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La voz sola
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Libro electrónico709 páginas6 horas

La voz sola

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La voz sola reúne la obra poética de Ana María Martínez Sagi y sus combativos artículos periodísticos en catalán y en castellano, entre ellos sus crónicas de guerra en el frente de Aragón, con el fin de recuperar la producción de esta polifacética autora.
Juan Manuel de Prada ha sido el autor del prólogo y el responsable de la selección de los textos reunidos en el volumen. La autora fue la protagonista de una de sus novelas, Las esquinas del aire, y le entregó su obra inédita, ahora publicada dentro de la Colección Obra Fundamental de Fundación Banco Santander.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 nov 2021
ISBN9788417264116
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    La voz sola - Ana María Martínez Sagi

    PORTADAPortada

    La voz sola

    Ana María Martínez Sagi

    Ana María Martínez Sagi

    La voz sola

    Edición de

    Juan Manuel de Prada

    COLECCIÓN OBRA FUNDAMENTAL

    Responsable literario: Francisco Javier Expósito Lorenzo

    Diseño de la colección: Gonzalo Armero

    Conversión a libro electrónico: CYAN, Proyectos Editoriales, S.A.

    ©Fundación Banco Santander, 2019

    ©Herederos de Ana María Martínez Sagi

    ©De Ana María Martínez Sagi: Un laberinto de presencias, Juan Manuel de Prada

    Reservados todos los derechos. De conformidad con lo dispuesto en el artículo 534-bis del Código Penal vigente, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes reprodujeren o plagiaren, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica fijada en cualquier tipo de soporte sin la preceptiva autorización.

    ISBN: 978-84-17264-11-6

    ÍNDICE

    Ana María Martínez Sagi: un laberinto de presencias, por Juan Manuel de Prada

    Nuestra edición

    ANTOLOGÍA POÉTICA

    I. POEMAS PUBLICADOS EN LIBRO

    De CAMINOS (1929)

    De INQUIETUD (1932)

    De CANCIONES DE LA ISLA (1932-1936)

    De PAÍS DE LA AUSENCIA (1938-1940)

    De AMOR PERDIDO (1933-1968)

    De JALONES ENTRE LA NIEBLA (1940-1967)

    De VISIONES Y SORTILEGIOS (1945-1960)

    II. POEMAS DISPERSOS EN PUBLICACIONES VARIAS

    III. POEMAS INÉDITOS

    De NOCHE SOBRE EL GRITO

    De LA VOZ SOLA

    ANTOLOGÍA PERIODÍSTICA

    I. ARTÍCULOS EN CATALÁN

    II. ARTÍCULOS EN CASTELLANO

    Juan Manuel de Prada

    Ana María Martínez Sagi:

    un laberinto de presencias

    Quizá porque todo hombre de letras gesta dentro de sí un hombre de acción reprimido, me embarqué, hace ya dos décadas, en la misión de rescatar a Ana María Martínez Sagi de los yacimientos de amnesia en que había sido enterrada. El detonante de mi búsqueda fue una vieja recopilación de entrevistas (o interviús, como antaño se decía) de César González-Ruano, titulada Caras, caretas y carotas (1930), que cayó en mis manos a mediados de la década de los noventa. El libro incluía, junto a testimonios de los grandes personajes literarios de la época (Unamuno, Pérez de Ayala, Blasco Ibáñez, etcétera), una semblanza de una tal «Ana María Martínez Sagi, poeta, sindicalista y virgen del stádium», que acababa de llegar a Madrid para promocionar su primer poemario, titulado Caminos, por el que deambulaba el fantasma del amor. Con un periodismo transido de urgente poesía, Ruano retrataba a una muchacha joven, de veinte años tal vez escasos, «apretada de soles», con el pelo «como una llama rubia en el frío rostro de estatua», consagrada con igual fervor al cultivo de la poesía y el sport, que se declaraba, en pleno reinado de Alfonso XIII, «convencidamente republicana» y reconocía haber participado en conferencias y mítines políticos. «En la conversación no se descubría. Guardaba el tabernáculo de su intimidad —escribía Ruano—, sin entregar su secreto».

    Ruano cantaba la morbidez de un cuerpo joven y el misterioso abismo de un silencio que no consiente, pero tampoco se opone. Quienes posean un temperamento inquisitivo entenderán el efecto que me produjo la lectura de aquellas páginas. Aun suponiendo que la semblanza de Ana María Martínez Sagi sublimase al personaje en el que se inspiraba, aun suponiendo que sus declaraciones estuvieran tergiversadas, su figura cordial y musculada se me imponía como el emblema de una nueva Eva. ¿Confesaré que durante varias noches apenas logré conciliar el sueño, tratando de imaginar a aquella misteriosa mujer? ¿Habría muerto o estaría viva? ¿Quedaría constancia de su literatura, de su dedicación al deporte, de su activismo político? ¿Cómo sería aquella «virgen del stádium» a la que yo ni siquiera había oído nombrar?

