No os recuerdo: Biografía
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En 2018, durante una visita a la casa de su familia en Alemania, Laura Alzola Kirschgens encuentra un archivador con una inscripción en el lomo: Familiengeschichte. «Historia familiar». Sumergida entre documentos, cartas y fotos, la autora reconstruye la historia de sus abuelos, quienes se cartearon durante cinco años, entre 1944 y 1949, cuando ni siquiera se conocían en persona. Él escribía desde el frente en la Segunda Guerra Mundial —y luego desde un campo de prisioneros soviético— y ella desde una región alemana devastada por los bombardeos. Además de preguntarse por la relación de sus antepasados con la guerra y el régimen nazi, este libro de Laura Alzola Kirschgens explora cómo la memoria viaja a través de las generaciones y cómo el amor nos mantiene a flote cuando la realidad se vuelve insoportable.
A través de la historia de la familia de Laura Alzola Kirschgens, descubrimos la historia de unos individuos que sufren los acontecimientos de la Segunda Guerra Mundial y nos sumergimos en un periodo histórico convulso.
SOBRE EL AUTOR
Laura Alzola Kirschgens nació en el verano de 1991. Quiso ser bióloga o violonchelista, pero acertó de pleno estudiando Periodismo en la Universidad de Navarra. Puede decir que conoce su ciudad de origen, Vitoria-Gasteiz, porque la ha pateado para contar historias en el periódico El Correo. Antes vivió durante dos años en Múnich, escribiendo discursos para los directivos de una gran multinacional.
Y envió reportajes a la revista CTXT desde Hamburgo y Tesalónica. Y un par de artículos desde Barcelona, donde estudió el máster en Migration Studies de la Universidad Pompeu Fabra. De vuelta en Vitoria-Gasteiz desde 2017, definió la estrategia de comunicación de una empresa de robótica y ahora es asesora de comunicación política en el Ayuntamiento. Cuando no teclea, le gusta caminar por el bosque, especialmente entre las hayas y los robles del valle de Zuya. Este es su primer libro, terminado durante los primeros meses de vida de su primer hijo, escrito a ratos y de pie, gracias a las breves siestas del bebé en la mochila de porteo.
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No os recuerdo - Laura Alzola Kirschgens
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No os recuerdo
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Laura Alzola Kirschgens
NO OS RECUERDO
Una historia familiar de cuando
Europa se desmoronaba
primera edición: septiembre de 2021
© Laura Alzola Kirschgens
© Libros del K.O., S.L.L., 2021
Calle Infanta Mercedes, 92, despacho 511
28020 - Madrid
isbn: 978-84-17678-83-8
código ibic: BJ, DNJ
ilustración de cubierta: Ane Pikaza
maquetación y artes finales: María O’Shea
corrección: María Campos
impresión: Kadmos
Für mama, aitarentzat
12 de agosto de 2018
Fuimos niños europeos de padres blancos. Lo sé ahora. Recuerdo que cruzábamos fronteras tranquilamente, desde el asiento trasero del coche. Dormidos, con el cierre de seguridad activado y la boca abierta, sin sobresaltos ni controles policiales. Tras cruzar Francia, ya en Bélgica, papá siempre tomaba la salida de la autopista justo después de Lieja. Mamá entonces nos despertaba con delicadeza para decir «hemos llegado» aunque aún quedasen los mejores veinte minutos del viaje. El aire entraba por las ventanillas bajadas. Olía a hojas mojadas, a tierra. Sonaban los grillos, era verano en Alemania. Nuestra madre reconocía las campas, las casas, las señales. Mi hermano Jon y yo esperábamos ver la gasolinera de la marca Esso, con un gran tigre hinchable en el tejado. Poco después aparecía la iglesia del pueblo y el coche rodaba unos metros cuesta abajo antes de detenerse frente a la casa que había sido de nuestros abuelos. El sonido del freno de mano era el punto final del viaje.
No sé si es más fiable la aplicación del móvil o un recuerdo de la infancia. Ayer casi no acerté con la salida de la autopista. Víctor y yo llevábamos doce horas turnándonos al volante y la noche era negra. Estábamos derrotados después de recorrer 1500 kilómetros en coche.
El camino que une mis dos Europas, mis dos mitades, es una sucesión de autopistas punteada de áreas de descanso. En agosto se abarrotan de turistas desesperados con el tráfico, irritados con la cola del baño, molestos con el precio de la comida. Pero yo siempre vuelvo a aquellos viajes con nostalgia, cariño y bastante nitidez. Cuando mi padre estaba vivo y aún éramos cuatro, el viaje se convertía año a año en una aventura. Una excursión emocionante que comenzaba con varios días de llenar el maletero del coche. Pasaríamos un mes entero en Alemania, con los tíos y primos, escondidos en arbustos, haciendo casetas, jugando con los animales, jugando a ser animales, pintando las calles con tiza.
Ayer, al bajar de la autopista, esta vez de copilota, elegí el camino mirando fijamente la aplicación del móvil. Después levanté la vista y comencé a reconocerlo todo, como si no hubieran pasado diez años y no fuera la primera vez que me sentaba delante en el coche durante los últimos kilómetros.
