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La noria de Beirut: Vida en la ciudad que siempre renace
La noria de Beirut: Vida en la ciudad que siempre renace
La noria de Beirut: Vida en la ciudad que siempre renace
Libro electrónico212 páginas2 horas

La noria de Beirut: Vida en la ciudad que siempre renace

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Tomás Alcoverro, el decano de los corresponsales españoles en Beirut y embajador entre dos mundos, nos transporta al otro extremo del Mediterráneo para explorar el Líbano, laberinto de civilizaciones que un día fue conocido como "La Suiza de Oriente Medio".

Edición digital actualizada de esta obra de referencia sobre el Líbano, con los últimos acontecimientos del país (desde la explosión de los silos del puerto de Beirut, a su crisis financiera y política) y con nuevos personajes y crónicas.

Precio especial de lanzamiento, ¡duración limitada!

El mítico corresponsal y uno de los periodistas internacionales más premiados de nuestro país, nos muestra el Líbano lejos de visiones occidentalizantes y exotismos, transmitiendo con su estilo vivaz, preciso y preciosista su compleja realidad.


A través de rutas por el país, perfiles biográficos y reportajes políticos, culturales y sociales, Alcoverro se convierte en el mejor guía de un viaje que nos ayudará a conocer uno de los países más fascinantes del mundo actual: el Líbano, laberíntico estado donde árabes y cristianos conviven en una particular idiosincrasia que ha enamorado a miles de viajeros.

IdiomaEspañol
EditorialDiëresis
Fecha de lanzamiento12 sept 2023
ISBN9788418011429
La noria de Beirut: Vida en la ciudad que siempre renace

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    La noria de Beirut - Tomás Alcoverro

    La ciudad

    que siempre

    renace

    Étranger

    parmi les

    étrangers

    Gira y gira la noria de Beirut. Con una suave sirena anuncia el inicio del movimiento de su gigantesca y vieja rueda, con sus pequeñas cabinas amarillas y azules, sobre este paraje marítimo de la ciudad. Construida por la familia Rifai en un parque de atracciones decrépito y casi cutre, funcionó durante tres lustros de la guerra civil libanesa, interrumpiendo su incesante girar en algunos de sus periodos más feroces y cuando fue arrastrada por una impetuosa tempestad de arena procedente del África.

    La especulación inmobiliaria ha erigido rascacielos, altos edificios residenciales sobre la Corniche (o paseo marítimo) de Rauche, donde todavía quedan restaurantes populares como Al Rauda, Arus el Bahar, o el Sporting Club con su terraza de madera renovada, uno de los lugares más amenos de estos barrios del centro de la ciudad cabe al pequeño estadio de fútbol de Nehme, bajo la ladera rocosa con un puesto de vigilancia del ejército.

    Es pequeño el recinto de este parque de atracciones, el primero que se levantó en el Líbano, construido en la década de los 60 del esplendor de Beirut, entonces la ciudad alegre y confiada del Mediterráneo oriental. Familias, sobre todo musulmanas libanesas y sirias, acuden con sus hijos los días festivos, especialmente los domingos, a sus despintados autos de choque, su modesto tiovivo, sus montañas rusas. Todas estas atracciones fueron adquiridas en Italia al acabar en 1990 la guerra.

    Por cuatro mil libras libanesas –dos euros– se puede subir a la noria. Con las nuevas edificaciones, una promotora trata de adquirir este Luna Park vetusto que, en su opinión, «afea la vista desde los nuevos apartamentos de lujo».

    Los otros establecimientos vecinos, como el Sporting Club, con sus piscinas y su amplio espacio en la orilla del mar, en el que se descubre la sorpresa de la pintoresca roca de Rauche casi pegada a la orilla, resisten a los proyectos de convertir todo este tramo de costa en un futuro centro hotelero.

