variados y desconcertantes […]. Conoce guerras y enemistades, motines y deserciones que están a punto de malograr la expedición, incluida la muerte en combate de su director indiscutible (Magallanes) […] pone de manifiesto las más contrapuestas pasiones de los protagonistas como pocas aventuras de la historia.

    Finalidad y preparación del viaje

    Magallanes había estudiado las cartas de navegación y los informes de algunos marinos lusitanos que habían navegado por el Lejano Oriente, donde se encontraban las islas Molucas. Pensaba —y así fue— que por el sur de Sudamérica había un lugar que permitiría pasar desde el océano Atlántico al océano Pacífico para, desde allí, llegar a las Molucas. Quería alcanzar por el oeste aquellas islas, uno de los mayores centros productores de especias del mundo. Y si esto era posible sería, sin duda, muy difícil, pero había que intentarlo. Para eso había que buscar un paso en América que permitiera cruzar al mar del Sur (el Pacífico). Expuso su plan al rey Manuel I de Portugal, pero el monarca lo rechazó. Fue un grave error histórico del que se arrepentiría más adelante. Portugal, como España, se estaba volcando en los mares y había dejado escapar una oportunidad excepcional. Pero Magallanes no iba a quedarse quieto en Portugal. Si el rey Manuel I no creía en su plan, lo llevaría a otro monarca más poderoso, iría a España. Así lo hizo y, en 1517, llegó a Sevilla para hablar con el rey Carlos I y procurar que apoyara la misión. Parecía una locura proponer esa ruta, llegar a las islas de las Especias en las Indias Orientales por el oeste. No fue el primero en proponer semejante plan. Veinticinco años antes, ya lo había intentado alguien y — en ese sentido— había fracasado. Fue Cristóbal Colón, que no llegó a la meta porque «chocó» con América.

    De todas formas el asunto no era solo una cuestión de islas y especias. Era algo mucho más serio. La cuestión de fondo era política y diplomática. España y Portugal se jugaban la supremacía mundial. Los dos países habían firmado el Tratado de Tordesillas en 1494, por el que se repartieron los mares del mundo en dos mitades. Así: ¡se repartieron los mares! Y ningún país protestaba, aunque lo deseaban, porque ninguno estaba en condiciones de hacerlo. O mejor dicho, protestar sí que protestaban, pero solo eso, porque no podían hacer nada más.

    Las Molucas eran el gran centro productor de especias del mundo —por eso eran llamadas también la Especiería o islas de las Especias—. Sobre todo, de clavo y de nuez moscada, pero por encima de todo el clavo era su gran riqueza. ¿Eran tan importantes las especias? En el siglo XVI, sí. Y sobre todo, dependiendo de qué especia. En concreto el clavo era carísimo y muy demandado. Era la principal especia que se empleaba para sazonar la carne. Y eso en una época en que la sazón era la forma más común de mantener la carne medio en condiciones de ser consumida tras muchos días después de la matanza. Era también uno de los elementos más empleados en los condimentos de las comidas. En esa época había menos tipos de alimentos, se conservaban mal, con frecuencia escasamente, y se estropeaban pronto. Además, había que dar sabor a muchas comidas que, de otra forma, no eran fáciles ni agradables de tomar. El té, el café, el cacao y tantas otras bebidas de fuerte sabor no se conocían aún y el azúcar era cara. La cerveza y el vino común eran de sabor tan «regular» que era necesario «disimularlo» un poco. Pero hay más. Hoy nos resulta difícil hacernos una idea del mal olor en las casas y, sobre todo, en las calles. Los perfumes, las colonias y cualquier producto que suavizara el hedor siempre tenían fácil salida en las tiendas. Jengibre, áloe, sándalo, pimienta, clavo, canela, nuez moscada, hierbabuena, menta, poleo, etc. No hemos sido nosotros quienes hemos descubierto sus beneficios, eran muchísimo más apreciadas en el siglo XVI. Y muchas de ellas eran muy caras porque solo se daban en el Extremo Oriente y su transporte las encarecía enormemente.

