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De París a Cádiz
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Libro electrónico600 páginas9 horas

De París a Cádiz

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Alejandro Dumas visitó España en los meses de octubre y noviembre de 1846, dos años después de la publicación de "Los tres mosqueteros" y "El Conde de Montecristo". Dumas, acompañado de un grupo de amigos y de su hijo del mismo nombre,  viajaba  a España como invitado a la boda del Duque de Montpensier con la infanta Luisa Fernanda, la hija menor de la reina Isabel II.            

Durante este viaje  escribió sus impresiones a través de cartas, que fueron publicadas inicialmente en el diario francés La Presse y luego como libro en 1847.

Viajó en compañia de su hijo y otros artistas, como cronista de la corte francesa, inscribiéndose su aventura como uno de los viajes desatados por la moda del Romanticismo. "De París a Cádiz" es un libro desenfadado y alegre, llenos de pequeñas aventuras, de anécdotas jocosas y personajes extraordinarios. El lector observará que allí donde no llega la realidad llega en cambio la fértil imaginación del autor.
IdiomaEspañol
EditorialE-BOOKARAMA
Fecha de lanzamiento4 mar 2024
ISBN9788834113509
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    De París a Cádiz - Alejandro Dumas

    DE PARÍS A CÁDIZ

    Alejandro Dumas

    I

    Bayona, noche del 5 de octubre.

    Madame,

    En el momento de mi partida me hizo usted prometer que le escribiría, no una carta sino tres o cuatro volúmenes de cartas. Tenía razón. Ya conocía el ardor con que me entrego a las grandes cosas, mi tendencia a olvidar las pequeñas, mi gusto por dar, y que no me gusta dar a cambio de poco. Lo prometí; y ya lo ve, al llegar a Bayona empiezo a cumplir mi promesa.

    No me hago el modesto, Madame, y no disimulo que las cartas que le envío serán impresas. Confieso además, con la impertinente ingenuidad que, según sea el carácter de quienes me rodean, me hace tan buenos amigos de los unos y tan fervientes enemigos de los otros; confieso, decía, que las escribo con esa convicción; pero esté tranquila, tal convicción no cambiará en nada la forma de mis epístolas. El público, desde que entré en relación con él hace ya quince años, siempre ha querido acompañarme por las diversas sendas que he recorrido y en ocasiones trazado, en medio de ese vasto laberinto de la literatura, desierto siempre árido para unos, eterna selva virgen para los otros. También esta vez, así lo espero, el público me acompañará con su habitual benevolencia por el camino familiar y caprichoso al cual lo llamo a seguirme, y en el que retozaré por primera vez. Por lo demás, nada perderá por ello el público: un viaje como éste que emprendo, sin itinerario trazado, sin ningún plan a seguir, un viaje sometido, en España, a las exigencias de las rutas y, en Argelia, al capricho de los vientos; un viaje semejante se encontrará maravillosamente a gusto en la libertad epistolar, una libertad casi ilimitada, que permite descender a los detalles más vulgares y alcanzar los temas más elevados.

    Finalmente, así tuviese tan sólo el atractivo de verter mi pensamiento dentro de un molde nuevo, de hacer pasar mi estilo por un nuevo tamiz, de sacar chispas de alguna nueva faceta de esa piedra que extraigo, diamante o estrás, de la mina de mi pensamiento, cuyo valor fijará un día el tiempo, ese incorruptible lapidario; así tuviese tan sólo ese atractivo, decía, cedería a él; la imaginación, usted lo sabe, Madame, es en mí la hija de la fantasía, si no es la fantasía misma. Me dejo llevar entonces por el viento que me empuja en esta hora, y le escribo…

    Y le escribo a usted, Madame, porque es un espíritu a la vez grave y alegre, serio e infantil, correcto y caprichoso, fuerte y encantador; porque su posición en el mundo le permite, si no decir todo, escucharlo todo; porque todo, costumbres, literatura, política, artes, casi diría ciencias, le es familiar; y, finalmente, porque, acaso usted quiera que lo diga, o mejor, que se lo repita, pues creo habérselo dicho con frecuencia, finalmente, porque el elemento que más necesita esa inspiración que a veces se tiene a bien reconocerme es la charla, esa ingeniosa anfitriona de nuestros salones, que tan raramente se encuentra más allá de las fronteras de Francia, y porque escribirle será pura y simplemente conversar una vez más con usted. Es cierto que el público será un extraño en nuestra conversación; pero nuestra conversación no se verá afectada por ello. Siempre he notado que mi agudeza es mayor que la habitual cuando adivino a algún oyente indiscreto de pie y con la oreja pegada a la puerta.

    Queda por mencionar un punto más, Madame; rehuye usted toda publicidad y tiene razón; la publicidad de nuestros días es, con frecuencia, la injuria. Para los hombres la injuria no es más que un accidente; la injuria entre hombres se replica y se venga. Pero la injuria para la mujer es más que un accidente; es una desgracia. Pues al tiempo que envilece a aquel que la emite, ensucia siempre a su destinataria. Cuanto más blanco es un vestido, más visible se hace en él la menor salpicadura.

    He aquí pues lo que le propondré, Madame. En esa bella Italia que usted tanto ama, hay tres mujeres benditas que tres poetas celestiales hicieron célebres. Esas mujeres se llaman: Beatriz, Laura y Fiametta. Escoja uno de esos tres nombres, y no tema que por ello vaya yo a creerme Dante, Petrarca o Bocaccio. Puede usted tener una estrella en la frente como Beatriz, una aureola en torno a la cabeza como Laura o una llama en el seno como Fiametta: quédese tranquila, mi orgullo no ha de arder en ellas. Ese nombre bajo el cual yo debo escribirle, me lo hará saber, ¿verdad?, en su próxima carta. ¿Tengo alguna otra cosa de la misma especie para decirle? No, no lo creo.

