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Isjir
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Libro electrónico275 páginas3 horas

Isjir

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Historia, leyenda, bitácora de viaje; por momentos, eco de Las mil y una noches. Todo esto y muchas otras posibles lecturas pueblan, línea tras línea, Isjir. Retrato hablado de un migrante iraquí, la novela en la que Susana Cato ha sabido penetrar en el alma de su abuelo, Morat Cato, quien partió de desiertos y ciudades subterráneas para llega
IdiomaEspañol
EditorialProceso
Fecha de lanzamiento14 sept 2022
ISBN9786078709076
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    Isjir - Susana Cato

    Origen

    Mi religión es el amor.

    Dondequiera que la caravana del amor vaya

    allí estarán mi religión y mi fe.

    Ibn ‘Arabi

    La religión del amor

    En estos tiempos oscuros, los del absurdo, muchos debemos buscar un refugio. Para algunos de nosotros el refugio es el papel y la tinta, pero no para escondernos, sino todo lo contrario: para aullar con orgullo profundas verdades distintas a las sentencias absolutas.

    Hoy, en cualquier aeropuerto, pueden detenerme y preguntarme si soy iraquí. Por supuesto, lo negaría con fervor meneando la cabeza de un lado a otro y con mis ojos árabes muy abiertos. Pero sí, la sangre iraquí avanza febril y sabia por mis venas, junto con otras sangres de distintos sitios del mundo donde el amor las fue juntando.

    Y sí, eso que negaría ante la policía es para mí un sentido de nobleza. Mi abuelo nació en 1887 en la cuna de la civilización, la antigua Babilonia, donde dicen que estaba el Paraíso, (hermosa palabra heredada del persa antiguo pairideieza, que significa jardín), entre los ríos Tigris y Éufrates. Su familia hablaba caldeo y su primer nombre, Jorge, se debe a su bautizo en la escondida iglesia de San Jorge, que por fuera parece una triste roca gris perdida en la llanura de Capadocia. Su segundo nombre, Morat, significa Lo deseado.

    Su familia cristiana, padres, tíos, abuelos, fue en algún momento (no siempre) mal tratada. En ese lado del mundo, ellos eran los infieles.

    Cristianos nómadas que, en antiguas épocas de persecución, se refugiaron en las catacumbas excavadas con fervor en las profundidades del desierto. Son sorprendentes ciudades bajo la arena, donde se hacía pan, ropa y vino, junto con otras cuestiones elementales para vivir, respirando sólo gracias a las dulces corrientes de aire que se cuelan a estos subterráneos por los huecos altos y redondos de las ventanas de las palomas.

    Ese fue el origen de mi abuelo iraquí Jorge Morat Cato.

    EL FOTÓGRAFO de León

    Tu rostro es preludio del poema.

    Nizar Qabbani

    Nacido en tribu nómada, Jorge Morat Cato fue siempre un migrante. Cruzó desiertos, continentes y mares, y a los cincuenta años se aposentó por fin, con su familia, en otro mundo, México.

    Terminaban los años cuarenta, que en León, Guanajuato, no habían tenido el esplendor (Viva la elegancia) de los tiempos locos franceses o neoyorquinos, ni siquiera el sufrimiento caótico de la Gran Depresión ni la melancolía y el libre despertar tras el largo gobierno de Porfirio Díaz. Como todo México, esa zona había vivido la primera revolución del siglo XX y los ideales que lograban construirse sobre ruinas comenzaban a ser amenazados por la llamada guerra cristera, entre un gobierno laico y los fervorosos soldados de una Iglesia ya temblorosa, pero que había dominado pueblo, cielo y tierra durante más de tres siglos.

    Morat caminaba por las calles polvorientas y tranquilas como por cualquier barrio pobre de su muy lejana Telkef, aquella ciudad iraquí de pasos arenosos (y buena fama cultural) donde vivió su niñez y adolescencia. Aquí, las casas rurales con paredes de adobe en un claro color tierra se parecían, con todo y los nopales que las rodeaban. Así las mujeres morenas envueltas por largos mantos tejidos (que aquí se llamaban rebozos), y así los campesinos, con sus relucientes trajes de algodón blanco y también con la piel café. Una iglesia, como allá, y un sol tranquilo que no pide nada.

