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Calle libertad
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Libro electrónico199 páginas3 horas

Calle libertad

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Las personas somos recuerdos: el polvo del sendero de la vida que se va aposando en nuestra memoria. Este libro contiene cuatro narraciones ficticias, amenas y creativas que, con una prosa exquisita, dibujan el marco social de un pueblo de la retaguardia guberna-mental, en plena Guerra Civil de 1936. De calado costumbrista, son historias de ricos y pobres, de señoritos y medieros, donde los personajes, sobre todo los femeninos, luchan ante la adversidad que supuso, hace ya casi noventa años, el mayor fracaso de convivencia en nuestro país.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento19 abr 2024
ISBN9788410684713
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    Calle libertad - Joaquín Gómez Carrillo

    1500.jpg

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Joaquín Gómez Carrillo

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Diseño de cubierta: Rubén García

    Supervisión de corrección: Celia Jiménez

    ISBN: 978-84-1068-471-3

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    «Aquí no hay bandos,

    aquí no hay bandos,

    ni rojos

    ni blancos

    ni egregios

    ni plebeyos…

    Aquí no hay más que átomos,

    átomos que se muerden.»

    León Felipe, El hacha (1939)

    Introducción

    Este es un libro sencillo que trata sobre algunas cosas terribles, pues saca a la luz el lado malo de una sociedad en época de quebranto de normas civiles y morales, y habla de sucesos que a la gente de hace ya casi noventa años le tocó vivir en un pueblo de la retaguardia gubernamental, en la España —dos veces trágica por violenta y pobre— de la última y desgraciada Guerra Civil.

    Qué duda cabe de que para muchas personas decidió la geografía, pues habría dado igual de qué lado de la ira hubieran caído, ya que la diferencia entre ambas zonas geográficas (la leal al gobierno y la rebelde de los sublevados), enfrentadas a sangre y fuego, no fue otra, en algunos casos —repito—, que el esgrimir distintas razones para cometer las mismas o parecidas barbaridades; Madrid pudiera haber sido Burgos y Burgos pudiera haber sido Madrid, pero la gente corriente, la humilde, la trabajadora, la exenta de inquina política, no habría dejado de ser la misma en una y otra parte del cisma nacional.

    Las narraciones que en las siguientes páginas se desarrollan, ficticias en su conjunto, aunque muchas de ellas inspiradas en sucesos reales, tienen su localización en el tiempo y en el espacio. La franja temporal de estas, comprendiendo referencias a un antes y a un después, abarca principalmente la época aciaga de la contienda española sufrida en la década de los treinta del siglo pasado, con su posguerra larga, gris, hambrienta y amedrentada. Sin embargo, el ámbito geográfico en el cual hunde sus raíces la ficción está fijado en torno a una niebla, con mi pueblo cierto a una parte y mi pueblo imaginario a otra. Ambos, al final, son mi misma patria. Mas la niebla, ni que decir tiene, jamás marca una frontera definida entre ambas repúblicas y los personajes literarios, inspirados o no en seres mortales de carne y hueso, pasan de una región a otra de la niebla con la libertad que yo, su creador, les otorgo y consiento.

    Estos relatos son como abrir la tapa de un cofre de nuestros antepasados, de un arca antigua llena de objetos y recuerdos que no corresponden ya al presente, pero que permanecen ahí alzados donde alguien los dejó un día. Ahora los miramos, los palpamos, reconocemos su textura, su olor, su historia, y sabemos que de nada práctico nos sirven ya, salvo para hacernos la imaginación de cómo un pueblo lloró, rio, trabajó, sufrió, se divirtió y amó antes de que lo habitáramos nosotros; mas luego, tras cerrar el cofre, o el libro en este caso, algo va a quedar adherido a las yemas de nuestros dedos, como cuando agarramos por las alas una mariposa.

