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España guadaña. Arderéis como en el 36: La Memoria Histórica, la Guerra Interminable y otros asuntos afines
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España guadaña. Arderéis como en el 36: La Memoria Histórica, la Guerra Interminable y otros asuntos afines
Libro electrónico152 páginas2 horas

España guadaña. Arderéis como en el 36: La Memoria Histórica, la Guerra Interminable y otros asuntos afines

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Este libro cierra un ciclo: el de la obra de Fernando Sánchez Dragó sobre este país. Primero fue la España mágica: Gárgoris y Habidis. Llegó después la trágica con Muertes paralelas. Más tarde, Dragó retrató la España boba, la de la mala leche, la de la glorificación de la chapuza y la pérdida de valores con Y si habla mal de España… es español. Paralela a esa España corría la de la corrupción, las imposturas y la picaresca. Dragó escribió, a modo de thriller, la radiografía de un país delincuente en La canción de Roldán. Faltaba en ese ciclo una España, la de la épica, los héroes y el wéstern. Es la que galopa en Santiago Abascal. España vertebrada.
Y ahora, por fin, llega la España a la que muchos se aferran: la de la guerra. Arderéis como en el 36 recoge una serie de textos en los que, de un modo u otro, el autor alude a la Guerra Civil y a la Memoria Histórica. El libro es, por fuerza, fruto de una opinión de primera mano. Dragó, huérfano de guerra, nació en el 36 y vivió la posguerra y el periodo franquista paso a paso. De principio a fin. Difícil será convencerle de que las cosas fueron distintas a como él las vio.
Con un esclarecedor prefacio de Juan Eslava Galán, un brillante prólogo de Emma Nogueiro y un poético epílogo de Fernando Arrabal, este libro de un hijo póstumo de padre asesinado durante la Guerra Civil, sólo podía ver la luz en el 80 aniversario del inicio de la contienda.
IdiomaEspañol
EditorialLid Editorial
Fecha de lanzamiento21 mar 2019
ISBN9788418089428
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    España guadaña. Arderéis como en el 36 - Fernando Sánchez Dragó

    9788418089428.jpg
    Fernando Sánchez Dragó

    España guadaña

    Arderéis como en el 36

    Reflexiones sobre la Memoria Histórica,

    la Guerra Interminable

    y otros asuntos afines

    © Fernando Sánchez Dragó, 2019

    © Editorial Almuzara, s.l., 2019

    Reservados todos los derechos. «No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea mecánico, electrónico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright».

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Editorial Almuzara

    Historia

    Director editorial: Antonio E. Cuesta López

    Editora: Ángeles López

    Ebook: R. Joaquín Jiménez R.

    www.editorialalmuzara.com

    pedidos@almuzaralibros.com - info@almuzaralibros.com

    ISBN: 978-84-18089-42-8

    A Emma Nogueiro,

    cautiva y desarmada.

    Prefacio

    Me une a Sánchez Dragó una amistad de treinta años, iniciada cuando él generosamente presentó mi novela ganadora del premio Planeta, una propuesta que otros autores habían declinado por temor a indisponerse con el finalista al que suponían, erróneamente, enemistado con el desconocido profesor de instituto que le había arrebatado el premio, o eso pensaban.

    En esos treinta años de amistad he aprendido algunas cosas de y sobre Sánchez Dragó. Una de ellas, quizá la principal, es que el intelectual tiene un compromiso sagrado con la sociedad que lo sustenta (sus lectores): decir la verdad, aunque duela, y condenar la injusticia.

    Lleva este moderno Diógenes una larga vida y una dilatada obra iluminando el camino y combatiendo tanto los desmanes del poderoso como la sinrazón, la estupidez y el gregarismo del rebaño acrítico que se somete al pensamiento dominante, a las modas descerebradas o a los vaivenes de la corrección política.

    Alguna vez hemos lamentado que muchos intelectuales españoles que deberían ejercer una sana crítica del poder se dejen apesebrar y lo sirvan a cambio de una manduca. Tal fenómeno no es privativo de nuestra España cainita y cobardona, que conste, sino inherente a la condición humana. Cuando el nazismo surgió en Alemania los intelectuales que deberían haberlo combatido lo secundaron casi masivamente arrastrando con ellos al borreguerío nacional que, incapaz de pensar por sí mismo, prefirió comulgar con la corriente dominante.

    Sánchez Dragó es uno de los escasos intelectuales españoles que se arriesga a decir lo que piensa y a cantar las verdades del barquero en la plaza pública desoyendo el reparo del Buscón quevediano que aconseja «ciertas cosas, aunque sean verdad no se han de decir». Frente a esa prosa de Quevedo él prefiere el verso: «No he de callar, por más que con el dedo, | ya tocando la boca, o ya la frente, | silencio avises, o amenaces miedo. ¿No ha de haber un espíritu valiente? | ¿Siempre se ha de sentir lo que se dice? | ¿Nunca se ha de decir lo que se siente?».

