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Iba siendo hora de que volvieras a casa
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Iba siendo hora de que volvieras a casa
Libro electrónico355 páginas9 horas

Iba siendo hora de que volvieras a casa

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Información de este libro electrónico

Günther Karst es prisionero en el campo de concentración de Dachau. Es el año 1937, y gracias a la mediación de su esposa y su suegro es liberado a condición de que abandone el Reich. A partir de ese momento comienza una odisea que le llevará a Colombia y de allí a todos los países centroamericanos hasta llegar a los EEUU.
En su odisea se encontrará con multitud de personajes y situaciones en los que la inteligencia, el sentido común, la lealtad, la honestidad..., no sirven en un mundo en el que se han desmoronado todas ellas.

Günther es un antihéroe que se enfrenta a un mundo absurdo, pero no por ello menos real; en sus peripecias debe enfrentarse a los celos de un amante, la avaricia de un comerciante, una tribu indígena de indios en la selva, el sinsentido de la democracia..., y en todos ellos, con un humor trágico, Günther nos relata un período, la Segunda Guerra Mundial, desde la perspectiva de los que lo viven sin haber luchado en ella. Una extraordinaria novela.

Como dijo Hannah Arendt: "Aparentemente, nadie quiere saber que la historia contemporánea ha creado una nueva clase de humanos: la clase de los que son confinados en campos de concentración por sus enemigos y en campos de internamiento por sus amigos."
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 jul 2015
ISBN9788491140238
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    Iba siendo hora de que volvieras a casa - Friedrich Karl Kaul

    casa!

    1

    ¿Liberado?

    Escribirlo en una biografía resulta muy simple: el 9 de abril de 1937, a la edad de 31 años, fui liberado del campo de concentración de Dachau después de cuatro años…

    Günther Karst se despertó sobresaltado por el sonido de la sirena que anunciaba el comienzo del día en el campo de concentración. Se sentía miserable. Antes de que a su alrededor la actividad propia del comienzo del día se adueñara nuevamente del cansancio plomizo de la noche, volvió a tener esa sensación de miedo que desde ayer no le abandonaba, cuando el guardia de la SS lo había anotado en el cuaderno de partes por holgazanear en el trabajo.

    El día de ayer no había comenzado especialmente mal. Al contrario que en días anteriores, lucía el sol cuando a las seis de la mañana el grupo de trabajo se puso en marcha hacia el exterior del campo, camino al lago en el que estaban realizando los trabajos de drenaje. El comando de acompañamiento de la SS se mostraba relativamente pacífico. El placer que solían mostrar al gritar y echar broncas no sobrepasaba lo normal. Tampoco el trabajo en sí era excesivamente pesado, salvo por la apática monotonía. Günther Karst había tenido que realizar otros mucho peores durante sus cuatro años de internamiento. Los presos formaban una larga fila a lo largo de la hendidura del lago, en cuyo fondo se había acumulado una gran capa de lodo; con unos palos de madera en forma de palas apartaban el lodo hacia los bordes. El hombre de atrás empujaba el fango hacia el de delante y este a su vez se lo pasaba al que tenía delante y así sucesivamente. Horas y horas al mismo ritmo monótono.

    Como los esclavos de las galeras, pensaba Günther Karst. Aunque por aquella época solo se utilizaban prisioneros de guerra… Si bien en la Edad Media tampoco es que se tratara a los adversarios políticos precisamente con indulgencia, hoy en día los presos de guerra por lo menos están protegidos por acuerdos internacionales…, bah, y de qué servirán esos acuerdos en caso de fuerza mayor. Si estalla la guerra, los nazis se preocuparán por esos acuerdos tanto como hoy en día lo hacen por la constitución que Hitler juró en 1933. –¡Maldita sea, menudo montón le ha echado el de atrás! Para qué esforzarse tanto, si los de la SS hoy están tranquilitos…

    Günther Karst se quitó las gafas y se dio la vuelta para calmar con un gesto el afán de trabajo del de atrás, cuando de repente muy cerca de él gritaron.

    –¿Se ha vuelto loco?

    Durante el ensimismamiento de Günther Karst, un hombre de la SS se había ido acercando poco a poco a la pasarela de madera cercana a su fila de trabajo.

