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Mujer en Papel: Memorias inconclusas de Rita Macedo
Mujer en Papel: Memorias inconclusas de Rita Macedo
Mujer en Papel: Memorias inconclusas de Rita Macedo
Libro electrónico494 páginas7 horas

Mujer en Papel: Memorias inconclusas de Rita Macedo

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Rita… Rita Macedo. Mujer, amante, madre, esposa. Estrella fugaz durante la Época de Oro del cine mexicano. Madre impaciente de Luis de Llano y Julissa. Amante por conveniencia y amante del amor. Primera esposa de un joven Carlos Fuentes, travieso y mujeriego. Mujer de sentimientos a flor de piel que quiso dejarnos sus recuerdos y vivencias desde un
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 ene 2022
ISBN9786078745050
Mujer en Papel: Memorias inconclusas de Rita Macedo
Autor

Cecilia Fuentes

Cecilia Fuentes Macedo nació el 7 de agosto de 1962 en la Ciudad de México. Estudió dibujo y fotografía en el California College of Arts and Crafts, en Oakland, California. Más tarde se trasladó a Nueva York para estudiar la licenciatura en Comunicaciones en el New York Institute of Technology. Interesada en las computadoras personales, de recién aparición durante su estadía en Estados Unidos, cursó un diplomado en sistemas de microcomputación en The New School for Social Research de Manhattan. Desde muy joven, se ha relacionado con los medios de comunicación, las artes escénicas y la literatura. Uno de sus primeros trabajos fue el de transcribir algunos de los manuscritos de su padre, el escritor Carlos Fuentes. Trabajó en diversas instituciones y empresas como la ONU, el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes y Televisa. Ha escrito diversos artículos para el periódico Milenio.

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    Un testimonio crudo que desnuda la vida intelectual de México de medio siglo XX en el teatro, cine, la televisión y la literatura a través de la personal historia de Rita Macedo y quienes vivieron cerca de ellos, en particular Carlos Fuentes.

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Mujer en Papel - Cecilia Fuentes

Mujer_en_papel_Portada.jpg

Mujer en papel

Memorias inconclusas

de Rita Macedo

Recopilación y edición

Cecilia Fuentes

© Cecilia Fuentes Macedo

Primera edición: 2019

Segunda edición: enero 2020

Tercera edición: marzo 2020

Primera edición digital: Agosto de 2020

D. R. © 2019 Trilce Ediciones,

S. A. de C. V.

Carlos B. Zetina 61

Colonia Escandón, C.P. 11800

Delegación Miguel Hidalgo

Ciudad de México

coordinacioneditorial@trilce.com.mx

asistente@trilce.com.mx

www.trilce.com.mx

Las características gráficas y tipográficas de esta edición son propiedad de Trilce Ediciones, S. A. de C. V.

Todos los Derechos Reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación, sin la previa autorización por escrito de los editores.

ISBN: 978-607-8460-88-5

ISBN digital: 978-607-8745-06-7

Impreso y hecho en México.

Trilce Ediciones S. A. de C. V.

Editores

Déborah Holtz

Juan Carlos Mena

Edición de textos

Laura González

Coordinación editorial

Ángela Olmedo

Fabiola Garduño Rivera

Corrección de estilo

Alejandra Reyes Retana

Iconografía

Fabiola Buenrostro

Dirección de arte

Juan Carlos Mena

Diseño editoriall

Patricia Jiménez

Daniel Vera

Asistencia de diseño

Fernando Islas

Adaptación digital (eBook)

Bredna Lago

Fotografía de portada: Rodrigo Moya

Al cierre de esta edición no ha sido posible determinar en todos los casos los titulares de los derechos de autor de algunas de las fotografías que aquí aparecen, en otros casos las obras se encuentran en proceso de licenciamiento. Si usted es titular de algún derecho, agradeceremos su valiosa información contactándonos a:

coordinacioneditorial@trilce.com.mx

Trilce Ediciones agradece por su valioso apoyo a:

Silvia Lemus de Fuentes

Fundación María y Héctor García, A. C.

Fundación Televisa

Instituto Mexicano de Cinematografía (IMCINE)

INBAL/CITRU Colección Fotográfica General, Biblioteca de las Artes, Cenart.

Los editores agradecen a Eugenia Meyer sus valiosas observaciones para la presente edición.