    No fue una tarea sencilla descifrar los itinerarios de su biografía. Pregunté a los expertos más renombrados en la literatura de la época por el fantasma alado de aquella mujer, pero ninguno supo darme pistas. Fatigué archivos y bibliotecas, pero no conseguí encontrar rastro de aquel libro de versos, Caminos, influido según Ruano por Alfonsina Storni y Juana de Ibarbourou. Nadie recordaba a Ana María Martínez Sagi: sus libros habían sido saludados con ditirambos unánimes en otro tiempo, pero su nombre había sido desterrado de las antologías y los diccio­narios. Recordé entonces que, en el prólogo de Caras, caretas y carotas, Ruano mencionaba que las entrevistas incluidas en el libro resumían diez años de trabajo en periódicos ya extintos, como El Heraldo, que casi nunca pagaban y hacían del periodismo una inacabable condena a galeras. Frecuenté durante años las hemerotecas, cifrando mis esfuerzos en el hallazgo de aquella entrevista extraviada entre bosques de tipografía borrosa. Cuando por fin di con ella (había sido publicada el 19 de junio de 1930), consulté los demás periódicos de Madrid en las fechas contiguas: para mi sorpresa, me topé con recensiones, entrevistas y artículos encomiásticos firmados por las plumas más reconocidas del momento —desde Luis Astrana Marín a Rafael Cansinos-Asséns— que no vacilaban en proclamar a Ana María «heredera de Rosalía de Castro» y en lanzarle piropos, no sé si galantes o literarios, que sin duda debieron de halagarla.

    Una amiga a la que logré contagiar mis inquietudes, Noemí Montetes, localizó un ejemplar de Caminos (1929), el libro inaugural de Ana María Martínez Sagi, en la Biblioteca Central de Barcelona, así como un ejemplar de otro libro muy posterior, Laberinto de presencias (1969), que reposaba en los anaqueles de la biblioteca de la Universidad Rovira i Virgili, en Tarragona. Entretanto, otra amiga de Barcelona, Alicia Mairal, me llamó un día alborozada para comunicarme que, revisando los padrones de los pueblos barceloneses, había localizado a una anciana llamada Ana María Martínez Sagi, censada en Moià, una localidad cercana a Manresa. Escribí de inmediato una carta reverencial al domicilio donde, al parecer, se había sepultado en vida aquella misteriosa Ana María, solicitándole un encuentro. Durante un par de meses aguardé en vano su respuesta; cuando ya mis esperanzas estaban aniquiladas, una voz antigua como el mundo, muy debilitada o convaleciente, se asomó a mi teléfono, identificándose. Era aquella «virgen del stádium» a la que había entrevistado Ruano muchos años atrás, para entonces demolida por décadas de desengaño y olvido. Me confesó que la lectura de mi carta la había irritado sobremanera, no tanto por su contenido (que era incluso demasiado respetuoso), sino porque le recordaba que seguía viva justo cuando más vencida y anhelosa de encontrar la muerte estaba. Durante semanas la había tenido enterrada entre los prospectos de propaganda y los recibos de la luz, que para entonces eran ya los únicos inquilinos de su buzón; hasta que se dio cuenta de que, si no me respondía, todos los recuerdos que atesoraba se perderían para siempre, como lágrimas en la lluvia.

    Acudí raudo a Moià, donde me encontré con una mujer nonagenaria que se movía muy lentamente, encorvada por el reúma, cuarteada de arrugas que borraban sus facciones. Hablamos durante semanas; o sobre todo habló ella, mientras yo grababa en un magnetófono sus palabras, que tenían algo de salmodia o letanía y se fundían con la noche, como si el pasado fuese un cadáver demasiado gravoso que la dejaba sin aliento. Fruto de aquellas confidencias y de las mil y una pesquisas que me condujeron hasta ella, fue mi libro Las esquinas del aire¹, una quest que su protagonista no alcanzó a leer, pues murió exactamente el mismo día en que yo la terminaba de corregir. En aquel libro, fabulé los episodios de mi búsqueda y acepté como veraces las confidencias de Ana María Martínez Sagi, que en ocasiones embellecía circunstancias biográficas que, con el paso de los años, he logrado al fin dilucidar, despojándolas de aderezos postizos. Otras, en cambio, no he podido todavía alumbrarlas del todo. Forse altro canterà con miglior plettro.

    De la cuna a la poesía

    Ana María Martínez Sagi nació el 16 de febrero de 1907 en la barcelonesa calle de Bailén, n.º 33, tercero, según consta en su inscripción en el Registro Civil, realizada un par de días más tarde². Su padre, José Martínez Tatxé, de ascendencia francesa, un acaudalado empresario textil especializado en tejidos de estilo inglés, promotor del deporte y tesorero del Fútbol Club Barcelona, contaba a la sazón treinta y cinco años. Según me explicó Ana María con legítimo orgullo, Martínez Tatxé se desvivía por auxiliar a sus obreros cuando les sobrevenía alguna desgracia y era frecuente que los visitase, en las barriadas misérrimas, para aprovisionarlos de víveres o premiarlos con alguna paga adicional. En cambio, su madre, Consuelo Sagi, hermana del célebre barítono Emilio Sagi Barba³ y diez años menor que su marido (con quien se había casado con apenas dieciséis), no compartía estas ideas avanzadas y procuró siempre inculcar a sus hijas un espíritu hogareño contra el que Ana María no tardaría en rebelarse. Nuestra autora fue la tercera de cuatro hermanos, tras la primogénita María Josefa⁴ (familiarmente conocida como Mari Pepa) y Armando, que se revelaría pronto como un amante furibundo —al igual que la propia Ana María— del deporte⁵. Siete años más tarde nacería la benjamina Berta, predilecta de su madre, con quien nuestra autora mantendría siempre una relación muy conflictiva⁶.

