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Sin tiempo para el adiós
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Libro electrónico796 páginas10 horas

Sin tiempo para el adiós

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El siglo xx está atravesado por éxodos continuos y dramáticos que se dan la mano, sin cesar. Escritores, artistas e intelectuales, de las más diversas nacionalidades y procedencias, escapan de los totalitarismos, de las persecuciones raciales y políticas, de las guerras, de las deportaciones e internamientos en campos de concentración y, en general, de la barbarie y de gigantescos "océanos de odio", como los llamaría Robert Musil. "Decir adiós es un arte difícil y amargo" dirá por su parte Stefan Zweig en el funeral de su amigo igualmente exiliado Joseph Roth. "El exiliado es el devorado por la Historia", añadirá la filósofa española María Zambrano. Si en su aclamado libro Por las fronteras de Europa (Galaxia Gutenberg, 2015), un "atlas espiritual", en palabras de Claudio Magris, Mercedes Monmany hacía un repaso exhaustivo de la literatura europea de los siglos XX y XXI, y en Ya sabes que volveré (Galaxia Gutenberg, 2017) analizaba los últimos días y obras dejadas por varias escritoras que murieron en Auschwitz (Irène Némirovsky, Gertrud Kolmar y Etty Hillesum), en Sin tiempo para el adiós dirige su vista a algunos de los más grandes creadores europeos del pasado siglo que se vieron obligados a emprender el doloroso camino del exilio. Ahí estarían antinazis alemanes como Thomas y Klaus Mann, Alfred Döblin y Hannah Arendt, austriacos como Robert Musil, Joseph Roth y Franz Werfel, rusos que huían de la tiranía soviética como Nabokov y Joseph Brodsky, confinados de la época musoliniana como Pavese y Natalia Ginzburg, españoles exiliados tras la Guerra Civil como María Zambrano, Luis Cernuda o Chaves Nogales, polacos como Witold Gombrowicz y el Premio Nobel de Literatura Czes?aw Mi?osz o escapados hacia Estados Unidos a causa de las incesantes olas de antisemitismo y la catástrofe del Holocausto como Isaac Bashevis Singer y Henry Roth.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 abr 2021
ISBN9788418526909
Sin tiempo para el adiós

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    Sin tiempo para el adiós - Mercedes Monmany

    memoria

    Klaus Mann: Muerte en Cannes del gran activista de la emigración antinazi

    Exiled into Paradise. Exiliados en el paraíso. Entre los exiliados alemanes que habían huido de Hitler había corrido la voz de que el mismísimo «Einstein in persona» era quien había acuñado esa expresión para definir su huida, y llegada, al mundo libre. A América. Así lo contaría Klaus Mann en Escape to Life. Deutsche Kultur in Exil (1939) un volumen escrito en colaboración con su hermana Erika, encargado por la Houghton Mifflin Company de Boston, que vendría a ser una singular Biblia de la emigración antinazi, elaborada al mismo tiempo que se producía la inmensa diáspora. Como diría Klaus Mann en su libro-informe (una especie de Who is Who in Exile) que dibujaría un completísimo y detallado panorama de los principales representantes, y de todas las categorías existentes, en aquella dramática y masiva emigración se calculaba que cerca de 3.000 escritores habían huido de la Alemania nazi en los meses posteriores a la toma de poder de Hitler en 1933.

    Se trataba sobre todo de exponer al mundo que no había una sola Alemania, la de la Cruz Gamada, sino que existía otra, la del Espíritu y del Arte, que se había visto obligada a habitar fuera de sus fronteras. Los jóvenes Mann insistirían continuamente en ello en su libro: frente a la propaganda nazi divulgada aquellos días por la German American League según la cual la emigración no concernía más que a los judíos y, por tanto, era un fenómeno marginal, poco representativo de Alemania, ellos mantenían rotundamente que «el nacionalsocialismo no sólo es un crimen contra los ciudadanos judíos sino contra la Alemania cuyos verdaderos representantes han visto cómo una banda de criminales les retiraba la nacionalidad».

