Cuando la luz se iba
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Cuando la luz se iba - Cristopher Cornejo Sierra
Cuando la luz se iba
Cristopher Cornejo Sierra
Esta obra ha sido publicada por su autor a través del servicio de autopublicación de EDITORIAL PLANETA, S.A.U. para su distribución y puesta a disposición del público bajo la marca editorial Universo de Letras por lo que el autor asume toda la responsabilidad por los contenidos incluidos en la misma.
No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del autor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).
© Cristopher Cornejo Sierra, 2019
Diseño de la cubierta: Equipo de diseño de Universo de Letras
Imagen de cubierta: ©Shutterstock.com
www.universodeletras.com
Primera edición: 2019
ISBN: 9788418036415
ISBN eBook: 9788418034879
A la memoria de Rosario Cornejo López, de cuya boca recibí, sin saberlo en su momento, mis primeras lecciones de literatura cuando la luz se iba.
«En realidad las cosas verdaderamente difíciles son otras tan distintas, todo lo que la gente cree poder hacer a cada momento.»
Julio Cortázar,
El perseguidor
El diablo no trabaja en martes
Primer acto (Él)
Corría la segunda semana desde que La Guirnalda, su cafetería predilecta, se encontraba cerrada por motivos completamente desconocidos para él y el resto de la clientela recurrente, así como para los locatarios de los negocios circundantes a ella. En la cortina principal del local, junto a la pizarra donde las promociones del mes en curso habían sucumbido ante los estragos de la intemperie, el anuncio de «Cerrado hasta nuevo aviso», sostenido apenas por un poco de cinta adhesiva, conservaba aún el carácter de irrefutable que se le concedió desde la mañana del viernes antepasado. Desde entonces, múltiples hipótesis habían corrido por los vientos, saltando de banqueta en banqueta y corriendo de boca en boca, sin que alguna atinara a explicar satisfactoriamente las razones de tan abrupta clausura, ya fuese permanente o pasajera. La gran mayoría de los consumidores asiduos, molestos por haber sido privados de su respectiva dotación de café (porque el de La Guirnalda tiene fama de poder sanar desde catarros sencillos hasta el mal de amores), comenzaron a dar crédito a la versión que insinuaba otro negocio, ubicado en la trastienda de la cafetería, donde hasta el más ansioso de los drogadictos podía encontrarle paz a su desesperación de media noche por una módica cantidad.
—Hay que ver qué tan crédula puede llegar a ser la gente —le comentaba él a un colega suyo, con respecto a esa versión, durante el almuerzo del martes—. Yo mismo he sido cliente del lugar por más de cinco años y jamás, escúchame bien, jamás vi nada en él que diera pie a pensar que semejante calumnia pudiera ser cierta. Si cerraron tan de repente, sin darle aviso a nadie, sus buenas razones han de haber tenido; pero nada que tenga que ver con drogas, eso te lo puedo asegurar. Con el tiempo se sabrá la verdad, ya lo verás.
Esa misma noche, al salir de trabajar, se dio una vuelta por la esquina de la cafetería para ver cómo seguía el asunto —cosa que no hacía desde el jueves pasado—, pues tenía la ligera esperanza de encontrarla abierta. Para su desgracia, seguía cerrada. De modo que fue a parar, de muy mala gana, en una de las mesas individuales del JF-Denis, uno de los muchos restaurantes ubicados alrededor de la plaza principal de la ciudad; establecimiento donde, dicho sea de paso, el café no sabe tan bien como el de La Guirnalda, aunque sí mejor que en cualquiera de los otros de la periferia. El ambiente del lugar pintaba agradable, casi películesco, con tintes de armonía bohemia. Creedence, Mecano, Queen, Coldplay, las Flans, Pandora, entre otros tantos, tomaban turno para aderezar con sus melodías la cena de los comensales. Pero a él en particular ninguna canción le llegaba. Andaba con muy mala música en el corazón y un atormentador estribillo en la cabeza: el viaje a Cuba de Lorena, su esposa, por motivos netamente laborales, según le dijo, le parecía no menos que una premeditación bien orquestada para hacerle crecer una linda cornamenta en la frente. La simple idea de imaginarla volteando a ver a otro hombre le carcomía el alma, cuanto más la de pensar que podía gozar en brazos de uno que no fuese él y en una cama que no fuese la de su conyugal parsimonia (sobre la cual habían resuelto amarse carnalmente, desde la noche de bodas de diecinueve años atrás, tan sólo las mañanas de lunes y las noches de viernes). Por esa razón aquella noche, más que cualquier otra en la vida, se sentía frustrado por no haberse podido tomar una gran taza del consuelo humeante de La Guirnalda.
