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Artículos periodísticos
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Artículos periodísticos

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José María Sánchez-Silva (Madrid, 1911-2002) fue famoso como escritor de obras destinadas al público infantil y juvenil, obtuvo el Premio Nacional de Literatura en 1957 y el Premio Andersen en 1968.
Esta antología está formada por tres volúmenes. El primero reúne una serie de cuentos para adultos con un prólogo del propio autor y una nota introductoria escrita por el experto Emilio Pascual. En el segundo se recoge una selección de los artículos publicados a lo largo de sus cincuenta años de profesión periodística con una introducción a cargo de Enrique de Aguinaga. El tercero está dedicado a recopilar sus relatos infantiles y juveniles, incluyéndose entre ellos su famoso Marcelino pan y vino.
El propio José María Sánchez-Silva realizó la selección de las obras que componen estos tres volúmenes.
 
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 jun 2023
ISBN9788416950881
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    Artículos periodísticos - José María Sánchez-Silva

    (1945-1947)

    ARENGA A LOS MUERTOS

    Pasan las nubes —esas que tanto conocen los enfermos— y parece como si borrasen algo nuestro cada día, blanda y casi gozosamente. Pero a veces, cuando hay un claro, alguna voz se levanta y se adentra en lo más alto, bárbara y estentórea; es una voz que al principio invoca, lamenta luego y arenga finalmente.

    ¡OH VOSOTROS, LOS cercanos al pie de Dios; los de la infinita ventura eterna, moradores de la luz inextinguible; los libertos del pecado cotidiano, los que gimen por algo verdadero y gozan verdaderamente!

    Vosotros, los que andáis sin este cuerpo, sin esta lenta realidad endurecida por los dientes fríos de las cosas; los evadidos de la oscura risa de las sombras.

    Los limpios, los sin prisa y los sin miedo; los que tocan, los que ven y los que oyen ya de un modo diferente y cierto; los que estaban, los que han vuelto al antiguo limo paterno, ¡oh vosotros, los muertos!

    Los muertos de nuestra muerte y nuestra vida, los caídos gloriosamente levantados, los que yacen vencidos bajo el árbol o fundan, vencedores, las cosechas; los que dan tierra a nuestro paso virilmente acongojados; los muertos terriblemente desnudados, los furtivamente muertos, aparentes bajo un palmo de tierra apresurada; los muertos de la paz y de la guerra, los héroes, los mártires y los que caen por nada suavemente sobre sí desmoronados.

    Los capitanes, los religiosos, los soldados, los falangistas, los monárquicos y los republicanos; los obreros, los estudiantes, los nobles y las pobres mujeres que tiemblan cantando mientras lavan.

    Los muertos por la fe, por la honra o por la Patria; los vilmente asesinados, los enfermos, los padres y los hermanos enfrentados; los niños repentinamente desasidos en el estupor del hambre o la granada.

    Los engañados, los sobreaviso, los que llegaron tarde o demasiado pronto; los listos, los pobrecitos tontos, los de la checa y la trinchera; los blancos, los azules y los rojos y aquellos transeúntes que acudieron de súbito al encuentro con sus civiles rodilleras de oficina o sus toscos remiendos de suburbio.

    Los caídos de pie y los de rodillas; los sentados, atónitos bajo el fuego fulminante; los aplastados, los que volaron en pedazos, los horadados limpiamente por un plomo certero; los que cuelgan del estribo del caballo, los enterrados honoríficamente y los putrefactos sobre el barro; los acuchillados, los sedientos y los asfixiados; los helados, los electrocutados y los disueltos en el aire, en el agua o en el polvo, ¡oh vosotros, los muertos!

    ¡Ay vosotros, en quienes se ha parado el dulce y tibio telar de la sangre! ¡Ay vosotros, los de las pupilas llenas de una luz sin movimiento; los agrupados, los reducidos, los que esperan en el atronador silencio!

    ¡Ay vosotros, los del espanto y la alegría; los de las sienes estiradas y las manos gloriosamente abiertas; los que sois ya de otra manera y nos dejáis crecer sobre la paz de vuestro inmenso corazón de tierra!