    Ha pasado mucho tiempo hasta que no he vuelto a subir a la noria de Beirut. Maruja Torres se acordará de aquella vez, durante la guerra, en que nos decidimos a montar en una de sus desgastadas cabinas. La noria es la mejor metáfora de Beirut, con su ininterrumpido girar. Maruja, gran amante de esta ciudad, me telefoneaba a veces desde Barcelona para inquirirse de su buen funcionamiento, ante rumores que a veces se propalaban de que había dejado de girar.

    Durante muchos años, he vivido casi sin darme cuenta a su alrededor: en el Hotel Mediterranée, recién casado, en los apartamentos amueblados Marhaba, en mi piso de la calle de Australia, siempre muy cerca del mar… Sólo después de mi regreso a Beirut en 1983, tras estancias en París y en Atenas, me alejé de la noria, de la que, sin embargo, sólo me separa una corta distancia, en el mismo barrio de Ras Beirut, una península urbanizada, cuyo trazado se asemeja a la efigie de una salamandra.

    No sólo en el Líbano sino en medio mundo, los edificios y las viviendas adquieren un nombre porque están cerca de una mezquita, de una iglesia, de una panadería, de un hotel. Yo vivo en el inmueble Saad, llamado ahora Mastercard, porque en él se encuentran las oficinas de esta famosa tarjeta de crédito, junto al hotel Commodore. En un primer momento alquilé el piso, en los días de la guerra, porque estaba junto a ese hotel en el barrio de Hamra, menos inseguro que otros del oeste de Beirut y, sobre todo porque el hotel contaba con un servicio de télex en el vestíbulo, uno de los pocos de la ciudad, a través del que se enviaban las crónicas. Hacía años que el teléfono no funcionaba regularmente. El hotel y el barrio fueron muy frecuentados por los corresponsales extranjeros.

    Dominando la esquina de las calles de Baalbek y de Jeanne d’Arc, el inmueble es un edificio de buena planta, ahora con su fachada remozada, aunque guarda numerosos impactos de bala, y con guardias privados en la puerta. Había sido un edificio original, habitado por diplomáticos sobre todo franceses, corresponsales de prensa, dos de los cuales, mis vecinos del tercero y del quinto –yo vivo en el cuarto–, Roger Auque y Charles Grass, fueron secuestrados en la década de los ochenta. Era el tiempo en que Irán y sus aliados chiíes locales tomaban como rehenes a periodistas, profesores, residentes occidentales, en el sector musulmán de la capital, con el propósito de forzar a sus gobiernos –Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia– para que no armasen al ejército del rais Saddam Hussein, entonces bien acogido en América y en Europa. Fueron mis vecinos corresponsales como Ignacio Cembrero, mi amigo Javier Valenzuela, el boliviano Juan Carlos Gumucio –que años más tarde se suicidó en Cochabamba–, o la estadounidense Marie Colvin, reconocible por su ojo tapado y que murió veinte años después en la batalla de Homs en Siria.

    El inmueble Saad, nombre de su antiguo propietario, negociante libanés casado con una mujer de Damasco, era un edificio original y divertido. Estoy enamorado de mi piso, alegre y armonioso, refugio de batallas y miedo, con tres balcones colgados –sin exageración– sobre la Historia, desde los que he podido escribir a menudo mis crónicas con lo que directamente veía y escuchaba. La esquina fue, alguna que otra vez, lugar de combate de milicianos y el hotel sufrió la lucha de drusos de Jumblat y chiíes de Berri, que se enfrentaban para desalojar habitación tras habitación en una batalla llamada «de las banderas». Yasser Arafat y los jefes palestinos lo utilizaron para sus conferencias de prensa durante la invasión israelí del verano de 1982 y, a veces, para sus reuniones. Entonces el director del Commodore era un palestino. Soldados israelíes y después sirios se instalaron en él. Los del Tsahal, el ejército judío, por un tiempo muy corto; los del ejército sirio, durante varios años.

