Memorias
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Los tres volúmenes de las Memorias fueron redactados cuando Alberto Insúa ya era sexagenario y publicados en 1952, 1956 y 1959 respectivamente. En ellas su autor mezcla la anécdota con la historia, su propia vida con el hecho trascendental de la historia europea. En sus páginas destacan tres aspectos: el conflicto entre España y Estados Unidos por la colonia de Cuba, su visión de la Primera Guerra Mundial como corresponsal enviado a Francia y las referencias a su trayectoria literaria.
Santiago Fortuño Llorens, catedrático de Literatura Española en la Universidad Jaume I de Castellón, fue el encargado de seleccionar los textos, así como de redactar el estudio preliminar y de recopilar la bibliografía que completan el volumen.
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Memorias - Alberto Insúa
I. MI TIEMPO Y YO
[1]
CUBA Y ESPAÑA EN LA MENTE DE UN NIÑO1
NACÍ EN LA CIUDAD DE La Habana. Mi padre era español, de la villa de San Pelayo de la Estrada, en la provincia de Pontevedra. Mi madre perteneció a una familia aristocrática de Puerto Príncipe, provincia que en Cuba independiente ha recuperado su nombre indígena de Camagüey. Mi padre era abogado, escritor y periodista.
Deseo exponer las razones que determinaron en mi espíritu, desde la primera infancia, un hondo amor a España que en manera alguna se opuso a mis sentimientos de niño cubano. No bien apuntó en mi mente la idea de patria, esta idea fue la de que España era mi patria grande y Cuba mi patria chica, bien así como el mayor número de españoles, peninsulares e insulares, lo entienden y expresan al distinguir entre su comarca natal y el conjunto geográfico y político de la nación española.
Mi caso no era único, ni mucho menos. En las familias formadas por un matrimonio entre criollas y españoles, la prole sentíase española o cubana según determinados antecedentes y circunstancias que enumeraré. Si el padre era militar, la esposa y los hijos hacíanse, automáticamente, españoles; es decir, que no deseaban una Cuba libre, sino formando parte, como región ultramarina, de España. Si el padre peninsular era de origen humilde y se había enriquecido y echado raíces en Cuba, los hijos se inclinaban más bien a lo contrario; esto es, a una Cuba emancipada de la metrópoli. Si el padre español era un hombre espiritualmente inferior a la madre cubana, la descendencia seguía las efusiones sentimentales de esta última. Podían ser españoles el padre y la madre y sentirse los hijos separatistas. Ahí está el ejemplo de Martí. La educación (el maestro tuvo en la Cuba colonial una influencia muy grande) modelaba, iluminaba, o trataba de modelar e iluminar a las inteligencias infantiles en un sentido o en otro. Entre los maestros cubanos hubo algunos ilustres. Todos, en mayor o menor grado, actuaban como precursores de la independencia del país.
Los maestros españoles eran predominantemente eclesiásticos: los jesuitas del colegio de Nuestra Señora de Belén, en La Habana, y los padres escolapios de Guanabacoa. En los colegios privados dirigidos por españoles y en los institutos y la universidad se impartía, oficialmente, una enseñanza neutra. Pero «cada maestrillo tiene su librillo», y también sus sentimientos en materia política. Por mucho que se obstine en ocultarlos o soslayarlos, esos sentimientos flotarán como un fluido en sus lecciones. La alusión, la indirecta, la reticencia, la pausa silenciosa, el contraste entre la palabra y el gesto —¡cuántas veces los ojos niegan lo que la lengua dice!— son armas lícitas en todos los géneros oratorios, incluso, naturalmente, el didáctico.
Claro está que la influencia de dómines, preceptores y catedráticos ha sido, es y será siempre muy relativa. Han de existir en el discípulo, en el alumno, una predisposición de ánimo, una receptividad, una afinidad de espíritu latente con el maestro para que esa influencia no resulte mínima o fugitiva, sino considerable y permanente. Además, son muchos, por desgracia, los niños y jóvenes insensibles, refractarios a las más intensas y nobles enseñanzas. Forman esa gran escuela de los indiferentes, de los grises, de los torpes, de los blandos, de donde salen los licenciados y doctores en picardía, en delincuencia y en los vicios y aberraciones más deplorables de la especie.
