Mallorca, la isla de los escritores
Por Franco Mimmi
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Mallorca, la isla de los escritores - Franco Mimmi
Franco Mimmi
Mallorca, la isla de los escritores
A Teresa
desde nuestro feliz
exilio voluntario
Aquí, junto al mar latino,
digo la verdad:
siento en roca, aceite y vino,
yo mi antigüedad.
¡Oh, qué anciano soy, Dios santo,
oh, qué anciano soy!...
¿De dónde viene mi canto?
Y yo, ¿adónde voy?
(Rubén Darío - ¡Eheu!)
"La fuente está ahí, en el espacio mediterráneo, la fuente profunda de la alta cultura de la que nuestra civilización se vale. Hablo de esta parte profana de la cultura que sigue siendo objeto de una veneración cuyos templos son los museos y las bibliotecas.
"Cuando en Cleveland o en Estocolmo se piensa en Venecia, en Roma, en Atenas, el deseo es, naturalmente, evadirse y partir hacia las soleadas playas de un mar feliz, pero ¿no es también el de volver por un momento a esos lugares fecundos donde, según sabemos desde la infancia, los semidioses llevaron una existencia menos apagada y menos tosca? Hombres perfectos que hablaban un lenguaje mejor y poseían el sentido de las proporciones justas.
Cuando soñamos con realizaciones humanas, el orgullo y la felicidad de ser hombres, nuestra mirada se vuelve hacia el Mediterráneo.
Así escribía el gran medievalista francés Georges Duby y sus palabras me suenan dentro como las de una canción por la que los pueblos mediterráneos deberíamos renunciar a nuestros pomposos himnos nacionales: una canción de Joan Manuel Serrat que se titula, precisamente, Mediterráneo.
Quizás porque mi niñez
sigue jugando en tu playa
y escondido tras las casas
duerme mi primer amor,
llevo tu luz y tu olor
por dondequiera que vaya…
Está en los magníficos versos de Serrat toda la historia de nuestro mar, su aventura milenaria con sus infinitas desventuras, sus brisas y sus vicios, sus lenguas y sus malentendidos, sus amores y sus guerras, en resumen toda su intensísima vida, su increíble patrimonio cultural, nuestra antigua infancia, nuestro futuro indescifrable, pero señalado con el carácter que los Dioses, maestros de ironía, ungieron sobre nuestra frente:
Soy cantor, soy embustero,
me gusta el juego y el vino,
tengo alma de marinero.
Que le voy a hacer, si yo
nací en el Mediterranéo.
Circundada por este mar que es nuestro destino, con la Península Ibérica a un lado, la Itálica al otro, la costa africana al Sur, está la Isla de Mallorca, otro pedazo del Mediterráneo con características que en su conjunto parecen tan similares al resto del Mare Nostrum y lo son, con peculiaridades que proyectadas sobre lo extranjero
parecen tan distintas y no lo son. Una isla pequeña pero no muy pequeña, una isla grande pero no muy grande, agua y arena, rocas y árboles, colinas fértiles y montes escarpados: un universo en miniatura, una perla. Un atraque perfecto para las primeras rutas que audazmente se alejaban de la costa, el objeto de deseo para el invasor en busca de botín y el ansiado retorno para quien partía a depredar, el lugar ideal para quien, inmóvil, quisiera el mar como defensa y para quien, inquieto, lo quisiera como aventura. Cómo sorprenderse si Mallorca se ha convertido en una atracción invencible para esos extraños animales hambrientos precisamente de aventura – quizás ajena, para correrla con gran placer y poco riesgo– que son los escritores.
Y de hecho, han venido aquí en tropel desde todo el mundo, hombres y mujeres, en busca de belleza y tranquilidad para nutrir su inspiración, para escribir un libro o incluso un solo verso, para vivir como eremitas felices o para mezclarse felizmente con sus colegas isleños, para una corta y frívola vacación o para dar sentido a toda su existencia. Es increíble el número de escritores extranjeros que han puesto su nombre en el libro de firmas de este gran hotel, tantos que dan ganas de narrar –y la lista será ciertamente incompleta– sus cómos y sus porqués; tantos como para requerir reglas de admisión, entre ellas una fundamental: que, además de ser extranjeros, hayan pasado a formar parte de esa categoría en la que las envidias y las rivalidades son ya desconocidas.
Para los otros, para mí, las palabras de Serrat:
Ay, si un día para mi mal
viene a buscarme la Parca
empujad al mar mi barca
con un levante otoñal
y dejad que el temporal
desguace sus alas blancas.
Y a mi enterradme sin duelo
entre la playa y el cielo...
Cerca del mar. Porque yo
nací en el Mediterranéo.
