Dónde vas Alfonso Reyes
Por Coral Aguirre
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Coral Aguirre
Narradora argentina nacionalizada mexicana, dramaturga, directora teatral, música y catedrática de literatura y actuación en la Universidad Autónoma de Nuevo León UANL. Fue miembro de la Orquesta Sinfónica de Bahía Blanca, en Argentina, y de la Orquesta de la Ópera de Turín, en Italia. Premio nacional de dramaturgia en su país, en los años de 1987 y 1997. En México, obtuvo el Premio de Guión Cinematográfico concedido por la Universidad Nacional Autónoma de México UNAM y el Instituto de la Revolución Mexicana INERHM, en el año de 1993. También fue Premio a las Artes de la UANL y Premio Nuevo León de Literatura.
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Dónde vas Alfonso Reyes - Coral Aguirre
Primera edición mexicana, 2021
Aguirre, Coral
Dónde vas Alfonso Reyes.
Monterrey, Nuevo León, México : Universidad Autónoma de Nuevo León,
2021.
202 páginas ; 14 x 21 cm. (Narrativa)
ISBN: 978-607-27-1483-0
Autores mexicanos — Siglo XX — Biografía
Reyes, Alfonso, 1889-1959 — Correspondencia, memorias, etc.
Gonnet, Nieves — Correspondencia, memorias, etc.
CLC: PQ7297.R386 A6 CDD: 868.6209 .A38
Rogelio G. Garza Rivera
Rector
Santos Guzmán López
Secretario General
Celso José Garza Acuña
Secretario de Extensión y Cultura
Antonio Ramos Revillas
Director de Editorial Universitaria
© Universidad Autónoma de Nuevo León
© Coral Aguirre
Padre Mier No. 909 poniente, esquina con Vallarta. Monterrey, Nuevo León, México, C.P. 64000.
Teléfono: (81) 8329 4111. / editorial.uanl@uanl.mx
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Conversión gestionada por:
Sextil Online, S.A. de C.V./ Ink it ® 2021.
+52 (55) 52 54 38 52
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Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra –incluido el diseño tipográfico y de portada–, sin el permiso por escrito del editor.
Impreso en Monterrey, México. Printed in Monterrey, Mexico.
El hombre es una creación del deseo y no de la necesidad.
Gaston Bachelard
Apoya la mano sobre el borde del escritorio y se yergue sobre sus dos plantas cuan corto es. Si alguien lo estuviera escribiendo, así debiera decir. Porque es pequeño y rollizo desde siempre. Esas fotos de las cuales ha hecho alarde y repartido a amigos y enemigos, ese gordezuelo, ese rubiecito envuelto en pañales, siempre ha sido y será él por los siglos de los siglos hasta…. Esta hora de soledad obliga a aceptar ciertas evidencias, algunos lugares comunes… ya lo ha escrito, debe andar por ahí. Pero la obra, la suya por ejemplo, ¿acaso fuera de la relación que ahora, en este aquí, le da, sigue siendo su obra? Mejor cambiar de dirección y volver a escribir, escribir, sólo se trata de eso, en cada línea el verbo escribir, en cada recodo del camino, en cada vuelo o viaje, en cada escondite… como aquel. Aquel de la metálica y su furor a la que también le regaló su foto de bebé. A la que también escribió y escribió y escribieron y se escribieron y se leyeron hasta hoy, hasta el último día. Toma la botella y se sirve un sorbo.
Entonces remonta vuelo. Vaya vulgaridad lo que sucede a veces con el pensamiento, como si uno adhiriera a las palabras ya dichas y no a las que están por venir, y gira en busca de aquellos años garabateados en alguna página, alguna carpeta descolorida por el uso, un cúmulo de hojas numeradas; se aplica en encontrar la primera, aquí está, aquí está por fin, por fin posarse suavemente sobre su tierra natal en mayo de 1927. Hay que darle aire a la memoria, nombrar bajito, andar a tientas, circular hacia atrás y de pronto asir lo que entonces se puso en marcha. Su destino de embajador en Argentina. Qué privilegio y cuánta juventud esperanzada a pesar de sus 38 años. Es el momento de encontrarse con el Otro, diría Borges. Aquel que escribió en su exilio sureño del final de la década de los treinta una novela, la suya, un ensayo de novela, un apunte de sus días, la autobiografía que nunca ha de revelar. Algo así.