Yo pertenecí al grupo de los discípulos sensibles —¿por qué no decir «influibles»?—, y mis primeros maestros fueron mis padres. A mi madre, por obra y gracia del amor, se le «españolizó» el alma en tal forma que fue ella la primera en hablar a sus hijos de las «cosas de España». Y no de cosas leídas, sino vistas y vividas, pues su luna de miel había transcurrido en varias regiones y ciudades españolas: casi toda Galicia, Barcelona, Madrid y buena parte de Andalucía. Nos hablaba de España como de un paraíso, describiendo las comarcas que había visitado y sus costumbres en un lenguaje elemental y expresivo —como el del Romancero—, el más adecuado a su infantil auditorio.
Mas nada de esto —quiero decir, de su admiración, de su entusiasmo por la España que había visto con ojos de enamorada y durante un venturoso vuelo nupcial— alejaba del espíritu de mi madre los recuerdos de su infancia, entre los cuales los más profundos y patéticos correspondían al período de la llamada Guerra de los Diez Años: 1868-1878. No más de diez tenía ella al dar Carlos Manuel de Céspedes, en Yara, el grito de independencia. Casi todos los hombres de su familia «se fueron al campo», según entonces se definía el hecho de levantar armas contra el dominio de la metrópoli. He dicho «casi», porque mi abuelo materno, por su natural pacífico y tener ya una de sus hijas casada con un español, se redujo a abandonar su casa de Puerto Príncipe y refugiarse con su esposa y prole en la más recóndita y fragosa de unas tierras que poseía en la provincia. Muchos cubanos procedieron como él en ambas guerras. Mas no le valió a mi abuelo aquella actitud sino para salvar la vida y apartar a los suyos de persecuciones posibles. Sus bienes fueron confiscados y su nombre pregonado como el de un rebelde. ¿Por qué? Porque su esposa, doña Dolores de Cisneros y Álvarez, era prima de dos prohombres de la causa separatista: don Salvador de Cisneros y Betancourt, marqués de Santa Lucía, representante del Camagüey en los preparativos del alzamiento de Céspedes, y don Gaspar Betancourt y Cisneros, uno de los emigrados en los Estados Unidos que se dirigieron a Bolívar rogándole que interviniese con su espada en favor de Cuba. Este don Gaspar Betancourt y Cisneros firmó con el seudónimo de el Lugareño narraciones y cuadros de costumbres cubanas que le sitúan literariamente en la línea de los grandes costumbristas españoles: los Mesonero Romanos y los Estébanez Calderón.
Si se añade que mi abuela estaba también emparentada con los Agüero y los Agramonte —familias próceres de Camagüey que dieron paladines y mártires a la causa—, se comprenderá fácilmente que las autoridades españolas vieran en mi abuelo a un sospechoso. Ni el Marqués —como todos llamaban a don Salvador, aunque la Corona le hubiese privado del título—, ni el Lugareño hicieron nada para convertir al padre de mi madre en un combatiente. Respetaron sus sentimientos familiares, persuadidos de que en lo profundo eran los de un separatista platónico. Pero allá, en la tierra casi incógnita en que se había escondido con su mujer, descendencia y servidumbre, tuvo que luchar, machete y carabina en mano, para que todos tuvieran sustento, y hubo de estar siempre en guardia contra posibles sorpresas de los españoles, o la aparición de una partida mambí cuyo jefe intentase incorporarle a sus huestes considerando que haría un magnífico soldado aquel hombre robusto, de un metro noventa de estatura, que domaba potros montaraces, cazaba puercos jíbaros sin fallarle el tiro y se orientaba como pocos en la espesura de la manigua.
Esto no ocurrió. Mi abuelo no fue un héroe sino en los relatos que mi madre nos hacía a mis hermanos y a mí. Relatos también con su heroína —mi abuela— y con sus personajes menores, entre los cuales no podían faltar los esclavos (en Cuba duró la esclavitud hasta 1871), «que eran como parte de la familia».
