Lloverá siempre. Las vidas de María Esther Gilio
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Lloverá siempre. Las vidas de María Esther Gilio - Liliana Villanueva
Índice
Cubierta
Dedicatoria
Epígrafe
Introducción
La risa de la Mime
Mañanas tormentosas
La adolescente de Onetti
Sex appeal
El escritor y la niña
Disparate
Lluvia y mate
Realidad y ficción
Rupturas de la memoria
Harta de Onetti
Dejar de amar
La extensión del océano
Marcha y la guerrilla tupamara
Una campesina del nordeste de Brasil
En la oscuridad
Una noche de 1972
Exilio y cine francés
Memoria del exilio
Persecución en París
Partida en dos
Segundo exilio
Insufribles paraísos
Cuarenta y ocho horas de terror
Periodismo y psicoanálisis
Todos tienen algo que decir
El detrás de escena con los escritores
Presidentes y vedetes
Volver a Montevideo
Borges era un santo
En la cama con Onetti
Lloverá siempre
El sueño de África
El paria del Amazonas
Un regalo de la vida
Epílogo: El viaje a África
Notas
Carta de Juan Carlos Onetti a María Esther Gilio
Agradecimientos
Créditos
Contratapa
A María Esther Gilio
In memoriam
Como ya fue escrito, lloverá siempre.
JUAN CARLOS ONETTI
Introducción
La vi venir, avanzando a largos pasos hacia mi asiento, buscando un lugar vacío en el ómnibus, la frondosa cabellera hacia un lado y el otro, apenas rozando sus hombros. Avanzaba exagerando gestos como si un equipo entero de filmación la estuviera siguiendo; una Jeanne Moreau alta, delgada y elegantemente vestida en tonos pastel como su pelo rubio pastel. Hasta su cartera de amazona, una bolsa de hilo que colgaba en diagonal de su hombro, era color pastel.
Llegó hasta mi fila, señaló con el dedo índice el asiento vacío a mi lado y, con un acento que me pareció argentino, preguntó:
—¿Está libre?
Lo que menos deseaba yo en ese momento era que una señora argentina con modos de diva o de actriz francesa se sentara a mi lado, me importunara con su personalidad desbordante y me impidiera con su cháchara la lectura del libro que había llevado para aprovechar las dos horas y media del viaje entre Colonia y Montevideo.
Pero no sé mentir y le dije que sí, que estaba libre. Ella se dejó caer con el dramatismo de una femme fatale y, ya instalada a mi lado, comenzó a maniobrar el mecanismo de su asiento con total impericia.
—¡Qué pesadilla! —se quejaba ante la mirada incómoda de los otros pasajeros que se predisponían a una siesta temprana.
Noté que la mujer era algo mayor y la ayudé a recostar el asiento. Volví a mi lectura y entonces ella, con sorprendente flexibilidad, dio un respingo y se inclinó hacia mi lado, ubicando su cabeza, la melena rubia leonina como una peluca de los años setenta, sobre mi libro.
—¿Qué estás leyendo? —me preguntó.
Ese —lo supe— era el instante decisivo, el momento en que se ponía en juego mi tranquilidad para el resto del viaje.
Contesté como si me hubiera pedido el informe de una autopsia:
—Estoy leyendo el libro de Nikolái Miliútin sobre el problema de la construcción de la ciudad socialista en la Unión Soviética en los años treinta. Sózgorod se llama.
En contra de lo esperado —lo esperado era que la mujer se desinteresara de mi libro y de mi persona— levantó la vista, me miró a los ojos y me dijo con asombro sincero:
—¡Qué interesante!
Después volvió a mirar el libro con la cercanía de los que no ven nada y gritó:
—¡Esto es cirílico! ¿Leés ruso?
Le conté que había vivido cuatro años en Moscú. La mujer se recostó en su asiento y me observó con detenimiento. Entonces me dijo:
—Tenés que contarme todo sobre esa experiencia. ¿Cómo es vivir en Rusia?