Mujer en papel

Memorias inconclusas de Rita Macedo

Recopilación y edición

Cecilia Fuentes

trilce ediciones

Índice

Introducción

MamaJulia

Esos tristes pasillos

A mejorar la raza

Y a mí que me gustaba ir al cine…

¡Quiero vivir mi vida!

La profesión más antigua

del mundo

Welcome to Hollywood

Me llamo Rita Macedo

Mi adorable ministro

La otra

La era de Carrasclás

El refugio de los corazones rotos

El teatro es lo mío

El chico de los lentes

Entre Buñuel y Genet

El comunista y la princesa Kosmonópolis

¡Que vivan las princesas

y las pachangas!

La sagrada familia

Sin pijamita

El Viejo

El país de los aztecas

Seamos europeos

Tres tristes tigres

La casa de los juguetes

8691 al revés

Charro de papier maché

La princesa que llegó para quedarse

Iremos juntos, rama lama lama a din ga da ding di dong

Ya no quiero vivir mi vida

Como dicen en los Óscar:

In memoriam

Yo soy Cecilia Fuentes Macedo

Dedicatorias

Agradecimientos

Cine, teatro, televisión

Fotografías

Introducción

A MAMÁ

Cecilia Fuentes

Mamá descubrió su gusto por escribir cuando mi hermano Luis comenzó a producir telenovelas y la integró, junto a su esposa Susan, al equipo de guionistas. Durante varios años la mancuerna funcionó como un sueño. Pero cuando en 1993 la relación entre ellas dos colapsó definitivamente, mamá se dedicó a escribir sus memorias con total pasión y dedicación. Nunca la había visto tan emocionada recordando sus hazañas y travesuras en el cine, redactando esos textos, platicando sus amores y desamores, ilusionada ante la posibilidad de su publicación.

En esas épocas, la computadora personal apenas iniciaba. Así que mamá empezó a plasmar sus relatos a veces usando la máquina de escribir y otras a mano, con su espeluznante letra, sobre un cuaderno rayado y a lápiz, apenas legible. Cada noche me entregaba nuevas páginas que yo leía ávidamente mientras hacía anotaciones y las pasaba en limpio a la PC. Iba organizando el contenido en capítulos y después, juntas, revisábamos y ajustábamos fechas y sucesos. ¡Con qué orgullo y emoción releía y contaba sus anécdotas! Poco a poco su ánimo fue disminuyendo. Se le veía triste, cansada y deprimida. Cuando llegamos a lo relacionado con papá todo su entusiasmo se desvaneció y comenzó a deteriorarse mental y físicamente. Dejó de escribir, dejó de comer, y a los tres meses se suicidó. Nunca sabré si pasó algo específico o si fue una combinación de mala salud, de haber revivido el dolor de su relación con papá o lejos de él, su decepción laboral, del enterarse que no podría utilizar las cartas de papá para su libro… Quién sabe.

El 6 de diciembre de 1993, mamá tomó una pequeña pistola que al parecer había pertenecido a la abuela Julia, se encerró en su automóvil estacionado frente a la casa, y se quitó la vida.

Cuando ella se fue, yo me llené de rabia. No tanto por su muerte sino por la traición. Nosotras teníamos una relación muy violenta, intensa y enferma, pero también de total apertura y confianza, de amor puro, casi pasional. Por eso nunca le he perdonado la forma en que me mintió y me dejó sin explicaciones. Ahora me arrepiento, pero en esos momentos le dije a mis hermanos, Ustedes llévense todo, y solamente me quedé con unos pocos cuadros que habían sido sus favoritos, con sus escritos y con un cojín de gato que le encantaba. Metí los cuadros bajo una cama y aventé sus memorias en un cajón. Ahí permanecieron como diecinueve años.

Al morir papá, sentí una sofocante necesidad de retomar el trabajo de mamá y darle el lugar que ella soñó. Tanto a su persona como a sus vivencias. Localicé en la computadora lo que había sido transcrito, saqué los papeles del cajón y me puse a releer y darle forma. Ese primer intento por publicar las memorias de mamá fue frustrado cuando mi hermano Luis me pidió que por favor no lo hiciera mientras su padre, Luis de Llano Palmer, viviera. Y así lo hice. Pero cada vez me convencía más de la importancia de publicar su historia e ilustrarla con fotografías que complementaran el relato. No como la biografía de una estrella del cine y el teatro pues mamá, a pesar de que tuvo su momento, jamás llegó a serlo. Es más, no creo nadie se acuerde de ella aparte de sus amigos, familiares y alguno que otro reportero ruco. Pero su historia sí es importante por ser un documento histórico que ilustra una época dorada de nuestro México, lleno de anécdotas sazonadas a través de su convivencia con figuras importantes del mundo intelectual y artístico.

