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Retablo de Ponce de León
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Libro electrónico290 páginas18 horas

Retablo de Ponce de León

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San Juan de Puerto Rico, otoño de 1520. Juan Ponce de León, conquistador y primer gobernador de la isla, proyecta su segundo viaje hacia Florida, por él descubierta y así bautizada siete años atrás. Oficialmente, su propósito es fundar la primera ciudad en ese territorio, del cual la Corona española le ha nombrado su Adelantado, con poderes que le convierten en el primer europeo que va a regir políticamente su destino. Pero, secretamente, y al mismo tiempo, planea también llegar esta vez hasta la Fuente de la Eterna Juventud, aprovechándose de los datos que ha ido recopilando tras sus conversaciones con diversos caciques indios en sus viajes por los archipiélagos del Caribe. Sin embargo, el objetivo que se propone una vez llegado hasta ella, y los motivos que le mueven, resultarán sorprendentes para cualquiera.

Ponce intuye que ése puede ser su último viaje. Y, entre otras decisiones consecuentes, ordena sus papeles privados con los cuales quisiera poder reconstruir el retablo de su vida, cuya última tabla habría de ser, precisamente, esa navegación a punto de iniciar. Según va haciéndolo, surge ante él su vida, en sus principales hitos, pero, entrelazada, también la historia de España (y de las Américas), captada en un período trascendental, incluso en sus facetas más íntimas y desconocidas, gracias a haber estado cerca de todos sus principales protagonistas, empezando por los Reyes Fernando e Isabel, desde que los escoltó como jovencísimo paje cuando contrajeron matrimonio a escondidas perseguidos dentro de la propia Castilla, algo que ellos nunca olvidaron y por lo que procuraron otorgarle siempre un trato muy especial, particularmente en los momentos más difíciles de su vida, personal y política.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento10 nov 2012
ISBN9781301167159
Retablo de Ponce de León
Autor

Enrique Sánchez Goyanes

Enrique Sánchez Goyanes obtuvo el Doctorado en Derecho en la Universidad Autónoma de Madrid y amplió su formación con varios años de estudios en Historia, Literatura, Ciencias Sociales y Arte en centros superiores de Cambridge, París y Florencia. En 1979 publicó su “Constitución Española comentada”, obra divulgativa sobre los derechos fundamentales de los ciudadanos que se convertiría en la más reeditada en la materia, y la primera de casi 60 libros en los que ha sido autor o coautor, en diversos sectores del Derecho Público esencialmente. Ha impartido docencia en distintas Universidades españolas y americanas durante más de veinte años, habiendo favorecido que se implantaran en centros iberoamericanos enseñanzas sobre técnicas jurídicas para el desarrollo sostenible, en el marco de programas formativos por él diseñados. En paralelo a sus actividades, ha recibido reconocimientos diversos, en las Américas (Méjico, Brasil, Argentina, República Dominicana...) y en España, de los que destaca el español Premio Nacional Fernando Albi por su aportación al estudio de la Administración española. Desde hace varias décadas, ejerce como abogado y como consultor jurídico, dentro y fuera de España, habiendo aparecido votado por sus colegas en publicaciones jurídicas como uno de los “Best Lawyers” españoles en su especialidad. Su profesión le ha franqueado el acceso a todo tipo de antiguos manuscritos olvidados en archivos de ayuntamientos, conventos, iglesias y diversas otras entidades públicas y privadas, desde Medina Sidonia a las dependencias secretas de la catedral de Santo Domingo, con todo lo cual ha sido capaz de recrear fielmente, en el Retablo de Ponce de León, al hombre y su tiempo, dentro de los distintos marcos que conformaron la personalidad del descubridor, desde la tempestuosa Castilla hasta la hermosa Florida, en una obra donde el ensayo y la novela histórica se funden, sin dejar espacio a escenas imaginarias ni errores históricos. Apasionado de la Historia y del Arte, amante y viajero infatigable por el Nuevo Mundo, patrocinador de artistas y exposiciones tanto en España como en América, Sánchez Goyanes rinde homenaje a quien en su día imaginó, y luchó por conseguir, de forma pacífica, una auténtica alianza de culturas y religiones, y aún hoy es honrado tanto por su visión como por la protección que siempre brindó a los primeros pobladores de América, contraria, en ocasiones, a las órdenes recibidas.