    Pues bien, ahora que mi breve prefacio está terminado, permítame exponerle en qué condiciones parto, con qué objetivo la dejo, y con qué intenciones regresaré probablemente. Existe en el mundo un hombre de una elevada inteligencia, cuyo espíritu resistió diez años de Academia, su urbanidad quince años de debates parlamentarios, su bonhomía cinco o seis cargos ministeriales. Este hombre político empezó siendo un hombre de letras y, cosa rara entre los políticos, se volvió celoso, por no hacer más que leyes, de aquellos que siguen haciendo libros. Cada vez que se le ofrece una de esas cosas que, en el árbol eterno del arte, hacen abrir una flor o madurar un fruto, él la toma con presteza, cediendo a su primer movimiento, al contrario de aquel otro hombre político que jamás cedía a su primer movimiento, ¿y sabe por qué? Porque ése era el bueno.

    Pero un día, este hombre tuvo la idea de ver con sus propios ojos esa tierra ardiente de África fecundada por tanta sangre, inmortalizada por tantos intereses opuestos. Partió entre dos sesiones y, como este hombre me tiene cierta estima, al regresar, dado el impacto del espectáculo que acababa de ver, quiso que yo a mi vez viera lo que él había visto. ¿Por qué lo quiso?, le preguntará su banquero.

    Porque en ciertas almas, y ésas son las que sienten intensa, sincera y profundamente, existe una invencible necesidad de compartir con los otros las impresiones que han recibido; les parece que sería de un egoísmo estrecho y vulgar guardar para ellos solos esos grandes asombros del pensamiento, esos sublimes sobresaltos del corazón que toda organización superior siente frente a las obras de Dios o las obras maestras de los hombres. Buckingham dejó caer un magnífico diamante en el mismo lugar en que Ana de Austria le había confesado que lo amaba. Quería que otro fuera feliz allí donde lo había sido él mismo.

    Una mañana recibí del ministro viajero, del ministro académico, del ministro hombre de letras, una invitación a almorzar. Hacía cerca de dos años que no lo veía; esto porque él es un hombre muy ocupado y yo también; sin eso, a riesgo de cuanto pudieran opinar mis amigos los republicanos, los liberales, los fourieristas y los humanitarios, declaro que lo vería más a menudo. Tal como lo sospeché, la invitación era sólo un pretexto, un medio para encontrarnos frente a frente junto a una mesa que no fuese del todo un escritorio. En cuanto al objetivo, consistía en proponerme dos cosas: la primera, que asistiera al casamiento de monseñor el duque de Montpensier en España; la segunda, que visitara Argelia.

    Yo hubiese aceptado agradecido una sola de esas dos cosas, con más razón las dos cosas juntas. Acepté pues. Se trataba, como una vez más le dirá su banquero, de una especulación enormemente insensata, puesto que abandonaba Balsamo en un tercio de su publicación, y la construcción de mi teatro a punto de concluir. Qué quiere usted, Madame, así estoy hecho, y a su banquero no le resultará fácil corregirme. Con seguridad soy yo quien trae al mundo la idea que florece en mi mente; pero apenas florecida, en lugar de salir de mi cabeza como Minerva, esta hija ambiciosa de mi espíritu se instala allí, se refugia y se fija, acapara mi pensamiento, mi corazón, mi alma, acapara toda mi persona, en fin, y de la esclava dócil que debería ser se transforma en un ama absoluta, y me obliga a hacer algunas de esas bellas tonterías que los sensatos condenan, que los locos aplauden y que las mujeres a veces recompensan.

    Tomé entonces la resolución de dejar Balsamo en ese punto y de abandonar, al menos momentáneamente, mi teatro. No es sin intención, está usted en lo cierto, Madame, que antepongo el posesivo mi al sustantivo teatro. Por lógica debería haber dicho nuestro teatro, lo sé perfectamente, pero qué puedo hacer, soy como esos padres imbéciles que no pueden abandonar la costumbre de decir mi hijo, aunque el niño haya sido amamantado por una nodriza y educado por un profesor.

    A este respecto, permítame una ligera digresión en torno a ese pobre teatro sobre el que ya se han dicho tantas tonterías; tonterías que no han de menoscabar, así lo espero, a las que aún restan por decir. Lo que voy a contarle es lo que nadie ha sabido con exactitud, es decir, el secreto de su nacimiento, el misterio de su encarnación. Todos los partos tienen su interés particular. Escúcheme pues durante algunos instantes: enseguida volveremos a Bayona y, se lo prometo, esta noche sin falta, a menos que el carruaje se averíe, partiremos para Madrid.

    ¿Recuerda, Madame, la primera representación de Los mosqueteros, no de Los mosqueteros de la reina, que nunca tuvo mosqueteros, sino de los mosqueteros del rey?… La cosa sucedía en el Ambigú, y Su Alteza el duque de Montpensier estaba presente. Al contrario de lo que suelen hacer mis colegas los autores dramáticos, que en la hora suprema se hacen juzgar por contumacia escondiéndose detrás de los bastidores de bambalinas o del telón del fondo, aventurándose como mucho sobre alguno de los practicables cuando un aplauso los solicita o un silbido los inquieta; yo, contrariamente a ellos, enfrento aplausos o silbidos de la sala, y esto con no diría indiferencia, pero sí una calma tan perfecta que, habiendo albergado en mi palco a algún viajero desconocido que hallé perdido por los pasillos, me ha sucedido abandonar a ese viajero desconocido al final del espectáculo o, más bien, ser abandonado por él sin que sospechara que había pasado la velada con el mismísimo autor de la pieza que había aplaudido o silbado.

    Estaba pues en un palco frente al de Su Alteza, a quien nunca había tenido el honor de dirigir la palabra, y me entretenía, cosa consentida a un autor, como es sabido, en detectar en el joven rostro real, todavía sometido a las impresiones espontáneas de la juventud, las distintas emociones buenas o malas, que hacían brotar una sonrisa en sus labios o pasar una nube por su frente.

    ¿Alguna vez, Madame, preocupada por un solo objeto y excluyendo cualquier otra cosa a su alrededor, se ha sumergido en un ensueño tal que sus ojos dejaron de ver y sus oídos de oír, al punto que todo, excepto ese objeto privilegiado por su mirada, desaparecía en torno a usted? ¡Sí, claro que le ha sucedido! Y esos momentos en que parecía haber cesado de vivir no eran, en absoluto, los momentos en que menos viva estaba. Es que, en efecto, la contemplación del joven príncipe iba despertando en mí todo un mundo de recuerdos.