    A una edad muy temprana, mientras trastea en casa con su hermano Armando, aprovechando la ausencia de los padres, Ana María descubrirá en un armario un gorrito de marinero con una cinta azul sobre la que su madre había bordado con letras doradas el nombre de «Alejandro». Así fue como supo que doña Consuelo había deseado que naciese niño. Ignoro si la anécdota es cierta (fue la propia Ana María quien me la confió) o se trata de una elaboración posterior, pero, desde luego, las fricciones y desavenencias con su madre serían constantes desde la infancia, para agravarse durante la adolescencia y juventud, hasta llegar a la ruptura definitiva, por motivos que luego explicaremos. En sus inéditas Andanzas de la memoria, unas impresiones autobiográficas escritas a finales de los años sesenta o principios de los setenta, Ana María dedicará muchas páginas a evocar los desapegos e intemperancias de doña Consuelo, una mujer tan hermosa como tiránica que sólo satisfacía plenamente su vocación de mando con su hija menor, Berta, a la que lograría moldear a su imagen y semejanza. Ana María, en cambio, siempre se le mostró esquiva y buscó la compañía de su hermano Armando, que improvisaba partidos de fútbol en el pasillo de la casa. Los estropicios que ambos hermanos causaban en la vajilla familiar terminaron por convencer a sus padres de que debían internarlos en sendas instituciones educativas religiosas: Armando en los escolapios de Tarrasa y Ana María en el colegio de las hermanas de Saint Joseph de Cluny, donde recibió una esmerada educación afrancesada.

    Como ocurría en tantos hogares de la alta burguesía catalana de la época, los padres de Ana María Martínez Sagi evitaban hablar en catalán delante de sus hijos por considerarlo una «lengua de payeses»⁷. Ana María, sin embargo, pasaba en sus primeros años de vida muchas horas con una niñera, de nombre Soledad, encargada de su crianza, de la que guardaba un imborrable recuerdo. Con Soledad, que había nacido en un pueblo de la montaña y jamás había pisado una escuela, aprendería Ana María la música y los giros del catalán (al que, sin embargo, nunca logró hacer del todo su lengua literaria); con ella aprendería a rezar y a soñar, a exorcizar sus miedos y a alimentar su fantasía (pues era la encargada de contarle algún cuento antes de dormir); con ella aprendería, en fin, a montar en los tranvías atestados y a desenvolverse entre el bullicio de la Rambla, adonde Soledad acudía para que un escribano le transcribiera las cartas que mandaba a su familia⁸.

    También recordaba con afecto Ana María a la «tieta» Teresa, una prima solterona de su padre, que durante largas temporadas se hacía cargo de la casa (pues la tiránica doña Consuelo exigía constantemente a su marido viajes de recreo por Europa), hasta terminar quedándose a vivir en ella. Durante toda su infancia, Ana María padeció problemas de anginas, por lo que su padre solía llevarla al balneario de Vallfogona, cuyas aguas estaban recomendadas para las afecciones de garganta. Los veranos los pasaba en Sentmenat, donde la familia poseía una masía; algunos de los recuerdos más vívidos de la infancia de Ana María, luego recreados en sus Andanzas de la memoria, tienen como escenario los paisajes del Vallés. En la adolescencia florecieron sus primeras inquietudes artísticas: acude a cursos de pintura en la Llotja, la Escuela de Artes y Oficios de Barcelona, donde recibe clases de Miquel Farré i Albagés, con quien mantendrá un vago idilio, llegando a posar como modelo para alguno de sus murales⁹; y empieza a leer con fruición a las poetisas hispanoamericanas en boga. Serán años marcados por sus problemas hormonales y sus dificultades para menstruar, que la hacen engordar de manera incontrolable. Ni el ejercicio ni las severas dietas que se imponía lograban corregir este desarreglo, y finalmente su padre decidió llevarla a la consulta madrileña del doctor Gregorio Marañón, quien descubriría que sus ovarios y su matriz se habían quedado atrofiados. Marañón recetó a nuestra autora un tratamiento de tintura de yodo y le recomendó la práctica del deporte, si no deseaba adquirir demasiado pronto una figura oronda y matronal. Ana María siguió al dedillo las indicaciones del ilustre médico, convirtiéndose desde entonces en una deportista furibunda. Aprendió todos los estilos de natación, empezó a frecuentar las estaciones de esquí —sobre todo La Molina, uno de sus parajes predilectos—y se inscribió en el Real Club de Tenis del barrio de Pedralbes, formando pareja de dobles mixtos con su hermano Armando. En unos pocos años se convertiría en una jovencita de carnes prietas y piel bronceada, siempre vestida a la moda, para escándalo y disgusto de su madre, que en más de una ocasión la amenazó con desheredarla. Pero siempre el padre mediaba en las trifulcas hogareñas.