    En aquellos momentos la empresa se presentaba más urgente que nunca: a pesar de todas las advertencias contra Hitler y de la probabilidad más que segura de una guerra mundial; a pesar de las llamadas a la unión de todas las fuerzas progresistas y antifascistas, Europa continuaba cerrando los ojos a la auténtica amenaza y los americanos seguían sin renunciar a su política no intervencionista. Las llamadas desesperadas a la paz de intelectuales y científicos no habían dejado de producirse desde comienzos de los años 30. En una carta a Freud enviada el 30 de julio de 1932, Albert Einstein le diría: «¿Hay alguna manera de liberar a los seres humanos de la fatalidad de la guerra? De esta pregunta depende la existencia de la humanidad civilizada. Sin embargo, hasta ahora, los apasionados esfuerzos por resolverla han fracasado».

    UN ENCUENTRO INESPERADO

    En 1938, una vez instalado en Estados Unidos, en la Universidad de Princeton, atraído por el famoso Institute for Advanced Studies, el hijo mayor de Thomas Mann, Klaus, se dirigía un día por una de las numerosas avenidas que hay en esa universidad, a la búsqueda de una fraternity house donde vivía un chico que había quedado en prestarle Serenade de James M. Cain. De repente, vio que caminaba hacia él alguien de «cabellos blancos y largos al viento». Alguien que, de no haberlo reconocido al primer momento, hubiera podido tomarse «por un director de orquesta ambulante, de las de otros tiempos». Como contaría, de repente su corazón dejó de latir de la emoción: «¡Nunca había visto a un mito tan cerca de mí! ¡Era Einstein!». Nervioso, se apoyó en un árbol esperando a que pasara y sin saber qué decir para abordarle sólo acertó a balbucear: «Perdone ¿podría pedirle un autógrafo?». A lo que Einstein, riéndose, le contestó: «Creo que se ha confundido, querido amigo. No soy Greta Garbo».

    Se pusieron rápidamente a hablar en alemán como hacían los emigrados que se encontraban en el continente americano y Klaus Mann, mintiéndole, dijo llamarse Untel. Einstein le preguntó si «tenía la añoranza del país» y cuando el joven Mann lo negó, aun echando de menos «algunas cosas», como dijo, Einstein volvió a reírse y le contó una anécdota, muy de aquellos días, que tenía mucho que ver con ellos, judíos alemanes en concreto. Hace poco –dijo Einstein– en una reunión de Nueva York, se había encontrado a un joven abogado alemán que decía ser «ario». Cuando Einstein le preguntó si echaba de menos Alemania, el abogado muy llanamente le respondió: «¿Echar de menos? ¿Yo? ¿Por qué tendría que echarla de menos? ¡No soy judío!». Einstein encontró genial la respuesta: «¡Es excelente! ¡Es justo así! Existe efectivamente una forma de nacionalismo terriblemente sentimental y lloroso, de amor obstinado por la patria, que tan solo sienten aquellos a los que se les niega esa patria».

    En efecto, aparte de la irónica anécdota de Einstein, el mundo al completo, cualquier recodo del camino, cualquier gran o pequeña avenida se había convertido en la patria improvisada, de paso, en el lugar repentino de encuentro de los numerosos refugiados antinazis partidos en exilio desde 1933. Los que dudaban, los que iban retrasando el momento se arriesgaban a no poder hacerlo jamás, con consecuencias posiblemente desastrosas. Todo contaba ya por horas, por días, apenas quedaba tiempo para las despedidas, para esperar una mejoría en la situación política, por otro lado claramente prebélica.

    La lista de escritores, filósofos, ensayistas, pensadores, artistas, cineastas de lo mejor de aquel momento que habían emprendido el camino precipitado del adiós, un adiós hecho con prisas, sin tiempo para las despedidas, sin tomarse ni siquiera un respiro para las lágrimas, alejándose de una patria desde hacía tiempo irreconocible, es realmente impresionante. Famosos escritores y pensadores de la Alemania de Weimar –cuyo centro neurálgico en los años 20 había sido Berlín, «la Babilonia roja» profundamente odiada por Goebbels– como Thomas Mann, Heinrich Mann, Klaus y Erika Mann, Lion Feuchtwanger, Walter Benjamin, Arnold Zweig, Theodor W. Adorno, Else Lasker-Schüler, Max Horkheimer, Hermann Kesten, Bertolt Brecht, Alfred Döblin, Stefan Heym, Franz Hessel, Siegfried Kracauer, Erich Maria Remarque, Ernst Toller, Kurt Tucholsky, Nelly Sachs y Anna Seghers. O el mismo Magnus Hirschfeld, famoso médico, activista de los derechos de los homosexuales y creador de la teoría del tercer sexo, que escribiría una célebre refutación a la doctrina nazi del racismo y que moriría nada más salir hacia el exilio, en Niza. O bien, ciudadanos austriacos, del fenecido Imperio austrohúngaro, como Stefan Zweig, Joseph Roth, Robert Musil, Hermann Broch, Alfred Polgar, Ödön von Horváth, Egon Erwin Kisch o Joseph Wechsberg.