    Los desprendidos, los inertes, los que calláis la espléndida verdad de que aún nos falta morir para ser algo, ¿acaso os ha esperado una estatura nueva, un nuevo color desconocido, otro tiempo diferente?

    ¡Ay vosotros, los que habitáis nuestra memoria de un modo escaso y geométrico —queridas manos, queridos rostros—, ¿podéis pensar que habéis dejado de dolernos?

    ¡Ay madres, hermanos, camaradas, ay, iguales que nosotros, prisioneros de un mismo número de vértebras, ¿estamos aún en vuestra segunda mente, sabéis distinguirnos todavía y llamarnos por los viejos nombres familiares?

    ¡Ay vosotros, los que estabais sentados a la misma mesa, los del pan y el vino de la Patria!, ¿es verdad que morir parece detenerse un poco para emprender la marcha decisiva, caer para alzarse nuevamente?

    ¡Ay vosotros, los de la muerte dada, recibida de la mano ciega de otros muertos de hoy y de mañana! Los que han visto su muerte personal, nominal de cada uno, temblando como un pájaro indeciso antes de extender las alas, ¿sabéis cómo guardamos el tesoro de vuestra ultimidad postrera, la huella impalpable de las palabras, de los gestos y las cosas penetradas del calor de vuestra carne? ¿Sabéis que nuestra honra descansa en la guarda denodada del reposo horizontal de vuestro polvo?

    ¡Ay vosotros, los que no estáis, los que soltásteis de repente el pecho que os apretaba el fusil, la pluma, la hoz silbante sobre las espigas dobladas; vosotros, los ausentes, los emigrados en el soplo de la muerte, los que habéis de volver un día a preguntarnos algo sin respuesta, los que resucitarán con su rostro verdadero y tomarán de donde se hallen los vigorosos trazos de sus huesos, los que estarán otra vez a nuestro lado, agobiados bajo el peso de la gloria próxima, escuchad ahora, oh vosotros, los muertos!

    Aquí estamos otra vez, desnudos en el círculo de los cuchillos extraños que iluminan como lívidos relámpagos. Los pies sobre la ceniza y los corazones en alto, aquí estamos como un himno a solas levantado en el silencio de los que duermen.

    Velamos por la honra y por el trigo, por el alma y el solar de los que vienen a heredar la antorcha de nuestra sangre. Sobre el blanco lecho duro de vuestra fosa pedimos imperiosamente paz, tiempo y levadura para la España que llega, que ya hunde su pisada en el umbral de la Historia.

    Vencedores de nosotros mismos, no importan las flaquezas de los pocos, sino la ancha senda que abren los brazos vigorosos. Vosotros sois testigos aterradores, pero dueños todavía de un puñado de ceniza que tuvo alma, hechos y nombre; obreros somos de vuestra obra, y los huesos dispersos y la risa aventada de vuestra boca y la sangre evaporada pesan, transcurren y ríen por nuestra viva carne.

    ¡Orad, pues, también vosotros, los cercanos; alzad las manos modificadas, prorrumpid en esas otras palabras, reunid en un esfuerzo terrible la armadura incompleta de vuestra inextinta fuerza!

    ¡Erguíos entre raíces y piedras, levantad los ojos transparentes y fundad un grito nuevo en el vasto silencio de los astros!

    ¡Que un rumor profundo conmueva la noche y el día y ciña el mundo como un sonoro friso con obreros, con mujeres y con santos, con caballos y guerreros y pacíficas espadas que iluminen la vigilia!

    ¡Orad para que España levante al fin su sueño sin quimera; orad para que nada se hunda inútil en la nada; orad por los que oramos; orad por Europa y por el mundo ensordecido; orad por el triunfo del Signo que campea sobre el duelo incesante del hierro y el fuego!

    ¡Orad también en pie, oh vosotros, los españoles muertos!

    1945

    S.O.S., SALVEMOS NUESTRAS ALMAS

    A FIN DE cuentas, cada uno quiere salvar lo que tiene. Unos tienen dinero, otros talento, aquéllos fama, éstos hambre, los de más allá simplemente tienen una corbatita clara; es igual: todos queremos salvar lo que tenemos, si es bueno como si es malo.

    De la España sumida en el caos rojo, cada cual quería salvarse por algún enorme motivo cuando, en apariencia, el único motivo era el pequeño suceso de las propias vidas, apegadas como moluscos a la dura piedra de la existencia.