    Lo único que mostraba que se trataba de otro mundo era que en México no había agotados camellos, sólo agotados burros, y los vendedores indígenas inundaban los caminos cargando despeinadas aves que remataban a gritos soltando al aire un pregón que a Morat le parecía muy divertido, en náhuatl y español: Chichicuilotitus vivuuus! Y más anuncios repetidos por incansables gargantas a viva voz que sólo terminaban al anochecer: ¡Flores para su amor!, ¡Sabrosos camotes del mero Silao, muy bien enmielaos!, ¡El que prueba mis tamales, olvida sus males!

    Del barrio donde salían los vendedores de chichicuilotitos vivos, Morat pasó a las elegantes colonias del centro y sus residencias afrancesadas con balcones de enseñoreada herrería, frescos patios al centro, carmenes y mosaicos estilo mudéjar que los árabes llevaron a los españoles y los españoles a este lado del mundo.

    Se ofrecían al necesitado paseante, de vez en vez, bancas barrocas de negro hierro forjado, que tenían inscrito en el espaldar el nombre de quien las había donado. Morat eligió para sentarse justo esa que decía en letras que no sabía leer, pero que en algo reconocía: Donada por Don Jorge Morat Cato y familia. Tras un rato sentado allí, miró sus zapatos. Imaginó que si éstos, los mocasines que más le gustaban, pudieran cobrar vida, escaparían cuando nadie los viera, caminando sin parar, a Veracruz, para embarcarse en el buque que los regresara a Iraq. ¿Adonde se dirigirían las sandalias doradas, las que le encantaban a Tarfa, su esposa? No irían con él, se separarían, correrían quizá a la parte vieja de Damasco, o al patio donde le dieron su primer beso, o a pisar el frío piso de mosaicos de los baños árabes que ella tanto extrañaba? ¿Adónde irían los zapatos si no fueran esclavos?

    No quiso imaginar más, se levantó y sus zapatos de migrante (ya elegante) obedecieron la dirección: tres calles hasta el local de don Camel Bazzi, un fotógrafo muy reconocido en la ciudad, y al que su amigo, el único otro caldeo que vivía en esta ciudad de León, David Cashat, le había recomendado.

    Tras un breve descanso, respiró, se acicaló el frondoso bigote, se levantó, se ajustó el pantalón, sacudió con entonado estilo el pecho bien perfumado de su camisa y caminó tres calles hasta el local de don Camel Bazzi, un fotógrafo muy reconocido y al que su amigo, el único otro caldeo que vivía en esta ciudad de León, David Cashat, le había recomendado.

    Era una casa antigua. Tenía colgado en la fachada un letrero de madera ya raspado por los años y los siempre fieles pelotazos de los niños. Estaba escrito en sofisticada caligrafía árabe, aunque en español aclaraba también con letra garigoleada: Estudio.

    Morat sacudió con timidez la campanilla de bronce que colgaba junto a la entrada y una jovencita de ojos verdes abrió la puerta, se inclinó en silencio y lo hizo pasar. Le señaló un perchero donde colgar su sombrero y su saco y le indicó el lugar para sentarse frente a una pequeña mesa de caoba.

    Las ventanas abiertas de la habitación daban a un patio central, bordeado de naranjales, rosas y despilfarrados helechos alrededor de una fuente de cantera gris con rosas talladas, cuyas gotas brincaban al fondo cristalino como notas musicales. Un colibrí buscaba con ansiedad una flor. Morat respiraba la paz de este pequeño oasis cuando el fotógrafo apareció en las escaleras. Era un hombre bajo, de ojos verdes y cabello blanco, vestía una guayabera cubana color rosa claro, un pantalón negro y unas cómodas chanclas de casa que a Morat le recordaron las babuchas árabes.

    No traía cámara.

    Se presentó extendiéndole la mano a Morat sin darle tiempo a levantarse y tras saludarlo con voz profunda, ocupó un sillón de tapiz barroco rojo con diseños dorados, frente a él.

    En silencio el fotógrafo tomó de la mesa, un Ibrik, cafeterita redonda de cerámica con exquisitos labrados finos de cobre y piedras turquesas, y en dos pequeñas tazas, al estilo del Medio Oriente, dejó caer en una lánguida cascada el oscuro y pesado líquido.

    Levantó la suya, y bebió un sorbo. Morat bebió otro.

    El fotógrafo bebió y bebió, observando a su invitado, hasta que su taza quedó vacía, y entonces, por fin, le preguntó algo: si extrañaba Iraq. Morat respondió que sí, pero que México se parecía tanto, y el mágico crepúsculo que caía sobre la mesita de café en tonos naranjas le dio la razón. Eran el mismo cielo.