    Hay que decir que de toda esta larga lista de escritores antinazis exiliados sólo cinco de ellos, entre los principales, Thomas Mann, Robert Musil, Erich Maria Remarque, Bertolt Brecht y Ödön von Horváth, no eran judíos. A ellos se sumarían grandísimos artistas, cineastas y dramaturgos como Fritz Lang, Erwin Piscator, Max Reinhardt, John Heartfield, Otto Dix, Oskar Kokoschka, Peter Lorre, Douglas Sirk, Max Beckmann, Lotte Lenya, Max Ophüls o Vasili Kandinski, por citar algunos de los más conocidos, que igualmente emprendieron la accidentada ruta del exilio.

    Algunos de esos magníficos autores citados, desesperados, acorralados, en una soledad casi completa, o atenuada por otros tan perseguidos como ellos, se suicidaron. Ese es el caso de Ernst Toller en Nueva York, Walter Benjamin en Portbou o Kurt Tucholsky en Gotemburgo. Otros lo harían tiempo después, como en el caso de un atormentado Klaus Mann en Cannes, en 1949. Por otro lado, muchos de aquellos judíos perseguidos en los distintos países europeos, que habían huido en su día del totalitarismo soviético y ahora se encontraban con la tiranía nazi extendida por doquier, ni se plantearon la posibilidad de exiliarse. Eso sucederá con la familia de la escritora francesa Irène Némirovsky que quedó atrapada en la trampa mortal de una Francia colaboracionista. Una Francia que en aquellos días embarcaba a sus judíos, sin dudarlo un momento, hacia Auschwitz. El marido de Némirovsky, que había escapado en su día de los bolcheviques, lo expresaría así: «Ya he huido demasiado en mi vida».

    Lo que sería conocida como «la catástrofe alemana de 1933» en realidad venía a constituir (para todos aquellos brillantes protagonistas de la etapa de máximo esplendor de la cultura alemana) una venganza retardada en el tiempo. Una venganza consecuencia directa de la lucha que se mantenía en el corazón mismo de la nación entre el estallido de una modernidad cosmopolita y europea y un romanticismo retrógrado, una rancia «afirmación del sí» de la nación alemana, sustentada durante más de un siglo por una tradición cultural obstinadamente hostil a la Ilustración y al cosmopolitismo. Se trataba de una feroz revancha contra Dadá, la Bauhaus, Heinrich y Thomas Mann, el muy odiado Premio Nobel de la Paz Carl von Ossietzky (que en el semanario que dirigía había proclamado que «el nazismo era una forma de canibalismo») y en general contra todo lo que los nacionalsocialistas consideraban «el bolchevismo cultural y judío» de los incandescentes años 20.

    HANS FALLADA, RICARDA HUCH Y OTROS: EL EXILIO INTERIOR

    Otros intelectuales alemanes, de profunda convicción antinazi, como es el caso de Hans Fallada, Ricarda Huch, Erich Kästner e Irmgard Keun –excelente novelista y antigua novia de Joseph Roth, oculta durante los años de la guerra en la misma Alemania, hasta el punto de que muchos la dieron por muerta– escogieron el exilio interior, ocultarse, reducirse al silencio, apartarse de cualquier contacto con la vida pública, intentar sobrevivir como fuera, no tomar el camino sin regreso posible, o al menos inmediato, del exilio. Ese fue el caso del magnífico autor de uno de los mejores diarios de aquel período que lograron ser salvados, el filólogo judío Victor Klemperer (Quiero dar testimonio hasta el final. Diarios 1933-1949). O bien aquellos que no temieron disentir a la luz del día, a riesgo de ser denunciados y enviados a un campo de concentración.