Lo irónico es que él no habría pensado nunca en la infidelidad de su mujer de no ser porque, a eso de las seis de la tarde de ese mismo día, su virilidad acabó siendo complacida, en el almacén de archivos, por la boca de una de las chicas del aseo. Todavía hasta tres o cuatro segundos después de ver a la joven limpiándose de las comisuras los restos de su simiente mal contenida, no se le había cruzado por la cabeza, en ningún instante de los cinco días que llevaba de viaje su esposa para ese entonces, el pensar que ella podría estar haciendo exactamente lo mismo frente a un bien dotado cubano. Pero luego la imagen se incrustó en su mente y ya no hubo poder humano que se la sacara. La desdicha lo fue consumiendo de a poco. Su matrimonio, bien conversado y aún mejor planificado, siempre le había parecido destinado a la monogamia perpetua, sobre todo por parte propia. No obstante, el encuentro con aquella chica de lengua presurosa le saltó ante los ojos como la prueba decisiva de que la fidelidad dura hasta que la ocasión se presenta, y nunca, en veinte años de conocerla, sintió a su mujer con tantas posibilidades de engañarle como en aquel viaje a tierra caribe.
Hacia las diez y media de la noche a su taza de café le venía sobrando únicamente el último sorbo, el cual no tenía intenciones de tomarse debido a la muy popular creencia de que el sedimento de café tiene la facultad de predecir el destino. Prefería no saber. En su plato, mientras tanto, los huevos benedictinos que se vio obligado a ordenar se hallaban intactos, fríos además. No tenía hambre, al menos no de comida. Su hambruna, por llamarle de alguna manera aproximativa, era de caricias, caricias de su mujer, mismas que, según su terco razonamiento, ella le estaría regalando en ese preciso momento a un desconocido en alguna habitación de hotel, en el baño de un bar cualquiera o sobre la arena de la playa. Desde su desencuentro con la realidad en el almacén de archivos no había hecho otra cosa más que imaginarse los lugares en donde Lorena podría estarle siendo infiel y el número de cubanos con los que lo habría hecho hasta la aurora de aquel día, que juraba y perjuraba no podían ser menos de doce. Fue esa suposición abrumadora la que lo alentó a tratar de seducir, de manera por demás infructuosa, desde las siete de la tarde hasta las nueve y cuarto de la noche, a varias de sus compañeras de trabajo, no tanto para igualar a su esposa en cantidad con una orgía multitudinaria, sino para convencer a una sola de dejarse descargar en las entrañas toda la rabia de hombre despechado que traía consigo. La primera en ser puesta a prueba por sus encantos de centauro cuarentón, obviada razón, fue la chica del aseo, quien, no obstante, lo despachó con un argumento providencial e inapelable: «Lo siento, licenciado, del cuello para arriba lo que guste y mande, pero de ahí para abajo sólo hasta ver el anillo». Contra tal convicción no hubo arma suficiente. La segunda en plantarse frente a su mira de cazador —bastante oxidada por el desuso— fue Martha, su vecina de cubículo; ella, al igual que las otras tres que trató de convencer después, a sabiendas de su reputación de esposo abnegado, tomó su coqueteo como una broma de oficina y declinó el ofrecimiento entre risas. Por último, caído en desesperación, recurrió a Valeria, la secretaria de moral distraída por la que media oficina había pasado; ella, como era de esperarse, aceptó sin reparos. Sin embargo, a las primeras de cambio, la chica se montó en el Aveo último modelo de uno de los altos ejecutivos de la empresa, dejándolo a él con la autoestima por los suelos. El resto hasta este punto es historia sabida.
Por un momento, mientras observaba con recelo el último sorbo de la taza, pensó muy seriamente en alquilarse caricias de una sola noche en la zona roja de la ciudad. Mas la intención comenzó a desvanecerse en cuanto se cascabeleó el dinero dentro del saco y notó que, restando el pago del café y los huevos benedictinos, contaba con el dinero apenas suficiente para alquilar a la chica, una muy barata —de esas que son una tirada de moneda entre fémina descuidada y quimera bien lograda—, pero no así para rentar una habitación de hotel decente. En el abrigo, colgado del respaldo de la silla, no traía más que un par de tarjetas de nómina, ambas sin fondos, y un puñado de recibos comerciales arrugados, cuyo valor sumatorio no habría de servirle ni para causar buena impresión. Aun cuando tuviera casa sola hasta la mañana siguiente, momento para el cual el regreso de Lorena estaba pactado, no deseaba ensuciar su amado hogar con la huella indeleble de una aventura con una mujer de la vida galante. Además, el riesgo de contraer alguna enfermedad venérea le terminó de sepultar las intenciones. No tenía más opción: llegaría a casa, se dormiría lo antes posible y esperaría a ser despertado por el beso hipócrita de un «Buenos días, mi amor. Te extrañé a más no poder».
—¡La cuenta! —arremetió, autoritario, contra la mesera que lo había estado atendiendo.
La mujer, treintona y flacucha, le contestó con una mueca de desagrado que lo hizo estremecerse en su asiento. Algunas personas a su alrededor, no muchas pero sí las suficientes, lo voltearon a ver enseguida de manera recriminatoria. Buscando eludir el escarnio público, se encogió de hombros, bajó la mirada y, contrario a su voluntad inicial, se tomó el último sorbo de café. Aunque no vio su futuro en el fondo de la taza, sí se le reveló una verdad que hasta ese momento le había permanecido esquiva: no era en sí el café de La Guirnalda la cura de los pesares de su clientela, sino la amabilidad y calidez con las cuales doña Esperanza y doña Coco, las encargadas de aquel lugar, atendían a todos por igual. Para ellas no había un solo instante donde una palabra de aliento no cupiera, donde una palmada en la espalda no fuese buena idea o donde una sonrisa espontánea y sincera no sirviera de algo para hacer borrar la sombra de un mal día. Se sintió entonces doblemente miserable, tanto por la vergüenza de la reprensión pública como por la certeza ineludible de que su día a día estaba compuesto de pequeñas sospechas e incertidumbres, atadas unas detrás de las otras en una cadena sin fin.