    Günther Karst comenzó a mover su pala con verdadero empeño. ¡Demasiado tarde!

    –¿Número de preso?

    Lo habían pillado. Si el hombre de la SS daba parte, sería castigado. Eso significaba un mínimo de cuatro semanas en la celda oscura, tal vez incluso otra paliza. ¡No, no se dejaría pegar ni una sola vez más! Antes prefería acabar de una vez con todo…

    –Yo he…, yo solo… –intentó excusarse para evitar el parte, pero el guardia de la SS repitió amenazador la pregunta:

    –¡¿Número de preso?!

    –Yo solo quería…

    –¿Quieres decirme de una vez tu número de preso, maldito cerdo? O prefieres que…

    –32566 –dijo Günther Karst sumiso.

    –32566 –repitió el oficial de la SS, sacando un sucio cuaderno de notas del bolsillo interior de su chaqueta de uniforme color gris ocre. Tras rebuscar un poco, encontró también un lápiz desgastado con el que anotó el número, repitiéndolo de nuevo, pero esta vez solo con el movimiento de los labios.

    –¡Te voy a enseñar a hacer el vago aquí! ¡Si no quieres trabajar, no tienes más que decirlo!

    Günther Karst, en silencio, se puso a palear hacia delante los montones de barro que se habían ido acumulando en pequeñas pilas. Pero a pesar de todo su esfuerzo le fue imposible recuperar el ritmo del de atrás.

    Este se había puesto a trabajar como un poseso en el intento de no llamar la atención del SS. Cada vez que Günther Karst daba una palada de barro hacia delante, el de atrás en el mismo tiempo ya había acumulado el doble.

    Günther Karst no se atrevía a darse la vuelta para intentar ponerse de acuerdo con él. Un segundo parte le costaría con seguridad el potro de tortura. Pero si el barro continuaba acumulándose en su puesto de trabajo, tarde o temprano terminaría llamando la atención. ¿Qué podía hacer? ¿Dejarse caer sobre el barro simulando un desmayo? No, era demasiado arriesgado. Al guardia de la SS le importaba un bledo y, si se le antojaba, incluso le dejaría morir allí mismo. Así sucedió con Johannis en el grupo de trabajo de construcción, cuando cayó desmayado en los raíles. El oficial de la SS dejó caer despiadadamente el vagón cargado hasta los topes por la cuesta abajo. El cuerpo de Johannis quedó destrozado…

    –¿Qué pasa con ese tío de allí?

    Günther Karst despertó de su ensimismamiento.

    –¡Sí, contigo! ¡No mires a tu alrededor como un estúpido!

    Muy cerca del borde se había plantado un oficial de la SS con los brazos en jarras que empezó a gritarle: –parece que no tienes mucho interés en seguir empujando barro, ¿no? ¿Acaso te estás tomando un descanso? ¡Jefe de grupo! ¡Llévese a este perro holgazán a dar parte!

    –¡A sus órdenes, comandante! ¡De todas maneras ya está apuntado para arresto!

    –Vaya, vaya, dos veces siempre es mejor que una. Heil Hitler!

    –¿Qué te ha pasado? –le preguntó Arthur en la marcha de vuelta al campo.

    –Nada –le contestó un afligido Günther. Pero apretando los dientes añadió: –creo que no puedo más.

    –¡Tonterías! Hablamos más tarde en el campo…

    Arthur tuvo que callarse. El SS había ordenado entonar esa ridícula canción militar Wenn alles blüht auf diesen Wegen, wenn alles grünt auf dieser Flur…¹.

    La guardia de la SS vigilaba minuciosamente que todos y cada uno de ellos cumpliera la orden.

    Arthur y Günther se habían conocido hacía tiempo. Todavía estaban fuera, aunque ese encuentro en 1930 estuvo acompañado de una serie de circunstancias que hicieron que ninguno de los dos sintiera el deseo de volver a verse. Cuando años después Arthur Marzuch, un robusto obrero berlinés, y Günther Karst, cuyo periodo de prácticas como licenciado en derecho se vio interrumpido anticipadamente debido a la orden de arresto de la Gestapo, se encontraron en el campo de concentración, Arthur le preguntó: –dime, ¿tú no eres aquel que aquella vez…?