    Es lo que sucedió con el escritor conservador, profundamente antihitleriano y antitotalitario, Friedrich Reck-Malleczewen. Reck sería el autor de un espléndido y estremecedor Diario de un desesperado, pero también de una valiente denuncia de las tiranías, se tratara de la época de la que se tratara, titulada Historia de una demencia colectiva, prohibida por los nazis. Este libro, aparecido en 1937, contaba la estrambótica historia de un jefe tiránico de los anabaptistas –la corriente más extremista del protestantismo– en la ciudad alemana de Münster, durante el siglo XVI. Por tener demasiadas resonancias con la dictadura populista del Tercer Reich, sería visto como una provocación e inmediatamente prohibido.

    Hijo de un latifundista y diputado conservador, Reck, en el período de entreguerras, como otros partidarios de la Revolución Conservadora de Weimar, en un principio tuvo la esperanza de que el nazismo acabara con la amenaza del comunismo. Sin embargo, en su Diario, que inició en 1936 y que, oculto en un jardín, escribió durante nueve años, expresó de forma desgarradora y llena de ira cómo aquella esperanza suya pronto se transformó en un odio profundo por los nazis («un rebaño de neandertales»). Detenido por la Gestapo en 1944, a causa de una delación, moriría en Dachau apenas dos meses antes de la liberación del campo por los aliados.

    NACE LA EXILLITERATUR

    Acosados, perseguidos, insultados, a muchos no les había quedado otro camino que la huida, como recordaría con amargura Joseph Roth, enumerándolos uno por uno, a los vilipendiados del pasado y a los actuales, en un artículo publicado en 1933, ya en el exilio, en la revista Cahiers juifs de París. De él vale la pena reproducir aquella larga lista de «caídos en el campo de honor del pensamiento», estigmatizados por su «raza» a lo largo de las épocas:

    Desde principios del siglo XX hemos visto cómo estos escritores –judíos, medio judíos y un cuarto de judíos; es decir, escritores de «origen semita», por usar la terminología del Tercer Reich– contribuían a la literatura alemana. El vienés Peter Altenberg, trovador del siglo XX, poeta sensible a la belleza femenina más dulce y discreta, desde hace tiempo es tratado de «pornógrafo decadente» por los bárbaros de la teoría racista; Oscar Blumenthal, autor de comedias intrascendentes, pero de muy buen gusto; Richard Beer-Hoffmann, noble forjador de la lengua alemana, heredero e intérprete de la tradición bíblica; Max Brod, desinteresado amigo de Franz Kafka, narrador de talento, lleno de celo y erudición, que hizo revivir la magnífica figura de Tycho Brahe; Alfred Döblin, que fue el primero en descubrir y dar forma al tipo popular berlinés en las letras alemanas, una de las creaciones más originales del mundo intelectual; Bruno Frank, meticuloso artesano de la palabra, experimentado dramaturgo, pacifista y cantor de la antigua Prusia; Ludwig Fulda, poeta lírico y autor de comedias llenas de encanto y finura; Maximilian Harden, el infatigable y acaso único periodista alemán; Walter Hasenclever, uno de los dramaturgos más apasionados; Georg Hermann, simple y veraz narrador de la pequeña burguesía; Paul Heyse (medio judío), primer Premio Nobel alemán; Hugo von Hofmannsthal, uno de los poetas y prosistas más refinados, clásico heredero de los tesoros católicos de la vieja Austria; Alfred Kerr, crítico teatral de fantasía desbordante; Karl Kraus, gran polemista, maestro de la literatura alemana, fanático de la pureza del lenguaje, apóstol casi inexpugnable del estilo; Else Lasker-Schüler, poeta: no osamos darle otro calificativo, con ese basta; Klaus Mann (medio judío, hijo de Thomas Mann), narrador joven y prometedor, dotado de un talento estilístico considerable; Alfred y Robert Neumann, notables escritores épicos; Rainer Maria Rilke (cuarto de judío), uno de los líricos más grandes de Europa; Peter Panter (Kurt Tucholsky) polemista de ingenio chispeante; Carl Sternheim, uno de los novelistas y dramaturgos más agudos; Ernst Toller, cantor de golondrinas, dramaturgo revolucionario que pasó siete años en una fortaleza de Baviera por amor a la libertad del pueblo alemán; Jakob Wassermann, uno de los primeros novelistas de Europa; Franz Werfel, dramaturgo lírico, narrador, magnífico poeta; Karl Wolfskehl, grande y noble adaptador de mitos; Carl Zuckmayer, poderoso dramaturgo; Arnold Zweig, autor del formidable Der Streit um den Sergeanten Grischa (La disputa por el sargento Grischa) y de De Vriendt kehrt heim (De Vriendt vuelve a casa), novelista y ensayista por la gracia de Dios. ¡Una lista asaz incompleta de los soldados intelectuales derrotados por el Tercer Reich! El lector no está obligado a tomar nota de todos los nombres. Basta con que haga los honores a estos y otros hombres de letras judíos que se cuentan entre mis amigos más queridos. Stefan Zweig, Hermann Kesten, Egon Erwin Kisch, Ernst Weiss, Alfred Polgar, Walter Mehring, Siegfried Kracauer, Valeriu Marcu, Lion Feuchtwanger, el difunto Hermann Ungar y el venerado profeta y visionario Max Picard. Que los autores judeoalemanes cuyos nombres no aparecen en esta lista perdonen mi descuido. Que los que aquí figuran no se opongan a la vecindad de tal o cual adversario. Todos ellos han caído en el campo de honor del pensamiento. Todos tienen, a los ojos de los asesinos y de los incendiarios alemanes, un defecto común: la sangre judía y el espíritu europeo.