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    Vista previa del libro

    Retablo de Ponce de León - Enrique Sánchez Goyanes

    Presentación del editor

    Prólogo del restaurador

    El Retablo:

    Tabla IRememorar es revivir (San Juan de Puerto Rico, verano de 1520).

    Tabla II Un pajecillo: una conspiración, al fondo (Santervás, Valladolid, 1460 – Segovia, 1474).

    Tabla III Un soldado y dos guerras (Segovia, 1475 – Granada, 1492).

    Tabla IV Misión secreta: a las órdenes de Colón (navegando entre Guadalupe y Cuba, 1493 – 1495).

    Tabla V En la corte del príncipe don Juan (Almazán, 1496 – Salamanca 1499).

    Tabla VI Lugarteniente en La Española (isla de La Española, 1499 – 1508).

    Tabla VII Gobernador de San Juan (isla de San Juan, 1508 – 1511).

    Tabla VIII Descubridor (San Juan, 1511 – La Florida, 1513).

    Tabla IX Último despacho con el rey (Valladolid, 1514).

    Tabla X La Gran armada contra los caníbales (navegando por el Caribe, 1515 – 1516).

    Tabla XI Cara a cara frente al Cardenal de Hierro (Madrid, 1517 – Valladolid, 1518).

    Tabla XII Que esta tierra sea para los que por ella viven (San Juan, 1518 – 1520).

    Tabla XIII Plutón cabalga por Castilla (1520, a finales del otoño).

    Tabla XIV Último Diario de Navegación (San Juan – La Florida, primavera de 1521).

    Epitafio en la catedral de San Juan de Puerto Rico

    Epílogo del restaurador

    Materiales para la restauración del Retablo

    Sobre el autor

    Presentación del editor

    Hace ahora justamente veinticinco años asumí la custodia del original de los textos que hoy ven la luz, con el mandato de disponer su publicación justo transcurrido un cuarto de siglo. ¿Se quería, con el transcurso de ese plazo, que viniera a coincidir con el cumplimiento de los quinientos años del hito más relevante de los protagonizados por Juan Ponce de León –el 2 de abril de 1513–, el descubrimiento por él de la tierra firme al norte de los archipiélagos del Caribe, y la decisión de bautizarla con el nombre de Florida, conservado hasta hoy? Es, seguramente, una pregunta que se formulará el lector. Yo no la puedo responder, sinceramente, aunque no se me crea. Por cierto, como en el del propio Colón, también se trató de un descubrimiento accidental: en realidad, iba en busca de la legendaria isla de Bimini, donde, pretendidamente, manaba la Fuente de la Eterna Juventud, y esta búsqueda mítica suya es, paradójicamente, la faceta de su vida más universalmente conocida.

    Este editor, que lo es en ejecución de aquel mandato (en el desempeño de su profesión de abogado), no tiene más responsabilidades en el alumbramiento de esta obra, cuya autoría esencial es de quien sólo quería aparecer como el restaurador de ese retablo en que se presentan los principales capítulos de la vida de personaje tan singular.

    Pero, en su condición de mandatario, sí tiene dos encargos adicionales para cumplimentar el mismo mandato, que casi son incompatibles entre sí: primer encargo, procurar que el precio de la obra resulte el mínimo posible para facilitar su difusión –pues el mandante estimaba que los hechos de Ponce merecen difundirse por la ejemplaridad que pueden revestir para las nuevas generaciones; y, segundo encargo, destinar el saldo positivo que pudiera arrojar el usufructo de los derechos derivados de la obra a la creación de una entidad de reinserción social y profesional de jóvenes, que deberá propiciar la convivencia de razas y religiones diversas, ya que –igualmente lo consideraba el mismo mandante– propiciarla en la primera ciudad que iba a fundar, era uno de los propósitos de Ponce en el viaje que le devolvió hasta Florida en 1521, cuando encontró la muerte.