    Sin embargo, los que trataron de salvar lo mejor sin contar con sí mismos, fueron los que se marcharon a buscar un puesto entre los suyos. Por su parte, los mejores colaboradores de la general salvación fueron aquellos que, salva el alma por el martirio, hallaron demasiado fatigoso el breve camino para sus muertas piernas de fusilados. Entre éstos y aquéllos quedan aún los que sufrían prisión o los que, encomendados de alguna empresa de interés nacional, camuflaban su actividad bajo cualquier roja bufanda cenetista o ugetista.

    Cuentan los que estuvieron que a los primeros días del Alzamiento las carreteras negreaban de automóviles que huían sin norte, hacia la liberación algunos y otros hacia la muerte. Llámense como se llamen los que huyen y los que se quedan, es cierto que eran los menos los que entendían el momento de España. La Historia la sienten muy pocas gentes. Generalmente, los más, nos sentimos protagonizados por ella. Los más, vamos donde va Vicente, tras la gente.

    A la hora de perder, como a la de ganar, lloran y ríen más quienes más tienen. Aquella oleada de terror que despertaban, de un lado la furia roja y de otro el avance de unas tropas cuyo objetivo final se conocía mal en las zonas desbarajustadas, ocasionó mucho daño a la moral. Quién, juró no colaborar más que con los autores de la «militarada»; quién otro, prometió solemnemente entregarse a ella en alma y vida. Posteriormente, uno y otro fueron perjuros, porque mientras el primero ayudaba a otras cosas, el otro restaba su apoyo de un modo paralelamente decidido.

    De todos modos, el angustiado S.O.S. de los más —y de los que se ha venido llamando «los mejores», con alguna evidentísima infracción de las reglas del juego calificativo— tejió un techo de alarmados gritos sobre el suelo español. Aquéllos, ellos, querían ser salvados de la muerte, del martirio, de la prisión, del hambre, de la ruina y del agrio hedor de lo que, con la misma evidente infracción de la antedicha regla, se ha venido llamando «lo peor». A costa de salvarse, lo daban todo. Hubo quien «dio» su fortuna y sus hijos y luego, taumatúrgicamente, los quitó de donde los había dado; hay a quien si las promesas y los juramentos incumplidos se le trocasen dedos, pudiera contar cien en cada mano.

    Quedamos en que todos queríamos ser salvados y en que, íntima o públicamente, y a veces de ambos modos a la par, todos prometimos algo: vidas, haciendas, trabajo, obediencia, fe. Pero acaso no contáramos entonces —entonces, recordad, entonces— con una condición execrable que pudre a la larga todas o casi todas las buenas intenciones españolas. (¡Ah, si nosotros pudiéramos construir en piedra nuestras buenas y momentáneas intenciones patrióticas, políticas!).

    Insensiblemente, protegidos por algo en lo que apenas si tantos y tantos hemos tomado parte como había que tomarla, hemos ido habituándonos a una vida relativamente fácil, relativamente segura, relativamente cómoda. (Recuérdese que lo relativo desaparece como determinante en el mundo moderno; que ahora los hechos, las cosas, son buenas o malas, a secas y fríamente.)

    Los muertos están muertos y enterrados; rendiremos cuentas muy tarde, dentro de muchos años, cuando quizá ni ellos se acuerden; de momento, lo que importa es vivir. Y para conseguirlo, muchas veces hay que pasar por todo. No es por miedo —¡quién dijo miedo!—. Nosotros, o hemos estado en el frente con un fusil o en la cárcel con otro fusil muy cerca. No es por miedo, pues. Es por comodidad, por razones económicas, por… La verdad acaso sea que estamos un poco aburridos de que todo vaya bien. En fin de cuentas, hemos sido salvados. Franco ha sido un agente en manos del buen Dios, que se mira en nosotros y nos preserva de todo mal. El Ejército —«el Ejército somos nosotros»— estaba hecho de parientes nuestros y, en cuanto a nuestra fortuna personal, era nuestra, ganada con el sudor de nuestra frente o de la frente de nuestros padres.