    Si las Molucas quedaban del lado portugués según el Tratado de Tordesillas eran de Portugal, pero si estaban del lado de España eran españolas. Magallanes, en Sevilla, expuso a Carlos V que las islas estaban más cerca de las costas americanas que de las asiáticas y que, en consecuencia, pertenecían a España. Era una creencia errónea, pero, qué duda cabe, un error enormemente ventajoso para España. Había que intentarlo, porque si las Molucas se encontraban en el hemisferio español —pensaban que podría ser así— nadie lo había comprobado todavía. Así estaba el conocimiento del globo terráqueo a principios del siglo XVI. (Hoy las Molucas pertenecen a Indonesia, entre el sudeste asiático y Oceanía).

    La preparación de la expedición fue concienzuda y larga, tardaron un año y medio. Alguien podría plantearse ¿un año y medio para llenar de cosas una flota? Sí. Hoy puede resultar excesivo, pero si se piensa despacio cuántas cosas se necesitaban para el mantenimiento de doscientos cincuenta hombres encerrados en cinco barcos por un tiempo indeterminado —y no hablamos solo de comida y bebida— se comprenderá que aquellos diecisiete meses de preparación pueden considerarse un récord.

    Pero también hubo entorpecimientos. ¿De quién? Del principal rival en la expansión marítima española: Portugal. Entonces, todavía Inglaterra no suponía un obstáculo, y mucho menos Francia, que tardaría muchísimos años en tener algo parecido a una flota importante. Pero Portugal sí. Portugal se había lanzado al mar casi a la vez que España y con España chocó multitud de veces. Por eso, Portugal puso todas las trabas posibles en la preparación del viaje. Ciertamente, el plan de Magallanes, se lo habían planteado antes al país vecino, que no hizo caso. Ahora veía lo grave de su error. Porque lo que el rey portugués no podía olvidar era que España era cinco veces mayor y tenía una población que triplicaba a la portuguesa. Con ese potencial, aunque Manuel I no quisiera, la rivalidad entre las dos naciones parecía tener un claro triunfador.

    Y llegamos al primero de los asuntos verdaderamente importantes. ¿Qué embarcaciones había que elegir para un viaje largo que, con toda seguridad, estaría lleno de imprevistos y problemas? Tras analizarlo detenidamente optaron por cinco navíos. Cuatro naos y una carabela: la Santísima Trinidad, de 110 toneles (aquí iba Magallanes); San Antonio, de 120 toneles; Nuestra Señora de la Concepción, de 90 toneles (aquí iba Elcano); Nuestra Señora de la Victoria, de 85 toneles, y Santiago, de 75 toneles. Aparecerán, en casi todos los escritos como Trinidad, San Antonio, Concepción, Victoria y Santiago. Las naos y las carabelas eran magníficos elementos de navegación. A principios del siglo XVI, las naos tenían tres mástiles, velas cuadradas y dos castillos (zonas muy elevadas de la cubierta), uno en la proa y otro en la popa. Tenían una gran capacidad de carga: podían transportar hasta 500 toneladas. Como detalle curioso diremos que el tamaño de un barco se calculaba en función del número de toneles que podía llevar de carga (de ahí, lo de «toneladas»). Las carabelas eran más ligeras que las naos, también a vela, con tres mástiles y un castillo en la popa. Fueron usadas fundamentalmente por España y Portugal, en los siglos XV y XVI, en sus viajes transoceánicos. No es que los otros países no emplearan naos y carabelas. Es, sencillamente, que como hemos dejado entrever más arriba, aún tendría que pasar mucho tiempo para que tuvieran una marina digna de tal nombre. De hecho, hasta ese momento, casi todos los descubrimientos geográficos y de instrumentos de navegación los realizaban España o Portugal.

    Juan Sebastián Elcano. Fue el primer hombre en dar la vuelta al mundo. Lo hizo en la nao Victoria. La primera embarcación de la historia del hombre que atravesó todos los meridianos de la Tierra: los veinticuatro. (Óleo en la Torre del Oro, Sevilla. Fotografía del autor).