    E. S. G.

    Prólogo del restaurador

    Durante siglos, el nombre y la figura de Juan Ponce de León permanecieron sepultados bajo la arena del olvido. Unos dentro de España, otros fuera, vivieron interesados en que así sucediera.

    Para los primeros, Ponce era un heterodoxo, un descubridor que había arremetido contra otros descubridores; sobre todo contra los métodos del Descubrimiento y el consecuente proceso de colonización, cuyas tres primeras décadas había vivido en las Américas. Particularmente, para una cierta historiografía oficial, Ponce de León era, además, un peligroso testigo de cargo que había conocido todos los secretos del reinado de Isabel y Fernando desde que, siendo solo un pajecillo, les había escoltado, por los días en que los dos eran perseguidos en la propia Castilla.

    Para los segundos, Ponce era un descubridor que no encajaba en la Leyenda Negra cuidadosamente urdida contra España, precisamente por ser un heterodoxo, pero, antes que por eso, por haber sido un hombre al que no había cegado jamás la sed del oro, por haber sido colono antes que conquistador, por haber defendido, como pocos, a los indios, por haberlos tratado con fidelidad a ese Evangelio para cuya predicación Castilla había llegado hasta las Indias.

    Por la voluntad coincidente de unos y de otros, la figura de Ponce quedó sepultada, oscurecida entre las deslumbrantes epopeyas de Colón, de Cortés, de Balboa y de Pizarro.

    Poco a poco, sus gestas se fueron olvidando. O, peor todavía, se fueron reduciendo a sus obsesivas expediciones en busca de la Fuente Sagrada. Su imagen ante la historia fue, así, deliberadamente deformada, transformada en la de un sempiterno soñador, hijo póstumo del Medievo.

    Durante siglos, la verdad de Juan Ponce de León –la verdad y las verdades– permanecieron olvidadas. Sus papeles privados –con los cuales él había querido reconstruir su vida– vagaron perdidos.

    Esos papeles –con sus figuras desdibujadas, sus paisajes ya borrosos, sus escenas casi evanescentes– semejaban un retablo agredido por la acción del tiempo, un retablo en el cual el descubridor era el protagonista y la historia de España, captada en un período trascendental, el fondo.

    Yo he tratado pacientemente de restaurar ese retablo con los métodos descritos al final de este libro. He pretendido rescatar del despiadado olvido una voz cuyo último eco resonó hace casi cincuenta décadas. He soñado con reconstruir la visión que, del Descubrimiento, tuvo un descubridor.

    Al hacerlo he querido rendir un triple homenaje: A Castilla, al castellano, a los castellanos.

    A Castilla, porque dio de sí, generosa y sacrificada, lo mejor que tenía para la gran empresa, al mismo tiempo que sus ciudades se despoblaban, sus industrias desfallecían y sus caminos veían pasar el oro y la plata venidos de las Indias, rumbo hacia el norte, sin tocar el suelo, presurosos.

    Al castellano, porque es el supremo símbolo del legado de Castilla en las tres Américas, necesitado hoy de ser urgentemente defendido frente a múltiples agresiones.

    Y a los castellanos, porque fueron sus antepasados los que, a partir de 1492, acometieron la más formidable tarea colectiva que, hasta entonces, había presenciado la Humanidad: colonizar un Nuevo Mundo. Algunos cometieron errores, ciertamente. Pero hubo otros, como Juan Ponce de León, a quien los puertorriqueños consideran su Primer Héroe Nacional, de los que podemos sentirnos orgullosos todavía hoy, cinco siglos después.