—¿Se les ofrece algo más? —preguntó en la lejanía, a espaldas suyas, una voz femenina.
Tras oírla, experimentó de repente una sobrecogedora sensación de familiaridad. Jamás había sido bueno para reconocer o recordar nada a primer golpe, ni rostros ni lugares ni acontecimientos, mucho menos algo tan efímero como el sonido de una voz, fuese de quien fuese; razón por la cual le extrañó que aquella, sin nada en particular además de un evidente fastidio disfrazado de cortesía, le causase tal impresión. Después lo supo bien. Fueron las palabras y el tono en el que fueron dichas, más que la voz, lo que le sonó familiar. No estaba muy seguro del dónde, del cuándo o del porqué, pero sabía que alguien le había dicho algo semejante en el pasado, en un tiempo muy remoto, incluso anterior a la aparición de Lorena en su vida. Lo invadió entonces una ansiedad voluntariosa, nacida en la boca del estómago, que se irrigó rápidamente hacia todas las extremidades de su cuerpo. El presentimiento de estar a escasos metros de uno de los muchos fantasmas de su casi olvidada y muy promiscua soltería se hacía más y más grande con cada latido del corazón. Tanto, que se convenció a sí mismo de no voltear la mirada por ninguna razón. Muy a pesar de la intriga producida por aquella voz ya ausente en sus oídos, perdida en el vacío, quizá hasta imaginada en su delirio de cólera y celos, prefería quedarse con la duda. Lo último que necesitaba era revivir memorias de un pasado que hacía años había dejado de sentir como suyo.
No obstante, el destino tenía hechos ya sus planes. Cual montaña que va a Mahona, fue el pasado quien, al son de un par de mocasines del número cuatro, tomó rumbo hacia él. Poco habría que contar si ella, en lugar de tomar la ruta de las mesas junto al ventanal, que se supondría como la más larga para llegar a la cocina, hubiese tomado mejor el camino de los sillones comunitarios, el más corto y accesible. Como sea, hablar del hubiera es mera ociosidad. Pasó lo que pasó, y helo acá:
Enfundada en su atuendo de mesera (camisa blanca, falda café y delantal del mismo color), la autora de aquellas inquietantes palabras iba dibujando en el aire una estela con su inconfundible aroma a almendras frescas. Inevitablemente, sin medir las consecuencias, pasó junto a la mesa donde se encontraba él, quien no necesitó verle el rostro para reconocerla, pues el simple olor que dejaba al pasar le trajo inmediatamente el recuerdo de su nombre a la boca.
—¿¡Carolina!? —exclamó con sobresalto, tomándola de forma arrebatada por el antebrazo.
Ella volteó enseguida, molesta porque la inesperada acción casi le hacía tirar la jara de cristal que llevaba consigo, y convencida de haber encontrado el pretexto perfecto para descargar en una buena cachetada toda la frustración acumulada en una vida entera de sueños rotos. Sin embargo, el enfado se le fue desdibujando del semblante a medida que fue reconociendo rasgos de un amorío juvenil en el rostro de aquel sujeto frente a ella. En un principio, la espesa barba de candado que ostentaba y los inicios de una calvicie moderada le dificultaron la tarea de reconocerlo, pero fue cuestión de unas cuantas milésimas de segundo más para terminar de identificarlo perfectamente en sus memorias, a salvo de toda huella proveniente de los muchos años sin verlo, tan apuesto como la primera vez que lo vio en su adolescencia.
Él, por su parte, confirmó que su nariz no le había hecho una mala jugada apenas verla de frente. Seguía siendo la misma de antaño, dueña de unos sensuales labios de carmín y de una mirada tan hipnotizante como eclipse solar. Lo único distinto en ella era, eso sí, la pesada e inevitable mano del paso del tiempo, evidenciado en una que otra línea de expresión alrededor del contorno de sus ojos y en un pequeño lunar de cabellos canos que le caía sobre la frente, el cual, lejos de hacerla lucir avejentada, le daba un aura de sensualidad casi hiriente.
—¿Andrés? —expresó ella una vez que superó el impacto de la primera impresión.
—El mismo —contestó él con la sobrada elocuencia de su trunca licenciatura en letras.
—Qué gusto volver a verte —confesó ella con una efusividad que no había creído posible de sí misma en otras circunstancias. Y por un instante ambos perdieron sus respectivas posturas para saludarse con un beso que fue más al aire que en la mejilla—. Justo hoy me andaba acordando de ti —agregó, simpática, por mera formalidad.
—Qué coincidencia —dijo él con la sonrisa involuntaria de quien está a