El linternista vagamundo: Y otros cuentos del cinematógrafo
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El linternista vagamundo - Pedro García Martín
GARBO
El linternista vagamundo
NUNCA FUE sencillo remontar el puerto. A pesar del sol pertinaz que deshacía la escarcha a media mañana. Empero la firmeza de las roderas que había dejado el paso de unas carretas madrugadoras. Aunque la amenaza del lobo se hubiese exiliado a las fragosidades de la sierra.
Nada aliviaba la quemazón de los pies mal calzados ni la bofetada de la ventisca en la cara. Tampoco el cuarteo de la piel a la intemperie que aguardaba al vagabundo cargado hasta las trancas. Nadie apostaba una perra gorda porque el hechicero de los cristales llegase cada nuevo año al pueblo.
Sin embargo, en sus humildes veladas al amor de la lumbre, todos los vecinos anhelaban volver a contemplar la magia que aquel porteador de ilusiones acarreaba a sus espaldas. Apenas parches de colores remendando el traje pardo de la pobreza.
En forma de una promesa de bonanza, semejantes a hormigas que a vista de pájaro descendían por la cuesta de los rodeos apoyados en bastones, las siluetas del linternista tocado con bombín y su lazarillo de traza harapienta se recortaban en lontananza del contraluz. Sólo a la altura del abrevadero en el cruce de caminos, abriendo los postigos del arrabal sobre el puente grande, una pandilla de chiquillos desastrados hizo correr la voz como un reguero de pólvora ardiendo por la calle mayor.
–¡Que viene! ¡Que viene!
–¡Que llega el hombre de las vistas!
Entonces brotaba el alboroto desde las raíces del caserío. Las mujeres, ya deteniendo el baldeo de los suelos, ya dejando de varear la lana del colchón, se asomaban curiosas a las ventanas como si el zorro hubiese entrado en el gallinero. Los hombres, ora el arado prisionero en el surco, ora el azadón clavado en el huerto, se secaban el sudor de su frente para atisbar en la lejanía.
Mientras el sacristán avispado, sin consultar al cura que le reprendería de igual modo, tiraba de la cuerda para que repicasen alegres las campanas.
–¡Que ha llegado! ¡Que ha llegado! –gritaban los alumnos en el patio de la escuela.
–¡Que ha venido el buhonero de las vistas! –gritó un parroquiano entrando como una bala en el café.
–¡A ver si vemos tetas como el año pasado! –voceó un cliente desdentado.
–¡Y lo que no son domingas! –dio un berrido su compadre que le salió de entre los labios y la colilla pegada a su comisura.
–¡Eso, eso! ¡A mirar extranjeras en pelota picada! –deseó el camarero abriendo los ojos de par en par–. Porque a nuestras mujeres no hay forma de quitarles el camisón de sus abuelas. Parece que nos acostamos con fantasmas llenos de lorzas y rulos.
Un olor a aceites rancios, que no había limpiado ni el atajo por el tomillar aledaño, anticipaba su presencia en la glorieta de la corredera. Los aceites refritos que iba pidiendo a los vecinos para alumbrar la linterna. Por eso, el aroma de las yerbas le daban un respiro entre sus trabajos y sus días: a la aventura por esos mundos de Dios, a la desventura por esas trampas del diablo.
Después de saciada la sed en la fuente de los tilos, tras engañar al hambre con pan revenido y queso duro, la pareja de forasteros presentó sus respetos a la autoridad competente. Bajo los soportales del ayuntamiento, el señor alcalde, don Tomás, que había salido a la puerta para despedir al secretario del hacendado, recibió a aquel artesano de las luces para ajustarle las cuentas de