    París, primavera de 1987

    "Los hombres dados a la sapiencia hubieron sabor de hacer libros que no muriesen con ellos, y, de esta guisa, eran de pro así a los hombres de su tiempo como a los que, en pos de ellos, habían de venir"

    Alfonso X El Sabio

    (Cita subrayada, entre los papeles privados de Juan Ponce de León)

    TABLA I

    "Rememorar es revivir"

    (San Juan de Puerto Rico, verano de 1520)

    Cuando perdí a Leonor, dejé de ser el que era. Sólo me faltaba ella, pero, para mí, la Tierra entera se había quedado vacía. Su ausencia se cernía cruel sobre mí por todas partes: en la alcoba, en el comedor, en el jardín (ante los jazmines que ella misma solía regar), en el estanque, cuya superficie de cristal había reflejado, muchas veces, su rostro junto al mío.

    ¡Qué sabio me parecía, entonces, aquel viejo proverbio de los persas según el cual, para ser justamente apreciada una persona, ha menester partir... o morir!

    Todo cuanto había hecho por ella me resultaba, de repente, muy poco. Siempre había sido fiel a mi mujer; siempre la había amado con pasión; y ella lo había sabido. Mas, en los últimos siete años de su vida, desde que partí para explorar las desconocidas regiones del norte –retenido fuera de casa por mis afanes viajeros, mis obligaciones como Gobernador y, después, como jefe militar de San Juan, y mis dos larguísimas estancias en la corte–, sólo la mitad de ese tiempo había permanecido a su lado. En los momentos en que yo me hacía, lleno de pesadumbre, tan dolorosas cuentas, cuando ella me faltaba ya, sentía atormentada la conciencia y no hallaba consuelo.

    Di, por entonces, en recordar los lejanos plañidos de los trovadores. Cuando yo era joven, en Castilla, pensaba que aquellas suaves letanías, en las que siempre se increpaba a un amor despiadado, no tenían otro propósito que el de aparejarse con la melancólica melodía del arpa o de la vihuela. Yo veía a los trovadores cantar o recitar con el mismo talante con que, luego, se aprestaban a participar en los demás juegos de corte. Muchas veces repetían versos salidos de otras plumas; en ocasiones, componían sus cantigas, de improviso, a partir de unas pocas palabras que les habían sido dictadas, contendiendo varios, en un juego donde se medían destreza, ingenio y sutileza, en un puro juego. Casi nunca eran sinceros; la mayoría hablaban de sentimientos que jamás habían experimentado, acaso sin otra excepción que la del bueno de Garci Sánchez el extremeño.

    Y, sin embargo, muchas de las palabras que les había oído desgranar, por entonces, volvieron a mis oídos cuando ya las creía totalmente olvidadas, y las hice mías. Yo comprendí –¡tanto tiempo después!– las quejas desesperadas ante un Amor cruel que nos roba el objeto de nuestra veneración cuando más lo necesitamos; ante un sentimiento que nos atormenta al recordarlo, ya solos; ante una deidad esquiva a la que place castigar a quienes hemos sido sus fieles, convirtiéndonos en prisión el propio Paraíso. Y, sobre todo, llegué a entender el ver a la muerte como una tabla de salvación; el anhelarla como puerta hacia la morada eterna, donde será posible el reencuentro con quienes hemos perdido en la Tierra; el sentir que revivimos cuando la presentimos ya cerca, convocándonos a su fúnebre danza.

    Hay personas en nuestras vidas que nos dan la medida de nuestra propia felicidad. Del grado mayor o menor en que pueden compartirlo con nosotros, penden la misma dimensión y la duración del sentimiento que hemos de gozar. En cierta manera, somos felices por el modo en que podemos hacer felices a esas personas que queremos; buscamos la felicidad no tanto para disfrutarla egoístamente cuanto para compartirla con ellas.

    Según las propias circunstancias, estas personas para unos son los hijos; para otros, los padres; para otros, una mujer o un hombre. Para mí, fue Leonor. Mis anhelos fueron sus anhelos; yo ansiaba satisfacerla, colmarla de gozos. Alimenté ambiciones para poder rendir mis logros a sus pies. Quise ser rico, famoso, respetado por todos, para que ella lo fuera. Y, al final, cuando ya había descubierto un verdadero paraíso, y el rey me había otorgado los máximos privilegios como su Adelantado en la Florida, me di cuenta, de golpe, de que la fortuna me había sonreído demasiado tarde.