    Más o menos por entonces Ana María viaja a León, en compañía de su hermana Mari Pepa, invitada por unas primas. Allí conoce a varios representantes de la bohemia local, que enseguida la hacen destinataria de sus madrigales y requiebros. Entre todos ellos hay uno que logra conquistar su corazón, o siquiera halagar su vanidad, llamado Mario Arnold, que la saluda muy ceremoniosamente durante el paseo vespertino y le envía largas epístolas amorosas¹⁰. Cuando Ana María concluya su estancia en León, Mario Arnold la seguirá hasta Sentmenat, tratando de prolongar aquel casto noviazgo, que podemos rastrear en numerosos madrigales publicados en la prensa leonesa; y también, por cierto, en algún soneto de tono galante aparecido en el «Suplemento Femenino» del diario Las Noticias de Barcelona, donde Ana María empezó a colaborar con cierta asiduidad en diciembre de 1926, cuando apenas contaba diecinueve años, primero con retazos de un diario ficticio de tono un tanto ñoño, enseguida con poemas y artículos, hasta que su firma desaparece en 1933. Este «Suplemento Femenino», dirigido en sus inicios por Alfredo Pallardó¹¹, fue el primero de esta naturaleza aparecido en la prensa española; de línea más bien conservadora, daba cobijo a multitud de composiciones líricas y artículos literarios (casi todos escritos por mujeres), e incluía comentarios de moda y hogar. Entre sus colaboradoras más asiduas y conspicuas se contaba Regina Opisso de Llorens¹², quien se convertiría en una de las principales valedoras de nuestra autora durante los primeros años de su andadura literaria, llegando a apadrinar su primer poemario, Caminos (1929), con un «Post-Scriptum» muy elogioso. Muchos de los poemas incluidos en Caminos e Inquietud (1932) los publicó primero Ana María en las páginas de este «Suplemento Femenino», que se encartaba todos los viernes en Las Noticias; otros nos permiten conocer mejor la prehistoria literaria de nuestra autora, desde el tono edulcorado inicial hasta la búsqueda de una voz propia.

    Deporte, feminismo y República

    Sin duda, en la formación política de nuestra autora fue muy relevante su incorporación al Club Femení i d’Esports, en cuyas actividades llegaría a participar muy intensamente¹³. Fundado en 1928, en plena dictadura de Miguel Primo de Rivera, bajo el lema «Feminitat, Esport, Cultura», el Club Femení promovía la incorporación de la mujer trabajadora a actividades que hasta entonces le habían sido vedadas, en oposición a otros clubes elitistas o asociaciones benéficas de inspiración conservadora, que imponían cuotas de inscripción muy elevadas. En su declaración de principios, el Club Femení se define como «una organización esencialmente democrática que proporciona a las muchachas de Barcelona los medios para practicar alegremente los deportes y la cultura física; una organización abierta al mismo tiempo a todas las inquietudes culturales y políticas, donde se forja el espíritu moderno de la mujer catalana, dentro de un cuerpo que se trata de hacer sano y fuerte». El Club, creado por iniciativa de las hermanas Teresa y Josefina Torrens¹⁴ y de la pedagoga Enriqueta Sèculi¹⁵, inició su andadura con apenas dieciocho socias (entre quienes ya se contaba nuestra autora) y alcanzó en su etapa de mayor apogeo una cifra próxima a las dos mil. No se pagaban cuotas de inscripción y la aportación mensual no excedía la cifra modesta de dos pesetas, asequible incluso para las muchachas obreras que, a cambio, podían utilizar los locales del club, con gimnasio y una biblioteca bien nutrida con donaciones de procedencia diversa, así como disfrutar de estadios y piscinas de propiedad municipal (en noviembre de 1931, por ejemplo, el Ayuntamiento de Barcelona cedió al Club las Termas de la Plaza de España, unos locales construidos con motivo de la Exposición Universal de 1929).

    Por supuesto, la fundación del Club Femení i d’Esports fue acogida con displicencia y sorna en círculos refractarios a la emancipación femenina. No faltaron los sarcasmos hirientes de muchas plumas masculinas desde las tribunas periodísticas más variadas; e incluso alguna mujer se permitió tratar el asunto con cierta irónica o descreída condescendencia. Es, por ejemplo, el caso de Elisabeth Mulder, quien publica bajo el seudónimo de Elena Mitre¹⁶ un artículo en el vespertino La Noche, el 10 de noviembre de 1928, titulado «Clubes femeninos», en el que afirma sin ambages que «un club femenino exactamente igual a la mayoría de los masculinos y compuesto por inscritas de diferentes profesiones, aspiraciones, categorías, ideales, devociones y tendencias, sería… sería… ¡una catástrofe!». A continuación, puesta a explicar las razones de esa catástrofe, Mulder no vacila en señalar la propia naturaleza femenina: «Sólo una cosa puede hacer que se realice la solidaridad femenina sin diferencia de clases: el pánico. En la guerra todas somos una, por la paz. Pero en la paz vivimos en perfecta guerra. […] La mujer es refractaria a su propio reflejo y en un círculo femenino su principal ocupación consistiría en anularse, porque mientras no tengan una preparación más adecuada y un espíritu de tolerancia más amplio, dos mujeres, en un club, no serán otra cosa que dos fuerzas iguales y contrarias».

    Sin duda, aquellas afirmaciones tuvieron que molestar a Ana María Martínez Sagi, quien algún tiempo después tendría ocasión de conocer sobradamente a la mujer que se escondía detrás del seudónimo de Elena Mitre. Y, con el tiempo, la propia Martínez Sagi acabaría haciendo afirmaciones semejantes, escarmentada de las muchas zancadillas sufridas en ámbitos femeninos. Ya en una fecha tan temprana como 1932 escribirá sin ambages: «Sempre he cregut que la dona té dos eterns enemics. Un de petit, poc perillós: l’home. L’altre, veritablement terrible, cruel fins al martiri: una altra dona»¹⁷. Y tres años más tarde, en una época mucho más desengañada, cuando ya ha abandonado el Club Femení i d’Esports, reflexionará: «Com a dona, i com a esportista, lamento que no sigui així; i sento que els fets vinguin a demostrar-me contínuament com totes aquelles frases tan boniques de la ‘cordialitat entre les dones’, de ‘l’amistat entre les dones’, de ‘l’har­monia entre les dones’, no són res més que això: paraules»¹⁸.