De modo que las primeras historias que yo escuché fueron historias de guerra: de una guerra en que mis antecesores inmediatos, por la línea materna, representaron papeles de víctimas. En mis oídos infantiles aquellas remembranzas de mi madre adquirían el fulgor, el interés y el pathos de los poemas heroicos. Años más tarde, cuando leí resúmenes de la Odisea me imaginaba a Ulises con el rostro atezado y afable de mi abuelo materno.
Las aventuras de éste, más bien sus desventuras, se resumieron en el éxodo familiar a La Habana y la pérdida —por confiscación— de todos sus bienes en Camagüey. Mi madre, niña todavía, tuvo que sentarse a una máquina Singer para coser sábanas cuarteleras y uniformes de soldados españoles. Mi abuela hizo milagros de economía doméstica. En fin, aquello fue el combate contra el hambre, contra el caballo negro del Apocalipsis, del que salieron vivos y enriquecidos por el oro invisible de la experiencia. Mi madre me decía: «Aprendimos a ser pobres». ¡Maravillosa lección, en cuatro palabras, que a mí, su hijo, otra guerra me ha obligado también a aprender!
Mas todas las evocaciones de la Guerra de los Diez Años, así las del ocultamiento en lugar fragoso del campo de Camagüey como las de La Habana de entonces, tomaban para mí, por obra y gracia de mi madre —de su voz, de su sonrisa, de su hermosura—, el movimiento, colorido y resplandor de las cosas de magia. No me parecían posibles del todo. Quizá mi madre, de niña, las había soñado. Pero quedaba, eso sí, algo esencial: el fondo, el escenario de aquella féerie, donde, al fin, aparecieron las hadas de la fortuna y el amor. Quedaba mi primera idea, mi primera imagen del campo cubano, que mi mente reducía al pequeño espacio de la isla comprendido en las descripciones maternas. Cuando, ya hombre maduro y autor de libros novelescos, tuve que reflejar en algunas páginas mi visión y emoción de la tierra nativa, no recurrí a datos más recientes y directos de mis propios ojos, sino a aquellas evocaciones de mi madre. Árboles y flores, aromas de las frutas, efluvios de la manigua sofocada por el sol, acariciada por el relente y fecundada por la lluvia; los pájaros que trinan como el sinsonte, arrullan como la tojosa y silban como la cocuba; los reptiles cautelosos e inofensivos como el majá; el verde, muy verde, primariamente verde, de todo tallo y hojarasca; el azul, muy azul, metálicamente azul, del cielo diurno, que rojea con los fulgores del rubí en los ocasos; el cañaveral, el caballo, el guajiro y su bohío, el guateque, el negro y sus cantos y sus danzas; el ñáñigo y sus ritos y sus crímenes; la dama habanera y su bata de holán y su abanico de varillas de sándalo; el azúcar, el tabaco; el caballero criollo y el señor o el dependiente peninsular; cuanto haya de la vida y del paisaje cubanos en mis novelas, lo debo a la memoria de mi madre y a su arte intuitivo de la narración, que hacía de cada uno de sus relatos algo que volvía a vivir, a vivir en mí, claro está, en mi mente de niño curioso y soñador.
A sus relatos se unieron las cosas exteriores que mis sentidos recibían e interpretaban a su modo, pues cada hombre, en cualquier edad, tiene inclinaciones y matices propios en sus facultades sensitivas. Antes que por los ojos, yo sentí a mi tierra por el olfato. Y así, de un viaje en carreta de bueyes que hice con mi familia al ingenio del hermano de mi padre, Antonio, recuerdo casi exclusivamente los olores del camino: el olor de las pieles vacunas que entoldaban las carretas, el olor del vaho despedido por los bueyes, el olor cálido y acre de la manigua, el olor de las frutas que llevábamos en unas canastas: plátanos, anones, mangos, mameyes, frutas todas de esa isla tropical que, como los licores espirituosos, comienzan a alimentar por el olfato. Y una vez en el ingenio, los olores de la caña cortada, de la caña triturada y licuada, del melado oscuro y espeso, del azúcar ya obtenido, rubio, húmedo y todavía caliente… y el olor de los negros segadores y acarreadores de la caña, desnudos de cintura para arriba, amparadas las cabezas contra el sol abrasante por los sombreros de yarey. Y el olor, el aroma de los tabacos (en Cuba un «puro», un «cigarro puro», es un «tabaco») que fumaban mi abuelo, mi tío y otros señores visitantes. Y —lo diré también— el olor de las mujeres de la casa, todas muy bañadas, empolvadas y perfumadas.