    Son solo cuatro relatos (más un epílogo) los que integran esta pequeña obrilla, aunque he dejado en el cajón otros varios, porque pretendo que sea este un librico ligero, una pincelada de aquella época, de cómo se vivía, cómo se luchaba y en qué se creía; pues un pueblo, con el paso de las décadas y los siglos, convierte en literatura su historia, que es la suma de todas las historias personales de la gente. Pero he tomado nada más que cuatro porque, al igual que la naturaleza humana vive limitada por las cifras de la edad y los libros existen a expensas del número de sus páginas, las narraciones y los cuentos se hallan atados a la finitud de las palabras; de forma que todo lo que aquí se refiere es solo una ínfima parte de lo que llegara a ocurrir en ambos márgenes de la niebla, en un pueblo sencillo y, por mérito propio, ya literario —este libro quizá podría ser una de sus cédulas de identidad—, cuya cárcel, por esas ironías crueles que gasta a veces la vida, se hallaba situada en plena Calle Libertad. Y es tan hermosa esta palabra, antítesis del sustantivo que designa el lugar donde las personas la pierden, que he decidido titular este libro con el nombre, ya olvidado por el pueblo nuevo, que tuvo precisamente esa espléndida y luminosa calle de mi ciudad.

    A veces se hace preciso escribir y entonces hay que tomar el lápiz de la humildad y abrir de par en par las puertas de la ficción, que es el mundo más real de nuestros deseos, de nuestros miedos, de nuestros logros, de nuestras angustias, de nuestras creencias, de nuestra felicidad, de nuestra prudencia y, llegado el caso extremo, ¡Dios nos libre!, de nuestra ira y de nuestra perdición. Yo, para estos relatos, he enhebrado el hilo de unas familias que se conocen entre ellas, que se relacionan y que hasta emparientan —emparentar es un logro para las sociedades, además de una de las razones para perpetuar la vida—; y en estas familias he contado con mujeres dispuestas, en su condición de esposas, de madres y de abuelas, que nos llevarán de un tiempo a otro con su sabiduría y su ánimo. ¡Ay, qué sería de los pueblos de todas las épocas y lugares sin la importancia y guía de las mujeres…!

    Por otra parte, advertiré de que, como los hechos a los que se alude en los relatos de este libro pertenecen a un mundo partidista y profundamente cismático, cuya política elevó en su día a la máxima potencia el sentimiento agresivo entre la razón y la sinrazón y durante décadas aquella sociedad convaleciente referenció como estandarte el concepto tribal y maniqueo de buenos y malos, es posible que todavía algunas personas, al encontrarse con los personajes que en estas páginas habitan, sientan inquietud y busquen entre líneas la presencia de señas, coincidentes o contrarias, con una posición personal preconcebida; es decir, pretendan descubrir si los acontecimientos de las narraciones desarrolladas, como en muchos de los libros cuyos autores presumen de objetivos y neutrales, están tratados desde una u otra vertiente de la ira; pues todas las sociedades son portadoras de un carácter hereditario, de un gen inherente a la condición humana que trasciende de padres a hijos, renovándose de generación en generación: la dicotomía conceptual de pensamiento. Sin embargo, en estos cuatro relatos he pretendido mostrar que, cual las edades geológicas de la Tierra llegaron a convertir un día en piedra a animales y plantas que otrora respiraron y tuvieron funciones vitales como nosotros, también el tiempo ha fosilizado y concedido estatus literario a aquellos funestos sucesos de la incívica guerra que pasó. Cerca de noventa años, pues, sería el tiempo merecido para perder la inocencia, para romper todo mito sobre buenos y malos o desterrar cualquier odio subyacente. Sería lo deseable. Sin embargo, soy consciente de que en una guerra civil muchos creyeron tener al menos media verdad que contar o media razón que proclamar; algunos pretendieron justificar su parte de la ira y, argumentando razones diversas, manejaron hasta la mitad del odio; y asimismo estos, en cualquier determinado momento, quisieron hacer valer su parte de la justicia y reclamaron su derecho a escribir, al menos, una porción de su historia, que continúa salpicando generaciones.