    Decir en cada momento lo que piensa y siente es lo que Sánchez Dragó lleva haciendo toda su vida con esa sana rebeldía que pudiera ser el secreto de su mantenida juventud.

    Uno de los propósitos de este libro es la refutación de la ocurrencia zapateril de la memoria histórica. A esa memoria le ocurre como a las personas de edad: recuerda lo ocurrido hace mucho tiempo (y solo en un bando, por cierto), pero olvida lo reciente. Recuerda los días aciagos en que unos españoles mataban a otros llevados por ese odio cainita tan entrañablemente nuestro, pero olvida la reconciliación de sus hijos, cuando los dos bandos, derechas e izquierdas, se abrazaron y acordaron la Transición, que mejor llamaríamos Transacción: los franquistas que ostentaban el poder se sometieron al juego democrático de las elecciones libres a cambio de que los izquierdistas aspirantes a silla de pista y a comer a cuenta del Estado acordaran no pasar factura por los abusos perpetrados por aquellos durante la dictadura. En ese acuerdo no tuvieron inconveniente en cambiar la tricolor republicana, que hasta entonces enarbolaban, por la bicolor tradicional y monárquica. Fue una brillante operación ideada y financiada por el Gran Hermano americano a través del Pequeño Hermano alemán que tutelaba a Felipe González, todo hay que decirlo. El astuto Santiago Carrillo, compadre del gran defensor de las libertades Ceaucescu que le costeaba los veraneos, se apresuró a subirse al carro alegando cínicamente que aunque no fuera monárquico era «realista».

    Sobre esas bases, algo movedizas ciertamente, se construyó la Constitución española que desde entonces nos ha regido y a cuyo amparo España y la sociedad española han prosperado y se han incorporado a Europa.

    Esa feliz Transacción vino lastrada, no obstante, por dos taras congénitas que el tiempo ha agravado: el «café para todos» que dividió España en diecisiete reinos de taifas (una sinrazón que en su origen intentaba ocultar el hecho de que había que ofrecer un estatus privilegiado a catalanes y vascos sin soliviantar a los militares herederos del franquismo), y una torpe ley electoral que favorece a las minorías separatistas aspirantes a destruir España y dejan el arbitraje nacional en manos de personajes como el padre Arzallus, el que se arremangaba los hábitos para recoger las nueces ensangrentadas al pie del árbol de los fueros, y el presidente Pujol, la garduña gesticulante que predicaba lecciones de ética desde el balcón de la Generalidad catalana y al verse sorprendido con el carrito del helado amenazó (y amenaza) en sede parlamentaria con tirar de la manta y dejar a la intemperie los culos de sus señorías.

    Éramos pocos y parió abuela. En plena crisis quiso nuestra mala fortuna que un perfecto inútil bueno tan solo para tumbarse a la bartola y contar nubes frunciendo las cejas circunflejas que constituyen su principal y casi único valor, alcanzara la presidencia del Gobierno de pura carambola (propia de una democracia todavía joven a la que falta rodaje) y aterrizara en la Moncloa con el zurrón lleno de utópicos y peligrosos proyectos, a saber: para la política exterior la alianza de civilizaciones, una idea que todavía provoca hilaridad en la comunidad internacional amenazada por el islam, y para la política interior la maniquea Ley de Memoria Histórica que reverdece el fantasma de la Guerra Civil, que anula la reconciliación nacional en la que se basa la pacífica convivencia de los españoles y que nos azuza nuevamente a los Hunos contra los Hotros.

    El hecho de que aquella remota guerra de nuestros abuelos la ganaran los sublevados es tan irreversible como que el dictador muriera en la cama después de gobernar a su antojo durante cuarenta años. Ni se pueden ganar guerras que se perdieron ni se puede dar marcha atrás al reloj de la historia, ni los nietos de aquellos que se enzarzaron en una guerra fratricida son corresponsables de los desmanes y de los crímenes de sus abuelos. Por otra parte, es bueno recordar que esos crímenes se cometieron por las dos partes y eso es lo que nos enseña la obstinada historia por más que los asalariados que viven de esa nueva y siniestra industria se obstinen en recordar solo los crímenes cometidos por las derechas.

    En este libro tan lúcido como necesario Sánchez Dragó sale de nuevo a la palestra para defender su razón y su verdad, que es la de un hombre de buena voluntad, contra el fanatismo, el revanchismo y el rencor que se están apoderando de nuestra sociedad, la alegre, confiada y desinformada que emergió de la Transacción con voluntad de ser moderna y europea. Ojalá lo consiga y ojalá cunda su ejemplo y más intelectuales se atrevan a salir de sus covachuelas para defender en público lo que defienden en privado.