    Günther asintió mientras intentaba explicarse, pero Arthur lo interrumpió diciendo:

    –¡Ves! ¿No te lo dije entonces?

    Eso fue todo, y sin embargo esas pocas palabras fueron suficientes para que se forjara entre ellos un fuerte compañerismo, que se mantuvo hasta el día de hoy por encima de los problemas y las penalidades existentes en el campo de concentración.

    –Hasta ahora nadie la ha palmado por tener dos partes en un mismo día –le dijo Arthur ya dentro del campo de concentración. Justo después de la llamada se fue en busca de Günther Karst y, tras un par de vueltas, lo encontró por fin sentado en una piedra en la parte trasera de uno de los barracones.

    Günther Karst se encogió de hombros mientras decía a media voz, con una seguridad que contrastaba con el tono frágil de su voz: –¡no me presentaré al arresto, te lo aseguro!

    Arthur Marzuch lo miró pensativo frotándose con la mano izquierda la barbilla mal afeitada. –¡Eso no tiene ningún sentido! ¡Tienes que controlarte, tío!

    –¡Sentido, sentido! –repitió Günther Karst como el eco, volviéndose más agresivo.

    –¿Y qué es lo que tiene sentido aquí? ¡Hacen con nosotros lo que les da la gana!

    –Es verdad, pero precisamente por eso debemos apretar el culo. ¡A final a cada cerdo le llega su sanmartín!

    –No puedo más, Arthur –dijo Günther angustiado.

    –¡Vamos, tienes que aguantar! Vente al barracón, ya es hora. Pronto sonará la sirena.

    Casi sin voluntad, Günther Karst siguió a su amigo. Un miedo atenazador por el castigo de arresto lo paralizaba. No soportaría aquello una vez más: el potro de tortura, las palizas y después dos semanas o más encogido en aquel agujero oscuro, abandonado a la ira o clemencia del comandante… No, prefería acabar con todo ahora, hoy mismo… Por la noche, en las letrinas, la cañería… No era el primero que se colgaba allí y tampoco iba a ser el último. A la mañana siguiente cuando lo encontraran… En la llamada a formación el veterano del barracón anunciaría: una baja para el cementerio. Una hora más tarde el grupo de entierro ya habría hecho su trabajo. ¡Se acabó! La carta de Edith que llegaría en los próximos días sería devuelta, o tal vez no…

    Se le hizo un nudo en la garganta y los ojos empezaron a arderle. ¡Edith! No volvería a verla nunca más… ¡Cuánta noches había pasado imaginando cómo sería todo cuando lo liberaran! Volverían a estar juntos, a vivir como antes…, pero aquí acababan todas esas esperanzas, todos esos sueños…, experimentó una infinita compasión. ¿Por Edith? ¿Por él mismo? No lo sabía.

    Mientras tanto, Arthur Marzuch se había encargado de informar al veterano del barracón de que había que echarle un ojo a Karst, porque su situación era crítica.

    El veterano del barracón asintió sin más. –Hace tiempo que lo veía venir.

    –La cosa cada vez se pone más dura –Arthur hizo un gesto de rechazo con la mano.

    –Esperemos que…, ¿qué pretendes hacer?

    –Tendremos que vigilarlo esta noche. ¡Y que él se entere!

    –De acuerdo. ¿Podrás hacerlo solo?

    –No, necesitaré una segunda persona para poder echar un par de cabezadas…

    –¿Quién duerme a tu lado?

    –Ese es el problema. Ninguno de ellos nos sirve. Para este tipo de cosas no te puedes fiar de cualquiera.

    –Bien –dijo el veterano pensativo–, te mandaré a Bennewitz. Cambiaréis las camas con Schmidt y Köppen, así Karst estará en el medio. Bennewitz es un buen tipo.

    –No lo dudo –asintió Arthur Marzuch–. Pero prefiero a Rote. Y te diré por qué. Rote puede hacer la cama de Karst mañana temprano nada más levantarse. Está acostumbrado a madrugar por su época de panadero. Así nos aseguramos de que Karst no llame la atención haciendo la cama. Sería lo último que nos faltaba.