    Había nacido con todos ellos, con los que escapaban de aquel «mundo amenazado y aterrorizado por la intrusión del cabo Hitler en la civilización europea, una intrusión que iba más allá de un nuevo capítulo en el terreno conocido del antisemitismo, siendo el Tercer Reich el comienzo de la destrucción» –como afirmaría visionariamente Joseph Roth en aquel artículo del año 1933–, una floreciente literatura y un pensamiento alemán del exilio: la que sería llamada Exilliteratur. Un grupo en absoluto homogéneo en el que se contarían, desperdigados entre Londres, Zurich, Estocolmo, Moscú, Nueva York, Los Ángeles, México o Río de Janeiro principalmente, desde comunistas como Anna Seghers, escritores de ideología marxista pero sin pertenecer a ningún partido como Bertolt Brecht, autores de carácter conservador como Thomas Mann o auténticos best sellers de la época como Stefan Zweig.

    Importantes carreras académicas saldrían fortalecidas en universidades extranjeras. También un imparable instinto artístico y creativo, producto de los mejores años de la República de Weimar y la monarquía de los Habsburgo, que no dejaría de producir en los distintos países de acogida, y en ocasiones en las peores condiciones, lo mejor de su fortaleza y rebelión humanista contra la barbarie. Una rebelión y ausencia que duraría como mínimo de 1933 a 1945. Aun así, muchos de aquellos exiliados jamás volverían.

    Se trataba de una literatura surgida tras acontecimientos de enorme violencia y simbolismo, aparte de la catástrofe que supuso la llegada de Hitler al poder: por un lado, los autos de fe de Berlín, la quema pública de libros por parte de los nazis el 10 de mayo de 1933, y por otro lado, el comienzo del ataque –en especial el Anschluss, la anexión de Austria– de Alemania hacia los países vecinos entre 1938 y 1939. Inmediatamente, junto a los numerosos centros de la emigración desperdigados por el mundo, se establecieron distintas editoriales (como Querido y Allert de Lange en Amsterdam, Oprecht en Zurich o Bermann-Fischer en Estocolmo) que comenzaron a publicar lo que en la Alemania nacionalsocialista estaba desde hacía tiempo radicalmente prohibido.