Aparcamos frente a la casa. Freno de mano. La verja de madera incrustada entre arbustos crujió, como siempre. Escuchamos el sonido de las gallinas y de los gansos al entrar al jardín. Como siempre. Nos vieron, con el cuello estirado y los ojos abotonados. Nos miraron fijamente. Pensarían que éramos forasteros, aunque no lo fuéramos. Yo no.
*
El olor de la casa de mis abuelos —y después de mucha gente, y ahora de mis tíos— ha dejado una huella duradera en mi memoria. Desde la planta del sótano sube un ligero olor a humedad. Huele la madera del parqué viejo, la máquina de café en la cocina, el jardín al otro lado de la ventanita del baño, casi siempre abierta, tapada por el helecho que recorre las fachadas.
Mi tío y su familia anunciaron su llegada para hoy. Ayer fue mi otra tía, que vive cerca, en el mismo pueblo, quien nos abrazó, abrió la puerta de la casa y dio las llaves. Había preparado algo de cenar y hecho las camas. Como en los viejos tiempos, pensé.
Hoy, al despertar, he recorrido una parte de la casa. La cocina, el salón, las habitaciones. En el despacho lo he visto: en el lomo de uno de los muchos clasificadores que guarda mi tío pone Familiengeschichte: historia familiar. Ha sido una casualidad. Los primeros rayos de sol iluminaban la estantería a la altura de mis ojos. Y ahí estaba el archivador. Contiene papeles metidos en fundas de plástico: textos de más de veinte páginas tecleados a máquina, folios acartonados y amarillentos manuscritos con tinta desvaída, recortes de periódico antiguos y documentación administrativa.
Algunos de los papeles son informes con el encabezado del Archivo Federal alemán. El corazón me ha latido más rápido al descubrirlos. Fueron expedidos en los años noventa. Están relacionados con la Segunda Guerra Mundial. Registran la trayectoria de cuatro soldados que llevan mis apellidos. Uno de los documentos detalla en qué puntos del mapa estuvo cada uno durante la guerra: los ascensos, los cambios de destino. Siempre lo he sabido: mi abuelo y los tres hermanos de mi abuela fueron soldados. Pero me estremezco igualmente al leer los documentos.
La periodista francoalemana Géraldine Schwarz también encontró archivos almacenados en el sótano de su casa familiar en la ciudad alemana de Mannheim. Después, investigó a su familia y escribió un libro titulado Los amnésicos.
Su abuelo no fue soldado ni ocupó una posición de poder dentro del sistema nazi, pero en 1938 se aprovechó de que los judíos estuvieran obligados a malvender sus negocios. Ella lo describe como un Mitläufer, una palabra muy alemana. Mitläufer es quien sigue la corriente. Quien no participa activamente pero termina convirtiéndose en cómplice de prácticas e ideas criminales por apatía, conformismo, oportunismo.
—También hay cartas, ¿sabías? —me ha dicho mi tío hoy, cuando le he contado el descubrimiento de los documentos.
*
La imagen que tengo de mis abuelos es de segunda mano. Mi madre nos contó cómo eran, qué hacían, qué les preocupaba. Que se conocieron en la guerra a través de cartas. Sin verse, sin tocarse. «Los puso en contacto un amigo, o una amiga… no estoy segura», recuerdo que nos dijo alguna vez.
Ni mi madre ni mi hermano ni yo sabíamos que pudiéramos leer las cartas gracias a las que estamos todos aquí. Ni que mi tía las hubiera conservado, ni que ahora las tuviese su hermano.
—Quería hacer algo con ellas, transcribirlas, escanearlas, pero no he tenido tiempo.
Tiempo.
La primera carta es del 29 de abril de 1944, unos cuatro años y medio después de que empezara la guerra. Entonces, mi abuelo tiene 29 años. Y mi abuela, 25. Él se presenta educadamente, con caligrafía cuidada, le habla de usted y le pide disculpas por si el atrevimiento de escribir a una desconocida pudiese ser mal recibido. La dirección postal se la ha proporcionado un excompañero suyo de la facultad, que está prometido con una amiga de ella.
En el Este, 29 de abril de 1944
Estimada señorita D.:
Espero que esta carta no le sorprenda demasiado. Si fuera así, tendría que enfadarme con mi compañero, porque esta no deja de ser una forma inusual de entrar en contacto con alguien. Pero, al fin y al cabo, no debemos decepcionar a nuestros mediadores, y las condiciones de la guerra obligan a esta extraordinaria forma de conocernos. Estará usted de acuerdo conmigo en que la correspondencia en sí misma siempre será solo un fragmento del conocerse y por lo tanto no debe ser vinculante desde el principio.
No es mi estilo tratar este capítulo esencial en la vida humana como algo fugaz o fácil. Mi amigo no habrá dejado dudas al respecto. Si aceptase esta invitación, me alegraría mucho que nos permitiésemos la apertura mutua y el intercambio de ideas. Especialmente como soldado, uno desea un intercambio serio de ideas con un ser amigable, porque de otro modo es fácil olvidar una parte de la vida humana, el sentimiento, que se desgasta o incluso apaga por completo en este contexto. Más allá de que, por naturaleza, el hombre contempla la vida —quizá esta afirmación