Entre todos estos papeles sacados de los escombros, hallé hojas escritas por mamá que nunca había visto y cerca de cien cartas, notas, dibujos y postales escritas por papá para ella. Me dije: Con esto podré completar lo que dejó a medias. Hay suficiente material para reconstruir la relación entre ellos y capturar la esencia de sus últimos años. Al leer las cartas de papá me quedé helada. Mamá siempre me había contado una versión de papá que no coincidía con lo que ahora estaba descubriendo. Él se había portado tan mal como ella contaba, pero al leer, me topé con un hombre que luchó por su matrimonio, que amó mucho a su hija —por lo menos mientras fui chiquita— y a una mujer que simplemente no estaba cortada para la vida que él tenía planeada. Por supuesto que también me di cuenta de lo mucho que mamá sufrió a su lado y el porqué le resultó insoportable repasar y revivir esa relación, al grado de no poder continuar escribiendo.

Una vez armada la primera versión de las memorias y consciente de que legalmente las cartas de papá pertenecían a Silvia Lemus (esposa de papá), le llevé el manuscrito y le dije: Quiero publicar esto, pero no lo haré a escondidas. Además del texto, tengo como trescientas páginas de cartas y dibujos de papá y me gustaría mucho poder usarlos. Tras checar el contenido, Silvia muy amablemente me dejó saber que tanto ella como los editores de papá tenían en consigna cuidar su imagen y que no podría yo utilizar ni los dibujos ni las cartas. Pero me sugería poner en voz de mamá esas cartas para así ir contando los sucesos. Totalmente frustrada, volví a aventar todo en un cajón. Segundo intento fallido. Yo quiero mucho a Silvia y me hubiera encantado poder desarrollar este proyecto juntas. Siento que ella ha querido preservar la memoria de papá de forma demasiado solemne. El público merece conocer al Carlos Fuentes de carne y hueso, al hombre sensible, frágil y trabajador con todas sus virtudes, talentos y defectos, al padre cariñoso, al esposo travieso y mal portado.

Tuvieron que pasar otro par de años antes de que me animara de nuevo a sacar los papeles para ponerme a trabajar seriamente, siguiendo las sugerencias de Silvia e integrando otras ideas que me vinieron a la mente. Con respecto al texto de mamá, me dediqué a investigar un poco más a fondo quiénes eran las personas de quien hablaba y agregar brevemente algo de su historia, o alguna anécdota sobresaliente de ellos. Tuve que reordenar todo al cotejar fechas y darme cuenta que muchos sucesos habían ocurrido en otro momento. Quise agregar un poco de historia universal para ubicar al futuro lector en momentos históricos conocidos. Y finalmente, reunirme con familiares y amigos que me ayudaran a verificar la veracidad de ciertos eventos y a completar los últimos años de mamá según lo que cada uno habíamos vivido. Con respecto a las cartas de papá, fui poniendo en voz de mamá el contenido, describiendo los dibujos, y juntando cartas y notas para convertir eventos múltiples en sucesos individuales, pero que permitieran mostrar la gran imagen de lo narrado. Haciendo honor a lo pirata que siempre me he considerado, me mimeticé totalmente con mamá, con su manera de hablar, su tono de voz aún fresco en mi memoria, sus recuerdos, sus manerismos, su gracia, su sentido del humor y hasta su altanería, su todo, para poder plasmar en papel a una Rita fresca y verídica. Absolutamente todo lo que aquí se cuenta viene de su puño y letra, de SU verdad, de SUS recuerdos redactados o platicados y de textos de papá a través de cartas, simplemente resumidos para efectos prácticos.

Para comprender a mamá, es importante captar la esencia de su daño emocional. Me contaba que nadie sabía el día exacto de su nacimiento ya que su madre, Julia Guzmán, o MamaJulia como le decíamos, nunca la había querido y que, cuando nació y le preguntaron ¿Qué nombre llevará la niña?, la mujer contestó: Pónganle como quieran. Los parientes presentes no se quebraron mucho la cabeza. Como era el día de la Santa Concepción, pues así la llamaron. Hasta muchos años después me di cuenta de que, aunque su fecha oficial de nacimiento fuera el 21 de abril de 1925, el día de las Conchitas es el 8 de diciembre, (jamás se me ocurrió checar en su acta de nacimiento…). MamaJulia siempre me pareció una mujer fría y grosera a la que vi cuando mucho unas cinco veces en mi vida. La última vez, recuerdo que se despidió mirándome con desdén y dándome una cachetada.