    Existió, ¡ay!, de esto hace ya mucho tiempo, un hombre a quien yo quería como se quiere a la vez al padre y al hijo, es decir, con el más respetuoso y el más profundo de todos los amores. ¿De qué modo había conquistado él casi desde el primer momento esta suprema influencia sobre mí? Lo ignoro. Habría dado mi vida para recuperar la suya, eso es todo lo que sé. Él también me quería un poco, estoy seguro. ¿Me habría concedido, de lo contrario, todo cuanto yo le pedía? Es cierto que sólo le pedía cosas de esas que ponen al que las concede en una obligación hacia quien las pide. Sólo Dios sabe cuántas limosnas misteriosas y santas distribuí en nombre suyo. Hay en este mismo momento un corazón que late y que estaría congelado, una boca que reza y que estaría muda, si no nos hubiésemos cruzado en el mismo camino y si yo no hubiese sido el único en clamar misericordia cuando todos los demás clamaban justicia.

    Hay personas desgraciadas que no creen en nada, arrebatados que dudan sin cesar de la fuerza, eunucos de corazón que buscan la razón de las cosas viriles y que calumnian toda cosa viril que no comprenden. Descubrieron los unos que este hombre me pasaba una pensión de mil doscientos francos; los otros, que me había dado en obsequio cincuenta mil escudos de una sola vez. Y, ¡Dios me perdone!, escribieron todo eso en alguna parte, no sé dónde. Lo que recibí de él durante toda su vida, ¡ay, demasiado corta!, yo se lo diré, Madame: recibí un bronce la noche de la representación de Calígula y, al día siguiente de su boda, un paquete de plumas. Es cierto que aquel bronce era un original de Barye y que con ese paquete de plumas escribí Mademoiselle de Belle-Isle. Hamlet tenía mucha razón cuando dijo: « ¡Man delights not me!». El hombre no me agrada, si es que merecen llamarse hombres los que escriben semejantes infamias.

    He aquí los recuerdos que se agitaban en mí y fijaban mis ojos en el príncipe. Aquel otro príncipe era su hermano. De pronto, vi que el duque de Montpensier se echaba hacia atrás y palidecía. Busqué la causa de la penosa sensación que acababa de experimentar; mis ojos se apartaron de su palco en el teatro, y no necesité más que una mirada para comprender. En lugar de la gota de sangre que, en el momento en que cae la cabeza de Charles I, debía filtrarse a través de las tablas del cadalso hasta estrellarse en su frente, el artista que hacía el papel de Athos tenía una mancha de sangre que le cubría la mitad de la cara. Había sido ésta la causa del movimiento de repulsión que había realizado el príncipe.

    Me sería imposible decirle, Madame, qué penosa impresión sentí al ver ese movimiento que él no había podido reprimir. Que la sala entera estallara en silbidos me habría preocupado menos. Me abalancé fuera del palco; corrí hacia el suyo. Pregunté por el doctor Pasquier, que estaba a su lado. El doctor salió. «Pasquier, le dije, avise de mi parte al príncipe que mañana el cuadro del cadalso habrá desaparecido».

    ¿Qué puedo decirle, Madame, o más bien, qué puedo decir a esa gente de la que le hablaba antes? Hay entre los especímenes de la elite una alianza de simpatía que los hace remontar la cadena entera en un solo pensamiento, con tal de que el extremo del último eslabón los roce. El príncipe, que nunca me había visto en las Tullerías, adonde entré una sola vez, el 29 de julio de 1830, recordó cuán desinteresadamente amaba yo a su hermano; comprendió el sentimiento que, sobre su tumba fatal y prematura, me llevó a romper esas relaciones que quizá hubiese podido continuar en algunos de los que lo sobrevivieron; había oído el grito de dolor y de adiós que yo le había lanzado junto con Francia toda; luego me había visto alejarme, renunciar a toda influencia, regresar, preparado para nuevas luchas, a ese reino del arte en que mi ambición es ser yo también un príncipe. Deseó conocerme. El doctor Pasquier fue nuestro intermediario. Ocho días después me encontraba yo en Vincennes, conversando con el señor duque de Montpensier y, olvidando por primera vez, durante algunos minutos, que el duque de Orleans, ese príncipe tan eminentemente artista, estaba muerto. El resultado de esa conversación fue la prerrogativa de un teatro, prometida por el señor conde Duchâtel a la persona que yo escogiera.

    Durante nuestro ensayo de Los Mosqueteros, yo había conocido al señor Hostein. Pude apreciar sus aptitudes de administrador, sus estudios literarios y, sobre todo, su ambición de trasladar al ámbito de las clases populares una literatura que pudiera instruirlos y servirles de guía moral. Le propuse a Hostein que dirigiera el nuevo teatro que se iba a construir. Aceptó. Usted ya sabe el resto, Madame; vio caer el hotel Foulon y pronto verá surgir de sus ruinas, bajo el hábil cincel de Klagmann, la elegante fachada que será el resumen en piedra de mi pensamiento inmutable. El edificio está basado en el arte antiguo, la tragedia y la comedia, es decir, sobre Esquilo y Aristófanes. Esos dos genios primitivos sostienen a Shakespeare, Corneille, Molière, Racine, Calderón, Goethe y Schiller, Ofelia y Hamlet, Fausto y Margarita, representan, en el centro de la fachada, el arte cristiano, así como las dos cariátides de abajo representan el arte antiguo. Y con un dedo el genio del espíritu humano señala el cielo al hombre, cuyo rostro sublime, al decir de Ovidio, fue creado para mirar el cielo.