    Una guerra civil, como la última que asoló España —material y moralmente— en el siglo pasado, no acaba nunca cuando cesan los combates en las trincheras ni la sociedad naciente queda nunca cauterizada de sus malignos efectos, aun cuando transcurridos los años y las décadas mueren todos los combatientes que fueron, ya que muchos llegaron a trasmitir en herencia a sus sucesores aquella media verdad que presumían, aquella mitad de la razón que creían tener, aquella visión particular, subjetiva, sesgada, sobre la justicia y la injusticia, sobre el valor y la cobardía o sobre el amor y la traición; aquella parte de su derecho a interpretar la historia y, cómo no, aquella porción de la ira que, sin ser conscientes quizá, albergaban en el lado malo del corazón. Mas, en contra de esgrimir la razón de una media razón, propongo desde estas páginas la tolerancia como visión general sobre aquellos lejanos y pasados acontecimientos, ya que nadie, ¡absolutamente nadie!, de entre los agresores o los agredidos vivos puede ser hoy la misma persona que entonces fue. Y todo esto, cuando aún muchas de las víctimas no han sido restituidas a la memoria decente de los vivos, lo cual es deber de todos, justicia histórica y ejercicio de perdón social, el contribuir al derecho personal y familiar de honrar cada cual sus muertos, ¡aunque sea un solo hueso o la pura y simple calavera!

    Así que, salvando la historia para los libros del género, pretendo con este, y con el ingrediente de aquella memoria, proclamar la república imaginaria de las letras, patria común de los seres inteligentes, donde la feliz libertad de creación destruya el sentimiento agrio, deshonesto, visceral y lejano de los dos bandos; pues todo ha de entenderse en su contexto y aquel fue un pasado al que hoy no podemos viajar —ni desearíamos hacerlo—, salvo con la ficción de las letras y la imaginación creativa, tanto del lado del que escribe un libro como del que lo lee: ambos pueden sentir entonces la conexión, el roce y la temperatura de la piel de los personajes, de aquellos que ruedan, humildes como las piedras de los caminos, o de los que imponen dominio cual sillería de las torres.

    Lo que el lector hallará a continuación no es otra cosa que un relato novelesco en su conjunto. Casi toda la narración del libro, aunque basada en sucesos reales y quizá conocidos por crónicas bien documentadas o la viva voz de los viejos, es ficticia: no es mi intención aquí ceñirme a los hechos tal y como fueron, pues me interesa más tocar, y resaltar, la debilidad o fortaleza del ser humano mediante la creatividad desinhibida, aunque cimentada en aquellos infaustos sucesos y en aquella convulsa sociedad.

    El autor

    .

    A la tolerancia, el mejor antídoto

    contra el germen de la guerra.

    El tren del fin del mundo

    Por años que pasaran, la Pascuala la Curra se acordaría siempre de aquel verano aciago de 1937, cuando los demonios de la guerra vinieron en mala hora a visitar su casa, situada junto a la escuela rural provisional de Las Praderas y a un tiro de piedra del paso a nivel del ferrocarril, que cortaba a bisel la carretera general Madrid-Cartagena. No olvidaría nunca que estos azotaron los muros de piedra con el furor de cien batallas y que arrancaron el tejado de cuajo, llevándoselo en volandas por los aires. Y referiría también la pobre que entonces, los cinco que eran de familia, quedaron atónitos, sin saber qué hacer, acostados en sus camas y con la visión confusa de las estrellas de media noche. (Así nos lo contaría múltiples veces la Josefa del Rojo, con el amor y el misterio que solo las abuelas de entonces ponían al evocar los sucesos reales y los cuentos antiguos hasta quedar estos grabados en nuestras mentes de niños; y siempre con aquel saber ancestral para narrar la historia fiel de los pueblos, mucho antes de que nadie fuera capaz de escribirla para los vencedores.)

    La Pascuala la Curra había estado haciendo por la mañana la conserva del tomate en botellas de cristal. Esta era una faena agotadora, pues coincidía con el amasijo del pan en la época más calurosa del estío; pero ella era una mujer dispuesta y nada le podía en los quehaceres de su casa, en el cuidado del averío, en el sacar adelante a sus tres hijas en momentos tan difíciles como aquellos o en el duro trabajo de las tierras de la señorita doña Olalla García-Fuentes, siempre hombro con hombro junto a su marido, Paco del Ringondango. Era la rueda de la vida, Pascuala, y eran los tiempos convulsos en los que muchas cosas se habían vuelto del revés y no se comprendían del todo; tiempos en los que, día a día, había que renovar la lucha por la existencia cual un asunto de fe.