    Entre los 239 hombres de la expedición, dos de ellos sobresalían entre los demás: Magallanes y Elcano. Fernando Magallanes (Sabrosa, Portugal, 1480-Mactán, Filipinas, 1521) era un navegante experimentado, portugués al servicio de la Corona española, de mal carácter, y que no llegó a dar la vuelta al mundo porque murió en la travesía. Y Juan Sebastián Elcano (Guetaria, España, 1476-océano Pacífico, 1526). Es curiosa la razón por la que Elcano embarcó. Se podría pensar que el sueño de cualquier marino hubiera sido embarcar en la expedición que daría la primera vuelta al mundo. Pero esto no era así por dos razones. Primera, porque no tenían ni idea de que iban a darla. Y segunda y más importante, si cualquiera de los marinos que se embarcaron en aquella aventura hubiera imaginado, aunque fuera de lejos, la cantidad de calamidades y sufrimientos que iban a padecer, jamás se hubieran embarcado. Es más, como se sabía que iba a ser un viaje por lo desconocido, algunos marineros, fueron medio obligados. Entonces, ¿qué llevó a Elcano a sumarse a aquel viaje? Era un prestigioso marino que incluso tenía barco propio. Pero se había arruinado y, para solventar sus deudas, vendió su barco a una compañía genovesa. Sin embargo, ahí estuvo su error pues la ley prohibía vender los barcos armados a extranjeros en tiempos de guerra y, en aquel tiempo, para obtener la amnistía, un marino podía ponerse al servicio del rey de España. Y eso hizo, se puso al servicio de la Corona en la expedición.

    Por suerte para los historiadores posteriores, iba con ellos un italiano llamado Pigafetta (Vicenza, 1490-1534). Sin duda estuvo en el lugar oportuno y en el momento oportuno. La relación que hizo del viaje es muy completa, aunque mezcla rigor histórico para unas cosas y bastante fantasía para otras. Fue amigo y admirador de Magallanes, a quien alaba casi constantemente, y tenía antipatía hacia Elcano. En cualquier caso, su relato es el más extenso de los que han llegado hasta nosotros.

    Que la misión estuviera encargada por la Corona tenía innumerables ventajas: el número y calidad de los barcos, lo bien pertrechados que iban, los equipos con los últimos instrumentos de navegación, la cantidad de víveres y agua, etc. Y un dato curioso, llevaban cerca de 5000 cuchillos. ¿Iban a cortar tanto? No. Pero sabían que los iban a necesitar para cambiarlos por otras mercancías a lo largo del viaje, con las muchas tribus con las que se iban a encontrar en innumerables islas. También muchísimos espejos pequeñitos con el mismo fin.

    La vida a bordo

    A continuación exponemos muy brevemente las condiciones de navegación en los barcos que se lanzaban al océano. En aquellos barcos que, a pesar de todo, eran los mejores del mundo. Eran unas condiciones muy duras, pero todo aquello era el mar, eran los barcos, eran los marinos y esas eran las costumbres.

    En primer lugar, hay que quitarse de la cabeza, radicalmente, las nociones de comodidad, de seguridad, de comidas normales y de intimidad. Antonio de Guevara, escritor eclesiástico español del siglo XVII, dice:

    Es saludable consejo que todo hombre que quiera entrar en el mar, en nao o en galera, se confiese y se comulgue y se encomiende a Dios […] haga testamento, declare sus deudas, cumpla con sus acreedores, reparta su hacienda, se reconcilie con sus enemigos […] porque después en la mar podrá verse en alguna espantosa tormenta que por todos los tesoros de esta vida no se querría hallar con algún escrúpulo de conciencia.

    Y sobre las comidas, sigue diciendo:

    […] todo lo más que se come es corrompido y hediondo […]. Y aun con el agua es menester perder los sentidos del gusto y olfato y vista por beberla y no sentirla.

    Había muchos compañeros indeseables. Los más normales eran las ratas que, curiosamente, eran siempre las primeras en subir a la nave. Cada barco era una especie de almacén de estos roedores porque subían desde tierra con la carga pero, una vez en alta mar, ya no podían salir. Y allí continuaban reproduciéndose.

    Las cucarachas eran omnipresentes. Las de los barcos medían unos 3 cm y roían los libros y la ropa, además de destruir mucha comida. Los piojos eran los que menos se veían pero eran también los más incómodos, por los picores que producían. De hecho hay cinco o seis tipos de piojos y, asquerosamente, cada uno para unas zonas del cuerpo humano. Todos ellos eran compañeros que no faltaban jamás. Y, lo que es peor, no había medios para librarse de ellos. Por último las chinches que, como se alojan en las grietas de la madera, hacían del barco su paraíso.