    Pero ya se había hecho tarde. Y se atrevió a preguntarle a Camel Bazzi, con poca elegancia, que cuándo pensaba tomarle la fotografía.

    Bazzi dejó su taza en la mesa, tosió y mirándolo a los ojos oscuros respondió:

    –Yo no tomo fotografías. Yo hago retratos…

    Al ver que Morat no entendía la respuesta, explicó con árabe florido:

    –Dice el escritor: El ojo del negro o el negro del ojo es el objetivo de una cámara. El mío, como fotógrafo, es toda la persona. No tomo la fotografía si no te conozco bien. Necesito que vengas durante seis meses a conversar y a tomar café conmigo. Y cuando sepa en realidad cómo eres, podré retratarte como se debe, en cuerpo y de alma.

    Morat no supo qué decir. Se despidió murmurando: Gracias, en español.

    En la puerta de su casa, Morat encontró a su hijo menor, Eduardo, mi padre, un lánguido y hermoso joven de ojos aceitunados, tupidas cejas y enredadas pestañas, que regresaba de su clase de pintura al óleo.

    Le contó lo que le dijo el fotógrafo y Eduardo le contó a su vez lo que proclamó el pintor italiano Amedeo Modigliani: cuando conozca tu alma, pintaré tus ojos.

    Mi abuelo sufrió un escalofrío. ¿Quería ser retratado todo, por dentro y por fuera? ¿Quería acaso que aun esos descendientes que él no conocería, como yo, tuvieran colgada su imagen en la pared de la chimenea y penetraran en sus secretos revelados sin esperar siquiera los seis meses que tardaría en hacerlo el noble fotógrafo?

    No hubiera dudado tanto de haber sabido que ni siquiera sus nietos sabríamos leer los bellísimos caracteres árabes en tinta café oscuro que rodean su rostro, con los que el profundo Camel Bazzi capturó en ese fino papel su alma, y que sólo nos quedaríamos con el brillo vivo, aún vivo, de sus pupilas…

    OJ ALÁ

    Y Dios determina

    las noches y los días.

    Ibn Jaldún

    Introducción a la Historia Universal

    Morat encendió su pipa de madera de peral (traída de Iraq) con un encendedor de oro, mientras Camel Bazzi dejaba caer el concentrado café con cardamomo (traído de Turquía) en las tazas. Cuando la colocó de nuevo en la mesa, los rayos de la tarde acariciaron otra vez con nostalgia naranja la piel de turquesas de la cafetera. Cayó una gota, iba a llover.

    Bazzi tosió, acercó su silla a la mesa y miró a Morat a los ojos:

    –¿Comenzamos? –dijo en caldeo.

    –Si Dios quiere –respondió Morat. Y lo repitió en árabe castellanizado:

    –Oj Alá.

    Porque Morat sí que no quería, no estaba acostumbrado a hablar de su persona, y los recuerdos gozosos y los dolores memorables hacía ya tiempo que dormían abrazados en el mismo baúl. ¿Para qué despertarlos?

    Pero Dios quiso. No sólo despertarlos de golpe, sino reunirlos apretujados en la punta de la lengua de Morat, que comenzó, con trabajos, conteniendo una lágrima indiscreta:

    –Mi familia, los Cathawa, eran tribu caldea, muy cercanos a Jesús. No tenían nada. Eran nómadas.

    Los caldeos fueron los pobladores originarios de Babilonia. Muchos lograron ser gente de vida fina y bien asentada. Pero algunos otros, como los de mi tribu, explicó Morat, eran errantes cristianos. Recorrieron durante siglos la Mesopotamia ardiente, a bordo de estilizados caballos y mustios pero resistentes camellos cargados sólo con lo que les permitía seguir andando: agua, comida, lámparas, údes y flautas, tiendas, herramientas, telas, aves, vestidos y tapetes.

    El desierto era su paisaje, su territorio, su mapa fugaz. Un camino señalizado sólo por la luna. Y la luna tiene muchos espejismos. Sabían que tenían que seguir y seguir, en ese peregrinaje absoluto donde cada punto es una llegada.