    «Con la revolución de 1936, nos decían que íbamos a salir de pobres; ¡qué lástima…!», se lamentaba aún varias décadas después la Josefa del Rojo, mujer que nunca perdió su fe en las Ánimas Benditas del Purgatorio, a las que se encomendaba siempre en las tribulaciones de la vida, que fueron muchas, y a las que honraba con mariposas de luz dentro de un tazón de aceite que ponía en un rinconcito del dormitorio antes de rezar para acostarse. Ella era crédula de lo invisible, aunque, sin embargo, ya en su vejez, jamás se tragó la llegada del hombre a la Luna: «¡Se caerían!», argumentaba convencida, pues no concebía que pudieran posarse como las moscas en un astro plano que, redondo, se iluminaba pegado en el techo mágico de la noche.

    «¡Camaradas, la tierra es pa quien la trabaja!», iban algunos políticos locales proclamando en los mítines que celebraban por los caseríos de los campos, calentando los ánimos a los medieros fieles de toda la vida y advirtiéndoles bajo la consigna del miedo que no entregaran el terraje a los señoritos.

    «¿Acaso los habéis visto alguna vez empuñando l’azá o el arao?», les preguntaban a bocajarro a los pobres campesinos analfabetos, gente sencilla que se ceñía a las tradiciones sin más. Y muchos de estos, como le ocurriera a Juan Carriles (de lo cual hablaremos en este libro más adelante), creyendo a pies juntilla en aquellas promesas mesiánicas, importadas en su mayoría de la propaganda del nuevo paraíso comunista soviético, harían caso y se tomarían por su mano justiciera lo que la tan cacareada Reforma agraria de la República nunca pudo lograr con sus leyes.

    «Eran tiempos malos —solía referir en su ancianidad la Josefa del Rojo—, pero nadie quiere acordarse ya de eso, por vergüenza», aseguraba ella. Y qué verdad que es, Josefa, pues a muchas personas no les gusta reconocer ahora que fueron tan pobres como las ratas y que llegaron a echarse a la boca las mondas de las patatas y las cortezas de las naranjas recogidas del suelo; aunque aquello, bien sabe Dios, llegaría después, en la dura y hambrienta posguerra, cuando se acabara el mal comer de las ollas comunitarias y del reparto de alimentos en los locales de El Común y media España se aplicara con rigor, con saña si cabe, a someter a España entera.

    Contaba también la Josefa del Rojo que en las afueras del casco urbano, por donde arrancaba la llamada entonces Senda de Alicante, y cerca de unas casuchas de mala fama en las que había mujeres que ejercían el comercio más antiguo del mundo, los del Comité poseían un local donde repartían guisote con carne de burro a los evacuados del frente. «A los del pueblo, sin embargo, nos daba cierto regomello el catarla», argumentaba ella. «¡Pa ellos!», nos contaba que decía la gente al pasar por allí, pues todavía a los del pueblo les quedaba cierta dignidad gastronómica; aunque luego, tras la derrota nacional de 1939, desatado ya el Jinete del Hambre del Apocalipsis, llegarían a comer algarrobas como las bestias, disputándolas incluso a estas en el pesebre.

    Sin embargo, ellos, los refugiados, parecían distintos, pues soportaban de forma silenciosa una tragedia mucho mayor. Ellos pertenecían a los pueblos arrasados de la España ardiente, de la tierra quemada, de las cosechas arruinadas, de los animales desperdigados a su suerte, de las mujeres violentadas; a la España de los combates encarnizados a sangre y fuego; ellos, los que habían partido de noche y con lo puesto, dejando casa y pertenencias para el saqueo.

    «¡A los camiones, camaradas!», les habían urgido los milicianos bajo el rumor amenazante de la artillería enemiga. Ellos luego se pasaban allí las horas sentados en el suelo, callados como muertos vivientes, con un jarrillo de lata en la mano en espera de una ración de la triste bazofia. Era por lo que al hablar se referían a ellos con la solidaridad, la comprensión y el arropo de la acogida que les daban en sus propias casas. No obstante, persistía el sentido tribal y pueblerino de

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