    Cuando estas personas desaparecen, la primera sensación que nos aflige es la desesperación: el mundo ha perdido su sentido, su justificación, su significado. Por unos momentos –que pueden durar días, semanas o meses–, el horizonte se enturbia, se nos borra, se desvanece; deja de preocuparnos. Perdemos cualquier ilusión, cualquier deseo de ir más allá, cualquier ambición.

    La felicidad, la esperanza de conservarla o de alcanzarla, se nos ha ido para siempre, porque se nos ha ido esa persona con quien la podíamos medir o sentir.

    Comencé a frecuentar los solitarios parajes del Baramaya, donde el silencio sólo se quiebra, dulcemente, con los gorjeos de los pájaros que allí tienen sus nidos, las reinitas, los pitirres, los ruiseñores, los guaragaos. Necesitaba aquella soledad casi absoluta para rehacerme. Me sentía como una figura de cristal a la cual una conmoción fortísima había resquebrajado y que, en cualquier momento, podía venirse al suelo hecha mil partículas minúsculas. Cada una de sus grietas requería una paciente labor reparadora para restituirle la consistencia. Necesitaba un remedio que me aliviara, y, en parte, sus componentes los tenía junto al Baramaya: silencio, soledad y tiempo, tiempo, que es el esencial en todo bálsamo para mitigar los dolores del espíritu humano.

    Allí, junto a la corriente limpia, rodeado, por todas partes, de pitas, corozos, guanábanos, higueros y árboles de maga, con sus flores ostentosas abiertas hacia mí (las flores que siempre cortaba para depositarlas, después, sobre su sepultura), fui rehaciéndome; fui recuperando, lentamente, pero más deprisa de lo que jamás habría podido creer, las facultades perdidas o hibernadas, la capacidad para articular las palabras, la sensibilidad para seleccionar las respuestas, para reaccionar ante los demás. Sobre todo, logré explicarme a mí mismo la necesidad de seguir de frente, de continuar el rumbo trazado desde el día en que decidimos, juntos, establecernos a este lado del océano.

    Los parajes de Baramaya, donde recuperé mi voluntad y mi fe, me siguen produciendo, especialmente a la caída de la tarde, una sensación de respeto. Muchas veces, atribuyo esa sensación a la cercanía de las ruinas de la ciudad donde vivieron los primitivos habitantes de esta isla. Órdenes estrictas para que nadie toque una sola de esas piedras, y penas severas para quienes las contravengan, a buen seguro, habrán estado dictadas bajo la presión de los sentimientos.

    Fuera por la postración en que me sumió la desaparición de mi mujer, fuera por la proximidad de la vieja necrópolis abandonada, durante meses, viví obsesionado con la presencia de la muerte, sintiéndola por todas partes, apercibiéndome –o creyendo apercibirme– de fúnebres presagios que, en cualquier hora y en cualquier lugar, cernían su sombra sobre mí.

    Yo había visto morir, a mi lado, compañeros en el campo de batalla, a una velocidad tan cruel que no me permitía ni contar las bajas; había visto cuerpos deshechos, de quienes nadie podía reconocer, casi enterrados en el barro, bajo las lluvias que siguieron al formidable combate que libramos cerca de Toro, la madrugada en que la guerra civil empezó a ser ganada por el bando de la reina Isabel; había visto morir, en la plenitud de su vida, al hijo del maestre de Santiago, a Manrique, el sublime poeta, en una superflua operación, que ya nada habría de decidir, a punto de firmarse la Paz con Portugal; y había visto, más tarde, veteranos y jóvenes pajes desgarrados por el furor sanguinario de los moros, en las cárceles donde les hacían sufrir cautiverio. Pero, por motivos que se me escapan, ante esa danza permanente y triunfante de la muerte, nunca me había sentido conmocionado como me sentí al verla golpear tan cerca ya de mí.