Mamá pensaba que todos los días eran igual de importantes y por lo tanto, los festejos nunca fueron prioridad. Me hizo fiestas de cumpleaños hasta los siete por quedar bien con los abuelos paternos. Nunca celebramos ni aniversarios ni santos ni navidades ni años nuevos ni nada. Y por supuesto, el cumpleaños de ella, ¡jamás!

Mamá fue una mujer extremadamente intensa e insegura que proyectaba ser fuerte, agresiva y grosera. La verdad, lo que tenía era miedo. Miedo a la soledad, a la humillación, a que la hicieran sentir tonta. Era perro que ladraba y mordía para evitar ser dañada. Pero su integridad era inigualable. Su profesionalismo también. Al grado de que, una vez metida en personaje, lo cargaba en mente, cuerpo y alma veinticuatro horas al día. Los demás éramos los simples coprotagonistas de su historia. Cuantos pleitos no tuvimos donde el carácter del personaje se apoderaba de ella y yo terminaba gritándole: Capítulo 20, escena 10.

Nuestra relación fue siempre tormentosa pues ella así lo marcó. Desde que papá se fue, quiso que yo me convirtiera en el hombre de la casa, en su sostén, su mejor amiga, su orgullo, su confidente y quien la abrazara todas las noches para poder dormir. Responsabilidad demasiado grande para una escuincla que, a la fecha, nunca maduró.

Mujer dulce y amable con quien sentía a su altura y respetaba.

Mujer que murió en una soledad espantosa por necia, porque se aisló montada en su personaje de monstruo, recorriendo los pasillos de Televisa mientras todos se hacían a un lado temiendo que volteara a verlos y los matara con su mirada fulminante.

Mujer de conceptos modernos que me dio total libertad al crecer. Demasiada libertad. Nada estaba prohibido. ¿No quieres ir a la escuela? Pues no vayas. La que tendrá que repetir el año eres tú. Si te vas a ir de pinta nomás avísame para que te dé dinero. Si no vas a llegar a dormir llámame por teléfono para no preocuparme. Apréndete mi firma por si tienes que firmar algún papel de la escuela. ¿Pijamada mixta? Perfecto. Pongan tiendas de campaña en el jardín para que quepan todos.

Mujer traumada por su infancia y fiel al lema te perdono la falta, pero no el castigo y así era yo castigada, con crueldad. ¡Ah!, me rompiste mi mesa, pues ahora mira… y tomaba una de mis muñecas y le iba arrancando manita y patita. ¡Ah!, fuiste grosera y me humillaste, fuera de mi casa. Y me iba en mi cochecito con una pequeña maleta, tocando de puerta en puerta desde los catorce años: ¿Quién me da asilo?, ¿Cuánto tiempo?, no sé, en lo que se le pasa el berrinche a mi mamá. Se podía tardar una semana o un mes. Yo todas las noches trepaba el árbol de la calle Galeana para tocarle a la ventanita de su cuarto en un tercer piso: ¿Ya me perdonas?, ¿ya me dejas entrar?. Y repetía… Te perdono la falta, pero no el castigo.

Mujer de mente abierta quien en un momento me dijo: Si te gustan las mujeres yo quiero entender por qué, y tuvo una novia y luego me echó la culpa a mí de lo mal que le fué con ella. Mujer de mente cerrada que me robó y leyó mi diario adolescente para después mostrárselo a la madre de mi primera novia. Mujer vanidosa quien nunca permitió a sus nietos la llamaran abuela. Bela, era suficiente.

Mujer dulce que apapachó todos mis desamores y corrió a mi rescate siempre que fue necesario (menos cuando el pleito era con ella). Fiel a sus hombres, leal a sus amigos y a su profesión. Rita, la mujer montada en su personaje, en su rol, cuya vida ahora se plasma en estas páginas mostrándola tan frágil como el papel.