    Pero antes de dar la razón a Elisabeth Mulder, Ana María multiplicará los esfuerzos, en su afán proselitista por incorporar nuevas socias al Club Femení, concediendo entrevistas en las que canta las bondades de esta organización y saliendo a la palestra para enfrentarse con quienes osaban desmerecer —por misoginia o mero desdén— las actividades del Club (y, en general, con quienes pretendían ningunear o trivializar sus logros). Y, a la vez que se prodiga en la prensa en la defensa del Club Femení, Ana María se convierte en una de sus socias más activas tanto en el estadio como en el estrado, participando en multitud de competiciones deportivas de las más variadas disciplinas (remo, esquí y, especialmente, atletismo) y pronunciando diversas conferencias sobre la necesidad que la mujer tiene de adquirir una cultura tanto física como espiritual si en verdad anhela la emancipación¹⁹. En noviembre de 1931, la Junta Directiva del Club Femení i d’Esports incorporará a nuestra autora como secretaria de la Comisión de Cultura, presidida por Maria Teresa Vernet, una escritora de prestigio a la que Ana María Martínez Sagi había prestado anteriormente mucha atención²⁰. Y en 1932 el Club concede a Ana María el premio de poesía Joaquim Cabot por su composición «Estiu», una de las pocas que llegaría a publicar en catalán. La implicación de nuestra autora en las actividades culturales y deportivas organizadas por el Club es por estas fechas máxima.

    Aunque Ana María nunca destaque como activista política, su implicación en la causa republicana es indubitable. En una entrevista tan temprana como la que César González-Ruano le hace para El Heraldo de Madrid, se declara sin ambages «convencidamente republicana». Y en mayo de 1931 participa en la redacción de un manifiesto de apoyo a la recién constituida República, en el que las firmantes²¹ solicitan a las mujeres de Cataluña su adhesión a la causa republicana, «que quiere decir la promesa de trabajar en su favor y de defenderla siempre que sea necesario». Serán muchos los artículos reivindicativos que por estas mismas fechas publique Ana María, haciendo profesión de fe republicana, algunos incluso de un tono encendido no exento de ciertas asperezas²². Su decidida militancia republicana alcanzará su cúspide en mayo de 1932, cuando sea una de las cinco firmantes²³ del manifiesto fundacional del Front Únic Femení Esquerrista, agrupación cívica nacida con el propósito de «fomentar y orientar el espíritu de ciudadanía de las mujeres y de combatir a las fuerzas enemigas de los derechos de libertad de los hombres y de los pueblos». El manifiesto detallaba los principios que este Front Únic se proponía defender:

    a) La Nacionalitat de Catalunya i els seus drets a la completa llibertat. Propugnar l’ager­manament dels països d’Oc. Dret de tots els pobles a regir lliurement llurs destins.

    b) Negació de tota mena de poder personal. Sobirania de la voluntat popular.

    c) La llibertat de consciència i el respecte a totes les creences. Refusar a les religions la intromissió en la política i a les organitzacions polítiques la promiscuïtat amb les religions.

    d) Resoldre la desigualtat dels estaments. Reivindicació de l’obrer. Dret de tots els infants a l’educació integral. Universitat popular.

    Sin embargo, cuando unos pocos días más tarde se celebre la asamblea de constitución de este Front Únic, Ana María no formará parte ya de su comisión organizadora, en la que enseguida adoptarán gran protagonismo Anna Murià y Rosa Maria Arquimbau²⁴. Una vez aprobados los estatutos de la organización, se procede a una votación para elegir a las integrantes del Comité Central en la que Ana María Martínez Sagi apenas obtiene un voto²⁵, quedando por lo tanto apartada del mismo. Aunque nos faltan elementos de juicio para poder establecerlo tajantemente, sospechamos que esta preterición de nuestra autora marca el inicio de su desencanto, que desde luego no se traducirá en desafección hacia la causa republicana o en abandono de las tesis feministas, pero que la aparta paulatinamente de la primera fila reivindicativa. ¿Cuáles fueron las razones por las que Ana María encontró tan poco apoyo entre las afiliadas del Front Únic Femení Esquerrista? Sin duda, debieron influir sus desavenencias personales con alguna de sus promotoras; y también las reticencias que en algunas compañeras suscitaban sus colaboraciones en el «Suplemento Femenino» de Las Noticias, que sólo acogía colaboraciones en lengua castellana y cuya tendencia editorial —pese al cambio de régimen político— seguía siendo más bien conservadora. Además, para entonces Ana María había empezado a colaborar estelarmente en la revista madrileña Crónica, que, si bien era declaradamente republicana, había sido tachada desde posiciones izquierdistas de «ligera» y «sensacionalista». Y no parece improbable que el éxito restallante que Ana María Martínez Sagi había cosechado con Caminos, su primer poemario (escrito, como todos los demás, en castellano), sobre todo en los círculos literarios madrileños, hubiese provocado resquemores y envidias entre sus compañeras. No podemos, en fin, descartar tampoco que la influencia de Elisabeth Mulder sobre nuestra autora (que por aquellas fechas era muy marcada) le aconsejase adoptar posiciones menos comprometidas ideológicamente. Pero todas estas posibles causas convergentes exigen una explicación más detallada.