    Me di cuenta, además, de que había cruzado una frontera peligrosa, de que llevaba vividos más años de los que viven muchos hombres, de que seguía aquí, como si se me hubiera concedido un permiso particular, y me preguntaba con qué propósito.

    Por primera vez en mi vida, comencé a meditar seriamente sobre cuestiones en torno a las cuales ha filosofado el Hombre desde las primeras culturas.

    Caminando entre las ruinas de las plazas públicas, donde, hace cientos de años, los taínos se ponían en comunicación con sus dioses a través de ceremonias que habrían de parecernos hoy demoníacas, comprendía hasta qué punto el Hombre no cambia, aunque nazcan y mueran civilizaciones, aunque se asiente en el último rincón de la Tierra y permanezca separado de sus semejantes, con un océano como frontera.

    Viendo esa lápidas de oscura piedra, talladas toscamente, hace siglos, por los antepasados de esos indios que me han venido contando las leyendas de su raza; viendo las figuras dibujadas por un cincel misterioso, con rostros grandes, desproporcionados, de seres humanos o divinos, en actitudes de reverencia o de piedad, alegorías de una religión que, a nosotros, ya no nos es accesible, recordé los relatos de los griegos. Volvieron a mí las descripciones de los ritos funerarios de aquellos pueblos del Oriente –de cuyos reyes nos habla, a veces, la Biblia–, con las mismas lápidas cinceladas, con los mismos ajuares escondidos en los sepulcros. En el cementerio de esa ciudad, que cuentan fue arrasada bajo un diluvio, casi cada sepultura guarda alguna figurilla con forma de animal, alguna vasija de cerámica pintada de blanco sobre rojo, algunas piedrecillas verdes. Ante la muerte, mostraron la misma reverencia los hombres de aquellos Imperios que crearon la escritura y fomentaron las artes y las ciencias, sepultados hoy bajo el desierto, y los humildes alfareros de esa ciudad sin nombre, que se alimentaban de lagartos, de caracoles y de cangrejos.

    Ante la certidumbre de la muerte, volví mis ojos hacia el camino que había dejado atrás, hacia el retablo de mi vida.

    Unas veces, buscaba consuelo. Haberme dado con todo mi ser a mi familia, haber servido a mi patria y a mi rey; haber contribuido a ganar, para nuestra santa fe católica, a los indios que poblaban este oculto hemisferio, eran satisfacciones que hacían decrecer, en parte, mis ansias.

    He vivido y he sembrado. Hay siembras de las que sólo podrán aprovecharse generaciones que todavía no han llegado, ni habrán llegado cuando la mía haya partido, mas el pensar en la lejana pero segura cosecha me reconforta.

    Morir no me preocupa. Todo va a morir; todo muere: hombres, pueblos, civilizaciones. Todo cuanto vemos es perecedero. Sólo cuando no vemos, sólo cuando cerramos los ojos y logramos huir del planeta de los mortales, podemos atisbar, en la distancia, los vagos contornos de lo inmortal. Yo quisiera sobrevivirme en ese otro mundo que yace en el fondo de las conciencias humanas y que se nutre, entre otros alimentos, de remembranzas y de evocaciones. Quisiera que se me recordara. Desearía –humildemente – ser merecedor de que, alguna noche de verano, cuando el cielo esté limpio y raso y hayan de fulgir luminosas todas las estrellas, después de contemplarlas, alguien que todavía no ha nacido trate de forjarse, en ese mundo de las visiones interiores, mi rostro, o de pronunciar, sin despegar los labios, mi nombre. Ésa es mi secreta ambición: ¡tan pequeña y tan grande, al mismo tiempo!

    Otras veces, pretendía recrear, mirando al ayer, mis pasados momentos de felicidad, para volver a gozar de ella de una forma diferente (sabiendo que, en su manifestación genuina, jamás volvería a aprehender la felicidad ya en la Tierra), diciéndome a mí mismo: rememorar es revivir. Me sentía, en esos trances, como el coleccionista de arte que hace copiar obras famosas para deleitarse con ellas a solas; nunca podrá sentir el mismo placer que ante la creación auténtica, original, y él lo sabe siempre; pero, cuando la copia está acabada y ante sus ojos, experimenta una fruición a la cual, aún momentánea, ya no sería capaz de renunciar.