    Tenemos suerte, la hemos tenido siempre. No hicimos más que gritar. «¡Socorro!», y unos arcángeles con espadas bajaron y salvaron nuestras almas. Bueno, puede que no fuesen nuestras almas exactamente; pero nos salvaron. ¿Se lo debemos a alguien? ¿Hemos prometido algo que esté sin cumplir? ¡Bah! No se puede vivir siempre de supersticiones.

    Si sucede algo, con lanzar otro S.O.S., ¡pues ya está!

    1945

    CARTA AL DIRECTOR

    Señor Director de ARRIBA. Madrid

    MI QUERIDO DIRECTOR: Hace algún tiempo se publicó en nuestra página literaria un artículo de Dionisio Ridruejo sobre dos libros catalanes: el de don José Pla y el de don Manuel Brunet. Recordará usted el hecho lamentable de que en nuestra tercera edición, la que va precisamente a Barcelona, este artículo fuese ilustrado con una fotografía de un don José Pla que no era exactamente el don José Pla en cuestión, sino otro. Fue un error que sólo su infinita paciencia, señor Director, pudo perdonar con la generosidad habitual. Imagino que usted debe conocer muy bien el funcionamiento misterioso de un periódico y las duras y cotidianas peleas de los Hados del Orden y del Caos en los propicios recintos del Archivo, la Platina o el Fotograbado.

    Pues bien; ese error inexplicable de confundir un retrato de don José Pla con otro retrato de un don José Pla diferente, sólo tiene una levísima —usted sabe bien lo leve que es— disculpa: los dos señores se llamaban lo mismo, ninguno de los dos era personalmente conocido mío, y, lo que es peor, ni siquiera una ka o una uve doble —como en los casos de Sienkiewicz, Twain o Tito Schippa— pudo permitirnos una urgente y a todas luces conveniente identificación.

    Este hecho, señor Director, ha provocado la risueña queja de uno de los dos señores Pla, en forma también de carta al Director, en un semanario barcelonés. Mi confusión ya no tuvo límites porque en dicha carta no se incluía una fotografía del verdadero señor Pla, o al menos del otro verdadero señor Pla. Pero hay —siempre habría de haberlo, diría usted con su precisión característica— varios datos que permiten, en efecto, establecer una cierta orientación. Verá usted. El señor Pla que escribe la carta no es el señor Pla cuyo retrato publicó nuestra malhadada página literaria, sino el señor Pla cuyo retrato debió publicarse. No conviene, señor Director, que nos perdamos juntos en esta jungla; es de reconocer que, en definitiva, cualquiera de los dos señores Pla hubiera estado en su perfecto derecho de escribir una risueña protesta. Pero llevo ya un rato esforzándome en explicarle que la risueña protesta es del señor cuyo retrato no apareció en nuestro periódico.

    La carta del señor Pla (A) —vamos a ir por partes— contiene varios extremos que me interesa poner en su conocimiento. (Excuso decirle a usted que toda ella está bañada de una grave amabilidad.) Es el primero aquél en que dicho señor explica que leyó el mencionado artículo «por una rara casualidad», de donde yo deduzco, con su permiso, que hemos estado en un tris de salvarnos, pues ya es casualidad que una persona que al parecer lee poco las cosas que a ella se refieren haya ido a topar en tal mala ocasión con nuestra pobre página.

    Lamento casi más que nada que en dicha carta el señor Pla (A) vierta ciertas opiniones estéticas sobre el retrato del señor Pla (B). Por ejemplo, dice: «¿Quién es este señor que aparece con una gran cabezota en el artículo?» Yo, señor Director, tengo un enorme respeto, como usted no ignora, por las cabezas ajenas, quién sabe si por la circunstancia de que la mía propia me parezca demasiado poco respetable. Pero no para aquí la cosa, sino que el señor Pla (B) —absolutamente inocente de todo esto, que nada tiene que ver con él y la única persona razonable molestada sin motivo— aparece en la mencionada carta como «otro tío». Usted sabe cuánto habría que hablar de esto de los «otros tíos». En definitiva, la debida realidad de la efigie aparecida en el artículo de Ridruejo es muy discutible. El señor Pla (A) salió en Barcelona con la cara del señor Pla (B); pero en Madrid y el resto de España, corregido el error, apareció la del auténtico señor Pla (A). De todos modos, usted sabe que cada uno tiene de la efigie de su prójimo el retrato que más le gusta. Por lo cual, y si acepta usted la argumentación un tanto endeble, el señor Pla que salió en Barcelona forzosamente había de ser diferente del que saliera en Madrid; al menos, señor Director, para nosotros, que somos admiradores de un solo señor Pla de los dos —y acaso de los tres—, siempre tenía que ser así.