I. SAND Y CHOPIN
Para atravesar las 135 millas marinas que separan Barcelona del puerto de Palma de Mallorca, alrededor de 240 kilómetros, las naves entonces empleaban al menos una decena de días, pero El Balear, que atracó en Palma el 19 de enero de 1834, había zarpado del continente apenas veinte horas antes. Tenía dos palos para las velas, pero sobre todo tenía dos máquinas de vapor de 40 caballos de potencia cada una. Construido en Inglaterra por la Seddon&Lodley
de Liverpool, tenía 40 metros de largo, 6,2 metros de ancho, 3 metros de puntal y podía transportar 40 pasajeros.
La empresa tuvo escaso éxito comercial y pronto El Balear fue destinado a otra ruta, pero algunos empresarios mallorquines habían entendido que si querían un futuro para la isla, lanzada a la exportación de cerdos, el regreso a la vela ya no era posible. Fundaron así la Empresa del Paquete de Vapor Mallorquín
y compraron al astillero inglés Druffus&Company
de Aberdeen un vapor que medía 45 metros de largo, 9 de ancho y 3 de puntal. Tenía un motor que desarrollaba una fuerza de 120 caballos y podía alcanzar los 11 nudos por hora. Fue bautizado El Mallorquín, pero como su mascarón polícromo representaba un campesino mallorquín, es decir un payés, éste fue rápidamente su apelativo popular. Llegó a Palma desde Londres, después de un viaje de 15 días, el 7 de septiembre de 1837, y un mes después inició su servicio semanal saliendo hacia Barcelona con a bordo 22 pasajeros y una piara de cerdos de pura raza autóctona mallorquina: el porc negre, el mayor producto comercial de la isla.
Y de ahí que el primero de nuestros writers in residence o por lo menos en visita, la francesa George Sand, nom de plume de Amandine Aurore Lucile Dupin, 34 años, pudo motivar el viaje que le desembarcó en Palma de Mallorca, exactamente en Porto Pi (el magnífico puerto natural de la ciudad, protegido prácticamente de cualquier viento) el 8 de noviembre de 1838, después de un viaje de 18 horas: Y así gracias a los cerdos he podido visitar la isla de Mallorca, porque si hace tres años se me hubiera ocurrido venir, el viaje largo y peligroso en un barco de cabotaje me hubiera hecho desistir. El inicio de la entrada de la civilización puede por tanto datarse a la exportación de cerdos.
Y como la civilización es cosa más de humanos que de cerdos, se hace de inmediato evidente la ironía que transpira Un invierno en Mallorca, el libro que George Sand dedicó a los tres meses transcurridos, entre peripecias, en la isla en compañía de sus hijos Maurice y Solange, de 13 y 10 años respectivamente, y de su último amante, el músico polaco Frédéric Chopin, seis años más joven que ella. Se trata de una ironía que a menudo confina con el sarcasmo, hasta el punto de que una cuarentena de abogados mallorquines estuvieron considerando la hipótesis –que rápidamente abandonaron– de llevar a juicio a la inmoral escritora
que se atrevía a presentarse en camisa y pantalón de hombre con un cigarro en la boca. Lo que no ha impedido, no obstante, convertir a George y Frédéric en un icono del turismo isleño: a veces los carmina de los otros dant panem.
Si por lo que respecta al carácter y costumbres un tanto toscas de los isleños los dos amantes se mostraban sólo a veces de acuerdo, siempre lo estaban, en cambio, cuando se trataba de las bellezas de la isla. Chopin una semana después de su llegada escribía: Estoy en Palma, entre palmeras, limones, aloe, higos, granados, todo lo que el Jardin des Plantes tiene en sus invernaderos. El cielo es de turquesa, el mar azul, las montañas esmeralda y el aire paradisíaco. Hay sol todo el día, todos visten como en verano y hace calor, de noche se escuchan guitarras y cantos durante horas.
Y ella: Para los pintores Mallorca es uno de los lugares más hermosos de la tierra. Es como la verde Suiza bajo el cielo de Calabria y con la solemnidad y el silencio de Oriente.
"Pero qué diablos –se pregunta no tan retóricamente la misma George Sand en uno de los primeros capítulos de su libro parafraseando al Molière de Los Enredos de Scapin– ¿qué diablos ibais a hacer en aquella maldita prisión?" La razón principal era el consejo del médico, el doctor Gaubert, de que pasaran el invierno al sol y al calor, a fin de que Chopin se curara de la fea tos que le afligía desde comienzos del otoño y el joven Maurice estuviera al abrigo de los ataques de reuma que le aquejaban. La primera y, en aquella época, más lógica hipótesis había sido Italia, pero el caso intervino en la forma de un amigo español del músico, el ex Ministro del Tesoro Don Juan Álvarez Mendizábal, y que éste le recomendara el clima de Mallorca. Fue así que la escandalosa pareja arribó a la isla que dictaría un libro a ella e inspiraría a él alguna de sus composiciones más famosas, como el Preludio de las gotas de lluvia o la Balada en Fa mayor, llamada justamente Mallorquina.
Olvidando los cerdos, en Palma el quinteto (está también la criada Amelia, que ha viajado en