    Alas de luz en el alma

    A finales de 1929, Ana María Martínez Sagi publica Caminos, su primer poemario, con un pórtico de Sara Insúa²⁶ y un «Post-Scriptum» de Regina Opisso de Llorens. En sus palabras preliminares, Insúa define así a Ana María: «Un poeta netamente amoroso. Amoroso y triste, que busca por caminos espinosos, que arañan y muerden —caminos de dolor—, ese dulce sufrir, esa ansia ácida, creadora de los héroes inmortales del poema y de la novela, que se llama amor». Y, al analizar sus versos, abunda en esta línea y añade que son «una revelación de su alma exquisita y enferma de pasión, que busca en vano el ideal que no se concreta. Son tal vez la expresión universal del amor que, como hijo del pecado, deja siempre atrás heces, remordimientos, concesiones, arrepentimientos, iras y, en suma, dolor». Por su parte, Regina Opisso hace una observación muy lúcidamente paradójica (casi un oxímoron) que quizá sirva para definir mejor que ninguna otra el espíritu de Caminos: «Y hay también en estas composiciones un misticismo que podríamos llamar misticismo pasional». Antes, resalta en una semblanza fugaz la condición también paradójica de Ana María Martínez Sagi, en quien conviven, en extraña simbiosis, el frenesí de la modernidad y el rescoldo de la tradición:

    Y, no obstante ser Ana María una mujer ultra-sensitiva, es a la vez una fémina ultramoderna, que ama los deportes y los practica con singular entusiasmo.

    El tenis es su juego preferido. Prodigiosa raquetista, la hemos visto bajo nuestro cielo añil, corriendo y agitando en alto la raqueta como si fuese una gran ala de mariposa.

    Excelente nadadora, ama el mar y se sumerge en sus aguas sin temor, como otra Anita Kellerman²⁷. Así es Ana María, la esquiadora gentil devota de la nieve y de la sombra oscura de los bosques; la excursionista que conoce la cinta blanca de todos los caminos; así es esta mujercita que escribe versos, redacta interviús y escribe artículos con una prosa limpia y fluida como un madrigal.

    Muchos de los poemas incluidos en Caminos habían aparecido previamente en el mencionado «Suplemento Femenino» de Las Noticias. En ellos comparece una joven que, a sus escasos veintidós años, sigue paseando por la vida con «alas de luz en el alma, / inquietud en las pupilas, / y en el corazón la llama / de la piedad encendida»; pero que, en medio de tanta inocencia, empieza a maldecir la desolada certeza de tantas noches «sin ternura, sin amor. / Sin encontrar un hermano / que comprenda cuán humano / es mi cáliz de dolor». A lo largo de todo el libro se reitera un afán generoso de donación, pero también la sospecha de que su «dolorido lamento / huirá en alas del viento / y nadie lo ha de escuchar». O que, en caso de que alguien lo escuche, «será tan tarde / que habrán muerto mis canciones / y mi juventud fragante / y serán nieve los labios / que no pudieron besarte». Quizá la mayor originalidad de Caminos consista en la omnipresencia de un amor blanco en el que quedan excluidos los tumultos de la pasión, «el deseo vil e impuro» del que ya la autora parece hastiada, antes incluso de haberlo conocido. Como modelo de ese amor sin mancha, la poetisa menciona el casto idilio (»todo blanco… todo blanco») que la naturaleza mantiene con la luna. E invoca la presencia de un amado que es apenas la sombra de un sueño, un amado sin carnalidad que renuncie a los «besos de fuego / que queman los labios» y le ofrezca besos «como una azucena / de puros y blancos» que alejen «pasión y deseo».

    «Luz y barro», tal vez el poema más memorable de Caminos, introduce la repugnancia ante el hombre que busca la satisfacción de su lujuria: «No te acerques, pues, hombre. Tú estas hecho / de carne y de deseo... El aliento que sale de tu boca / abrasa [...] / Me asquean tus caricias. Cuando besas, / me dejas en los labios una mancha». Una angustiada repulsa ante el deseo masculino que hallamos, más o menos explícita o disimulada, en otras composiciones del libro, a veces disfrazada de una sublimación mística, a veces envuelta en una suerte de solidaridad panteísta, en comunión con el paisaje, que se convierte así en una proyección de su «alma cansada que vive sollozando»:

    Hoy me da pena todo: los árboles desnudos,

    la calle solitaria, la tarde tan callada,

    los sollozos del viento que pasa enloquecido,

    la canción melancólica de la fuente lejana.

    La feliz inocencia de aquel niño que ríe,

    la pureza inefable de sus pupilas claras,

    la belleza infinita de su corazón limpio

    que ha de saber tan pronto todas las cosas malas.