Casi veinticinco años han tenido que pasar para poder publicar este libro. Y si le hiciera caso a cada uno que ha venido a pedirme que omita partes, jamás acabaríamos. Sé que seré cuestionada y criticada por exponer crudamente la intimidad, por no lavar la ropa sucia en casa. Dirán que soy la hija despechada que no perdona el abandono de su padre y se aprovecha de su nombre para ganar algo. Pero no es el caso. Mi lamento es enorme al ya no tener la oportunidad de sanar la relación con papá, tan afectada por lo que mamá me hizo creer. Ni de poder recuperar tanto tiempo perdido en discusiones vanas con mamá, cuando ella vivía. Te amo, Apá.

Má, aquí va… Tu historia, tu orgullo… Te lo debía… Te lo mereces… Y que pase lo que pase.

Cecilia con su mamá en la casa de Julissa en San Miguel Allende, lugar que Rita adoraba

Una de las pocas imágenes conocidas de Julia Guzmán, MamaJulia, con Rita en brazos, 1926

MamaJulia

Cuando mi hija Julissa montó la obra de teatro Este es mi Nuevo Show, cantaba una canción que decía: La madre de mi madre fue herida por la suya. La mía fue deformada por la suya y ahora yo soy un producto de ellas dos.

La mía, Julia Guzmán, fue la décima criatura que nació en el seno de una típica familia de la clase media poblana. Su padre, médico destacado pero no adinerado, intervino honesta (y por lo tanto discretamente) en la política de ese estado. Su madre se dedicó simplemente a tener hijos. Diez de ellos vivieron; siete varones y tres mujeres. Julia, la menor de ellas, llegó al mundo cuando su madre ya estaba cansada. De niña, su precoz curiosidad la llevó a leer cuanto libro encontró a la mano, llenando su cabeza de nociones románticas que le impidieron por siempre madurar emocionalmente.

Sus hermanos mayores la apodaban la pequeña Cosette, posiblemente por su edad y porque era dada a compadecerse de sí misma. Eso no tenía cabida en el clan de los Guzmán, caracterizado por su gran rigidez, la alta estatura de casi todos sus componentes, su agudeza mental y la mordacidad hiriente de sus lenguas.

Para ellos, distanciarse de los indígenas era la mayor obsesión. Sólo se podía ser gente decente si se tenía la piel blanca. Los hombres de la familia recibían una buena educación, de preferencia en los Estados Unidos. Las mujeres no. No la necesitaban. Así que, si los padres no eran adinerados, el único camino que le quedaba a la mujer era entrar en un matrimonio ventajoso con el riesgo de terminar como Margarita Gautier: perdida en una carroza jalada por ocho caballos.

A mi madre y a mis tías les tocó vivir el principio de un cambio, desprotegidas por su sociedad, desarraigadas, mal casadas y sin armas. Julia decidió romper con todo, pero su carácter quedó matizado por las reglas bajo las que creció.

Se casó muy joven con un hombre al que ella despreciaba, Miguel Macedo. Nací yo y se divorció casi de inmediato. Para una muchacha de mente exaltada, ávida de pasiones, pero con la necesidad de ganarse la vida por sí misma para mantener a su criatura, esta debió haber sido una carga muy pesada. No creo que no me quisiera. Simplemente nunca entendió que yo necesitaba del afecto y presencia de una madre. Julia prefirió alivianar su carga enviándome recurrentemente a esos sórdidos internados donde pasé toda una infancia devastadora.

Cuando alcancé la adolescencia y pude verla como realmente era, su dicotomía me confundió totalmente. Afirmaba una cosa y vivía una muy distinta en la realidad. Aseguraba que llevar una vida moral era lo obligado. Pero yo era testigo de que la manga ancha reinaba en casa y escuchaba que el único logro admirado era obtener dinero, ya fuera por vía del matrimonio o por cualquier otra. Y así me perdí y ya no supe para dónde ir. Claro, mis genes también deben de habérselas traído…

Nací en 1925, igual que Celia Cruz, Rosario Castellanos, Margaret Thatcher y Paul Newman. Cuando Plutarco Elías Calles era presidente de México y Coolidge Jr. de los Estados Unidos. Cuando inventaron la píldora anticonceptiva y el tocadiscos e hicieron la primera demostración pública de un televisor. George Bernard Shaw ganaba el premio Nobel de literatura, Fitzgerald publicaba El gran Gatsby, Einsenstein estrenaba El Acorazado Potemkin, y el verbo piropear era aceptado oficialmente. España se levantaba en estado de guerra, Mussolini hacía de las suyas para llevar el fascismo al poder, mientras que aquí se fundaba el Banco de México y la Liga Mexicana de Beisbol.