    –De acuerdo, tendrás a Rote en lugar de Bennewitz. Aunque me temo que no podrá hacer la cama de Karst. Si no me equivoco, Rote tiene mañana el turno del café.

    –Eso no es problema –apuntó Arthur–. Karst irá en su lugar.

    Un poco más tarde ya estaba todo acordado. Schmidt y Köppern, los vecinos de catre de Günther Karst, recogieron sus bártulos. Arthur Marzuch y Rote colocaron sus mantas a la derecha e izquierda de Günther Karst.

    –¿Qué significa esto? –preguntó Günther Karst, viendo cómo Arthur Marzuch extendía la sábana a cuadros azules sobre el colchón de paja a su derecha.

    –Espero que nuestra vecindad no te quite el sueño –dijo Arthur–. Por cierto, mañana por la mañana Rote hará tu cama y tú su turno de recogida del aguachirle ese…

    Günther Karst intentó oponerse, pero en ese preciso instante la sirena sonó con fuerza.

    –¡Apagad las luces…, apagad las luces! –se escuchó en los barracones. A Günther Karst no le quedó más remedio que tumbarse a oscuras en su catre. Sabía que no era casualidad que Arthur y Rote lo siguieran por turnos cada vez que se levantaba en mitad de la noche para ir al baño. Poco antes del amanecer cayó en un pesado sueño. Lo despertó el sonido de la sirena que anunciaba el comienzo de un día más en el campo de concentración.

    Todavía con la presión de ese miedo atenazador y mientras intentaba recordar los sucesos del día anterior, Arthur se acercó y le apremió.

    –¡Vamos, Günther, arriba! Tienes que hacer el turno del café de Rote. Los otros dos ya están esperando fuera.

    Con movimientos automáticos, Günther se enfundó los arrugados pantalones verde grisáceos del uniforme. Echó un vistazo rápido hacia el barracón de las letrinas: una muchedumbre se apiñaba alrededor de la cañería del agua; imposible pensar en ir a lavarse. Günther se puso la desgastada chaqueta del uniforme del mismo verde grisáceo en la que, a la izquierda, por delante y por detrás, resaltaba una ancha banda roja, la marca de los presos políticos, después echó mano de las botas de estilo militar.

    Desde la puerta del barracón se oían los gritos: –¿dónde está el tercero del grupo del turno del café? ¡El tercero, un poco de prisa, hombre!

    Günther se iba abotonando la chaqueta del uniforme mientras se abría paso entre las filas de catres. Si un hombre de la SS descubría un solo botón desabrochado, las consecuencias podían ser imprevisibles. Una forma de denigrar a las personas mucho más mezquina que si… Günther Karst no pudo terminar su pensamiento. Los otros dos responsables del turno del café ya estaban esperando nerviosos delante de la puerta del barracón.

    –¡Vamos, vamos –apuraba uno de ellos–, que perdemos el enlace! Izquierda, dos, tres… –Una vez fuera y con demasiado empeño, marcaba el ritmo de la marcha. Los tres perfectamente alineados marchaban a través de la explanada de formación, todavía oscurecida por la matutina niebla gris, hacia el portón del campo interior en cuyos barrotes de hierro fundido se podía leer la juiciosa máxima Arbeit macht frei².

    Durante la marcha no intercambiaron palabra entre ellos. Tan solo en dos ocasiones el excesivamente servil, que sin vacilar se había erigido en líder del grupo, dio la orden:

    –¡Gorros fuera! –La reverencia normal y rutinaria ante la presencia de algún miembro de la SS, sin importar la graduación.

    Delante del portón del campo interior, todavía cerrado, se había formado ya una larga fila compuesta de los correspondientes grupos de a tres encargados del turno del café. A la voz de una sonora orden, el portón de hierro forjado comenzó a abrirse. –Izquierda, dos, tres… –la fila reinició la marcha.

    –Los del bloque cuatro han llegado tarde –susurró excitado el servil, que durante la corta espera ante el portón se había ocupado de comprobar la presencia de los grupos de los distintos bloques–. Les espera una agradable sorpresa a los del bloque cuatro –añadió con cierta malicia.