    Hay, finalmente, una dulcísima ironía en esta frase de la carta del señor Pla (A): «Usted que es partidario de un mundo en que las cosas funcionaran con una cierta formalidad…» ¡Ay, señor Director mío, la formalidad! ¿Qué sería entonces, si la formalidad consistiese en no trastrocar las efigies verdaderas por las reales y las reales por las ficticias, de muchos de nosotros, escritores intrascendentes y versátiles como yo mismo? ¿Qué sería, Dios santo, de esa vaga nube de chistosidad que agitamos en el aire con el mismo orgullo que algunos anticuados caballos de Pompas Fúnebres agitan su penacho?

    Nada más, señor Director. Muy agradecidamente le saludo.

    1945

    HACE FALTA UN POBRE1

    LA LUNA TIENTA poco a los descubridores de nuestro tiempo. Acaso sea porque está ya muy al alcance de la mano y se sepa que es técnicamente posible hacer llegar hasta ella un cohete que pueda regresar a la tierra. De todos modos, es extraño. ¿Nadie quiere descubrir la luna, poner el pie allí, dejar aunque sólo sea una pequeña efigie fotográfica de carnet?

    Yo me temo que este desvío obedezca a otras causas.

    En tiempos de Luis XIV se proyectó construir un anteojo de tres kilómetros de largo para ver a los habitantes de la luna. Nosotros, hoy, pudiéramos construir un anteojo tan largo que nos sirviese para estrechar la mano, si la tienen, de esos habitantes. El hombre, presuntuoso de por sí, sabe que ha alcanzado ya veintidós kilómetros de altura en vertical y cuarenta con sus globos-sonda. Sabe que el supertelescopio de Monte Palomar permite distinguir en la luna objetos de nueve metros de largo, es decir, los mismísimos tranvías de la luna. Pero, en cambio opina, cada día con mayor fuerza, que en la luna no hay habitantes.

    ¿No será esto de los habitantes porque no se sabe bien qué cosa es un habitante? A simple vista, parece que un habitante es un señor de uno a dos metros de estatura, cubierto casi completamente por un paño vegetal, que calza su más alta extremidad con un gracioso perinolo y pide invariablemente agua de Vichy. Pero un habitante puede ser algo más y algo menos que eso. Un habitante puede ser un pequeño perro, una minúscula pulga, un microbio invisible, una simple idea. ¿Nada de esto habrá en la luna?

    Cyrano de Bergerac —el bueno, el de plata— decía que la luna era la plancha con que Diana sacaba brillo a la pechera de Apolo. Mi amigo Samuel Ros, mucho más modesto, decía que la luna es el espejo de los ángeles. Yo también lo creo así. Los ángeles, entre recado y recado de Dios, se miran seguramente en la luna, furtivos y bellos. Pero…

    Pero el verdadero motivo de la existencia de la luna es el pobre. La luna está hecha del todo para los pobres. La luna será descubierta, hollada y fertilizada por un pobre, por un auténtico pobre de solemnidad. Si no, la luna nunca volverá a servir para nada.

    Resulta, pese a todas las supersticiones de los hombres y de los pueblos ricos, que son los pueblos y los hombres decididamente pobres los que han realizado casi todo lo que hoy parece milagroso. Con un navegante medio loco, unos doblones escasos y unos maderos de la provincia de Huelva, se descubrió América. Este record, imbatido hasta ahora, trata de ser superado con el radar y los cohetes. Hay que tener cuidado de que este nuevo descubrimiento no incurra en el signo frecuentemente estéril de la riqueza. A la luna puede muy bien llegar antes el pueblo más rico, el que posea mejor aviación, más radar y más bombas atómicas. Pero… (A este propósito, Rafael Sánchez Mazas pensó durante cinco minutos escribir un cuento que consistiera en la llegada a la luna de una expedición norteamericana, recibida allí con el inmenso entusiasmo de otra expedición norteamericana llegada unas horas antes.)