Viví el México de la Época de oro, tanto la social como la cinematográfica. Un México que ya pocos recuerdan y que otros jamás conocerán. Pero sobre todo, viví experiencias que necesito compartir y revivir con cada uno de ustedes que me lo permita. Hay recuerdos confusos. Hay memorias claras como el agua.

Trabajé en el cine junto a Armendáriz, Infante y la Félix. Me dirigieron los mejores: Buñuel, Bracho, El Indio. Vestí a princesas y duquesas con mis diseños de alta costura. Me fotografiaron los grandes, como Figueroa. Gané concursos de belleza e intenté hacerme de un nombre en Hollywood.

Julia Guzmán y Miguel Macedo, padres de Rita, el día de su boda

Fui esposa frustrada y madre desconsiderada, esposa enamorada y madre cariñosa, mujer liberal y mujer abandonada. Reinventé el teatro en México y colaboré en la realización de algunas de las telenovelas juveniles más populares de nuestro país.

Me comporté como fiera agresiva ante personalidades intocables, e hice fortuna recibiendo de amantes adinerados. Viví en más países y ciudades de los que puedo recordar y me codeé con los intelectuales más destacados del mundo de entonces y de ahora. Viví una infancia miserable, y me fui de este mundo bajo mis términos. Como todo lo que hice siempre. Esta soy yo, Rita o Conchita, como gusten. Bienvenidos a mi mundo, a mis experiencias.

Rita Macedo de niña, en uno de los internados a los que asistió

Esos tristes pasillos

Despierto en medio de la oscuridad. Existo. Mis ojos se adaptan a la penumbra para descubrir que las ventanas del inmenso cuarto no tienen cortinas y que la luz de la luna permite adivinar bultos a mi alrededor. Aterrada, me siento sobre la cama. Esos bultos son las niñas con las que comparto dormitorio. Me abrazo las rodillas y lloro en silencio, deseando desesperadamente que mi mamá me tome entre sus brazos.

Debe ser 1927, pues sé que ya cumplí los dos años de edad y que estoy encerrada en un lugar que llaman internado. ¿Cómo fue que pasé de una institución a otra? No recuerdo. Pero ahora mi memoria me traslada a otro lugar enorme donde hay muchas niñas que no me hablan. Quisiera acercarme a ellas, pero no me atrevo.

Al caer el sol todas corremos alborotadas hacia el patio donde acostumbramos jugar y nos abalanzamos sobre el hombre que lleva un canasto enorme lleno de panes deliciosos. Revuelta entre las demás, caigo al piso y varias de ellas me pasan encima. No puedo respirar. Me ahogo. Lloro viéndome las rodillas ensangrentadas. Una cuidadora me regaña con palabras que apenas comprendo y me dice que ya estoy muy grande para ser tan chillona.

Han pasado días, o meses. Pero hoy estoy muy contenta. Es Navidad y la paso con mi mamá quién me recuerda que deberé portarme bien pues en la casa de huéspedes donde vive a los niños traviesos los encierran en el sótano. Es la primera vez que escucho la radio y no comprendo dónde pueden estar escondidas unas personitas tan pequeñas que puedan caber en esa caja. Al bajar a la sala, quedo embobada ante el enorme árbol adornado con bolas de colores y listones. Debajo de él están los regalos de los hijos de los huéspedes y una mesita de madera que mi mamá me entrega leyendo: Para Concha, de Santa Claus. Mi mesita es preciosa y juego con ella hasta que un niño me la quita y se echa a correr. Me levanto furiosa… me voy sobre él… lo empujo y el niño cae junto a la chimenea encendida. El pantalón de su pijama empieza a incendiarse, pero logran apagarlo. El llanto, los gritos, y los furiosos bofetones de mi madre borran en un instante la felicidad de esa noche. No recuerdo haber ido a parar al sótano, pero sí a otro internado repleto de niñas díscolas y peleoneras, donde nuestro máximo placer era despiojarnos las unas a las otras.

Ya cumplí los cuatro años y no estoy de interna. Como me rompí la pierna al colgarme de una maceta no me aceptaron en el instituto, así es que nos quedamos a vivir en casa del tío Roberto, quien es artista y trabaja en las películas hispanas que se filman en Los Ángeles.