    –Por lo que a mí respecta, no tendría ningún problema en renunciar a esta aguachirle –comentó el otro, que marchaba junto a Günther.

    –Pero es que no es solo eso –contestó el servil–. ¡Qué espectáculo crees que se va a formar cuando la SS se dé cuenta de que el caldero del bloque cuatro sigue en su sitio!

    La fila marchaba entre el pasillo formado por dos filas de hombres de la SS, con las piernas entreabiertas y el arma al hombro, hasta llegar a la comandancia. Allí giraban hacia la derecha en dirección a un pabellón abierto. Sin interrupciones, siempre flanqueados por los hombres de la SS, entraban en el pabellón. Allí, repartidos a lo largo del pabellón, había dos filas de pesados y relucientes calderos con capacidad para 20 litros. Los grupos de tres se separaron, dejando las filas de calderos en el medio y continuaron marchando hasta la salida al otro lado del pabellón. Una vez allí, cada grupo agarró al mismo paso los dos calderos que estaban al final, delante del portón del pabellón abierto, y marcharon de nuevo por la salida al campo interior.

    Günther cargaba el caldero por la parte exterior izquierda. El servil sujetaba el otro caldero por la derecha, mientras que el tercer preso, en el medio, sujetaba un caldero por la izquierda con Günther y otro por la derecha con el servil. Una vez traspasado el portón de hierro, el servil posó el caldero inesperadamente en el suelo de la explanada, susurró que tenía algo importante que hacer en el bloque tres antes de la llamada a formación y desapareció.

    –¿Y ahora qué? –preguntó Günther sorprendido.

    –Pues los calderos no van a ir solos hasta los barracones –contestó el otro, insolente–, tendremos que llevarlos a hombros. –Con habilidad ayudó a Günther a cargarse uno de los calderos a la espalda y, con más habilidad si cabe, se echó rápidamente el otro a los hombros y salió pitando: –¡Vamos, date prisa! –Al parecer ya había hablado esto antes con el servil. A saber qué clase de negocios manejaban estos dos en el campo de concentración.

    Günther se puso en marcha maldiciendo. Con cada paso que daba se derramaba el potingue caliente por los bordes del caldero y le calaba la espalda. Si iba más despacio, mejoraba; pero era consciente de que sus compañeros esperaban el brebaje, y para la llamada a formación debían de quedar como mucho quince minutos. Así que a Günther Karst no le quedó más remedio que echarse a correr. ¡Qué repugnante!

    De repente, alguien se le acercó para ayudarle, seguramente el servil. Pero, ¿quién era? No era…, ¡claro! Era Rote, el encargado de hacer hoy su cama, mejor dicho, el que tendría que haberla hecho ya… ¿No le había dado tiempo? ¿Venía a decirle…? ¿Qué iba a hacer Günther ahora? Jamás lograría hacer la cama tal y como les exigían en los pocos minutos que quedaban hasta la llamada a formación; ahuecar el saco de paja dándole la forma cuadrada perfecta. ¡Tercer parte asegurado! ¡Y todo gracias a Arthur!

    –¿Qué ha pasado con mi cama? –le preguntó Günther sin dejar de correr.

    –Déjalo todo, ya no tienes que preocuparte de nada –jadeaba Rote trotando a su lado–. ¡Eres libre!

    Günther Karst dejó el caldero delante de la puerta del barracón. Se secaba el sudor de la cara con la palma de la mano. Le parecía una canallada que Rote se burlara de él en semejante situación. Quizá se trataba de una artimaña de Rote para ocultar que no había podido cumplir su promesa de hacerle la cama a Günther… Ahora tendría que ver cómo solucionar todo esto él mismo. Ochenta y cuatro cuadrados de la sábana a lo largo, veintiuno a lo ancho. Se apresuró hacia el barracón; el repartidor del café, que ya se había hecho cargo del caldero con su ayudante, le hizo un gesto con la cabeza: –ya me gustaría a mí tener una potra como esa, librarse así de la celda de castigo…

    ¿Otro que se burlaba de él? Günther apretó los dientes.

    El siguiente en acercarse a él fue el veterano del barracón. –¿Ya te has enterado, Karst? ¡Te han soltado…! –Y sonriendo, le estrechó la mano–. Muy a tiempo, ¿no?