    Mientras surge el héroe de las indescifrables zonas de la multitud anónima, yo me permito aconsejar a los presuntos candidatos que estudien y adopten como única y verdadera profesión la profesión de la pobreza. Cristo nació pobre, San Francisco vivió de limosna, Colón fue un genio a crédito, Cervantes murió convencido de que el queso era un postre, Edison vendió periódicos y Walt Whitmann fue carpintero. Descubrir la luna podrá descubrirla un hombre, un pueblo rico; pero hacer fecundo el descubrimiento sólo podrá conseguirlo un pueblo, un hombre pobre de gran solemnidad.

    Porque, como dice otro amigo mío bastante leído, la pobreza aligera tanto como apesadumbra la riqueza. Para descubrir la luna, pues, hay que estar bien ligero y casi volátil. Y para estar bien ligero y casi volátil hace falta ser pobre.

    Hace falta un pobre para descubrir la luna.

    1946

    FERNÁNDEZ FLÓREZ VUELVE A LOS TOROS

    DE LAS TRES cosas de que dicen entender los españoles —política, mujeres y toros— sólo dos admiten enmienda. Una de estas dos ha elegido Fernández Flórez para echar su cuarto a espadas: los toros. Ese terrible alegato ilustrado que se llama El toro, el torero y el gato está aún fresco de tinta y de risa. Herreros, el gran dibujante humorístico, ha plagado el libro no sólo de toros, de toreros y de gatos, sino de barbas y de señores pequeñitos. No hace falta decir más, pues, para dejar dicho que el libro es una pura delicia.

    La Historia del Toreo, pese a lo que pueda callar José María de Cossío, tiene un nuevo, un grandioso reformador. Para sí mismo, y aún para mí, Fernández Flórez es un Lutero; para José María de Cossío, por cuya memoria tantos reformadores pasan, con toda seguridad, no subirá de un Juan Huss. Fernández Flórez ha ido a los toros, según confiesa hipócritamente, una veintena de veces. La fiesta le parece aburrida, pero no del todo cruel. La prueba está en que él mismo propone que los caballos de los picadores sean previamente rellenos de confetti y palomitas mensajeras, para evitar el espectáculo bochornoso de la intimidad intestinal; otra prueba, la da cuando apunta que tal vez no estuviese mal ponerle banderillas de fuego a los caballos. Pero vayamos al libro.

    El toro, para el autor, es un animal estúpido que se presta a todos los engaños y embiste contra un trapo colorado en vez de hacerlo contra el tío antipático que le burla. El torero, por su parte, lucha con evidentes ventajas y Fernández Flórez propone que, al menos, cuando esté desanimado, salgan al ruedo unos señores gordos con cencerro —que ni en hipótesis nos atrevemos a llamar mansos— y persuadan al diestro de que debe ir con ellos al café. El gato, en cambio, seduce por completo al humorista. Gustándole, como le gusta sobre todas, la «suerte» del «salto de barrera», supone que el gato va a proporcionar en esta especialidad verdaderas tardes de gloria. Al parecer, esta intromisión del gato en la fiesta nacional no es tan desconocida como en principio pudiera y debiera suponerse. Fernández Flórez mismo presenció en una plaza portuguesa la lidia ocasional de un minino. Esto lo creemos a pies juntos, lo mismo que la noticia de esta noche sobre el buey que interrumpió un emocionado partido de fútbol. En Portugal suceden a menudo pequeñas cosas sorprendentes.

    No cabe la menor duda de que si a un señor cualquiera le fuese dado cambiar de lugar el estanque de El Retiro, o influir sobre las fases de la luna, o trastrocar los paisajes aburridos, ese señor sería feliz. Por lo común, las personas que se atreven a declarar sus ambiciones más ocultas, suelen conformarse con decir que les gustaría conducir un tranvía o regar la plaza de Oriente. Fernández Flórez intenta reformar las corridas de toros introduciendo, entre otras novedades, la lidia de gatos; pero no quedamos suficientemente convencidos de si esto será una añagaza de aficionado para protestar veladamente del tamaño de los toros, del sueldo de los toreros o del carácter pronunciadamente personalista de los empresarios.