Observo, con temor, que no consigo eludir los escollos de la autobiografía. Alma y pluma se me van hacia ellos, como si no fueran tales escollos, sino montes de fácil acceso y cumbres despejadas que me permiten otear mejor en el paisaje y la humanidad del mundo de mi infancia; mundo del que no hablaría si en él y ante mis ojos no hubiesen acontecido hechos que determinaron nuevas situaciones y nuevos rumbos en la vida universal. Con todo, pido al lector disculpa cada vez que estime que me detengo demasiado en esas despejadas cumbres.
Así, pues, los recuerdos de mi madre, cuando se referían a episodios y personajes cubanos y a la naturaleza del país, contaban frente a mis sentidos con el sostén de la realidad en torno. En cambio, en sus evocaciones de España, para labrar en mi mente imágenes con la sustancia aérea de su voz, veíame obligado a recurrir a los geniecillos de mi fantasía. Mi Cuba de niño, restringida, naturalmente, a mi casa, mi colegio y mi ciudad, era una Cuba real, sensorial y con su parte, su gran parte, del colorido subjetivo que yo, en aquellos primeros años de mi vida inocente, pudiera darle. Pero mi España de niño era fantástica, ilusoria, y mi fantasía y mi ilusión la dotaban de tales encantos y bellezas que sólo la idea del Paraíso, ya presente en mi espíritu, lograba fijarme, convencido, en un punto de semejanza.
A mi padre, con su bufete de abogado y un periódico semanal que dirigía, faltábale tiempo «para ocuparse de los chiquillos». Además, era adusto y más propenso con su prole a la reconvención que a la caricia. No era entonces (lo fue más tarde conmigo, generosamente) un padre-maestro, sino un padre ordenador y administrador, más déspota en el dicho que en el hecho, pues, en definitiva, en el castillo de mi hogar era la castellana quien dictaba la ley.
No hago memoria, en la época a que aludo, de ninguna ocasión en que mi padre contara cuentos o describiese tales o cuales cosas a sus hijos. Los que él hacía eran discursos. Claro está que yo tardé bastante en enterarme de que cuando hablaba y hablaba —en la sala con las visitas, o en la mesa con los invitados— durante mucho tiempo, sin interrupción, y accionando vivamente las manos, estaba haciendo un discurso. Era un orador nato. Yo le escuchaba entonces sin entenderle y preguntándome de dónde le salían aquellas ces y zetas tan precisas, tan rotundas, y por qué a veces parecía muy enfadado y otras veces se le atenuaba la voz y se le entrecortaba como si fuera a prorrumpir en un sollozo. ¡Oh, cuando supe que el tema principal de sus discursos era España, comprendí que en algunos períodos se le empañara la voz y se le subiera, por decirlo así, el corazón a la garganta!
Pero del vehemente patriotismo de mi padre tendré mucho que decir más adelante.
[2]
PRIMERA REVELACIÓN DE ESPAÑA2
UN DÍA, ALLÁ POR EL VERANO DE 1890 supimos mis hermanos y yo que «nos íbamos a España». Todos: los padres; las dos niñas, que eran las mayores; los cuatro chicos, y hasta la joven mulata «manejadora», esto es, niñera, del más pequeño. Nuestro júbilo fue estrepitoso. Tanto que doña Dolores, nuestra abuela, se mostró muy disgustada, casi iracunda, y entre los fulgores de sus grandes ojos azules dijo cosas que no entendimos y que no recuerdo. Supongo, ahora, que nos llamaría «renegados» o algo así. Porque ella, no obstante sus dos yernos peninsulares y su claro abolengo hispánico, discurría acerca de los problemas de Cuba «como su primo el Marqués». Su oposición a aquel viaje, más reticente que paladina, no alteró en lo más mínimo los propósitos de mi padre. Ello es que un día del mismo año de 1890, a fines del mes de agosto, nos embarcamos en un trasatlántico francés, el Lafayette, con rumbo a La Coruña.