    Günther Karst sintió cómo la sangre dejaba de circularle por el cuerpo, se tambaleó. ¿Entonces era cierto? ¿Lo habían soltado? Tan solo acertó a decir entrecortadamente: –no…, no me lo puedo creer…

    –Hace un momento vino el ordenanza de la comandancia –le explicó el veterano–. Tienes que presentarte en la comandancia con todas tus pertenencias. ¡Eso solo puede significar que vas a ser libre! Qué va a ser si no.

    Günther Karst asintió enmudecido. Un extraño pero agradable cansancio se apoderó de él.

    –Cuando suene la llamada para formar los grupos de trabajo, tú te dirigirás a la izquierda con el resto de los que tienen que presentarse en comandancia –le indicó el veterano.

    Günther Karst asintió de nuevo sin decir palabra.

    Poco a poco, sus compañeros empezaron a rodearle. Todos querían estrecharle la mano, felicitarle, decirle unas palabras, un saludo para la mujer: –Günther, este favor me lo tienes que hacer –encomendarle algo a un pariente–, será muy fácil, también viven en Berlín…

    Günther Karst asentía, daba las gracias, contestaba afirmativamente a todo; no estaba en situación de poder pensar con claridad. Tuvo un extraño sentimiento, se le estaba olvidando algo importante, ¿pero el qué…? De repente lo supo. ¡Tenía que hablar con Arthur antes de que sonara la llamada a formación, si no sería demasiado tarde!

    Se abrió paso enérgicamente entre los hombres que le rodeaban. –¿Dónde está Arthur Marzuch? –Fuera no lo encontró, así que entró en el barracón vacío. Allí, sentado al lado de su catre, estaba Arthur.

    –Arthur, ¿te has enterado? Me han… –Günther se trabó.

    –Por supuesto que me he enterado. Estaba esperando a que pasara el revuelo inicial para poder despedirme de ti con algo de calma.

    –Gracias, Arthur –dijo Günther Karst con sinceridad–. Sin ti… –no sabía cómo continuar.

    –Déjalo –lo interrumpió Arthur–. Sin mí, sin ti, sencillamente nos necesitamos los unos a los otros y eso sirve tanto para mí como para ti. Aquí dentro es exactamente igual que fuera. A veces uno no se da cuenta, pero eso no lo cambia… En fin, no nos olvides del todo cuando estés en tu casa junto a tu querida Edith –le dijo dándole un leve toque en la espalda.

    –Eso nunca –dijo Günther Karst mientras estrechaba torpemente la mano de Arthur Marzuch.

    Sonó la sirena y el bloque corrió a agruparse delante del barracón para marchar hacia la explanada de formación. Apenas había terminado el veterano de efectuar el recuento cuando se escuchó la orden atronadora: –¡atención!

    El sargento de la SS, el jefe de la compañía del bloque, se acercó. De mala gana recibió el informe del veterano del bloque. Sin más –al parecer estaba bastante relajado– dejó marchar sin inconvenientes al bloque hacia la explanada de formación. Una vez allí, también transcurrió todo sin incidentes. Sonó la orden: –¡grupos de trabajo a formación!

    Günther, tal y como le había dicho el veterano del bloque, se unió al pequeño grupo que esperaba para presentarse en comandancia.

    La niebla todavía se extendía sobre Dachau. Esto significaba una larga espera para los grupos de trabajo, pues mientras la vista no estuviera despejada, no se les permitía salir del campo de concentración.

    Los doce presos con orden de ir a comandancia eran una excepción. Bajo la dirección de un hombre de la SS marcharon por delante de los grupos de trabajo hacia el portón del campo de concentración. Allí deberían esperar más órdenes.

    Durante la espera, en formación pero más relajados que de costumbre, Günther Karst se dejó llevar por completo por aquella extraña y agradable sensación de cansancio que le dominaba desde su conversación con el veterano del bloque. En poco tiempo estaría en Munich, ¡libre! Como mucho un par de horas más. En primer lugar iría a un hotel…, y no a uno normal y corriente, no, al hotel Las Cuatro Estaciones o a uno de categoría similar. Reservaría una habitación con baño, ¡por supuesto! Después pediría una conferencia con Berlín y esperaría a escuchar la voz de Edith…

    –¡En marcha!

