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En las trincheras
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Libro electrónico361 páginas4 horas

En las trincheras

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Gaziel es el autor del mejor libro escrito en español sobre la guerra de 1914-1918 por un testigo ocular?, decía ya la Enciclopedia Espasa-Calpe en los años 20. El joven periodista catalán Agustí Calvet (que utilizó el seudónimo de Gaziel) fue corresponsal de guerra cuanddo apenas si existía tal profesión, y el reportero español que más directamente conoció las trincheras de la Primera Guerra Mundial. Sus crónicas desde los escenarios de las batallas del Marne y Verdún, desde la ocupada Serbia o la levantisca Macedonia, son consideradas hoy obras maestras. Por primera vez se reúne en este libro una amplia muestra de esos reportajes, que incluye algunos nunca recogidos en volumen. La selección ha sido realizada por Manuel Llanas, biógrafo de Gaziel, que firma el prólogo, en el que recuerda la trayectoria de quien empezó como un ?periodista accidental? y acabaría convirtiéndose en director de su diario, La Vanguardia. El epílogo del libro lo ha redactado uno de los más brillantes continuadores actuales de Gaziel, el corresponsal de guerra Plàcid Garcia-Planas. Estamos, en suma, ante un gran texto de periodismo narrativo porque, cuando se habla de guerra desde las trincheras, el propio Gaziel escribió que ?todo lo que nos han contado y lo que hemos leído parece ahora pura novelería?.
IdiomaEspañol
EditorialDiëresis
Fecha de lanzamiento22 nov 2011
ISBN9788493870225
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    En las trincheras - Gaziel

    La batalla del Marne

    I. Preparativos de excursión

    Château de Villecerf, 28 de diciembre de 1914

    Cuando Fontainebleau era todavía un pequeño lugar rodeado de selva espaciosa y desierta, no frecuentada aún por las raudas jaurías de los reyes de Francia, un preclaro Borbón mandó construir, cerca de aquella aldea, un soberbio castillo destinado a la más linda y suave de sus favoritas.

    Esta mansión, escondida en un parque donde se reúnen el aire más puro y el más grato silencio, experimentó con el tiempo grandes y favorables mudanzas. Sus fundadores murieron, y el castillo y su parque fueron pasando a través de manos que supieron embellecerlos lenta y exquisitamente. Continuadas generaciones de hombres de clara estirpe o de elevado ingenio dejaron algo de su fuerza o su gloria en aquel apartado lugar. Y un día Voltaire, buscando un retiro sedante, pudo escribir en el parque, bajo la fina quietud de los árboles, algunos versos pomposos de su Henriade.

    Pero llegados los tiempos de la Revolución, el famoso castillo cayó convertido en ruinas. Los campesinos sublevados y hambrientos, bailaron por las noches con alegría infernal alrededor de los escombros y a la luz de las hogueras. Hoy sólo quedan del antiguo edificio los cimientos hundidos bajo tierra, el parque inmenso y silencioso, y un grande y viejo caserón que antes sirvió de hospedería al castillo. En él habita actualmente el heredero de sus antiguos dueños, hombre noble y cultísimo, de trato exquisito, cuya amistad me honra y me deleita.

    A mediados de diciembre, una tarde fría y nebulosa de invierno, yo subía despacio la cuesta que va desde una aldea cercana hasta el enorme portalón del castillo. Era mi primera visita a aquel histórico lugar desde mi vuelta a Francia, y los motivos que me inducían a acudir a mi amigo eran sobremanera graves y abrumadores. Acababan de demostrarme, en París, que toda tentativa para visitar los campos memorables del Marne sería por completo inútil.

    Hallé a mi amigo —a quien llamaré en adelante monsieur de Villecerf— instalado en un pequeño salón de su casa, cuyos muros están recubiertos por viejas molduras. M. de Villecerf se hallaba sentado en un profundo sillón, al amor de la lumbre, departiendo con un viejo señor envuelto en un amplio carrick ceniciento. A los lados de la gran chimenea, los montantes de mármol salvados de una cámara del antiguo castillo, reproducían los bustos juveniles y tersos de dos gentilísimas doncellas. El áureo resplandor del hogar se proyectaba sobre la superficie del mármol. Al temblor de las llamas, los cuerpos sonrosados parecían palpitar bajo la tibia caricia del fuego. Tres candelabros de plata alumbraban, con velas delgadas, el centro de la estancia. Y a través de las ventanas se veía extinguirse, sobre la masa densa y azulada del parque, la luz crepuscular.

    Estaba yo tan preocupado con mis malandanzas que, sin dar tiempo a que me presentara al viejo señor desconocido, expuse mi situación a M. de Villecerf y le pregunté si tenía en su mano algún medio eficaz para sacarme de mi pesimismo. Yo quería, a todo trance, ir a recorrer las llanuras del Marne y llegar hasta las líneas de fuego.