    Esta fachada explica todos nuestros proyectos literarios, Madame: nuestro teatro, que ciertas conveniencias han hecho denominar Teatro-Histórico, sería más justo llamarlo Teatro-Europeo; pues no sólo Francia reinará allí como soberana, sino que toda Europa, al igual que los antiguos señores feudales que acudían a homenajear la torre del Louvre, será forzada a rendirle tributo. A falta de esos grandes maestros que se llamaron Corneille, Racine y Molière, inhumados en su tumba real de la rue de Richelieu, ¡tendremos a esos poderosos genios llamados Shakespeare, Calderón, Goethe, Schiller! Y Hamlet, Otelo, Ricardo III, El médico de su honra, Fausto, Goetz de Berlichingen, Don Carlos y Los Piccolomini, escoltados por las obras contemporáneas, nos ayudarán a consolarnos por la ausencia forzosa del Cid, de Andrómaca y del Misántropo. He aquí nuestro programa de granito, Madame; si alguien miente en él, no seré yo.

    Dicho sea de paso, Madame, no regreso a Bayona, tal como le dije, sino a Saint-Germain. La misma víspera de dejar la vieja ciudad hospitalaria para ir a visitar a mi ministro, ignoraba siquiera que alguna vez fuese a partir. Al regresar allí, ya había fijado mi partida para el día siguiente. No había tiempo que perder. Veinticuatro horas, en cualquier situación, y más aun en la que yo me hallaba en ese momento, son una corta introducción a un viaje de tres o cuatro meses. Por otra parte, contaba con partir en buena compañía. El viaje solitario, a pie, báculo en mano, corresponde al despreocupado estudiante o al poeta soñador. Desgraciadamente, ya pasé esa edad en que el huésped de las universidades mezcla en las grandes rutas su canto alegre a los groseros juramentos de los mercaderes; y, si bien soy poeta, soy un poeta activo, hombre de combate y, de lucha antes que nada, soñador después de la victoria o de la rendición, eso es todo.

    Hacía ya unos seis meses, por lo demás, que la idea de un viaje por España había iluminado como un sueño una de nuestras veladas. Encontrándonos reunidos Giraud, Boulanger, Maquet, mi hijo y yo, en ese espacio al fondo de mi jardín que se extiende entre mi estudio de verano y la casa de invierno de mis monos, habíamos dejado que nuestra mirada se perdiera sobre ese inmenso horizonte que abraza, desde Luciennes hasta Montmorency, seis leguas de la más bella región del mundo; y, como forma parte del carácter del hombre el desear exactamente lo contrario de lo que tiene, en lugar de ese fresco valle, de ese río caudaloso, de esas riberas arboladas que cubre un follaje verde y umbrío, nos pusimos a desear a España con sus sierras [1] rocosas, con sus ríos secos y sus llanuras arenosas y áridas. Entonces, en un momento de entusiasmo, hicimos, uniéndonos como los Horacios del señor David, el juramento de que iríamos a España los seis juntos.

    Después, naturalmente, los acontecimientos se desarrollaron en un sentido opuesto al que esperábamos, y yo había olvidado por completo el juramento y por poco a la misma España, cuando una bella mañana, tres meses después de aquella reunión Giraud y Desbarolles vinieron a golpear a mi puerta, en ropa de viaje, para preguntarme si estaba listo. Me encontraron haciendo rodar esa roca de Sísifo que todos los días aparto y que vuelve a caer sobre mí cada día. Alcé por un instante los ojos de mis papeles, por un instante apoyé mi pluma sobre el escritorio, les di algunas direcciones, les ofrecí algunas recomendaciones, los abracé entre suspiros, envidiando esa libertad de mis primeros días que ellos han conservado y que yo he perdido. Finalmente, los conduje hasta la puerta, los seguí con la mirada hasta que giraron la esquina, y volví a ascender pensativo, insensible a las caricias de mi perro, sordo a los gritos de mi loro; acerqué mi sillón a la eterna mesa a la que estoy encadenado; volví a tomar mi pluma, clavé nuevamente la vista sobre el papel; por fin mi cabeza retomó su pensamiento activo, mi mano su resuelta tarea, y Joseph Balsamo, que hacía ocho días había comenzado, volvió a entregarse despiadadamente a su obra de regeneración; sin contar que el teatro, salido de la tierra para gran asombro del pueblo parisino que había recibido de no sé dónde participaciones de su fallecimiento casi al mismo tiempo que yo las enviara de su nacimiento, empezaba a brotar como un inmenso hongo en medio de los escombros del hotel Foulon, que ya apartaba con su cabeza.

    Y mire usted, gracias a uno de esos caprichos que han hecho del azar, a través de elementos completamente opuestos, un dios casi tan poderoso como el destino, he aquí que un acontecimiento inesperado venía a arrancarme de mi novela y de mi teatro para llevarme hacia esa España deseada, aunque ubicada ya por mí en la categoría de esos países fantásticos que uno jamás visita a menos que se llame Giraud o Gulliver, Desbarolles o Harún al-Rachid. Madame, usted me conoce; sabe que soy el hombre de las resoluciones rápidas. Las decisiones más importantes de mi vida nunca me han llevado más de diez minutos de vacilación. Mientras volvía a subir la pendiente de Saint-Germain me encontré con mi hijo y le propuse partir conmigo, cosa que él aceptó. De regreso en casa, escribí a Maquet y a Boulanger para hacerles la misma proposición.

    Envié esas dos cartas con un criado, una a Chatou, la otra a la rue de l’Ouest. Debo confesar que habían tomado la forma de una circular. No tenía tiempo para variar mis frases. Por otra parte, iban dirigidas a dos hombres que ocupan un lugar similar en mi espíritu y en mi corazón. Estaban concebidas en estos términos, y no ofrecían más variante que la que el lector notará por sí mismo sin que me tome el trabajo de señalársela.

    Mi sirviente encontró a Maquet en la isla de Chatou, sentado sobre la hierba del señor Aligre y pescando los peces del gobierno. Sólo que al tiempo que pescaba escribía, y como en ese momento sin duda llenaba una de esas bellas y buenas páginas que usted conoce, había olvidado por completo los tres o cuatro instrumentos de destrucción que lo rodeaban, y en lugar de que las líneas trajeran las carpas a la orilla, eran las carpas las que se llevaban las líneas al agua.