Los dos hombres se igualan en los reverberos sonoros, pero no es un escenario fijo. Cuando uno lee es amenazado siempre por la insoportable persecución de las sombras. Hay que ser muy testarudo para proseguir.
La mañana al igual que ellos se solaza en la luminosidad del cielo que llega por una ventana encuadrada en pesadas cortinas moradas contra el fondo de la muselina blanca. El marco ha anunciado la luz pero no se queda en eso sino que va más lejos para sobrepasar las torres y el campanario de la catedral y lanzarse a ocupar la vista en lo que sella y canta su canción de bienvenida, el Cerro de la Silla. Un poco mi guía y mi nostalgia, dice el hombre rubio en confesión para sí mismo sin advertir que el entrevistador lo escucha. Mientras éste, el mayor, que no se ha levantado de su ancho sillón redondo, niega y proclama algo como, Cuando me exilié en el 14 no veía en esa dirección, fíjese, sino en la otra, en su opuesto. Y con un gesto vago de la mano que apenas se alza señala en dirección al Cerro de las Mitras. Mientras el calor será pronto un abrazo que engullirá a la ciudad toda y la hará entrar en la misteriosa levitación de las ondas ígneas que ambos conocen de memoria.
Están contentos ambos. Don Alfonso se ha apresurado a regresar a la pequeña mesa donde aprovecha la silla recta para sentarse y revolver al azar unos libros entre los cuales destaca un volumen de Eckermann, y otro de Góngora, al menos eso alcanza a leer don Héctor. Este último, porque tiene la ocasión de entrevistar al recién llegado, le hace un guiño a Cuco su fotógrafo para que lo tome justo en el momento en que ojea los libros. Hubiera querido que fuera más rápido, que no discurriera una hora tratando de encontrar el ángulo perfecto, así se le pasarán todas las posibilidades, se irrita. Y de pronto se deprime, ha decidido quedarse aquí en su tierra natal mientras su anfitrión, ese que ahora gira hacia él con mirada interrogante partirá a….
Como si le hubiera oído el pensamiento, Reyes truena con su voz grave que no coincide para nada con su pequeñez, su piel blanca y sus mejillas redondas, Me pregunto si será Buenos Aires para mí otra de las ciudades en que fundiré mis ansias. Quiero decir, que junto a Monterrey sea al mismo tiempo Madrid, París, México, porque de eso también estoy hecho… Y se entreduerme con sus ojillos a media asta. Siente el latido de algo que le falta, ¿es posible que el peregrinaje por esas metrópolis no haya sido suficiente?, y la provocación de ir a la conquista de la nueva, de esta con nombre seductor, la de los Buenos Aires, lo completaría. Se hincha de orgullo, la primera capital europea en América Latina, y al mismo tiempo se apena por su entusiasmo.
Dos hombres nacidos entre las rajaduras del norte, dos con los mismos sueños literarios, dos propagando la cultura, el saber, el entretejido de la enseñanza, el des- peñadero de la reflexión y los vacíos que dan el hambre y la sed de conocimiento. Esa ambición de aprehenderlo todo y remover los pilares de la tradición. Y al mismo tiempo seguir por ella y en ella hasta agotar las normas. Y en su hermandad los diferencia la decisión sobre lo literario. Perceptiva dice el doctor González, la perceptiva literaria, y escribe en este mismo año su curso breve de literatura. Mientras Reyes va y viene y reniega de lo mismo que su entrevistador ensalza y sonríe para sí porque él anda con Góngora y Góngora es otra cosa. Góngora es un rabioso modo de vincular palabras. El sueño (autor de representaciones), en su teatro… sombras suele vestir de bulto bello. Es otra cosa. Pero se calla. Para qué intimidar al pobre hombre que lo mira como si los heroicos sucesos en los que se vio envuelto su padre, el general, fueran o tuvieran algo que ver con el hijo. Este hijo, piensa, este hijo que…
Me fui a Europa en 1914.
Yo a Estados Unidos en el mismo año.
Me exilié.
Yo también. Volví en el 20.
Yo no volví nunca.
Pero está aquí.
Para volver a partir.
Acaso don Héctor lo mira con nostalgia. El hombre que ha servido a su país, el símbolo de lo mejor de México en Europa, el escritor de las ediciones literarias de España, el amigo de Valery Larbaud quien le traduce al francés su Visión de Anáhuac, qué lujo. Y hoy, ensalzado y ovacionado en su tierra natal por ser el hijo del general aunque ese hombre, el otro Reyes, don Bernardo, quiso asaltar Palacio Nacional por soberbia y lo mataron por soberbio. Era de esperarse que no claudicaría, casi 25 años como gobernador de Nuevo León, la mano derecha de don Porfirio, el hombre que nunca supo de derrotas ni debilidades.