    Vi con sorpresa que, al oír mis palabras, se dibujaba en el rostro de M. de Villecerf una fina sonrisa de gozo. Mi amigo, después de escucharme, se quedó meditando durante breve rato, con la cabeza en la mano. Y de pronto, alzándose con un impulso muy suyo, franco y cordial, vino hacia mí, me tomó de la diestra y me dijo:

    —Venga usted acá, ambiciosillo inexperto pero afortunado. No se apure usted. Yo no veo ningún medio para hacer que usted llegue hasta las líneas de fuego. Pero puede hacer algo mejor que eso. Mi esposa está todavía en Burdeos, en casa de mis padres. Mis hijos han vuelto al colegio. Yo estoy, por lo tanto, completamente solo, y voy a aprovechar esta ocasión para arreglar un asunto muy importante y urgente de mis tierras del Marne. Dentro de algunos días yo iré a Vitry-le-François. Si usted quiere acompañarme, queda usted invitado desde este momento... Tengo el gusto de presentarle a monsieur Popinot, el administrador de mi patrimonio del Marne, persona cultísima y muy amiga mía, que nos acompañará en nuestra excursión.

    Quedé absorto y como anonadado de gozo, al oír a mi amigo. Saludé a M. Popinot y entonces observé que tenía el rostro dulce y expresivo, el pelo cano, la barba argentada, el color tostado, y los ojos límpidos y serenos de un viejo poeta.

    Pasamos la noche en apacible amistad, hablando de nuestra próxima excursión. M. de Villecerf me dijo que, de sus tres automóviles, sólo conservaba un viejo Panard de cuarenta caballos, que a pesar de sus achaques servía admirablemente para nuestra excursión. Baltasar, el criado irlandés de M. de Villecerf, nos acompañaría. Y para no dejarla sola con la servidumbre, vendría también con nosotros el amor de los amores de mi amigo, Faulette, la galga inglesa, ha salido a mi encuentro, poniendo sus patas sobre mis hombros, alta y erguida, moviendo la cola y acercando a mi rostro la punta húmeda de su hocico.

    M. de Villecerf estaba aguardando de pie, con una mano apoyada contra la capota de su viejo Panard, y la otra colgando airosamente de su cinturón de cuero amarillo. Llevaba puesto un abrigo de pardo color, amplio y holgado como un manto antiguo. Sus botas de campo brillaban, tersas y bruñidas, ciñendo la curva firme de las piernas. Los pliegues bombachos de un pantalón cetrero le cubrían los muslos. Tenía, como siempre, su ancho plastrón de seda negra anudado al cuello, sirviendo de fondo lustroso a los haces plateados de su luenga barba. Y puesta gallardamente sobre la cabeza —con la arrogancia de un mozo y la distinción inimitable que a menudo acompaña a la alcurnia— llevaba una soberbia montera de terciopelo, color verde mar, con una hoja seca de laurel atravesada en la cinta.

    M. Popinot estaba a su lado, en actitud silenciosa y benigna, como puesto a la sombra de su noble señor. Llevaba dos libros apretados debajo del brazo, como un colegial. Le he preguntado si eran alguna compilación de leyes o prontuario administrativo. M. Popinot me ha respondido casi avergonzado, mirándome con sus ojos serenos de viejo poeta:

    —Es una vieja edición holandesa del texto latino de los Comentarios de César.

    Y M. de Villecerf ha añadido:

    —M. Popinot es un amante apasionado de la antigüedad.

    En esto, he mirado despacio por la extensión de los campos que la terraza del castillo domina, y he visto que el día se alzaba sobremanera límpido. Baltasar, el criado de M. de Villecerf, ha terminado de colocar en el coche un verdadero arsenal de cosas útiles y provechosas: cajas de conserva, aguas minerales, vinos, quesos, mantas, ropas, abrigos, planos de carreteras, guías, un admirable botiquín de campaña, una lámpara de alcohol, y todo cuanto pudiera aconsejar la previsión más discreta.

    Por fin, M. de Villecerf nos ha invitado a subir en el automóvil. Faulette se ha acurrucado a nuestros pies, como una suave y palpitante alfombra. Y una vez cerrada la capota del coche, Baltasar ha puesto en marcha el motor, y el auto ha comenzado a andar con impulso insensible. En aquel instante, M. de Villecerf ha dicho:

    —Por mi parte, señores, estoy dispuesto a no volver a mi casa en todo un mes. Por ahora tenemos seguro llegar hasta Vitry-le-François. Una vez allí, veremos qué nos dicen. Pero si nos dejan seguir adelante, no hemos de parar, señores, hasta llegar al propio campamento del Kaiser.

    M. Popinot y yo, muy contentos y dispuestos, hemos jurado seguirle sin vacilar, extendiendo las manos con un gesto de conjura teatral. El auto atravesaba el portalón del castillo. Toda la servidumbre estaba allí para despedir a su dueño, repartida en dos cortas y respetuosas

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