    Así como al gran escritor gallego le divierte imaginar una corrida de toros con determinadas innovaciones, así me divierte a mí imaginar al gran escritor gallego abonado a un tendido bajo, con sombrero calañés, cigarro puro y botita de media caña. Acaso Fernández Flórez sea mucho más aficionado a los toros de lo que él mismo supone.

    «Porque yo de lo único que entiendo —viene a decir en alguna parte de su libro— es de toros». Y lo dice así, naturalmente para que no le creamos. Pero, en realidad, le creemos, en cierto modo: para reformar cualquier cosa hace falta entender algo de ella. Esto nos hace suponer que, sin tardar mucho, veremos a Wenceslao Fernández Flórez sacar por segunda vez desde la presidencia un pañuelo de color. Acaso tome una precaución para defraudar nuestro vaticinio y ella sea la de acudir al ruedo vestido de Julio Camba. Pero será igual.

    En este libro, Fernández Flórez obtiene un humor más fácil, menos intelectual y apoyado en la suave melancolía de otras veces. En definitiva, y bien claro está que para un lector de mis pocas luces, mucho más gracioso que otros suyos y, también, algo menos tocado por esos dedos mágicos del gran Fernández Flórez que tan a menudo mantienen suspensa el ánima del lector entre la risa y el llanto.

    No es esta una ocasión pintiparada para hablar de la obra de Fernández Flórez como escritor o como periodista, pero sí, tal vez, para recordar que la primera está decidida con «Volvoreta» y la segunda con las «Acotaciones de un oyente». Últimamente, con su «Bosque animado», el maestro gallego ha acrecentado, para la gran Historia de la Literatura Universal, ese puñado de líneas que algunos aficionados le escamotean en sus historietas.

    1947

    LA CIUDAD SIN MANUEL MACHADO

    El sol ahora se va y el barrio

    queda enteramente pobre.

    M. MACHADO

    ¿SE ACHICA EL mundo cada vez que un hombre desaparece? Con Manuel Machado se nos ha ido a todos algo más que un hombre: se nos ha ido un pedazo de nuestra ciudad, un pedazo de nuestra vida. No sé qué luz le prestaba don Manuel a las cosas; pero sí sé qué sombra ha venido a sucederle ahora. La representación del mundo, para mí, está casi toda en estas calles amadas y desiguales de mi ciudad. Sé ya que nunca más me encontraré con don Manuel Machado; que su presencia no va a proyectar, en mi pequeño mundo íntimo, todo lo que proyectaba. ¿Dónde se terminan los hombres como Machado? ¿En las puntas de las uñas, en la contera del bastón? Yo me sentía siempre inmerso en su espacio cordial y luminoso, aunque estuviese muy lejos. Andando por cualquier calle, al entrar en una taberna, sin pensar en ello, estaba siempre seguro de que «podría» encontrarle.

    «¡Maldito lobo invierno, que te llevas los viejos y los débiles!» dijo él un invierno, en que no tenía nada que temer. Don Manuel, entre parisién y gitano, tenía el paso corto y fatigosa la respiración cuando le conocí. No me acuerdo de casi nada más. Tal vez fuese más bien vestido como un funcionario, acaso llevase bastón. Hay personas de cuyo resplandor jamás he conseguido otra cosa que una levísima apoyatura para mi propia visión interna. He hablado muchas veces con él y he estado a su lado en frecuentes ocasiones. Al principio, recuerdo, no acababa de conocerme, y cuando me acercaba a saludarle se le enfriaban un poco la voz y la mirada, empeñada su voluntad en encontrar mi nombre perdido y oscuro entre muchos. Ahora el corazón navegará un tiempo a palo seco bajo la tormenta y se descolocarán algunas de nuestras ideas. Pero luego, pronto, Manuel Machado regresará ileso a nosotros y ya no se nos morirá más.