    Regresar a mi pasado hizo nacer en mí una preocupación nueva: tratar de reconstruirlo entero, de una forma tal que pudiera sobrevivirme, tras mi partida. No me movía la vanidad. Mi carencia de ella, por el contrario, me refrenaba a hacerlo. Bajo la bóveda celeste, en las noches siempre puras de la isla, perdido en los bosques cerca del Baramaya, solía contemplar las infinitas luces temblorosas que me desdeñaban, y me veía tan miserable como la última de las hormigas que presentía desfilar bajo mis pies: me reía amargamente de mí mismo.

    No obstante, la presunción de que pudieran hallarse, en ese tragicómico relato de aventuras y desventuras, del cual yo era el protagonista, algunas consideraciones de utilidad sobre la vida, sobre los hombres, sobre los pueblos, hacía mi vacilación cada vez mayor. Acaso, a través de las tablas de mi retablo, mis hijos y mis nietos, y los hijos y los nietos que ellos tengan, aprenderían a distinguir lo esencial de lo accidental, y podrían acompasar sus vidas a un ritmo diferente.

    Vuelto hacia ella, contemplo mi vida como quien contempla un gran retablo en el altar mayor de una de nuestras catedrales. Tal comparación no es reflejo de una destreza poética; ninguna poseo yo. Se la oí –ya hace un cuarto de siglo– a un gran pintor de retablos, el Maestro Berruguete en Ávila. Él remataba, por entonces, su magnífica creación para el convento de Santo Tomás.

    Habíamos hablado de casi todo: de nuestra Tierra de Campos, extendida entre mi Valladolid y su Palencia; del calor sofocante que sufríamos aquel verano; de la cosecha ya sentenciada; pero, sobre todo, del arte, y de la Italia que seguía en boga por mor de las campañas que allí librábamos contra Francia.

    Italia y el arte eran, para él, como la cara y la cruz de una misma moneda, y tan difíciles de separar. Había pasado su mocedad en Florencia, cerca de los pintores famosos, trabajando en el taller del Melozzo, estudiando la obra de los precursores, del Giotto, de Uccello, del Maestro Angélico. Decía que lo que sabía de pintura se lo debía a ellos. Amaba tanto Italia que ya planeaba enviar a su hijo Alonso, jovencísimo aún, a formarse allí. (Y he aquí que el muchacho daría en rendirse tanto a la escultura como a la propia pintura, que le había rodeado siempre, desde la misma cuna. Y habría de conocer a los más célebres. Hasta el propio Miguel Ángel, de quien todos tanto hablan, habría de estimularle a estudiar las técnicas de los antiguos, de las cuales él mismo había aprendido.).

    Don Pedro se sentía ya viejo, cansado, temeroso de enfrentarse a una obra como la que el obispo le había encargado para la catedral: presentía que no podría acabarla. Me habló de su vida, y fue, entonces, cuando me dijo que una vida humana se condensa en las diez o doce tablas de un retablo. Veía su vida reducida a esos diez o doce pequeños o grandes acontecimientos que le habían marcado, definido, perfilado, que lo habían hecho ser como era.

    Pensé mucho, junto al Baramaya, en esas palabras del maestro. Por ventura, sólo a un pintor podría habérsele ocurrido una comparación tan exacta, capaz de reflejar, con tal fidelidad, esa visión de síntesis, y, a la vez, fragmentaria, que nos resulta nuestra vida, evocada ya cuando se percibe, por diversas circunstancias, que nos falta poco para aparejar los fardeles del último viaje.

    El retablo no pretende nunca una visión total de la vida del personaje sacro en cuyo honor se pinta, se cincela o se labra. Sólo pretende mostrar sus hitos esenciales. Las gentes no capaces de recibir el conocimiento a través de libros que no pueden leer retienen las imágenes de un primer milagro, una predicación o un martirio, por medio

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