Una ciudad con calles adornadas por casas de mil colores, llena de gente vibrante y emocionada pues se llevaría a cabo la primera entrega de un premio que llaman Óscar. Una ciudad donde descubro los recién estrenados cómics de Tarzán y Popeye. Una ciudad que debo cruzar en tranvía cuando mi mamá me lleva al hospital donde me revisan la pierna. Ella me carga para subirme y bajarme del transporte y yo me siento feliz de que me lleve en sus brazos. Pero mamá se queja de que peso demasiado.

La tía Cristina, mujer de Roberto, muestra preocupación por la Gran Depresión que comienza a ensombrecer a los Estados Unidos mientras que mi madre, MamaJulia, solo se preocupa porque alguien pueda cuidarme mientras ella trabaja en una fábrica donde plancha vestidos. El más chico de mis primos, Robertito, tiene muchos juguetes y yo no. A pesar del yeso, me arrastro hasta donde guarda unos huevitos de madera que son mi envidia. Los tomo y, temiendo que me los quite, los escondo en el excusado y tapo la cañería. Cuando llega el plomero descubren que la culpable de la molestia y el gasto soy yo, Concha. El primo Robertito pronto toma venganza y corre por sus amigos para que lo ayuden a ponerme bajo la higuera. Una vez ahí, siento que me cae agua caliente en la cabeza. Al voltear hacia arriba, descubro a otro niño que, muy serio y subido en el árbol, me está orinando. Cuando los mayores se enteran del suceso, no paran de reírse. Yo los escucho avergonzada sin comprender su sentido del humor.

Nostálgica y eternamente triste, Rita Macedo, adolescente

Al cumplir los cinco años, los recuerdos comienzan a tomar forma y a convertirse en memorias claras. Mi mamá y yo regresamos a México, pues el nuevo presidente, Pascual Ortiz Rubio, prometía cambios que favorecerían nuestra situación. Nos instalamos en la capital, en la enorme casa de huéspedes que la tía Mary administraba.

El tío Salvador tenía una enfermedad misteriosa (al parecer derivada de un mal venéreo que se le había ido a la espina y más tarde al cerebro) y no trabajaba. Se pasaba el día en casa y nadie parecía hacerle caso. Pero era el papá de mis primos y yo empecé a preguntar dónde estaba el mío. La tía Mary, cabeza de la familia, lo buscó. Se llamaba Miguel Macedo y provenía de una destacada familia poblana. Él tenía tres hermanas. La única vez que las vi, me regalaron una muñeca de Shirley Temple y una historieta de Betty Boop. No recuerdo cómo me sentí cuando conocí a mi padre. Solo sé que nos fuimos al centro y me compró un par de zapatos. No lo volví a ver durante mi infancia y no creo que me haya importado; a quien adoraba era a mi madre, que a veces podía ser cariñosa pero a la que impacientaba yo continuamente.

La tía Mary tenía cuatro hijos. El mayor, Hugo, estaba pasando una temporada en los Estados Unidos pues en la familia se acostumbraba que los hombres estudiaran aunque fuera una temporada allá. Le seguía Daniel, quien siempre se encargó de aterrorizarme; luego Georgina, dos años mayor que yo, y Malena, que era de mi edad y quien se tornó en mi compañera inseparable. Con ella conocí lo que era jugar a las muñecas y a las comiditas. Fue por esas épocas que escuché por primera vez a mi tía y a mi madre comentar que era una lástima que yo hubiera salido prietita y que había que esconderme de las visitas. No recuerdo que lo hicieran, pero empecé a avergonzarme de mi color. Y después de mi cabello, pues me dio una enfermedad llamada tiña y el médico me recetó una medicina que tiraba el pelo. Después de tomarla hice pipí en la bacinica que usábamos en el cuarto. El perrito blanco de la casa se bebió los orines y los dos quedamos completamente calvos. El animalito sufrió frío y destierro y yo fui víctima de las burlas del primo Daniel y de sus amigos. Una vez más, fui a dar a otro internado.

Mary y Salvador Guzmán (de pie) e hijos

Unos años después, mi madre decidió regresar a Puebla, de donde era la familia Guzmán. La vida ahí me encantaba, pero mi mamá no se acostumbró a las costumbres, ni a ser criticada por las señoras casadas de su círculo.

Pero en el D. F. consiguió empleo para ella, y para mí, otro internado. Se llamaba Fundación Mier y Pesado. Era una institución benéfica donde se educaban niñas huérfanas de padre o de madre. Haciendo una excepción conmigo,

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