    Y de esa percepción del dolor omnipresente que anida en el mundo surge una voz prematuramente desengañada y pesarosa («Tras el logro y la conquista, la renuncia. / Tras la fe, las hondas dudas torturantes. / Tras el goce y el amor, el desen­canto / infinito y el hastío de la carne») que, hacia el final del libro, se declara con sobrecogedor pesimismo «un astro lejano que ha tiempo que no brilla», «una tierra estéril sin frutos», «un verso no escrito», «un beso sin fuego, un cuerpo sin vida». En Caminos son fácilmente distinguibles las influencias de la poetisa uruguaya Juana de Ibarbourou (que había escrito «No codicies mi boca. Mi boca es de ceniza / y es un hueco sonido de campanas mi risa»), de quien toma prestado el fervoroso panteísmo, liberándolo de su tórrida sensualidad. Y también son notorios los ecos de la argentina Alfonsina Storni, de quien nuestra autora heredó un deseo de sentirse alada y en perpetua donación a los demás, aunque esa donación la condujese al acabamiento (también la Storni había sentido el deseo de «ir cruzando la vida con alas en el alma, / con alas en el cuerpo, con alas en la idea / y un ligero cariño a la muerte que llega»). Pero, más allá de estas influencias incontestables, lo que distingue Caminos y lo eleva sobre el légamo de tópicos de un modernismo tardío es, precisamente, su clima de ingenuo misticismo, su calidad de azucena todavía no tronchada o de armiño que aún no ha mancillado su pelaje, a pesar de que ya se haya asomado a los continentes pavorosos de la angustia. Si en sus maestras sudamericanas el dolor o la exultación se expresan a través de la carne, en la Ana María Martínez Sagi de Caminos no encontramos otra expresión que la de un alma dispuesta a brindarse, tal vez también a inmolarse.

    Aunque la recepción del libro fue algo lenta y tardía, su éxito será incontestable. Quien primero repara en su calidad es Elisabeth Mulder, la escritora todavía desconocida para nuestra autora, que publica en las páginas de La Noche²⁸ una reseña muy elogiosa, celebrando la irrupción de «una mujer que canta, entre tanta mujer que grita». Mulder capta la amalgama de sentimientos encontrados que se apuntan en los poemas de nuestra autora, adivinando en ella uno de esos temperamentos polifacéticos capaces de librarse del amaneramiento y del hastío, «los dos grandes enemigos de la vida y de la obra de un artista». Tras la reseña de Mulder, una Ana María hasta entonces titubeante sobre las virtudes de su poesía se lanza a la conquista de Madrid, con la complicidad de su amiga y mentora Sara Insúa, que le prepara una entrevista con su hermano Alberto²⁹ y convence a Rafael Cansinos Asséns para que escriba en La libertad una reseña del libro³⁰, también muy elogiosa, en la que el gran polígrafo señala la influencia de las poetisas sudamericanas y pondera con gran penetración el erotismo de la autora, «hecho a un tiempo mismo de ardor y de reserva, de temor y de anhelo», así como «el patético drama del amor luchando consigo mismo en un ansia de sublimaciones» que se transparenta en sus mejores versos. Además, Cansinos se encargará de avisar a César González-Ruano de la presencia de la novel poetisa en Madrid; y Ruano la entrevistará para El Heraldo de Madrid ³¹, en una pieza magistral, a la vez atrevida y poética, que logra captar psicológicamente y envolver de misterio a la «enérgica muchachita de Barcelona, inteligente y republicana, que vino un día a sacarme del rincón del café con el espejuelo de un libro de versos». La entrevista de Ruano contiene pasajes tan memorables como este retrato (que es también una etopeya) de nuestra autora:

    Era una muchacha joven, de veinte años tal vez escasos. Y sin embargo daba una impresión de seguridad, de madurez apretada y soberbia. El pelo era una llama rubia en el frío rostro de estatua. Tenía esa belleza de algunas mujeres de su raza que no se capta en el primer momento. Una belleza que incluso repelía al simple golpe de vista y que precisaba una cultura de la contemplación. Había que irse acostumbrando a la nariz recta, al maxilar poderoso, a los ojos de una serenidad helada, nada cordial, a aquella boca pequeña, de labios finos, que entreabierta dejaba ver una dentadura blanquísima, unos dientes afilados como los de algunos animales feroces.

    Iba vestida con un sencillo traje negro. Los brazos desnudos se adivinaban blancos debajo de aquel color tostado por el mar y la montaña. Estaba abrasada aquella carne prodigiosa, materialmente quemada aquella piel que, a trozos, se veía pelarse. Sombreaba su rostro un vello tenue, casi rojo, que le envolvía como en una suave pelusa de melocotón. No era muy alta, pero lo parecía por aquel torso juvenil y en aquel plante de plomada, en aquella perfecta gravitación de su cuerpo, en la pierna musculada y el zapato sin tacón, que la afirmaban de un modo preciso y pesado en la tierra.

    Era una bien plantada, y para ella los ángeles separatistas de Cataluña debían cantar en el friso de la raza su mejor sardana.

    En la conversación no se descubría. Guardaba el tabernáculo de su intimidad, dando la impresión y sugestión de ella, pero sin entregar su secreto.

    Toda la entrevista tiene un aire galante en el que no faltan elogios al acento catalán de Ana María: «¿Quién ha sido el burro, Dios mío —se pregunta Ruano—, que ha dicho que el catalán es áspero y duro? Tal vez yo. En Ana María este acento es una gracia más. Oyéndola hablar me cargan los andaluces». Y contiene pasajes que nos ayudan a entender mejor el entusiasmo y desparpajo que por entonces inspiraban el pensamiento y la actividad de la poeta recién estrenada y curtida deportista:

    —¡Ah! Sí, señor; yo soy nadadora; he intervenido en concursos de lanzamiento de disco y jabalina; he endurecido mi juventud en el paso gimnástico, y todo el sport ha sido el objeto principal de mi vida.

