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Cielo de mala muerte
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Libro electrónico106 páginas1 hora

Cielo de mala muerte

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A fines de los 70 en Florencia, Italia, un chileno antepone una dilatada despedida de la ciudad que lo acogió, para viajar a Lisboa, y, para ello, comparte con un recientemente conocido ruso-norteamericano, entrecruzando historias de sus penas y dichas. Recorriendo sus encuentros y recuerdos rememora a su país, a sus poetas y políticos. Y en el día de su partida se reencuentra con Stephanie, que hace realidad sus fantasías sexuales, dando un nuevo rumbo a su viaje.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento30 jul 2015
Cielo de mala muerte

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    Cielo de mala muerte - Antonio Avaria

    Matilde.

    I

    la tentación de la primavera

    Desayunando en la Pensione Berna conocí al ruso. A la propietaria –gordita, terminando la treintena– le proponía una asociación amorosa. Para entender mejor ese italiano que sonaba a inglés, ella le acercaba risueña sus dos melones encorsetados; quedaban frente a frente a los ojos del hombrazo en su silla. Pensé el hombrote va a tocárselos con la pipa, en su jovialidad. Enderecé francamente el esqueleto para mirarlos, porque ella revoleaba los ojos poniéndome de testigo y el ruso me sonreía entre requiebro y protesta. Ella, que el único cuarto disponible era ése de tres camas al precio de dos; él, que entonces se las llenara al anochecer; ella, que la Berna es seria; él, que le hablaba en serio. Las reglas de la casa son hasta la una y usted llegó a las tres, despertando a todo el mundo, derribando el tablero de las llaves, puso nervioso a mi marido, y traer a un muchacho con su mochila sin aviso, ¿que no pago tres camas?, mi marido debió esperarlo, estaba furioso, a su edad borracho, qué hombre por Dios, a mis cincuenta se los pruebo. Además, hoy día celebramos –levantó su agua mineral con un eructo que en él pareció acto de respeto, cómo no iba yo a mirarlo encendiendo desprevenidamente los ojos– cuando los pobres del mundo se levantaron, la Revolución de Octubre, madame, hoy. Aquí son todos comunistas, dice ella entre divertida y resignada, desde el sindaco, toda Florencia, pero ya ve que yo compro La Nazione. Acorralada, se aseguró el botón del corpiño, lo toma o no lo toma que ya son las diez, para mí ni tan viejo ni tan gordo ni tan grande (su marido era flaco, pero tan grande y más viejo, a mi ver) y dejó el comedor. Pero ya el ruso, que me invitaba a apreciar ese trasero, había conseguido su propósito, conocerme.

    Ruso hasta por ahí no más, George. Su madre y sus hermanos seguían allá, pero él, ciudadano norteamericano como el cabrón de su padre, había mandado al FBI a la mierda y enseñaba literatura rusa en un college canadiense. No me joden como cuando vivía en USA y he viajado a Moscú cuando he querido. Tienen mi tamaño y cuando los putamadres estamos juntos, hacemos un ejército de blindados, qué romelcito, nos ponen tres botellas de vodka –la hermana bebe un poco menos– sólo para las ensaladillas antes de atacar cada uno seiscientos gramos de carne con vino húngaro o francés y rebanando ese pan nuestro incomparable de la madrecita Rusia. Sí, según gramaje, pero ellos están muy bien y a mí Ottawa me paga más de lo que puedo gastar. Ya no quebramos los vasos, naturalmente, pero le sorprendería a usted nuestro ingenio, bueno, el de ellos, para quebrar reglamentos día a día. Tolstoi es mi favorito, con eso le digo que no me gusta Dostoievski, por tortuoso, caótico, torturado, inseguro, inestable, todo lo que no quiero para mí y que está en mí; ciertos alumnos no me comprenden e hicieron una presentación escrita al decano, un profesor que declaraba de entrada no gustar de Dostoievski carecía de calificación para enseñar. Es un huevón, pero calmó las cosas, es claro que no se atrevió a hablarme de eso, pues sabía lo que yo iba a decirle: que se metiera en el culo de su abuela.