Una hora más tarde el libro estaba cerrado sobre mis jeans y yo le contaba a mi compañera de asiento —que resultó ser uruguaya— sobre Rusia y los rusos, contestaba a sus preguntas sobre el frío, el idioma y sus declinaciones, sobre el alcoholismo y sus consecuencias, sobre mis lecturas. Habíamos leído los mismos libros y teníamos conocidos en común. Entre pregunta y pregunta —no me di cuenta de que me estaba entrevistando— me habló de su experiencia en Berlín oriental, del libro sobre la Unión Soviética que había acabado de leer, de su exilio en París y en Buenos Aires. En un momento, aunque me llevara más de cuarenta años y cualquiera hubiera pensado que éramos dos viejas amigas hablando de la vida, extendió la mano y se presentó:
—Soy María Esther Gilio, ¿tú cómo te llamás?
Hacía menos de una semana yo había terminado de leer su libro con las entrevistas al Pepe Mujica, que acababa de ser publicado en Buenos Aires. No podía salir de mi asombro: ¿esa mujer tan excéntrica y divertida, esa señora elegante y de una inteligencia que me deslumbraba era María Esther Gilio, la gran entrevistadora uruguaya, la leyenda viviente del periodismo en el Río de la Plata que había entrevistado a escritores, artistas, políticos y vedetes, prostitutas y migrantes para la revista Crisis en los setenta, cuando yo apenas gateaba?
Era una mañana soleada de abril del 2005 y tampoco imaginé que ese encuentro fortuito sería el inicio de una amistad que duraría siete años. A más de un lustro de su muerte tengo la impresión de que esa primera charla que iniciamos en un bus de larga distancia aún no ha terminado. María Esther era la única persona que podía llamarme a las ocho de la mañana, sin que yo me molestara, para preguntarme si ya me había despertado. Me causaba mucha gracia que llamara a mi casa de Buenos Aires a cualquier hora del día o de la noche para saber cuándo viajaría a Montevideo, para invitarme a desayunar o a cenar, para ir al teatro o encontrarnos en el Centro y comprar un colchón para su apartamento de Pocitos o para que reemplazara a una amiga que no podía ir a una cena que ella había organizado con el fin de presentarle —y presentarme— a un famoso pintor parisino. Decir que nos veíamos todos los días es decir poco. En una ocasión la visité tres veces en un mismo día, y en el último año de su vida, cuando a mi casa entraban a robar con horario, hasta dormí en su living. A los 89 años, con la visión fuertemente limitada por una maculopatía y ya casi incapaz de bajar por las escaleras de su edificio, me propuso:
—¿Querés que vaya a dormir a tu casa, así vos dormís tranquila?
María Esther Gilio fue para mí una amiga, una maestra y también un ancla cuando mi vida navegaba a la deriva. Todavía hoy, cuando paso en limpio las largas entrevistas que le hice en su cocina, los apuntes que tomé en la Biblioteca Nacional de Uruguay, o cuando transcribo a mano palabra por palabra sus entrevistas televisadas para así captar su tono de voz, sus expresiones y su modo tan especial de hablar, tengo la sensación de que de alguna manera sigue estando viva. Todavía hoy me maravillo de la lucidez y de la iluminada inteligencia de esa mujer intrépida que, sin que nadie se lo encargara, se metió con su carnet de abogada en las cárceles, con los primeros presos del movimiento Tupamaros, para tomar testimonio de su martirio y dejar un registro de las torturas a las que los sometieron policías y militares; aún hoy me asombra la valentía de esa abogada que defendió a presos políticos arriesgando su bienestar y su vida por una convicción. Ella vio y entendió como pocos lo que estaba pasando, se involucró con su tiempo y con la gente sin perder nunca el humor, la curiosidad y las ganas.
María Esther fue la eterna muchacha que sabía ponerse en el lugar del otro, hablar el idioma de los otros, ubicarse en el nivel de los otros. Su inteligencia era deslumbrante. Se trataba de una inteligencia que, como me dijo con cuidada precisión uno de sus compañeros del semanario Brecha, «no dejaba de lado el candor, la bondad y la humanidad». Con sus preguntas, María Esther «podía llegar a la bondad del otro».