    Juan Eslava Galán

    Prólogo

    Ni ruido de fusiles ni canto de ruiseñores: guerra civil.

    Lo demás es silencio.

    Cantando espero a la muerte, / que hay ruiseñores que cantan / encima de los fusiles / y en medio de las batallas.

    Miguel Hernández

    Y no quiero llantos. La muerte hay que mirarla

    cara a cara. ¡Silencio! ¡A callar he dicho! (…)

    Nos hundiremos todas en un mar de luto. (…)

    ¿Me habéis oído? ¡Silencio, silencio he dicho! ¡Silencio!.

    Federico García Lorca

    , La casa de Bernarda Alba

    En Madrid, en el mes de septiembre de hace dos años, al final del verano, ya sin horas crueles de calor, pero sintiendo todavía el ardor de las calles, una periodista salió de su casa, absorta, como siempre, y con la prisa de quien tiene una obligación para entrevistar a un escritor. La periodista, díscola y disoluta, que no alcanzaba entonces el cuarto de siglo, pero que ya tenía ganas de mirar la vida en blanco y negro, era yo. El escritor, consagrado, joven y viejo, con alma de Peter Pan ilógico, de Tom Sawyer, de Ulises y de Sinuhé el Egipcio, era Fernando Sánchez Dragó.

    En aquel día de septiembre, Fernando y yo todavía no nos conocíamos. No nos habíamos mirado a los ojos por primera vez. Recuerdo que, en la entrevista, hablamos, entre otros, de Miguel Hernández, de sus versos y sus ruiseñores. Y no quedó ahí la cosa, porque días más tarde jugamos la carta de la guerra como excusa para sentarnos y hablar. Así son las cosas: yo le debo a la Guerra Civil una divina y bendita presencia en mi vida, la de Fernando. Y comme le temps passe, seguimos enredados en este episodio tan… español. No es bueno repetir lo que ya se ha dicho, y Dragó explica en la introducción cómo se pensó y gestó este libro. Contado, pues, quedará, pero yo añadiré un par de cosas.

    La que en su día fue periodista díscola, abre ahora, como aprendiz que es, este libro y recoge lo que Dragó ha escrito durante más de cincuenta años. Por eso, lector, este libro que empieza no es una provocación. Es, sólo, la impresión y el testimonio de un hombre que, aunque sólo sea por el derecho que la edad otorga, puede contar las miserias de España. ¿Por qué? Porque es huérfano de guerra, porque ha pisado la cárcel, porque ha vivido no sé cuántos procesos, porque se ha exiliado y porque ha visto cambiar esta España nuestra hasta hoy, cuando no la reconoce ni su madre. Y yo, que soy un resultado de la Guerra Civil porque, aunque no nací en el 36, ha condicionado parte de lo que soy, ¿para qué quiero más? Nada sé de aquella época más que lo que los libros me han enseñado y, sin embargo, sospecho que escribo este prólogo con la misma ilusión que Hemingway ponía al enviar crónicas desde el hotel Florida, o la que debió sentir Gerda Taro al fotografiar milicianos en el frente de Brunete, o la que tuvo algún periodista al llegar a Granada el día que asesinaron a Federico García Lorca. Sueños, sueños nada más. Pero a mí me bastan.

    Sin embargo, hay en todo esto un germen difícil de anular. La guerra se ha enquistado. Ha parasitado en la memoria de todos los españoles, que no son capaces de olvidarla. La cantinela del cambio, por ejemplo, lleva ochenta años saltando de boca en boca y el raca raca de la memoria histórica es puro camelo. La guerra, además, no terminó aquel 31 de marzo del 39. Siguió en cárceles, exilios, tribunales… Y sigue viva en el corazón fratricida de los españoles. El cinismo y la agresividad que la desencadenaron son los mismos sentimientos que hoy la mantienen viva. Para entender la guerra —esa guerra— y hablar de ella, hay que mirarla, como a la muerte, cara a cara. Y eso sólo lo pueden hacer quienes la vivieron. Lo demás es silencio. Por aquellos, por los de entonces, aunque ya queden pocos.

    Fernando es uno de ellos. Llegó al mundo, al igual que muchos otros, como del rayo, atragantado, en el fatal mes de octubre del 36, con balas acariciando las sienes y, cómo no, con las tres heridas. Una, la de la vida; otra, la del amor y también, ay, la de la muerte.

    Merece la pena empezar por la última. En los primeros compases de la guerra, el 17 de julio, llegó a Madrid la noticia de que la guarnición de Melilla se había sublevado. Fernando Sánchez Monreal, padre de Dragó, y director a la sazón de la Agencia Febus, cogió

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