    Una violencia salvaje se desató. Sus antecedentes hallaron su punto álgido con la quema de libros «de autores degenerados»: la llamada «Acción contra el espíritu antialemán», llevada a cabo el 10 de mayo de 1933 en grandes hogueras instaladas en las principales plazas públicas alemanas. Una acción perfectamente coordinada y planeada por las asociaciones nazis de estudiantes, que animaban a denunciar y destruir de raíz «el pensamiento judío, comunista, socialdemócrata y liberal». Así lo describiría en un artículo de septiembre de 1933 titulado «El auto de fe del espíritu», aparecido en una revista del exilio en París, el escritor austrohúngaro Joseph Roth:

    Pocos observadores en el mundo parecen darse cuenta de qué significa el auto de los libros, la expulsión de los escritores judíos y demás desvaríos llevados a cabo por el Tercer Reich para destruir el espíritu. La sangrienta irrupción de los bárbaros en la técnica perfeccionada; el temible cortejo de los orangutanes mecanizados [...]. El mundo amenazado y aterrorizado debe darse cuenta de que la intrusión del cabo Hitler en la civilización europea no significa solamente el principio de un nuevo capítulo en el terreno del antisemitismo. ¡No! Lo que dicen los incendiarios es cierto, pero en otro sentido; este Tercer Reich es el comienzo de la destrucción [...]. Nosotros, los escritores alemanes de sangre judía, hemos sido los primeros en caer por Europa.

    Joseph Roth moriría en su exilio en París en 1939, antes de presenciar el terror absoluto del Holocausto y antes de ver a los alemanes entrar por los Campos Elíseos el 14 de junio de 1940.

    Los dos jóvenes Mann, Klaus y Erika, llamados The Twins en Estados Unidos, le dedicarían un espléndido volumen (Escape to Life) a esta cultura en el exilio. La galería de retratos de los principales exiliados de la cultura alemana que recorría su volumen era realmente impresionante: desde Albert Einstein, Marlene Dietrich, Schönberg, Freud, Toscanini, Brecht, Stefan Zweig, Lubitsch, Fritz Lang, Peter Lorre, Else Lasker-Schüler, Alma Mahler y Walter Gropius hasta George Grosz y Franz Werfel, por citar solo algunos. Un volumen hoy de un inmenso interés para todo aquel que desee seguir los primeros momentos y angustiosos avatares de un planeta de exiliados que se diseminaron por el mundo y que simbolizarían tantos éxodos venideros, no solo del mismo siglo, sino del futuro y también sumamente convulso siglo XXI, que desplazaría las guerras fuera del suelo europeo a otros continentes, con una predilección continuada, jamás atenuada, por Oriente Medio. Así lo expresaban ya los jóvenes Mann en su libro sobre la emigración antinazi:

    La verdadera víctima del fanatismo nazi es un tipo de cultura compleja, la verdadera cultura alemana que siempre fue una parte creativa importante dentro de las culturas europea y mundial. Esta cultura está hoy dispersa a lo largo y ancho del mundo. Es difícil acoger a cada uno de sus representantes y ofrecerles un nuevo campo de actividad. Pero en este período histórico en que el problema de los refugees se vuelve terriblemente actual, no habría que olvidar la deuda que muchos países han contraído a lo largo de la historia hacia los emigrantes, los refugiados políticos o religiosos. Eso explicaría la hospitalidad particular con la cual en Estados Unidos se recibe hoy a nuestros compañeros. Posiblemente en América nadie olvida que los responsables de la enorme potencia de este país, los que lo han renovado sin cesar con sangre nueva, han sido emigrantes...

    En su autobiografía titulada The Turning Point. Thirty-Five Years in this Century, publicada en plena guerra mundial, en 1942, el hijo díscolo de Thomas Mann que décadas después, ya sin la sombra masacrante de su famoso padre, sería reivindicado como el gran escritor que fue, dejaría reflejadas numerosas páginas que tenían que ver con su incondicional y encendido amor por aquella Europa abruptamente abandonada. Un amor que entonces compartían casi fanáticamente todos aquellos intelectuales cosmopolitas, previamente aligerados de la perversa y no poco común atracción por totalitarismos, a un lado y otro, que triunfaban en la época cual sopranos de moda en la Wiener Staatsoper.