En 2010 me mudé a Montevideo y nuestras charlas tomaron un rumbo insospechado: se convirtieron en entrevistas. Le propuse a María Esther que me contara su vida, sus recuerdos del exilio, sus primeras impresiones de cuando era niña. Me interesaba también el detrás de escena de sus entrevistas a Borges, a Bioy Casares, a Clarice Lispector, a Idea Vilariño, a Troilo y a Pepe Mujica, a Manuel Puig, a Roa Bastos y a muchos otros personajes del siglo xx. Le pregunté sobre los detalles y pormenores que no habían entrado en esas notas. Las charlas derivaron en clases sobre cómo se debe hacer una entrevista, sobre su propia experiencia como periodista de Marcha, sobre sus viajes y exilios. Pasé para ella algunos de sus textos a la computadora, y una y otra vez me sorprendí de su capacidad de trabajo, sus conocimientos sobre los temas más diversos, su inagotable memoria. A veces me pedía que buscara en su libreta un número de teléfono (ella recordaba al menos cien números de memoria) y me encontraba con el número de Chico Buarque, de Costa Gavras, de Dominique Sanda o de Noam Chomsky. Hablaba de Ives Montand o de Gabriel García Márquez con una frescura asombrosa, como si los hubiera encontrado el día anterior para tomar el té o para entrevistarlos.
María Esther me preguntaba: «¿Te parece que mi vida pueda interesarle a alguien?». Yo seguía tomando notas, aprendiendo con sus respuestas el arte y el oficio de la entrevista. María Esther era una maestra de la pregunta y la repregunta y también era una entrevistada llena de sorpresas. Yo no quería importunarla con cuestiones sobre su vida privada; discutíamos sobre la imposibilidad de escribir una biografía sin mencionar la intimidad propia y ajena. Tampoco me interesaba plantearle la pregunta que todos le hacían cuando la entrevistaban sobre su relación con Onetti. En nuestras charlas esa relación fue cobrando importancia cuando descubrimos, haciendo un par de cuentas y calibrando los tiempos en que se conocieron, que María Esther fue la muchacha de dieciséis años en la que Onetti se inspiró para el personaje de la adolescente en su primera novela El pozo.
«Somos nuestra memoria», decía Jorge Luis Borges, «somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos». El texto que sigue no aspira a convertirse en una biografía de María Esther Gilio, apenas intenta ser la reconstrucción de una voz que nos cuenta —en primera persona— algunos inolvidables momentos de una vida rica y extensa, imágenes reflejadas en ese montón de espejos rotos que es toda vida humana.
¿Cuánto puede contar una persona de su vida durante las nueve horas que dura una charla entre amigas en un sábado lluvioso de Montevideo, cuando todo Uruguay sufre un apagón histórico? Muy poco, creo. Espero que este libro sea el comienzo y el empujón para otros libros escritos por muchas manos de personas que la quisieron y la admiraron.
A pesar de su avanzada edad, la Gilio sabía romper esquemas: con ella deberíamos hablar de «edad de avanzada». Fui testigo de que María Esther en ningún momento bajó la guardia. Hasta el último minuto de su vida se mantuvo atenta, con una lucidez y claridad de pensamiento envidiables. Ese, quizás, es el mejor aprendizaje, su más preciada herencia.
Liliana Villanueva
La risa de la Mime
Es una imagen que veo una y otra vez: las veredas del barrio Palermo en Montevideo, las hojas secas, ya marrones, de los plátanos y bajo la parra, colgados para que se aireen, la túnica blanca y la moña azul. Es tan exacta esa imagen que no puede ser cierta. Si me preguntás cuál es el recuerdo más fuerte de mi infancia te diría que es ese: las veredas, las hojas secas, la túnica blanca y la moña azul. Tengo seis o siete años, se acerca el otoño y comienzan las clases. Ahora en estas épocas todavía hace calor, pero antes no era así; en marzo ya era otoño, el mundo estaba en orden y las estaciones también. No te rías, no es broma, te lo digo en serio. Nunca hicieron estos calores en marzo.
Pero ese no es mi primer recuerdo. Sí es la imagen más vívida, por repetida. Así era cada año al comienzo de la escuela. Mi madre —la Mime, le decían— sacaba la túnica y la ponía a airear en el patio. La casa tenía tres patios y la parra estaba en el primero, cerca de la calle. Y caían las hojas marrones de los plátanos sobre las veredas.
Yo sabía que mi túnica iba a aparecer en esos días. Se volvía a lavar antes de empezar las clases. Lo hacían también porque con la ropa guardada me daba asma, aunque recién con once años me la detectaron.