    Otro asunto era la higiene. Aunque llamar higiene a todo aquello es como un chiste porque la higiene a bordo era cualquier cosa menos higiene. La tripulación vivía en espacios reducidísimos, con los animales vivos que se mataban a medida que iban a comerse (lo que sucedía en seguida, porque se morían en alta mar muy pronto), además de los olores asquerosos y las ya mencionadas ratas y los otros animalillos. En cuestión de comida… era difícil comer peor. Lo más habitual eran los bizcochos, unas tortas de harina de trigo, bastante duras. La bebida común era el vino, no porque fuera una bebida alcohólica —que además rebajaban con agua—, sino porque se conservaba mucho mejor que el agua. La ración por hombre y día era de un litro. Por cierto que el término bizcocho proviene de que era un pan que se cocía dos veces: bis coctus y, de ahí, derivó a la palabra bizcocho.

    Morir en la travesía era tan normal que raro era el viaje en el que no tenían que tirar a alguien por la borda. Porque los cadáveres, como era lógico, se tiraban al mar. Y para que no apareciera el cuerpo flotando al lado del barco, ni ver cómo se lo comían los peces, se les envolvía en una tela que se cosía y se le metía un lastre para que se fuera directamente al fondo. Era duro, pero era así.

    Y todo eso por no hablar de los naufragios, muerte que debía dar terror porque uno no sabía si iba a morir por los tiburones, por cansancio y dejar de bracear, o de qué, pero era seguro que casi siempre ahogado. Esos naufragios de películas en los que un hombre se agarra a un madero, ya no se ahoga, logra mantenerse agarrado horas o días y llega a una isla en la que se acaban las penas, son una visión de cine, pero no era real. Porque a veces, al náufrago, quizá, lo mejor que le podía pasar era que se ahogara pronto pues si se agarraba a alguna de las maderas del barco, entonces, la suerte era bastante peor. Ya que morir, morían. Y ahogados, también, si no había tiburones por la zona. Pero en vez de rápido, tras varias horas y, en algunos casos, incluso un día de sufrimiento.

    Para acabar con estas líneas sobre la vida a bordo, hay que señalar que eran hombres religiosos. Quizá de una forma tosca pero, desde luego, todos creían en Dios. Un grumete, cada media hora, cantaba la hora, tocaba una campana y daba la vuelta a un reloj de arena, mientras decía, intentando que se oyera en todo el barco:

    Una va de pasada y en dos muele,

    más molerá si mi Dios quiere.

    A mi Dios pidamos que buen viaje hagamos,

    y a la que es Madre de Dios y abogada nuestra,

    que nos libre de agua, de bombas y tormentas.

    ¡Ah de proa! ¡Alerta y vigilante!

    El día se iniciaba con la oración de la mañana cantada por un grumete:

    Bendita sea la luz,

    y la santa Veracruz,

    y el Señor de la verdad,

    y la Santa Trinidad.

    Bendita sea el alma,

    y el Señor que nos la manda.

    Bendito sea el día,

    y el Señor que nos lo envía.

    Y se acababa también con otra oración pronunciada por otro paje o un grumete.

    La nao Victoria en un antiguo grabado del Pacífico. Con solo veintiséis metros de eslora fue capaz de atravesar, por primera vez en la historia del hombre, los veinticuatro meridianos del planeta. (Grabado de Abrahamus Ortelius, de 1589).

    La partida

    Los días inmediatos a la partida se ultimaron mil asuntos que no podían quedar sueltos. Y en medio de todo aquel ajetreo, que debió de ser agotador, no olvidaban su fe. Toda la tripulación, desde los grumetes a los capitanes:

    […] en todos los días, bajábamos a tierra, para oír misa en un lugar que dicen Nuestra Señora de Barrameda, cerca de San Lucar (Sanlúcar de Barrameda, en Cádiz). Y, antes de la partida, el capitán general (Magallanes) quiso que todos confesasen, y no consintió que ninguna mujer viniese en la flota, para mayor respeto.

    El viaje estaba bien preparado. Si encontraron tantos problemas fue por los imprevistos que iban a surgir y porque iban a lanzarse a lo desconocido. A los océanos inexplorados donde, nunca antes, ningún barco había lanzado sus velas al viento. Además, una vez que salieron, el mar y los imponderables no dieron tregua.