    El portón del campo de concentración se había abierto y bajo la dirección del hombre de la SS marcharon a lo largo de una calle adoquinada hacia la nave en la que, tras su ingreso en el campo, habían tenido que depositar todas sus pertenencias civiles.

    Günther Karst todavía recordaba vivamente aquel día invernal en el que tras el recibimiento de la SS, que superó con creces todos sus temores, se vio forzado a separarse de los últimos restos de su vida anterior.

    Hoy estaba considerablemente más tranquilo que entonces. El hombre de la SS entregó al funcionario de la nave la lista con los nombres de los doce presos. El sargento segundo comprobó los nombres y fue llamándolos uno a uno. Ocho de los hombres tuvieron que ponerse a la izquierda, entre ellos Günther Karst. ¿Qué significaba aquello? Günther sintió que no era nada bueno.

    –A estos cuatro –dijo el sargento segundo señalando al resto–, se les devuelven todas sus pertenencias. A los otros ocho, solo lo necesario para el transporte: zapatos, pantalones, camisa y chaqueta. ¡Deprisa!

    Así que, pensó Günther extrañamente tranquilo, de liberación nada; iba a ser trasladado. Quién sabe a dónde y por qué…, adiós al sueño del hotel Las Cuatro Estaciones y la habitación con baño. Qué curioso, en realidad debería sentirse deprimido, pero la felicidad de salir de ese infierno de la forma que fuera calmaba el sentimiento de decepción. De momento, sea como fuere, iba a dejar Dachau tras de sí. Habría que esperar para ver lo que vendría después. Hacía tiempo que se había acostumbrado a vivir al día…

    Cuando Günther Karst se puso los pantalones de civil se quedó pasmado. ¡Diablos, qué talla era aquella! Ahora, con sus apenas cuarenta y cinco kilos, entraban dos como él. Con creciente interés observó cómo el preso que estaba a su lado se convertía en un tirolés de pura cepa. Empezando por abajo con unas botas de montaña y unos calcetines largos con motivos verdes, a los que seguían unos pantalones de cuero de media pierna como es debido, una camisa azul con botones de cuerno de ciervo y una chaqueta gris con unos graciosos adornos verdes. En la cabeza un sombrero de montaña con un adorno de pelo de gamuza en forma de brocha de afeitar y, dos siempre mejor que uno, una larga pluma rojiza. Una pesada mochila y un bastón de montaña del tamaño de un hombre completaban la estampa. Se trataba de uno de los cuatro agraciados que serían puestos en libertad y por lo que había recibido todas sus pertenencias. ¿Lo habrían cazado en su momento con semejante facha?

    Günther Karst marchaba a su lado hacia comandancia, donde los doce hombres se colocaron en formación hasta nuevo aviso. La niebla se había disipado y el grupo de trabajo marchaba cantando hacia el exterior del campo. Nadie se ocupó de los doce hombres que esperaban delante de la comandancia. Tras varias horas, los grupos de trabajo regresaron con su habitual cántico. Günther Karst creyó reconocer la figura recia de Arthur mientras desfilaban. Ya llevaban más de cinco horas delante de la comandancia, cuando se oyó la orden:

    –¡Atención!

    Por fin el coronel se dispuso a despedir la formación.

    Se quedó por un momento mirando fijamente a Günther. Su carnoso labio inferior sobresalía del rostro anguloso, moreno por el sol. –¡Nos vemos las caras de nuevo! ¡No tema! Ya hablaremos sobre su holgazanería… ¡Si no es hoy, mañana!

    Seguidamente se acercó al tirolés.

    –¿Va a ser liberado?

    –¡Sí, mi coronel! –la voz del tirolés sonaba extrañamente amanerada.

    –¡Compórtese honestamente ahí fuera!

    –Por supuesto, mi coronel.

    –¡Y no vuelva a hacer ninguna cochinada más!

    –Seguro que no, mi coronel.

    –¡Porque si no, lo volverán a traer aquí!

    –A la orden, mi coronel.

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