Mi padre, que había comenzado su «carrera mayor» en Santiago y obtenido en la Universidad de La Habana su licenciatura en ambos Derechos, deseaba doctorarse en Compostela. Esto lo sabíamos mis hermanos y yo por conversaciones escuchadas en casa y entendidas a nuestro modo. Téngase en cuenta que la niña mayor no pasaba de los diez años y que el benjamín no llegaría a los dos. De suerte que en realidad —en la realidad mágica de los niños— a nosotros lo único que nos importaba era el viaje: tomar un barco que nos parecía enorme (y era más bien pequeño y viejo, uno de los veteranos de la Trasatlántica francesa), vivir en ese barco jugando, saltando y soñando entre el cielo y el mar, y ver un día fascinados cómo de la inmensidad del océano se levantaban en el horizonte unas sombras azules, unas como franjas verdes muy pálidas y suaves, que iban creciendo, extendiéndose y denotando sus colores lentamente, hasta revelar que eran tierras con árboles y casas: tierras que yo, por mi parte, suponía las más hermosas del mundo.
Quiero insistir en esta disposición de mi ánimo para encontrar adorable todo lo que España fuera presentando a mis sentidos. Eran los sentidos de un inocente y era el espíritu de un párvulo, cuyas primeras luces procedían de dos almas mayores en quienes el amor a España alcanzaba las cumbres de la adoración. No obstante, pudo entonces mi ánimo sufrir algún desaliento y establecer intuitivamente una distancia entre sus ilusiones y la realidad, en perjuicio de aquéllas. Pues bien: no sólo no sucedió esto, no sólo las cosas vistas fueron tan bellas como las soñadas, sino que esa actitud amorosa frente a la naturaleza de España, frente a sus formas permanentes y esenciales —no a algunas de sus expresiones humanas transitorias— se ha mantenido en mí al través de los años y de las peripecias de la vida. Concluyo que la pasión patriótica es una manera de gracia semejante a la que asiste a los santos en el orden divino. La pasión patriótica, como todas las pasiones, tiene sus eclipses, sus menguas, sus puntos culminantes, mas es muy raro que su fin no sea otro que la muerte del propio apasionado. De esta última índole ha sido y será mi pasión por la España permanente: tierra y genio.
Lo primero que mis ojos contemplaron de la tierra de España fue la costa de La Coruña. Para entrar en el puerto coruñés ha de bordearse, por el Oeste, una ensenada furiosa, la del Orzón, y seguir rodeando la península en cuyo istmo está asentada la ciudad. Al Norte, sobre un promontorio poco abrupto, aparece la Torre de Hércules (de origen fenicio o cartaginés, según los historiadores), que era en 1890, y lo sigue siendo ahora, una torre cuadrangular, ágil de líneas y de un color entre dorado mate y rosa tenue, que mi pupila infantil equiparaba con el de los barquillos. El puerto, al Este, dilatado y seguro, está defendido —ya simbólicamente— por dos viejas fortalezas: los castillos de San Antón y de San Diego. El de San Antón ocupa el área entera de un islote y fue el único que vi entonces, pareciéndome, por lo preciso y lo airoso de su forma, un castillo de juguete ampliado para los juegos de algún niño gigante.
Ancló el vetusto Lafayette en la amplia bahía. Y asomado yo a la borda, lo que me produjo la mayor sorpresa, una sorpresa jubilosa, fue el caserío de La Coruña, que aparecía enfrente y por encima de unas filas de árboles con ramas ya desnudas o con las hojas macilentas del otoño. Aquéllas no eran casas, sino unas como jaulas de cristal, donde debían de vivir, pensaba yo, muchas gentes felices. Pero sí: eran casas, casas de galerías de cristales (entiéndase vidrios), que a mí, niño habanero, de ojos acostumbrados a casas por lo general de un solo piso, con puertas enormes a la calle y ventanas de rejas, no podían parecerme sino lo que antes dije, o también pequeños palacios construidos en una materia transparente para uso y placer de las hadas niñas y los gnomos. Yo estaba en la maravillosa edad de la ignorancia y no podía saber que aquellas «casas de cristal» eran las más convenientes en un país donde la lluvia y los fríos invernales no favorecen la salida al balcón o los paliques al través de los hierros de la ventana. En resumen, que me encantaron aquellas casitas, en algunas de las cuales —no lo podía yo sospechar entonces— habrían de transcurrir tantas horas felices de mi niñez y juventud.