Mi primer recuerdo es otro; no es una imagen, sino una sensación. Es en mi dormitorio. Yo dormía en una camita de barrotes, debía de tener dos o tres años. Me hacía la dormida mientras mis padres hablaban en voz muy baja. De qué hablaban no lo sé, ¿cómo podía saberlo, si yo apenas empezaba a entender? Me lo he preguntado muchas veces, ¿de qué hablarían? Sonaba muy dramático lo que decían. Quizás mi madre estaba embarazada. No sé si ella lloraba. Mis padres hablaban en voz baja y se movían por ese cuarto, que era bastante grande. Yo no hablaba todavía, pero entendía que lo que decían tenía que ver con algo dramático. Y también entendía que debía hacerme la dormida, porque ellos hablaban en voz muy baja para que yo no los escuchara. O lo harían para no despertarme. Sí, es posible.
Mi padre trabajaba en la Aduana y era profesor de boxeo. ¿Te parece una combinación extraña? No lo sé, nunca me lo planteé, era así. Tenía una mano muy pesada mi padre. Esa mano pesada iba hacia mi madre, que no se defendía. Él a mí no me pegaba, pero con mi madre era otra cosa. Alfredo se llamaba. Si yo me portaba mal —y parece que eso sucedía a menudo— él me arrastraba tirándome de las orejas. Tenía tanta fuerza que me levantaba en el aire y cuando llegaba al primer patio yo terminaba en puntas de pie. Él me llevaba hasta mi cuarto, donde yo, probablemente, habría dejado tiradas en el piso las medias, los zapatos, el saco arrollado en una silla y, en un rincón, la cartera de la escuela. Él me hacía levantar todo y ordenarlo.
Un día, no recuerdo la edad que tendría, abrí un ropero. Una montaña de ropa se me vino encima cubriéndome del todo. En mi familia decían que durante días no pronuncié palabra alguna, que durante meses no abrí roperos. Parece que así como los niños tienen miedo a los monstruos, que en su imaginación se pasean por cuartos oscuros, a partir de esa experiencia en mi imaginación se paseaban aquellos roperos de patas finas y puertas de roble como los que eran moda en los años veinte y treinta. Se paseaban, hablaban, se sentaban y me sonreían sarcásticamente.
Recuerdo haber visto a mis padres reír juntos una sola vez. Fue una mañana, yo recién me levantaba de la cama y estaba algo dormida. Me dijeron que colgara la ropa y empecé a colgar las sábanas de las perchas. Eso les causó mucha gracia.
Mi madre era muy joven y creo que también era muy infantil. Casi siempre hablaba con voz asustada y con acento culpable. A mí me tuvo a los dieciocho años. Me comparaban con ella por oposición. Mi tía, la mayor de doce hermanos, decía: «La María Esther tiene más cabeza que la Mime».
Yo a mi tía la adoraba porque me hacía sentir inteligente y, además, lo decía. Me tenía demasiado convencida de que yo era una niña con más cabeza que mi madre, lo cual no sería demasiado cierto. Mi madre era muy ingenua, se reía mucho, pero solo cuando no estaba mi padre. Le tenía mucho miedo a sus reacciones y no intentaba modificar ese trato, su violencia. Aceptaba la violencia como algo inevitable.
Mis padres eran uruguayos y —como la mitad del Uruguay— de ascendencia italiana. Mi madre era Taddei, de origen genovés. Mi padre, Gilio, del sur de Italia, de Calabria. Lo recuerdo como a un hombre trabajador, bravo de carácter y muy mujeriego. En mi familia ese detalle siempre fue motivo de conversaciones.
Mis abuelos eran sensacionales. Tengo fotos mías en la casa de mis abuelos tanos. Yo siempre estaba en brazos de alguno. La madre de mi padre era albanesa. Ella decía: «Yo soy albanesa de Italia». A los ocho o nueve años, cuando empecé a saber algo de geografía —yo era bastante traga—, sabía que «albanesa de Italia» era una cosa rara. Le pregunté:
—Abuelita, ¿dónde está Albania en Italia?
Mi abuela respondía:
—Yo hablo italiano y albanés.
Yo insistía:
—¿Pero en qué parte de la bota está Albania?
Y mi abuela:
—¿Ma ché bota, nena?