Recibo todo esto por mi padre, todo este amor, toda esta admiración, por mi padre, no por mí. A mí, de mis aventuras, de mis éxitos, de mi fama qué saben. Nada. Y serán aplausos y ovaciones al salir de aquí, en el almuerzo, en los recorridos, en las visitas y hasta la noche en la gran cena que me tienen preparada. Y deja de pensar, mejor irse pronto. Cuando vino dos días en 1924 lloró 20 horas seguidas. Qué caso tiene regresar aquí para arroparse en las lides de su padre y sentir una culpa grande por no haberlo acompañado. Por no sentir como él, por no ser un héroe. Un hombre cabal. Y por aquello que él sabe bien y no va a confesar.
De qué me quejo yo, seguramente se regaña el doctor, tiene su Colegio Civil, sus cursos, sus notas periodísticas y muy pronto ha de lanzarse a la aventura de recoger en sus alforjas todas las honras del Monterrey cultural, y alguna vez el acervo con el que sueña le deparará glorias tan sabrosas como las que recibe día con día Alfonso Reyes. El biennacido. Al que se le perdona, al menos aquí en sus lares, haberse ido en medio de la guerra.
Como si percibiera antes de formularlas las diferencias que los separan, don Alfonso va a sentarse al costado del doctor. En el blando sillón de cuero legítimo del Hotel Ancira con sus posamanos tan femeninos en las curvas, la figura suave de sus mujeres cruza ahora la retina de quien escribe. Don Héctor adelanta el pecho, don Alfonso relaja la espalda sobre el respaldo. Dos hombres de Monterrey y al mismo tiempo dos opuestos. La urbe y el universo completo de Reyes; mitad rural, mitad con aspiración a la estructura alta de las ciudades, González. En sus figuras se cifra México. Uno, trajeado, con corbata sobre la impoluta pechera blanca y zapatos lustrosos, listo para las ovaciones y los agasajos. Más inclinado el otro con su sombrero tejano entre las piernas, el traje de lino natural, pantalón y camisa y acaso una chalina corta al cuello. No obstante, dos hombres regiomontanos: el fugitivo que mira más allá y siempre va más lejos y el sedentario cuya vocación se vuelve hacia la tierra y sus raíces.
Don Héctor gira hacia su fotógrafo y le hace otro guiño: es el momento. Luego rápidamente tiende la mirada hacia quien, no lo sabe aún, será su cómplice en la apertura de la Universidad de Nuevo León con la que ambos sueñan.
¿Ya es seguro que se va?
Desde el primero de abril soy ministro, me entregaron todos los sellos del caso. La decisión hubo de ser muy anterior, en 1924 me dieron la primera llamada, pero luego luego me mandaron a París en labor diplomática. Al gobierno de Calles, quiero entender, le urge crear vínculos comerciales con Argentina.
Por supuesto, los argentinos viven mirando a Europa o mejor dicho se creen europeos, qué mejor que un cosmopolita como usted para representarnos. La jugada es impecable.
Sin embargo, mis largos años en España y en Francia no me quitan lo norteño.
Reyes lanza una risita discreta y González pensativamente gira el sombrero entre sus manos mientras sacude la cabeza. Don Alfonso ha dejado de ser norteño hace mucho, para no decirlo debe inventar otra proposición.
Entonces con la edad mía es difícil que vuelva a verlo.
Pero don Héctor, qué ocurrencia, yo también envejezco.
Usted está destinado a conquistar el Sur. Y todavía no ha pisado los cuarenta. Regocíjese del privilegio.
Lo hago, lo hago, y a usted le toca engrandecer el Colegio Civil, más cursos, más talleres, quizás una escuela de verano y luego la creación de la Universidad. ¿Cómo ve?
Y se callan. González por el sendero de sus preceptivas morales y literarias, Reyes los ojillos bien abiertos para ver el mundo y comérselo todavía más, se ríe por dentro. Más libros, más mujeres, más viajes, más aventuras de las clandestinas y de las públicas. Buenos Aires la reina del Plata.
De qué se ríe don Alfonso.
Nomás. Y vuelve reír.