    Paul llegó a tiempo —más adelante le haré la biografía de Paul, Madame—, a tiempo para detener una soberbia vara de caña común ( arundo donax), que descendía llevada por la corriente a la velocidad de una flecha, arrastrada por una carpa que tenía asuntos urgentes que atender en el Havre.

    Maquet ajustó nuevamente su caña medio dislocada, cerró su pequeño maletín de pesca, rompió el sello de mi carta, abrió unos ojos enormes, leyó y releyó las seis líneas que la componían, recogió sus cuatro aparejos y regresó camino a Chatou para dedicarse activamente a encontrar una maleta de la dimensión requerida. Aceptaba.

    No hace falta decir que antes de que Maquet llegara al extremo de la isla, la carpa ya estaba en Meulan; iba tanto más rápido por no tener que llevar nada consigo; había almorzado al pasar el trigo que Maquet le ofreciera y el anzuelo del que se había apropiado, sin duda a título de digestivo.

    Paul volvió a tomar el tren, que había abandonado momentáneamente para su excursión pedestre por el interior, y llegó a la rue de l’Ouest, n.º 16. Allí encontró a Boulanger soñando frente a una gran tela blanca; era su cuadro para la exposición del año de gracia de 1847. Tenía que representar la adoración de los Reyes Magos. De pronto, Boulanger vio una forma negra dibujarse sobre esa tela blanca, creyó que se trataba del rey etíope Melchor que tenía la deferencia de venir a posar en persona. No era otro que Paul. Pero Paul traía una carta de mi parte y fue recibido tan graciosamente como si su cabeza de ébano llevara la corona de Saba la Negra.

    Boulanger apoyó su paleta, en la que acababa de distribuir los colores, puso entre sus labios el pincel todavía virgen de la futura obra maestra, tomó mi carta de manos de Paul, la deselló, se pellizcó para saber si estaba despierto, interrogó a Melchor, se aseguró de que la propuesta era seria, y se dejó caer, para reflexionar, en el sillón sobre el que había apoyado su paleta. Al cabo de cinco minutos sus reflexiones estaban concluidas, y se abocó a explorar su taller para tratar de descubrir detrás de alguna tela olvidada una maleta apropiada para la situación.

    Al día siguiente, a las seis exactamente, todo el mundo estaba en la cuadra de las diligencias Laffitte y Caillard. Usted conoce el panorama que suele presentar la cuadra de las diligencias a las seis de la tarde, ¿verdad? Désaugiers compuso una maravillosa copla a propósito de ello, versos que usted no conoce, puesto que apenas había nacido cuando el pobre Désaugiers murió.

    Cada uno de nosotros tenía sus adioses; oíamos, como en ese primer círculo del infierno de que habla Dante, palabras inconexas que se estremecían en el aire; veíamos brazos que salían de los coches; oíamos gritos de llamado, tan pronto como la voz siempre impaciente del conductor hacía que uno de nosotros avanzara hacia la diligencia. Cada uno daba sus recomendaciones, a las que se respondía con protestas y promesas. En medio de tal agitación dieron las seis; los brazos más obstinados fueron obligados a soltarse; hubo un redoblar de lágrimas, un aumento de sollozos, un recrudecimiento de suspiros. Yo di ejemplo arrojándome al interior, Boulanger me siguió, luego vino Alexandre y el último en subir fue Maquet, solicitando que le escribiesen a Burgos, a Madrid, a Granada, a Córdoba, a Sevilla y a Cádiz; para el resto del viaje, daría instrucciones ulteriores. En cuanto a Paul, como no tenía que despedirse de nadie, hacía tiempo que estaba instalado junto al conductor.

    Un cuarto de hora más tarde, una mecánica muy hábilmente organizada nos removía de aquel vehículo y nos depositaba cómodamente en nuestros sitios. Enseguida, la locomotora dejó oír su respiración acre; la inmensa máquina se puso en movimiento; escuchamos la chirriante trepidación del hierro; los faroles pasaron a nuestra izquierda y a nuestra derecha, rápidos como antorchas llevadas por duendes en una noche de aquelarre, y dejando una larga estela de fuego sobre nuestra ruta, emprendimos viaje hacia Orleans.

    II

    Bayona, 5 de octubre de 1846.

    Le he hablado tanto de mí en mi última carta, que apenas si concedí en ella un pequeño espacio a mis compañeros. Déjeme decirle dos palabras sobre ellos. Giraud se los hará conocer bajo el aspecto físico, yo me ocuparé del lado moral.

    Louis Boulanger es ese pintor soñador que usted conoce, siempre accesible a lo bello, cualquiera sea la apariencia bajo la cual se presente, que admira casi por igual la forma en Rafael, el color en Rubens, la fantasía en Goya. Toda cosa grande es grande para él y, al contrario de esos pobres espíritus cuya obra estéril consiste en desvalorizar sin descanso, él se deja atrapar sin resistencia, se inclina ante la obra de los hombres, cae de rodillas ante la obra de Dios, admira o reza. Como hombre de estudios, educado en su atelier, que pasó su vida rindiendo culto al arte, no tiene ninguna de las violentas costumbres que son necesarias a un viajero. Jamás ha montado a caballo, jamás ha tocado un arma de fuego; y sin embargo, si en el curso de este viaje se presenta la ocasión, de ello estoy seguro, Madame, ya lo verá usted montar la silla a horcajadas a la manera de un picador, [2] o tirar con fusil como un escopetero. [3]

    En cuanto a Maquet, mi amigo y colaborador, usted lo conoce menos porque Maquet, después de mí, Madame, es tal vez el hombre que más trabaja en el mundo, sale poco, se muestra poco, habla poco: es al mismo tiempo un espíritu severo y pintoresco, en quien el estudio de las lenguas antiguas ha añadido ciencia sin perjudicar su originalidad. La voluntad en Maquet es suprema; después de haberse abierto paso en un primer estallido, todos los movimientos instintivos de su persona retornan a la prisión de su corazón, casi avergonzados por aquello que él considera una debilidad indigna del hombre, como esos pobres niños a quienes el maestro sorprende haciendo la rabona y hace regresar a clase despiadadamente, disciplinas en mano. Este estoicismo le da una especie de rigidez moral y física que, junto a ciertas ideas exageradas de lealtad, constituyen los dos únicos defectos que le conozco. Por lo demás, ningún ejercicio del cuerpo le es ajeno, y es apto para todas esas cosas para las cuales se necesita perseverancia, coraje y sangre fría.