Ella no sabía que Italia tenía forma de bota. Me pregunto si sabría escribir. Supongo que sí sabría. Bastante más tarde me enteré de que en el siglo XVI o XVII un grupo enorme de albaneses, personas religiosas perseguidas por sus creencias, se instalaron en el sur de Italia, en las montañas del sur. Permanecieron ahí sin mezclarse con la gente del lugar durante varios cientos de años, por lo cual mi abuela era realmente albanesa, ya que su familia no se había mezclado con los italianos. Se mezcló recién cuando conoció a mi abuelo, que era calabrés.
Desde niña he escuchado a mis tíos y abuelos decir: «En Italia se planta hasta entre las vías del ferrocarril». Me pregunto si esta es una fantasía de emigrantes nostálgicos. Pero lo escuché tantas veces que debía de ser cierto, al menos ellos lo creían así. Este país les gustaba, se sentían queridos, les gustaba todo menos que no se aprovechara el campo. Mi abuela decía: «La fortuna está allí nomás, basta tirar una semilla para que ella se asome. Pero es que da demasiado trabajo hacer ese gesto». Se lo decía riendo a mi tía soltera de cincuenta años, mientras mi primo el Tola, que había nacido acá, solo soñaba con pintar cuadros y con la revolución comunista. Yo era apenas una niña y vivíamos en la «Suiza de América».
La violencia de mi padre sacudió mucho a mi tía Cesira, la mayor, la madre del Tola. Nos mandó a Italia de vuelta, a mí y a mi madre. Yo era muy chica, casi un bebé, tendría dos años. Esto que te cuento lo sé porque me lo contaron, no porque lo recuerde. En el barco, el cocinero nos llevaba naranjas todos los días porque se había enamorado de mi madre. Viajábamos, seguramente, en tercera clase. Debajo de nuestra cama había otra cama, eso sí lo recuerdo bien. La señora que dormía abajo se quejó amargamente porque yo me había hecho pis y le había mojado las sábanas.
Estuvimos dos años en Italia, en casa de mis tíos y abuelos, en La Spezia, cerca de Génova. Fueron años muy felices para mí. La casa era grande, ahí vivían los hermanos de mi madre, los diez que se habían quedado en Italia. La cocina era inmensa, con un horno a leña donde se hacía el pan. Yo salía muy temprano con una de mis tías para ordeñar la chiva.
También recuerdo, más por hablado que por haberlo vivido, que un día me escapé. Mi abuelo Batista Taddei, el padre de mi madre, era muy católico. Antes de casarse con mi abuela Clotilde estaba estudiando para cura. Al cruzar un río vio a una muchacha que lavaba ropa, se enamoró y se casó con ella. Dejó el sacerdocio, pero a Montevideo —adonde emigró en el siglo XIX— llegó contratado para oficiar de sacristán en la catedral. De vuelta en La Spezia iba a misa todas las mañanas. Para ir a la iglesia tenía que atravesar un bosque. Yo un día me escapé y lo seguí. Parece que me perdí en ese bosque, porque un vecino me encontró y me llevó a upa de vuelta a la casa. Después escuché que decían de mí: «Tuvo suerte de que el vecino la encontrara, porque pudieron haberla comido los lobos». Habría lobos en el bosque, supongo.
Mi madre recibía cartas de mi padre en las que le pedía que volviera. Le decía que se iba a portar bien. Ella leía y lloraba. Esas cartas la fueron ablandando, hasta un día en que decidió volver. Volvimos en el Vittorio. Yo no sabía en ese momento en qué barco viajábamos, pero después, mucho más tarde, entre las cosas de mi padre, encontré una postal que le había escrito mi madre antes de partir, donde le decía «la nena no está del todo bien». La «nena» era yo, que estaría enferma. Quizás eran los primeros síntomas del asma, que ellos no reconocían. Mi madre le decía que a pesar de que yo no estaba bien de salud, partiríamos de Génova un 15 de enero en el Vittorio. Con nosotras viajaban una tía y un tío, hermanos de mi madre. Ella había escrito esa postal en 1925, con su letra prolija de cuaderno de caligrafía, con pluma y tinta, como se escribía antes. Mi padre vivía en una casa en la calle Juan Carlos Gómez y mi madre escribía el apellido con una hache luego de la ele: Gilhio. No sé si por error o porque ese fuera el apellido original en italiano.
Si era enero