La segunda sorpresa se la debí al Muelle de Hierro, al famoso Muelle de Hierro —así, con dos mayúsculas—, ha luengos años desaparecido, pero que en 1890 era el único a que atracaban los botes y remolcadores que recogían a los viajeros de Ultramar, o a los que llegaban de cualquier punto de Europa o de la Península. De modo que yo, antes que la tierra propiamente dicha de España, toqué hierro y madera de España. Ascendíase al muelle por dos, tal vez por tres o cuatro escaleras que aparecían por la bajamar pobladas de pequeños crustáceos y de moluscos incrustados en los escalones o formando racimos con las algas. ¡Qué profusión de algas! Unas eran muy verdes y finas, con flecos, como de encaje; otras, de colores oscuros, planas, lanceoladas o cilíndricas. Estas últimas retorcíanse como reptiles. Y toda aquella fauna y flora viscosa y brillante rebullía y exhalaba ese olor profundo del océano que sólo aspiran sin pestañear los pescadores y los mareantes.
Debía de estar baja la marea en la hora de mi primer desembarco en La Coruña, pues de otro modo no me explico la descripción precedente, que se ha impuesto a mi pluma. Puede ser también que esta «imposición» obedezca a la importancia histórica del muelle, por el cual no sólo pasaron durante muchas décadas miles de viajeros y emigrantes, rumbo a América o de retorno a España, sino que, entre 1895 y 1898, sirvió para expedir a muchedumbres de soldados que iban a pelear a Cuba o que regresaban, extenuados y trementes de fiebre muchos de ellos, cuando tenían la dicha de volver. ¡No es pequeña la historia del Muelle de Hierro, lasca o retazo desprendido de la gran historia del puerto coruñés!
Mas ahora, volviendo al orden cronológico, tan difícil de seguir para mi memoria, diré que en La Coruña de aquel tiempo no vi ni sentí nada que no me pareciera admirable. Como cada niño es mentalmente un taumaturgo, yo transfiguraba los seres y las cosas a la medida de mis ensueños y con el colorido de mis ilusiones. Existían además seres y cosas reales que mi imaginación no necesitaba iluminar ni embellecer, porque eran bellas en sí, categóricamente, o porque tales y como eran me complacían entrañablemente. Así, por ejemplo, me complacieron por su pulcritud las calles de La Coruña, de anchura desigual y cortas en su mayoría. Yo dejaba atrás el polvo de las calles habaneras, aquel polvo que sólo aplacaban las lluvias, pues en La Habana finisecular las calles con adoquines eran muy pocas, y me encontraba con éstas, empedradas, enlosadas, mejor dicho, con losas pulidas por el tiempo y el clima, con losas de colores suaves, grises, sonrosadas, glaucas, y no como aquellas de las aceras de La Habana, que centelleaban bajo el sol, dándole a cada partícula de mica el fulgor de un diamante.
Mi idea del progreso era entonces —natural y afortunadamente— muy rudimentaria. Así, en las portadoras de agua de La Coruña, esbeltas rapazas o mujeronas robustas que sostenían la «sella» —herrada cónica— sobre la cabeza, con tanto equilibrio como soltura, yo no podía ver «una señal de atraso», ni «una acusación contra el Ayuntamiento, que no dotaba de agua corriente a los vecinos». Yo no podía ver más que gracia y elegancia: la gracia y elegancia de las canéforas, pues con sustituir la «sella» por el canastillo de flores o de frutos quedaba justa la comparación. Años tardaría yo en saber de canéforas; pero no bien lo supe y vi algunas de mármol y pintadas, pensé en las aguadoras de La Coruña: en la cadencia de su marcha, en la seguridad de sus movimientos y en aquel modo que tenían todas de impedir con el dorso de la mano izquierda que el agua rezumante de la «sella» goteara sobre su