    Qué puedo decirle de mi hijo, consentido por usted tan obstinadamente que si no la llamara él su hermana, la llamaría su madre. Vino al mundo en esa hora dudosa en que ya no es de día y todavía no es de noche; de ahí que la unión de antítesis que forma su extraño yo sea un compuesto de luces y sombras; es perezoso, es activo; es goloso y es sobrio, es pródigo y es ahorrativo, es desafiante y es crédulo. Es escéptico y cándido, descuidado y devoto, su palabra es fría y su mano diligente, se burla de mí con toda su agudeza y me ama con todo su corazón. Finalmente, está siempre listo para robarse mi cofre, como Valerio, o para pelear en mi defensa, como el Cid.

    Por otra parte, es dueño de la locuacidad más delirante, la más convincente, la más obstinada que yo haya visto brillar nunca en labios de un joven de veintiún años y que, como una hoguera mal contenida, se abre paso incesantemente, tanto en el ensueño como en la acción, en la calma como en el peligro, en la sonrisa como en el llanto. Además, monta a caballo gallardamente, maneja bastante bien la espada, el fusil, la pistola, y no tiene rival en todas esas danzas de carácter que se introdujeron en Francia desde que la inglesa pasó a mejor vida y la gavota comenzó a agonizar. Cada tanto nos peleamos, y al igual que el hijo pródigo, toma a su legítima esposa y abandona la casa paterna: ese día, yo compro un ternero y lo engordo, con la seguridad de que antes de que pase un mes vendrá a comer su parte. Es cierto que las malas lenguas dicen que vuelve por el ternero y no por mí, pero yo sé a qué debo atenerme.

    Ahora pasemos a Paul. Puesto que usted no sólo quiere seguirnos en el mapa, sino también vernos allí donde estaremos y del modo como estaremos, con los ojos de la memoria, debo pues evocarle a Paul. Paul es un ser aparte, Madame, y que merece una mención particularísima. En primer lugar, Paul no se llama Paul, se llama Pierre; me equivoco, no se llama Pierre, se llama Agua de Benjuí; esta triple apelación designa a un solo individuo, negro de piel, abisinio de nacimiento, cosmopolita de vocación.

    ¿Cómo sucedió que esta gota aromática floreciera en las laderas de los montes Samen, entre las orillas del lago Dembea y las fuentes del río Azul? Eso es algo que a él mismo le resultaría penoso decir y que, por ende, yo no voy a decirle a usted. Ha de saber solamente que una mañana, un gentleman-traveller que venía de la India por el golfo de Adén, y que después de remontar el río Anaso pasó por Emfras y Gondar, vio al joven Agua de Benjuí en esta última ciudad, quiso tenerlo y lo compró a cambio de una botella de ron. Agua de Benjuí lo siguió, lloró tres días a su padre, a su madre y su casa; luego la variedad de los objetos le trajo distracción; la distracción, olvido, y, al cabo de ocho días, es decir al llegar a las fuentes del río Rahad, estaba prácticamente consolado.

    El inglés descendió por el río Rahad desde Abu-Harad, donde aquél se vierte en el río Azul, hasta Halfay, donde el río Azul se vierte en el Bahr-el-Abiad; dos meses después estaban en el Cairo. Agua de Benjuí permaneció seis años con su gentleman-traveller. Durante esos seis años recorrió Italia, y aprendió un poco de italiano; Francia, y aprendió un poco de francés; España, y aprendió un poco de español; Inglaterra, y aprendió un poco de inglés. Agua de Benjuí se hallaba muy a gusto en esa vida nómada que le recordaba la de sus ancestros, los reyes pastores. Por eso nunca habría abandonado a su inglés, pero fue su inglés quien lo abandonó a él. El pobre hombre había visto todo, Europa, Asia, África, América e incluso Nueva Zelanda; no tenía nada más que hacer en este mundo y resolvió visitar el otro. Una mañana en que no había sonado la campanilla a la hora acostumbrada, Agua de Benjuí entró en su habitación: el inglés se había ahorcado con el cordón de la campanilla. Por eso no había sonado.

    Agua de Benjuí habría podido ahorrar mientras estuvo al servicio de su inglés, puesto que su inglés era generoso. Pero Agua de Benjuí no es ahorrativo. Siendo un auténtico hijo del Ecuador, ama todo lo que brilla bajo el sol; estrás o diamante, vidrio o esmeralda, cobre u oro, poco le importa. Compró, pues, cada vez que tuvo dinero, alternando sus adquisiciones con algunos tragos de ron, ya que a Agua de Benjuí le encanta el ron, y si algún día retorna al pie de los montes Samen, a orillas del lago Dembea, cerca de las fuentes del río Azul, es capaz de vender a su hijo al mismo precio que su padre había vendido el suyo. Una vez que Agua de Benjuí se desprendió de su último escudo, comprendió que había llegado el momento de procurarse una nueva condición; buscó, y como tiene buen ojo, una sonrisa ingenua y los dientes blancos, no estuvo mucho tiempo en la calle.

    Su nuevo amo fue un coronel francés que lo llevó a Argelia. Allí, Agua de Benjuí se encontró como en su casa. Los árabes de África, cuya lengua habla con toda la pureza de las cepas primitivas, lo miraron como a un hermano de un color un poco más oscuro, simplemente; y Agua de Benjuí pasó en Argelia cinco felices años, durante los cuales, tocado por la gracia del Señor, se hizo bautizar con el nombre de Pierre, sin duda para reservarse la facultad de renegar tres veces de Dios, como hizo su santo patrono. Desgraciadamente para Agua de Benjuí, su coronel fue pasado a retiro. Regresó a Francia para exigir la revocación de la medida; pese a sus reclamos, la disposición se mantuvo. El coronel se encontró reducido a la mitad de su sueldo. Esta reducción de sus ingresos conllevó otra en su sirviente, y Paul se encontró otra vez en la calle.