    No pasaba por sus mentes el deseo de apoderarse de un pedazo de tierra y andaban por el mundo como hijos del cielo, buscando tan sólo oasis, pedazos regados por aquí y por allá del paraíso abandonado. A veces los encontraban y dormían en ellos, arrullados por manantiales musicales con su correspondiente coro de sapos desentonados y bajo el manto de un cielo con tantas estrellas que parecían caer. Aunque muchas otras ocasiones fueron despertados, aterrorizados y quemados por el colérico fuego de los rayos, y hubo otras en que sintieron la arena infinita caer sobre ellos como oleadas empujadas por un viento abominable.

    Rezaron siempre, con templo y sin templo.

    Las mujeres acostumbraban traer al cuello una pesada cruz de oro, mientras que sus pocos y muchas veces heredados tesoros eran escondidos en costales que las más ancianas ocultaban bajo sus faldas cuando en el horizonte aparecía un peligro. Sobre todo si los enemigos eran creyentes del Islam, pues ellos tendrían el digno recato de no tocar a las mujeres.

    Era finales del xix, y la persecución volvió.

    Pero, como lo habían hecho siempre, cuando parecían todos muertos y bajo tierra, estaban todos vivos, escondidos, bajo tierra. En las entrañas de Capadocia, el país de los caballos bellos (como dice su nombre), hay enormes cuevas subterráneas talladas que fueron durante siglos, y más que nunca en la época bizantina, un inaudito e invisible refugio ante los ataques del hombre y del clima. Los antiguos rasparon en las entrañas de piedra frágil infinitos salones, túneles, bodegones, pozos y escaleras, donde en 20 pisos tallados del horizonte hacia abajo podían vivir hasta 30 mil personas.

    Y vivir, casi como arriba, dentro de esas ciudades que no se ven sobre la tierra. Todas las paredes y techos de las grutas son de color ocre ahumado con imperceptibles destellos dorados. Había allí un lugar donde agotar los pies descalzos pisando manojos de uvas para hacer vino, alacenas enormes, cocinas y hornos, habitaciones para dormir y estudiar y, en el colmo de la exotiquez, cuartos con cajones de madera donde los gusanos traídos de la China exuberante salivaban en la oscuridad sus jugosos hilos de seda. Y en tiempos cercanos, una iglesia y una pila baptismal.

    Ya en el siglo V a.C., el sabio escritor griego Jenofonte contaba de estas ocultas urbes en el Anábasis o Expedición de los diez mil: Las casas estaban bajo tierra. Las entradas eran como pozos pero conducían a espaciosas estancias. Aunque las personas entraban por escaleras, también había túneles para los animales. En el interior había establos donde cabras, corderos, vacas y gallinas vivían con sus crías, todos estos animales eran alimentados con hierba seca sin necesidad de salir al exterior. En los depósitos de alimentos almacenaban trigo, cebada y legumbres, e incluso vino de cebada (quizá cerveza) en las tinajas. Las altas columnas donde entraba la luz eran al mismo tiempo pozos para sacar el agua de lo más hondo.

    Hubo tiempos en que las hondas galerías de leyenda fueron pobladas por miles. Pero en este siglo, el XIX, la pobre tribu de los Cathawa se había refugiado allí como en un antiguo útero que los escondería, sólo por un tiempo.

    Había también en estas secretas profundidades un sitio redondo acariciado siempre por la luz de las lámparas de aceite, donde los músicos tocaban y reían. En otro cuarto estaba el taller de lauderos, entre ellos el largo y espigado abuelo de Morat, Thoma Cathawa, que tallaba la madera de sándalo y de cedro una y otra vez con lijas salvajes, y estiraba las desprendidas tripas de gato y los hígados de camello para armar tambores, flautas, údes y otros instrumentos que hacían que ese mundo infernal alumbrado por débiles llamas tuviera un consuelo sustituto del extrañado clamor de los despepitados pájaros, reptiles e insectos que vivían afuera, sin que nadie les hiciera, como a ellos, la guerra.

    Así, esos humanos ocultos podían aliviarse o cantar como en el mundo de arriba, pues la magia de la música recorría y tranquilizaba las profundidades como un tibio rumor armonizado.

    Pero a veces, cuando todo enmudecía y se apagaba la luz de la última linterna, niños y adultos temblaban de miedo al escuchar rasguños en la piedra. Ese rasposo susurro los llevaba a imaginar, hurgando, a los guls hambrientos (sombras de dientes afilados, que según las Mil y una noches, الف ليلة وليلة, y otras viejas leyendas, acostumbraban excavar los cementerios de noche abriendo cada ataúd –attabut, en árabe– en busca de su bocado más anhelado: el corazón).