    Una noche de la primavera de 1985, cuando mi amigo Antonio Santacreu y yo bebíamos unos whiskies en el balcón de la calle

    Baalbek, llamaron al timbre de la puerta, una puerta reforzada con otra de hierro instalada como protección que ahora nunca cierro. La insistente llamada nos alarmó. Tres hombres la franquearon, milicianos a los que reconocí enseguida porque días antes habían irrumpido en mi piso con la excusa de que debían verificar si yo escondía armas.

    Uno de ellos, con una boina roja sobre su grasienta pelambrera, llevaba un brazal de la policía del partido de Jumblat. Otro traía la cabeza envuelta en una kefía a cuadros rojos y blancos usada por los fedayines palestinos. El tercero, más joven, iba descubierto. Registraron las habitaciones, buscaron entre los libros de la biblioteca, me amenazaron con que me llevarían con ellos a no sé qué sórdido cuartelillo. El que pretendía ser palestino hizo un gesto para sacar su revólver. En vano les mostré mis papeles: salvoconductos de Jumblat, un carnet de Amal, recortes de unos diarios que anunciaban la conferencia que debía pronunciar sobre Beirut, mi ciudad. Saqué entonces todo el dinero de mis bolsillos y se lo ofrecí con la duda de si lo despreciarían. Los tres milicianos o bandidos se dieron por satisfechos, llevándose además el maletín de viaje de Santacreu. Antes de salir, se despidieron y me besaron en la mejilla. Dijeron que nunca más iban a volver. Aquella puerta de hierro sigue cerrando mi piso.

    Años antes, en el invierno de 1976, una familia armenia comunista ocupó durante semanas mi apartamento de Rauche, no lejos del parque de atracciones de la noria, mientras yo me hallaba en Damasco. Cuando llegué, advertido por un amigo de la embajada italiana a través de un mensaje de radio, llamé a la puerta, me presenté –la mujer armenia me reconoció enseguida porque había visto mi fotografía en los álbumes de mi despacho–, introduje mi equipaje, lo dejé en el vestíbulo y me dirigí al salón. Hablamos un poco, les di a entender que podían quedarse en mi casa y que eran mis huéspedes hasta que encontrasen otro alojamiento vacío mejor en estos barrios del oeste de Beirut y que me hacía cargo de su situación de ser víctimas de los milicianos cristianos de la otra parte de la ciudad.

    Al día siguiente, por la mañana temprano, aquella familia de refugiados ahuyentada por los falangistas abandonó mi piso llevándose el aparato de televisión y algunos enseres domésticos. «Ha tenido suerte –me dijo el conserje asirio del edificio–, si hubiesen sido palestinos no se habrían ido tan fácilmente».

    Soy, hasta ahora, el único español que ha adquirido un bien inmueble en Beirut. Durante los quince años de la guerra civil, la ciudad quedó totalmente desgarrada entre la zona occidental, llamada musulmana, y la oriental, habitada por los cristianos. Una de las consecuencias de esta división fue que muchos libaneses, atrapados en los diversos barrios, optaron por abandonar sus casas para instalarse en las zonas de su comunidad predominante. Cristianos que vivían en la calle Baalbek y en el barrio de Hamra decidieron trasladarse a la otra parte de la capital por razones de seguridad o porque se había extinguido el ambiente que habían disfrutado durante años.

    La propietaria de mi inmueble, Madame Saad, se trasladó al lado este de la ciudad porque allí podía continuar con sus habituales costumbres: verse con las amigas, jugar al bridge y, en una palabra, sentirse en su propio mundo. Decidió entonces poner en venta su edificio en plena guerra. ¿Quién iba a comprarlo en aquellos años de incertidumbre completa sobre el futuro del Líbano? Al no encontrar ningún interesado, ofreció los pisos a sus inquilinos y fue entonces cuando, liándome la manta a la cabeza, me aventuré a comprarlo. Mi querido amigo Javier Valenzuela me dijo que estaba más loco de lo que él creía. Mis cálculos fueron que el piso posiblemente sería ocupado por bandas de milicianos, pero que valía la pena arriesgarse. Lo pagué poco a poco y nunca más ningún miliciano lo ocupó.