    No hace falta decir que no había ahorrado más al lado de su coronel que al lado de su inglés. Pero había trabado una bella relación: esta relación era Chevet. Chevet me lo recomendó como un valiosísimo ayuda de cámara, que sabe hablar cuatro lenguas aparte de la suya, buen caminante, buen jinete, y con un único defecto: pierde todo aquello que se le confía, nada más. Se trataba simplemente de no confiar nada a su cuidado, y así era la perla de los sirvientes. En cuanto a su marcado gusto por el ron, Chevet no dijo una palabra, adivinando sin duda que me daría cuenta por mí mismo.

    Chevet se equivocaba. Por supuesto que de tanto en tanto veía yo que a Agua de Benjuí los ojos le daban vueltas, unos ojos grandes que en lugar de blancos estaban amarillos; notaba también que apoyaba el meñique más que de costumbre en la costura de su pantalón corto; lo oía mezclar confusamente el inglés, el francés, el español y el italiano; pero yo sé que los negros son de un temperamento marcadamente bilioso; aquella pose tan militar me parecía un postrero homenaje que rendía a su coronel; y entendía que cuando uno habla cuatro lenguas además de la propia, le está permitido decir yes en lugar de y no en lugar de non, y seguía sin confiar nada a Agua de Benjuí, salvo la llave de la bodega que, contra su costumbre, jamás había perdido.

    Pero en una ocasión, habiendo yo partido de caza para no retornar en toda una semana, regresé en cambio al día siguiente; entré sin ser esperado y llamé de inmediato a Paul, como es mi costumbre. ¡Ah! Debo contarle, puesto que ya sabe usted cómo fue que Agua de Benjuí pasó a llamarse Pierre, de qué manera Pierre pasó a llamarse Paul.

    Yo ya tenía en casa un jardinero llamado Pierre, que se sintió herido por el hecho de que un morenillo llevara su mismo nombre. Le propuse que se hiciera llamar de otro modo, ofreciéndole a cambio de su nombre las sílabas más eufónicas del calendario. Pero él se negó obstinadamente, invocando su antigüedad en la casa y la supremacía que su título de hombre blanco debía darle sobre el recién llegado. Expuse el caso ante Paul, quien respondió que habiendo cambiado ya una primera vez de nombre poco le importaba cambiarlo una segunda; sólo deseaba no degradarse, y me rogó que le eligiera, entre la jerarquía celeste, un patrono tan distinguido como aquel que se había elegido él mismo. Yo pensé que sólo un apóstol podía igualar a otro apóstol, que la espada valía tanto como la llave, y que San Pablo no era inferior en nada a San Pedro. Propuse pues a Agua de Benjuí que tomara el nombre de Paul, y Agua de Benjuí aceptó. Mediante esta concesión, se restableció la paz entre Pedro y Pablo.

    Al regresar de aquel día de caza, pues, llamé a Paul. No respondió. Abrí la puerta de su habitación, temiendo que se hubiese ahorcado, como su antiguo amo. Me tranquilicé muy pronto. Paul había adoptado, no la posición perpendicular, sino la horizontal.

    Estaba acostado sobre su cama, tan rígido e inmóvil como una viga. Primero creí que había pasado a mejor vida, no por suicidio, sino de muerte natural. Lo llamé, no respondió; lo sacudí, no se movió; lo alcé por los hombros, como Pierrot alza a Arlequín, ni una sola articulación se plegó; lo apoyé sobre sus piernas, sus piernas vacilaron; lo apoyé contra la pared, se mantuvo de pie. Sin embargo, durante esta ultima maniobra yo había notado que Paul hacía esfuerzos por hablar; eso me tranquilizó. En efecto, poco a poco abrió los ojos, unos enormes ojos fijos, movió los labios y dijo: «¿Por qué me levantan?». Mientras seguía sosteniendo a Paul, llamé a Pierre. Pierre entró.

    —¡Vea! ¿Paul está loco? —pregunté.

    —No, señor. Paul está ebrio —dijo. Y se fue.

    Yo sabía que Pierre le tenía a Paul cierta ojeriza, desde aquella desafortunada propuesta del cambio de nombre que yo había tenido la imprudencia de hacerle, y por eso prestaba poca atención a los frecuentes informes desfavorables que me hacía de él. Pero esta vez la acusación me pareció tan probable que iluminó mi pensamiento. Sin embargo, recordando que existe un país donde no se castiga al acusado sin la confesión del culpable, me volví hacia Paul y sin dejar de sostenerlo contra el muro, pregunté:

    —Paul, ¿es cierto que está usted ebrio?

    Pero Paul ya había vuelto a cerrar la boca y los ojos. No respondió, se había quedado dormido. Aquella somnolencia me pareció más convincente que todas las confesiones del mundo. Llamé al cochero, le dije que acostara a Paul en su cama, y que me avisara cuando hubiese despertado.

    Veinticuatro horas después, el cochero entró en mi habitación y me anunció que Paul acababa de abrir los ojos. Descendí, adoptando a lo largo de la escalera mi rostro más severo, y anuncié a Paul que ya no se hallaba a mi servicio. Diez minutos más tarde, oí unos gritos pavorosos. Paul, en quien aquella noticia había exacerbado la sensibilidad, sufría un ataque de nervios, gritaba con todas sus fuerzas que si había abandonado a su primer amo era porque éste se había ahorcado, y al segundo porque lo habían pasado a retiro; que él sólo conocía esos dos casos redhibitorios, y que mientras no estuviera yo retirado o colgado, no me abandonaría.

    Nadie se rinde tan rápido como yo ante las buenas razones, y aquélla me pareció excelente. Obtuve de Paul la promesa de no beber más; exigí la restitución de la llave de la bodega, y todo volvió al orden acostumbrado. Huelga decir que de tanto en tanto Paul rompe su promesa; pero como conozco las causas de su letargia, ya no me inquieto, y como detesto los ataques de nervios, no me arriesgo a despedirlo.