    Y aunque se cuidaban de pronunciar en voz alta el nombre árabe de estas criaturas: الغول, literalmente demonio, muchos, al sólo recordarlas, las evocaban sin querer.

    Así que al acostarse, madres y abuelas abrazaban a los bebés (para un gul es un terrible antojo la sangre nueva), mientras otros supersticiosos rociaban el aire encerrado con ámbar, almizcle o benjuí. Los perfumes espantan y confunden a los gilan (como se nombra a la manada, siempre junta, de guls), ya que estos seres malditos pueden oler la carne muerta o viva a mucha distancia, mientras deambulan por las noches (convertidos en hienas) bajo la luna de mármol.

    Los más miedosos dormían haciendo ruido, ya sea cantando con los ojos cerrados o chasqueando la lengua una y otra vez, mientras otros roncaban como trompetas africanas, para que los horribles necrófagos no se confundieran con los fieles vivos que descansaban en estas negras catacumbas y que podrían parecerles, en las noches, sin luz, sin ruido, con el olor de tantos cuerpos juntos, un inacabable, apetecible y bien poblado panteón.

    Además y por supuesto, antes que nada ni nadie, estaba su Dios. En el interior de algunas solitarias rocas cercanas, los cristianos ocultos habían tallado más templos espléndidos, con pisos de geometría azucarada en forma de rombos, semicírculos y minúsculos mosaicos fabricados con tierra endurecida, vidrio, aceites y colores naturales.

    Las paredes y los techos redondos de estas capillas regadas en las vastas arenas tenían, como la de su cueva, finos murales con escenas bíblicas trazados con pinceles de cola de búfalos y pinturas brillantes que lograban extraer de conchas, plantas, flores y animales cuando se podía salir al mundo.

    LA LLUVIA SOBRE LAS ROSAS

    Una gota cae, seguida de otra.

    Es la primera lluvia

    sobre las primeras rosas.

    Anónimo

    El jardín de las caricias

    –¿Por qué los Cathawa? ¿No es el nombre Cato? –preguntó Camel a mi abuelo, quien estaba ya sumergido con sus recuerdos en las inextricables grutas de la Capadocia.

    Cato, repitió Morat lo que a él le habían contado.

    Uno de sus bisabuelos, Hatu, cuando niño, solía acercarse a los hornos de pan construidos con arcilla, caca de camello y hojas de palmera seca evadiendo escobazos y pellizcos. En invierno, cuando el frío era intolerable, se metía al horno recién apagado y salía tiempo después con el cuero ahumado y la cara ennegrecida, donde brillaban tan sólo sus ojos grises, alertas y traviesos. Todos se burlaban de él llamándolo Qatoo, tigrillo o gato, apodo que evolucionó y quedó así marcado para las siguientes generaciones "el nombre que nos hace levantar las orejas como mininos regañados al ser escuchado: Cato.

    Camel rió de buena gana. Sirvió más café.

    Y, como Dios quería, Morat continuó:

    Fue en Mesopotamia, hoy Iraq, donde nacieron los inventos y descubrimientos más fascinantes de la civilización humana: la rueda, el álgebra, la geometría. De esa tierra son el primer cerrojo y el primer mapa dibujado por el hombre en una pieza de madera del año mil antes de Cristo, el primer embriagante perfume, los primeros calendarios, la astronomía (en ese tiempo astrología y astronomía eran lo mismo), la meteorología y otros más.

    De allá vienen infinitas cosas que aún hoy hacen feliz al ser humano, como el recuerdo en piedra de la primera canción de cuna, o que lo siguen asustando, como la palabra Satán.

    Y fue allí, en la antigua Mesopotamia, donde se inventó la escritura. Con ella comenzó la Historia.

    Y la Literatura.

    SALIVA

    Pero el origen real de Morat estaba en el tapete. En esa alfombra que sus padres , Jajo y Babali, tejieron y en la que lo engendraron.

    Desde los cinco años Jajo acompañaba a su padre, baba Thoma, a tejer almohadas, alfombras y tapetes para el lomo de los camellos. También Babali conoció este arte con su bibi, su abuela, desde pequeña, tras observar con sus ojos brillantes el interminable llenar las telas con rosas y azucenas, unas para secarse el cuerpo y otras para limpiarse los labios y las manos después de empaparlas en las cazuelas colectivas de

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