    Seguí tironeándolo a la hora del almuerzo, bajo un sol que se hacía cada vez más suave, amenazando constipar a George. Yo terminaba mi menú económico en la Plaza de la Señoría, había poca gente en las mesas, pero igual me racionaron la tallarinada con salsa de tomate, la chuletita y la compota; miré hacia atrás y ahí venía, paquidermo fumando su pipa, calmoso y mirándome, en mangas de camisa, George. La tristeza, o algún punto bajo de resaca etílica, lo habían puesto momentá- neamente urbano y casi tímido; me pidió licencia para acompañarme, quiso asegurarse de que no perturbaba un goce solitario. Tanta urbanidad me enterneció y pedí con rapidez otro medio tinto de la casa. Me alegré cuando la silla resistió su aposentamiento y que el rechinar lo volviera a la acción; yo lo pago, dijo, de acuerdo, dije, y que comiera. Los ojos todavía acuosos no se concentraban en la carta, pidió por tanto una pizza que apenas picoteó, tampoco había probado nada al desayuno, este vino con el perdón debido me va a enfermar, permítame sin ofensa que pida uno de marca, es cuestión tuya le repliqué, o como ustedes los yanquis dicen, es tu funeral. Las palabras justas para el día –contestó, mirando con sorna la carpintería ya instalada en el atrio del Palacio Vecchio–, a mí la muerte me importa una hueva, pero mi hijo murió a los dieciséis años de leucemia, lo que más me dolió y me llena de ira fue tener que mentirle durante siete meses. Escupiría al cielo, si le incumbiera. Jamás escribiré lo que nadie puede contarme ni voy a conocer sino con atraso. Los muertólogos son escritores pretenciosos, preciosas ridículas.

    ...Sí, pero él estuvo condenado a muerte y además no lo usa como tema; sus muertos son seres portentosamente vivos, todo llagas que él llamaba del alma. Conmutada la pena por trabajos forzados, fueron los cuatro años con cadenas en los pies (conocí esa Siberia desde el tren, sólo vi bosques de abetos y estepas de nieve; en cada pueblo las mujeres y los niños apuntalaban o daban tirones o bofetadas a los hombres, alegre- mente borrachos; era también la primera semana de noviembre) y después caer bajo las condiciones del editor, si no entrega la novela en esa fecha, perderá sus derechos por diez años. La termina un día antes, gracias a su joven amiga (veintiuno de edad), la envuelven –es El jugador– y, a falta de ujieres notariales para certificar la fecha, la dejan con policía en casa del editor, quien se había marchado como por casualidad, por supuesto esperando la expiración del plazo. Esa niña fue importante en su vida, es la mujer de El Jugador, precisamente, y en parte es Natacha. Era el amor neurosis con esa muchacha trágica que lo hacía sufrir. A Florencia vino con otra amiga aún más joven. Era escenógrafa y vendió de todo para hacer juntos el viaje. Se conocían apenas, pero en un momento él le pidió una opinión: si escribo que un hombre de 42 años se enamora de una mujer de veinte, ¿cuál te parece sería su respuesta? Ella le dice: ella diría que sí y le acompañará por todo el mundo. Vivieron aquí dos años y si usted quiere le mostraré la casa donde escribió El Idiota.

    Un camión cisterna recorre la plaza a diestra y siniestra, lavándola a chisguetazos que ahuyentan a frailes y paisanos hacia nuestro lado. Parece que fue un hombre importante en Italia, dice George. Como que vendrá el presidente del consejo y sin duda el bolas eternas de Fanfani, le contesto, y claro que me gustaría visitar esa casa, siempre fue eminente, así nace cierta gente, juraría que su pega actual es por lo bajo presidente del senado. Dos franciscanos con hábitos, cíngulo, sandalias y barbas luengas convencen al camarero para que les permita ocupar una mesa y asistir al espectáculo en calidad de expertos. Han tomado evidentemente un baño para la ocasión, pues pasan detrás de George y no apestan a fraile. Se sientan frente a frente y establecen de inmediato un diálogo animado de conspiradores o sordomudos, absolutamente inaudible, conscientes de que al mirarlos uno piensa que conocieron al alcalde santo y hablan de él. Mira a esos tipos, le observo a George, ¿cuál te parece más joven: el de barba blanca o negra?

    –Sólo hace falta una ametralladora.

    ¿En tus manos, George? Con velocidad, su poderoso índice se cierra sobre el cuello de la pipa. Yo creo que el de barba blanca, dice aliviado. Apretó el gatillo con la fuerza justa para una andanada. Sentí que, si hubiera querido, la cachimba quedaba sin cabeza.

    A los carros lanzaaguas los llamábamos guanacos, en mi país de América. Cuando estudiantes, en el verano íbamos alegremente a su encuentro y cuántas veces uno nos cañoneó acosados en fila contra la pared. Un medio a medio a mojarropa podía dejar estropicio, pero eso nunca ocurría, que recuerde, pues sus ramalazos bastaban

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