    Salieron de Sevilla el 10 de agosto de 1519 por el Guadalquivir hasta Sanlúcar de Barrameda, desde donde zarparon a Canarias, y desde Canarias a Sudamérica. En el primer tramo de travesía, hacia Brasil, avistaron animales curiosos:

    Seguían el rastro de nuestras carabelas ciertos peces grandes que se llaman tiburones, que tienen dientes terribles, y si encuentran un hombre en el mar lo devoran. A arponazos cazábamos muchos, aunque no son buenos para comer, salvo los pequeños, y tampoco demasiado […]. Vi muchas clases de pájaros, entre los cuales uno que no tenía culo, otro que cuando la hembra quiere poner un huevo lo pone sobre la espalda del macho, y allí se incuban. No tienen pies, y viven siempre en el mar.

    En un viaje tan largo —largo en tiempo y en distancias— hubo situaciones de todo tipo. Quizá, una de las más inesperadas, ocurrió cuando llevaban más de dos meses ininterrumpidos de travesía. En diciembre de 1519 llegaron a Río de Janeiro que, todavía, no era más que una bahía paradisíaca con algunas cabañas de indios. Allí se llevaron una sorpresa, encontraron a un joven mestizo de entre 8 y 10 años. Pero… un mestizo nace de la unión de un europeo y una indígena. Entonces, ¿qué hacía un mestizo allí, entre tribus casi desconocidas? Algunos portugueses se dieron cuenta pronto. En aquel lugar, ocho años antes, había recalado otro portugués, Lopes Carvalho, que había tenido relaciones con una indígena y ese mestizo era el fruto de aquella unión. De los indígenas de Río de Janeiro, Pigafetta cuenta muchas anécdotas:

    […] comen carne humana, la de sus enemigos, no por considerarla buena, sino por costumbre […]. No se la comen de una vez. Antes uno corta una rebanada para llevársela a su vivienda y ahumarla allí. Vuelve a los ocho días para llevarse otro pedacito que comer asado entre los demás manjares […]. Sus mujeres no hubiesen ofendido al esposo a ningún precio.

    Los indígenas, al principio, pensaban que las lanchas eran hijas de las carabelas, e incluso que éstas las parían en el momento en que se soltaban por la borda sobre el mar. Observándolas más tarde a su costado, según es costumbre nuestra, creían que cada carabela las amamantaba.

    Intercambiaron infinidad de cosas que habían llevado desde España: peines, espejos y un sinfín de objetos muy preciados por los indios y, por supuesto, los famosos cuchillos. A cambio, los indígenas les daban comida en abundancia (fue la primera vez —allí y en aquellos días— que un hombre occidental comió patatas). Fue una de las etapas más agradables del viaje por el clima, por la geografía y por la amistad que les mostraron los indios guaraníes. Y esto último —la actitud amistosa de los indios— no era una de las menores preocupaciones de la expedición. ¿Qué podían temer? Casi nada, si exceptuamos que les pasara lo mismo que a Juan Pedro Díaz de Solís, sevillano de Lebrija, primer hombre blanco en llegar a Río de la Plata, que murió en la costa del actual Paraguay pocos años antes. ¿Y por qué temían una muerte como la de Díaz de Solís? Porque fue una muerte un poco peculiar… ¡se lo comieron los indios!

    Dejando atrás la cuenca del Río de la Plata, en Uruguay, continuaron hacia el sur y llegaron a Samborombón. Aquel lugar era Argentina, era posesión española. Decir por aquellas latitudes «posesiones españolas» es lo mismo que decir algo de civilización. Porque en aquellos lugares, la tierra, o era portuguesa o era española. Es decir, que más allá nadie había visto nunca qué había, nadie había explorado nada, nadie conocía nada, nadie había llegado a ningún sitio. Sencillamente, no podían saber lo que les esperaba. Bordeando el perfil sudamericano llegaron a la Patagonia, donde vivían los indios patagones. De ellos, sigue narrando el cronista:

    Cuando les duele la cabeza, se dan un corte transversal en la frente y así en los brazos, en las piernas y en cualquier lugar del cuerpo, procurando que se desangre mucho. Uno de los que habíamos apresado, que estaba en nuestra embarcación, decía que aquella sangre no quería estarse allí y que, por eso, le causaban el dolor […]. Se comían las ratas sin hacerles ascos ni a la piel.