    «¿Cómo sale usted con estos días, don Manuel?» le preguntaba yo el invierno pasado, ante la misma ventanilla donde veníamos cobrando nuestras respectivas colaboraciones. «¿Es que aquí no son capaces de mandarle a casa lo que le deben?». Machado respondía bondadosamente: «No es eso, no; también necesito yo estirar las piernas». Ver allí, y en otros sitios, a don Manuel era, sin embargo, una gran alegría, un buen aprendizaje para los jóvenes. Formar tras él en cualquier «cola» administrativa nos confería no sé qué noble y riguroso espaldarazo. La vida, en efecto, se veía, era dura y había que aligerar de peso el alma para hacerla marinera.

    Cuando se supo la muerte de Marquina llamé a don Manuel a su casa. Se había acostado ya. La noticia le había cogido en la calle y a poco sufre un serio accidente. Hablé con su señora. Quería yo un soneto de Machado para este periódico y aquella ocasión. La señora me dijo: «Está muy impresionado; no se lo va a poder escribir». Insistí, haciéndome fuerza a mí mismo. Don Manuel me mandó decir que no podría hacerlo. Sin embargo —¡querido don Manuel Machado!— el soneto llegó a su hora al periódico. No me había confundido ni un instante: había sabido llamar a una puerta que en don Manuel nunca se cerró.

    Tiempo después hablé por teléfono con él. Deseaba entonces su firma para la convocatoria del homenaje a unos compañeros. Don Manuel acababa de llegar a casa y se estaba quitando el abrigo, me explicaron. «No me encuentro nada bien», me dijo. «Creo que me he enfriado otra vez. Disponga usted de mi firma. Con toda el alma; ya sabe usted como les quiero. Ahora me voy a acostar». Esa fue nuestra última conversación y posiblemente la última conversación telefónica de Machado.

    El lunes, ya en el cementerio, desde el fondo de un taxi vi pasar la carroza fúnebre muy cerca. Pude observar que entre la tapa y la caja se abría una estrecha rendija, a cuyo través columbré durante una segunda la luz fría y sucia de la tarde. Seguramente por esa rendija, con algunas leves gotas de lluvia, llegaban adentro nuestras palabras, las palabras ateridas de sus amigos. Casi era como otras veces: don Manuel, distraído, distraído ya de nosotros para siempre, escucharía indistinta nuestra voz, tejida como un rasgueo en torno a su perpetua «soleá».

    El pueblo no estuvo. ¿Era popular Manuel Machado? No sé. Allí estuvimos los amigos, los compañeros. Pero ¿había cantado el poeta alguna vez para nosotros? No quiero saber nunca qué Cármenes, qué Rosarios ni qué Angustias faltaron, con flores vivas en las manos. Como si hubiera doblado repentinamente una campana en la tarde de luto, la tristeza se agudizó.

    No sé nada de la obra de Manuel Machado; pero aunque supiera no tendría corazón para decir ahora a los que no estuvieron si fue o no un poeta modernista, ni si el 98 le cae lejos o cerca. Le he leído y le he oído alguna pequeña parte, como todos. Me queda «una nada de vinillos flojos», como dijo Pemán; pero una nada inimitable e insustituible, una nada henchida de la gracia y de la angustia a que aludió una vez inspiradamente Luis Rosales. Los versos de Machado eran buenos, pero no más que él.

    Entre la gracia y la angustia, amigos, nos vamos quedando solos. Tal vez seamos un día viejos y vayamos a una ventanilla con otros escritores jóvenes. Puede que para ellos estén llenas entonces la ciudad y la calle; para nosotros, casi irremediablemente, se habrá quedado vacía. De momento, «el sol ahora se va y el barrio queda enteramente pobre».

    1947

    EN TORNO A VÁZQUEZ DÍAZ

    POR ORDEN CRONOLÓGICO, hay tres motivos recientes que justifican, si no estuviera ya todo justificado por la persona y por la obra, el hecho de que el periodista irrumpa hoy, en la tranquila mañana del domingo, con esta figura de aparente contradicción que es la figura de Daniel Vázquez Díaz. Es el primero de ellos, el envío de un cuadro suyo a la Olimpiada de Londres. Se trata de un cuadro de grandes dimensiones cuyo tema es un esquiador con fondo de abetos; este cuadro va a representar a España en la sección artística de los Juegos próximos. Es el segundo motivo la desviación, por un voto, que la Medalla de Honor de la Nacional de Bellas Artes ha sufrido de

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