Un viaje a dos puntas, afuera y adentro. Como su misma naturaleza bipolar. Porque quien escribe se deshace de sí y sólo ve el acontecimiento. Aunque lo juzgue y lo sopese, incluso aunque crea recordarlo tal cual.
De repente el candor anuncia sus gestos íntimos. El candor de la esperanza, el viaje, la gran ciudad, la conquista de aquellos hombres y mujeres que se creen una raza aparte. Su manera de belleza tan peculiar, ese andar con la cabeza más alta que el resto sin ocuparse de la superficie de las cosas, ni siquiera por dónde van los pies y quién se acerca por la izquierda y quién se aleja a la derecha. Se había hecho a la ausencia del entusiasmo juvenil, hombre ya, hombre adulto, demasiados amores y trifulcas y reconvenciones, disculpas y apelaciones. Evoca rostros morenos y rubios, ojos sombra ojos cielo ojos con el rastro del odio y con los restos del amor. Le desconcierta que entre tanta mujer en sus rodillas ni una sola para la posteridad. Corrige, para la permanencia. Hay un desamparo básico. Padre ocupa todo el espacio y Madre se pierde entre él y su hermano mayor Rodolfo. Dos padres ha tenido, el que aprieta con estridencia, Rodolfo, y el otro, el grande, cuya intensidad lo vuelve tan pequeño que su pequeñez ha devenido en un modo de ser consuetudinario. Con todo, se había hecho a la idea de alcanzarlo y darle honra con la misma estatura. Lo cierto es que no ha sido así, en él, en Alfonso, persiste una zona temblorosa, una suerte de acabamiento al primer roce. Todo esto lo ocupa en el largo e intrincado viaje que va de Sur a Norte para embarcar en Hoboken sobre el río Hudson, muy cerca de Nueva York, y por fin girar rumbo al Sur.
Manuelita viaja a su costado con el hijo. Eso es todo. Nunca más la tocó. A pesar de la mirada rogante de sus pupilas al objetar que algo no está bien, que su hospedaje con él no es limosna, es derecho. La afrenta que tuvo que combatir por su honor dio como resultado esta mutilación íntima en donde no se pagan favores, pero tampoco se ofrecen. Persuadirse que es un fantasma en el secreto hueco del orden familiar y nada más. Salir a olfatear hembras como si se tratara del pan de cada día, que lo es, bien que lo es. Rumia por un segundo una suerte de quebranto que ha de abatir de inmediato al columbrar el horizonte sureño. Sería abominable renegar de sus expectativas.
Y se lanza. Goza con la cubierta, de la cubierta las piernas de una jovencita que suspende su falda muy por encima de sus tobillos, finos tobillos de yegua joven, oh qué bello despertar entre esos huesos trémulos que lo pondrían a bailar sobre el cristal marítimo. Y más allá un triste señor de jaquette y bastón en equilibrio como si también él quisiera danzar en un solo pie. Y el aire, y los aromas, y respirar hasta colmar el ansia que le da de a ratos cuando siente que el mundo debiera doblegarse y dejarlo hacer a su antojo: con la niña de los tobillos, con el patinaje sobre el mar, con el señor de jaquette a quien tendría que enseñarle cómo despojarse de tanta pituquería, es argentino sin duda, y acostumbrarse como él a montar en pelo a una buena potranca. Dame ya, sagrado mar, a mis demandas respuesta, que bien puedes, si es verdad que las aguas tienen lenguas.
Es tiempo de fiesta. La fiesta sagrada, la de la transgresión para que luego los días se sucedan en pleno orden y templanza. Tiempo de nadie el viaje, al ser motivo de tránsito, es decir de ninguna vereda cierta, se aniquilan las horas, se confunden y traslapan, y el caos inaugural trae a Dyonisos de regreso, la piedra se trastoca en promesa. Ahora, una criatura adolescente, ordena. Aquí, y muestra el disfrute de unas piernas y unos muslos.
Entonces todo está bien, el mar que por estos tiempos ha decidido quedarse quieto, el cuarto que les han asignado donde se siente como en su casa, los juegos a bordo en los que Alfonsito participa, las risas de los niños… Alfonsito, Alfonsito, preocupación tanto más cierta cuanto no atina con el acercamiento. Le ha enseñado desde muy pequeño a no acercarse con ternura, a no acariciar el sentimiento y darle forma, a considerarse un adulto desde los cinco años y todo ello le ha procurado una sensación de fracaso tan fuerte que pareciera no haber sido él mismo quien planificó la distancia