    Desde allí, cualquier rumbo que tomaran sería la primera navegación realizada. No llegaron a atracar en ningún lugar de aquellas tierras desconocidas (la costa este del sur de Sudamérica) pero supieron que estaban habitadas. Lo supieron porque, cuando navegaban cerca de la costa, pudieron ver muchos fuegos. Eran las candelas encendidas por las tribus de aquellos lugares. Continuaron al sur y, ya en marzo de 1520, vuelven a darnos curiosas noticias: la primera vez que los europeos veían pingüinos. Al hablar de ellos decían que eran ocas negras con plumitas y que no podían volar. Nadie les había dado, todavía, el nombre con que hoy los conocemos.

    Rebelión a bordo

    Había que ir pensando en un lugar donde pasar el invierno, pero aún era pronto, había tiempo. Más al sur las aguas se embravecen pronto y con inusitada violencia. Pero las cosas se iban a torcer por primera vez. Magallanes, capitán de la flota, decidió que pasarían el invierno en la actual bahía de San Julián (Patagonia, Argentina). Si hacemos un rápido cálculo de dónde se encontraban y a dónde tenían que ir, veremos que faltaba poco para lograr su primer cometido: encontrar un paso hacia el Pacífico. Porque desde la bahía de San Julián hasta el ansiado estrecho hay cuatro grados y dos minutos de diferencia, es decir, solo 466 kilómetros (damos la distancia en kilómetros terrestres, no leguas marinas ni millas náuticas que sería lo correcto, para que el lector pueda hacerse más fácilmente una idea de las distancias). Magallanes no podía saber que aquel estrecho estaba ahí, ni siquiera si existía. De hecho, llevaban buscándolo sin cesar y, hasta entonces, todos los intentos habían sido infructuosos. No podían saber que, exceptuando Panamá (en Centroamérica), el continente no es atravesado por ningún accidente geográfico —un río o un mar— que una los océanos Atlántico y Pacífico.

    Pero hemos dicho que las cosas iban a torcerse de verdad. ¿Qué pasó? En primer lugar que las formas y la personalidad de Magallanes no eran, precisamente, lo que hoy podríamos decir amables. No. Eran cualquier cosa, pero amables no. De hecho era tan autoritario que su forma de ejercer el mando causaba mucho malestar entre la tripulación. Y eso que las tripulaciones del siglo XVI veían normal el mando autoritario; pero Magallanes lo era en exceso. Además, no estaba cumpliendo algunas de sus funciones con los capitanes de las otras naves que, al fin y al cabo, eran marinos experimentados y prestigiosos y que podían aconsejar en circunstancias difíciles. Una vez llegados a San Julián algunos capitanes comenzaron a maquinar que Magallanes no los estaba guiando bien. Y ahora atracaban, cuando el invierno todavía no había llegado. Estaban en marzo. Hay que tener en cuenta que aquella decisión los obligaría a estar inactivos casi medio año. Cuando Magallanes los citó en tierra para oír la misa del Domingo de Ramos (comenzaba la Semana Santa) y varios de los capitanes se excusaron, la relación se tensó hasta el extremo. Ya faltaba muy poco para que se prendiese la mecha. Esa misma noche hubo «viajes» de hombres de unos barcos a otros y el apresamiento de algún partidario del capitán de la expedición.

    La rebelión ya era una realidad porque, de hecho, corrió la sangre de algunos hombres. Estaban implicadas tres naves, en contra de las otras dos, fieles a Magallanes. Propusieron al capitán la posibilidad de que, ya que no habían encontrado ningún paso hacia las Molucas, volvieran y lo intentaran por el cabo de Buena Esperanza. Para hacernos una idea: ir a las Molucas en vez de por el sur de Sudamérica, por el sur de Sudáfrica. ¡No era un pequeño paseo! ¿Se solucionó sin problemas? No. Magallanes no jugó con nobleza y mandó a sus hombres abordar una de las naves sublevadas, con promesas de amistad. Allí, a uno de los capitanes le dieron una puñalada en el cuello y lo mataron. Todo se lió aún más. Los sublevados perdieron la partida y Magallanes no se mostró benévolo. Mandó que el cuerpo de Mendoza, a quien habían matado de la puñalada, fuera descuartizado. A Quesada, capitán de la Concepción, le cortaron la cabeza y también lo descuartizaron. Y a otros dos, a los que no podía matar por sus importantes cargos, los abandonó sin agua en una isla desierta llamada, por eso, isla de la Justicia. Es cierto

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1