    —Pero usted ama el sport de un modo animal y no sentimental, de un modo carnal y no mental, instintivo y no reflexivo… De lo contrario, en sus poesías habría algo de esto, y no lo hay. ¿Es que separa usted las dos cosas?

    —Desde luego. Yo hago sport como una chica y poesías como una mujer.

    —¿No sería más exacto que hace usted sport como un chico y poesía como una mujer?

    Ana María ríe:

    —Sí, sí; es posible eso.

    —¿Por qué no dio su anunciado recital en el Lyceum?

    —Estas señoras han estado muy amables conmigo, pero…

    —¿Pero qué?

    —Pues no sé; que encontré aquello un poco frío, un poco, ¿cómo decirle…? Catalogado. Eso es, catalogado en «vanguardista». Yo no soy ni vanguardista, ni ultraísta, ni clasicista, ni feminista… Me fastidian mucho los «istas» y los «ismos». De tener algún «ista», puede que sea sindicalista únicamente.

    —¿Esto lo dice en serio?

    —Sí; claro que sí. Por lo menos soy republicana, convencidamente republicana, y he intervenido en actos públicos, hablado en mítines…

    En su segunda expedición madrileña, Ana María Martínez Sagi daría al fin su recital en el Lyceum, acompañado de una conferencia sobre el Club Femení que causaría gran revuelo en la prensa, como luego veremos. Muchos años después, en las conversaciones que mantuve con ella en vísperas de su muerte, nuestra autora recordaba todavía con nitidez aquella entrevista con Ruano, que seguía considerando la mejor de cuantas le habían hecho, y las vicisitudes galantes que la rodearon:

    Vino a casa de una prima mía, donde yo me hospedaba, para entrevistarme. Mi prima ya me había advertido: Sé muy prudente, ese hombre es un donjuán, no respeta a ninguna mujer. César me pareció precioso, tenía estampa de mosquetero: alto, delgado, el bigote levemente rubio y una voz muy caliente, como de barítono, que me enamoró. Empezó a hablarme, pero yo era incapaz de seguir su conversación; sólo lo miraba de hito en hito y pensaba: ¡Dios mío, no me extraña que hayas tenido tantos líos con tantas mujeres distintas!. Al acabar la interviú, me propuso que fuésemos a El Escorial. Viajamos en tren, me invitó a comer en un merendero platos típicos madrileños y me enseñó el monasterio. Cuando atravesábamos un gran salón, me pidió que acercase la oreja a una pared, mientras me hablaba desde la opuesta; por un extraño efecto acústico, parecía que me estuviese susurrando al oído. Qué bonita eres, Ana María —me dijo—. ¿Sabes que me gustas mucho? Yo no creía que hubiera catalanas tan guapas como tú. Parecía un mosquetero, y tenía voz de barítono…

    La repercusión de aquella visita de Ana María Martínez Sagi a la capital fue tan estruendosa, y los ditirambos que recibió tan encendidos, que otras poetisas de la época fueron incapaces de simular sus celos. Así le ocurrió, por ejemplo, a Pilar de Valderrama (la «Guiomar» machadiana), que a la sazón acababa de publicar su segundo poemario, Esencias, con un recibimiento crítico más bien tibio. En una de sus cartas a Antonio Machado, con quien mantenía un idilio clandestino (pues era mujer casada), debió de quejarse amargamente de las alabanzas que a nuestra autora le habían dedicado destacados escritores y periodistas. A lo que Machado respondió atribulado: «Perdona, mi reina, mi diosa. Y conste que la sucesora de Rosalía eres tú, y no esa nadadora catalana. ¡Si yo pudiese escribir sin trabas!». Y todavía en otra carta posterior, Machado seguirá intentando aplacar el enfado de Pilar de Valderrama: «Leí […] el artículo de Insúa sobre esa nadadora catalana. De esa clase de trabajos, tan arbitrarios, donde nada se prueba y todo son afirmaciones gratuitas, no queda nunca gran cosa […]. En suma, que esa poetisa catalana podrá ser un portento, pero lo será a pesar de sus exegetas y panegiristas»³².

    También en Barcelona impresionará mucho el recibimiento entusiástico que Ana María ha recibido en Madrid; y la prensa catalana no vacilará en engrosar el número de sus exegetas y panegiristas. Entre ellos, merece destacarse a Luis Astrana Marín, insigne cervantista y esforzado traductor de Shakespeare, que publica³³ una pintoresca recensión de Caminos en la que se entremezclan las observaciones burdamente misóginas («Cuando he hallado una mujer hermosa, la conversación la ha revelado necia; y cuando di con una entendida, fue patente su fealdad») y los elogios a la poetisa de musa «pura y natural, como la fuente que brota al pie de la montaña», en cuyas composiciones el crítico no encuentra una «psicología complicada ni atormentada, ni exotismos falaces, ni refinamientos morbosos, ni imitaciones peligrosas», sino un «temperamento varonil fuertemente sensual». Sin temor a incurrir en la hipérbole, Astrana Marín afirma que no encuentra «semejanza entre Ana María y ninguna otra poetisa española del presente»; y señala sus puntos de contacto, en «el temperamento y en la expresión», con Gertrudis Gómez de Avellaneda, para concluir que, sin duda, su prosa también «debe de ser muy aliñada y correcta».

    Lo cierto es que hasta entonces Ana María apenas nos había brindado unas pocas (y primerizas) muestras de su prosa en el «Suplemento Femenino» de

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