    Comprenderá usted, Madame, que al momento de partir para el África me felicité por mi mansedumbre. Si en esa confusión de las lenguas que yo había notado tantas veces, Paul no había olvidado la suya, me sería de gran utilidad como intérprete. He aquí por qué Paul fue elegido para acompañarnos, antes que cualquier otro. Ya no era el neófito Paul o Pierre el hombre a quien yo llevaba, sino el árabe Agua de Benjuí.

    Usted nos dejó, Madame, mientras sufríamos las primeras oscilaciones del tren, el 3 de octubre, alrededor de las seis y media de la tarde, justo en el momento en que nuestros sargentos de caballería Giraud y Desbarolles, que partieron tres meses antes, habiendo recorrido ya Cataluña, la Mancha y Andalucía, golpean, probablemente abrumados de cansancio y jadeantes de calor, a la puerta de alguna venta [4] de Castilla la Vieja, que nadie tiene a bien abrirles.

    Cuando se va por una suave vía férrea, cuando es noche cerrada, cuando esa noche es huérfana de su luna y está de duelo por sus estrellas, cuando pesa sobre nosotros la amenaza de otras cinco noches de diligencia, lo mejor que se puede hacer es dormir. Por lo tanto, nos dormimos. De pronto, la ausencia de todo movimiento nos despertó. Cuando un tren que corre por las vías deja de andar, no se pueden suponer más que dos cosas: que el tren llegó a una estación o que le ocurrió un accidente. Sacamos nuestras cuatro cabezas por las dos portezuelas; no había ninguna estación, ni a derecha ni a izquierda. Auguramos que había un accidente. En todo caso, se trataba de un accidente inofensivo, pues no se distinguía ningún grito, no se percibía ningún movimiento; sólo se oía abrir los coches y comenzaba a entreverse una multitud de sombras que se agitaban en la oscuridad. No eran las sombras de los viajeros, como habría podido suceder en el valle Fleury o en Fampoux, sino los viajeros mismos, que aprovechaban el afortunado accidente para desentumecerse las piernas a ambos lados de las vías.

    Descendimos a nuestra vez, y nos informamos sobre el lugar en donde nos hallábamos y de las causas de ese alto omitido en el programa. Estábamos un poco más allá de Beaugency; había habido una pérdida en la caldera, el agua había apagado el fuego, la locomotora había muerto de hidropesía. Había que esperar la que sin falta nos enviarían desde Blois, cuando advirtieran en Blois que no llegábamos.

    Esperamos alrededor de dos horas. Al cabo de ese tiempo distinguimos un punto rojizo que avanzaba resplandeciendo como el ojo de un cíclope, y que se agrandaba a medida que se hallaba más cerca. Pronto pudimos oír la respiración jadeante del monstruo; vimos el surco de fuego que dejaba en su camino; pasó delante de nosotros rápido y rugiente, como el león de las Escrituras, luego se detuvo para regresar dócil y sumiso ante su brida de hierro. Volvimos a subir al coche, engancharon a la cola de nuestro tren la locomotora muerta, y retomamos nuestra ruta. A las seis de la mañana, estábamos en Tours.

    Hacia las tres de la tarde, atravesamos Châtellerault. Dios la guarde de Châtellerault, Madame, si no tiene usted pasión por los cuchillos pequeños; si la tiene, sepa que en cinco minutos conseguirá la más completa colección que exista en todo el mundo. Desafortunadamente, la parada en Châtellerault dura cerca de un cuarto de hora. Bloqueados en nuestra diligencia por toda una horda de mujeres, la más joven de unos siete años y la más vieja de ochenta, que nos requerían en toda la gama de tonos desde sus puestos de venta, llamamos al conductor para que nos ayudara a efectuar nuestra salida, con la esperanza de abrirnos una brecha hasta ganar las puertas de la ciudad. Pero ya sea porque nuestro plan estuviera mal concebido, o porque aquel proyecto temerario fuera en realidad impracticable, apenas pusimos un pie en tierra fuimos dispersados, perseguidos, rodeados, ¡vencidos!, y después de una defensa más o menos heroica, forzados a rendirnos a su voluntad. En lugar de rescatarnos en masa a la salida de la ciudad, como había sido dicho, la diligencia nos recogió aquí y allá, como lo hace una chalupa de salvamento con los desdichados náufragos; cada uno de nosotros era portador, para su vergüenza, el uno de un par de navajas de rasurar, el otro de una pequeña podadera, éste de un par de tijeras, aquél de un bisturí.

    Alexandre, por su parte, había comprado un cuchillo-puñal con mango de nácar y ornamentos de cobre simulando plata, de un tamaño gigantesco. Le habían pedido un luis por él; creyendo cortar de cuajo la proposición, Alexandre había ofrecido cinco francos, y se lo dejaron. Recuerde este detalle, Madame, si pasa alguna vez por Châtellerault, no es insignificante. En cuanto a nosotros, pensamos que, o bien los habitantes de Châtellerault tenían una furiosa disposición al comercio, o bien era la Providencia la que, bajo el aspecto de una vendedora de cuchillos, nos enviaba a precio vil aquella arma, destinada sin duda a realizar milagros similares a los que ilustraran Joyeuse, Balisarde y Durandal.

    Me sería difícil, Madame, particularizar algo de lo que vimos en la ruta de Châtellerault a Angoulême. Todo cuanto sé es que ascendimos por la noche la pendiente de esta última ciudad, que por su ubicación tierras adentro fue elegida, en desmedro de Brest, de Cherburgo o de Marsella, para emplazar allí una escuela de Marina. Es probablemente de la escuela de Angoulême de donde salió el capitán de la Salamandre.

    A qué hora llegamos a Burdeos, no lo sé. Lo que sé es que perdimos dos horas en Beaugency, y otras dos horas intentando recuperarlas, lo que hacía cuatro horas de retraso; de todo ese retraso resultaba que el último coche que partía hacia Bayona salía de Burdeos por una puerta justo cuando nosotros entrábamos

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