    En aquellos años, Beirut y el Líbano eran un lugar muy apetecible para que los extranjeros, sobre todo del Golfo petrolífero, los príncipes y potentados árabes, adquirieran villas, chalés, edificios, propiedades. Para evitar que todo cayera en manos de extranjeros, se adoptaron leyes que les imponían condiciones para comprar, a veces muy difíciles de cumplir. Una de las palabras que aprendí más fácilmente en árabe es la palabra marshum, decreto. Necesitaba un decreto del presidente de la República a mi nombre para tener el derecho de adquirir un piso.

    Después de muchas gestiones a través de un abogado local, de varios años de incertidumbre, el letrado me hizo llegar un mensaje desesperanzador: todo mi expediente estaba en la presidencia de la República y era yo el que tenía que buscar la manera de conseguir la firma del Jefe del Estado, Elías Hrawi. «Usted −me dijo− conoce a mucha gente, es amigo de embajadores españoles y otros diplomáticos; haga usted lo que pueda, porque yo no puedo hacer más».

    Traté de que los embajadores, en sus audiencias con el presidente de la República, abordaran mi caso tan especial, insistiendo en que muchos libaneses habían podido adquirir bienes inmuebles en España sin dificultad. Lamentablemente, no conseguí nada hasta que un buen día, un vecino me recomendó a un lejano pariente suyo, que trabajaba como chico de los recados en una oficina inmobiliaria. Me dijo que podría echarme una mano. Se trataba simplemente de empujar los expedientes encima de alguna mesa desbordante de papeles oficiales. De vez en cuando me pedía dinero, sin ninguna factura evidentemente, destinado a sobornar a los funcionarios. Hasta que, un buen día, me advirtió de que necesitaba más dinero porque el empleado con el que había tratado mi asunto estaba a punto de jubilarse. Yo pagué la última suma y agradablemente, poco después, conseguía el anhelado decreto o marshum. Estaba de vacaciones en Barcelona y, muy satisfecho, llamé por teléfono a un buen amigo libanés en Beirut que me hizo el gran favor de recordarme que no olvidara –«Tomás, tú eres abogado»– que ningún decreto ni ley entraba en vigor hasta su publicación en el Boletín Oficial del Estado. Envié los últimos centenares de dólares necesarios para empujar ese último trámite y, por fin, tuve la gran ilusión de ver impreso el título de propiedad. En pocas palabras, pagué tanto por el piso como por la obtención del famoso marshum.

    Estoy percatado de que Beirut es una ciudad propicia a los buenos encuentros y de que me sigue insuflando vida. Nadie puede explicar Beirut, aprehenderlo, fijarlo en una cartulina como el entomólogo fija un insecto raro con una aguja. Nadie pudo entender que en esta ciudad, desahuciada durante años, la vida tuviese suavidad, ternura. Al querer definirla a toda costa se abusó del calificativo de «surrealista». «Capital del surrealismo», la llamé yo mismo en mis primeros años de estancia.

    Llegué a Beirut en otoño de 1970, cuando nadie podía imaginar que la ciudad se convirtiera en campo de batalla. Estas guerras del Levante se han ensañado con sus más significativas ciudades, no sólo Beirut, sino Bagdad, Homs, Alepo, o la periferia de Damasco, donde el oasis de la Guta ha sido su última víctima. Sin embargo, en 1958 la capital libanesa ya quedó escindida en un sector cristiano y otro musulmán, y la calle Damasco fue su frente inmóvil durante meses.

    En aquellos años prósperos, Beirut no sólo era un mito para los occidentales. En El Cairo, en Bagdad, en Jartum, la llamaban «novia de los árabes». No me cansaré de repetir el verso de mi amigo Federico Palomera cuando, siendo secretario de la embajada de España, escribió: «Hay ciudades que tienen nombre de puta exótica». Beirut es una ciudad sensual y vulnerable, occidentalizada y tribal, árabe y mediterránea, hecha

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