    Intelectuales que más tarde sucumbirían, muchas veces por suicidio, como fue el caso de Klaus Mann en Cannes o Stefan Zweig en Petrópolis, en un Brasil que lo había recibido con los brazos abiertos pero que no había logrado acallar la desesperación que arrastraba desde su huida de una irreconocible Europa regresada, de forma suicida e irracional, a los tiempos de Cromagnon. Rodeados de brutales e iluminados pangermanistas o paneslavos, de fieros patriotas italianos o húngaros, los únicos que entonces se declaraban apasionados eurófilos y creían fervientemente en aquella idea transnacional, de refinamiento moral y humanista de Europa, eran estos intelectuales (al noventa por ciento judíos, como decía Zweig en sus memorias El mundo de ayer) que en señal de agradecimiento poco después serían aniquilados de raíz. O casi.

    Así lo expresaba Klaus Mann, a finales de los años 20, acercándose a una década que pocos de ellos podían vislumbrar aún con la ferocidad que el tiempo y la historia se encargaría de dotar:

    ¡Europa! Estas tres sílabas se convirtieron para mí en el compendio de todo lo bello, de lo deseable, el impulso y la inspiración, mi credo político, mi postulado moral [...]. En la Hélade siempre se ha hallado el élan vital, el nerviosismo creador, el nacimiento del individuo [...]. El mundo bárbaro persevera en su rígida monotonía; pero Occidente se transforma, cambia, crece, absorbe siempre nuevos ritmos e ideas, rejuvenece su propia sustancia a través de infinitas metamorfosis y aventuras».

    Un entusiasmo, todo hay que decirlo, propio de alguien que tenía entonces veintipocos años y que, aunque percibía la presencia de sombras inquietantes en el horizonte, no por ello dejaba de elogiar, o desear más bien, la imparable «marcha triunfal del genio europeo». También el hallazgo milagroso y cíclico de «antídotos» que detendrían los males y venenos que no cesaban de reproducirse por doquier:

    No obstante todo, la historia de los delitos de Europa –su sangrienta crónica de guerras y conquistas, de asesinatos en masa, de avidez, de hipocresía– es la historia de su desarrollo mismo [...]. El drama europeo se cumple de forma dialéctica: cada energía y tendencia provoca su opuesto [...]. Infinitas tensiones y explosiones han impedido temporalmente y a veces paralizado el progreso de la civilización; pero con tenaz vitalidad el continente se ha vuelto siempre a levantar, como el ave fénix, renaciendo de las ruinas y de las cenizas de catástrofes casi mortales.

    La misma profesión de fe por el continente, siempre renacido de sus más sombrías cenizas, era la que profesaba el igualmente suicida Stefan Zweig. El espectáculo en aquellos años era realmente deprimente: Europa avanzaba, poco a poco al principio y de forma acelerada ya en los años de la guerra, hacia su perdición, sometida al abandono y cobardía de sus políticos y a la obcecación de los fanáticos. En Londres, en París, en Nueva York los refugiados que huyen ya casi no encuentran algo parecido a un lugar donde reposar hasta el siguiente paso que los llevará quién sabe dónde. Fatalmente, Europa nunca había estado exenta de esa oscura tendencia a reproducir ruinas y catástrofes periódicamente, de forma suicida. Sobresaltos, guerras fratricidas, conflictos étnicos y religiosos, apropiaciones de amplias zonas por la fuerza, tentaciones totalitarias y despóticas ¿Se libraría alguna vez de todo ello este sufrido continente, Europa, cuna del humanismo, de la cultura y civilización occidental, gracias a esos «milagrosos antídotos» de los que hablaba Klaus Mann?

    «ME LLEVO SOLO UNA MALETA»

    «No es fácil ser el hijo de un genio», diría el hijo mayor de Thomas Mann, unos años antes de suicidarse, el 21 de mayo de 1949. Un hecho clave, ser hijo de un genio, dentro de su propia biografía, que Klaus comentaría en varios lugares de su espléndido volumen de memorias, The Turning Point. Thirty-Five Years in this Century, del que se había publicado una primera versión en 1942, en Nueva York (Cambio de rumbo. Crónica de una vida) y aparecido en Alemania en 1948 (Der Wendepunkt). Allí hablaría del suicidio del hijo mayor de Hugo von Hofmannsthal, Franz. Algo antes, añadía, también se había suicidado la hija de Arthur Schnitzler, cosa que le haría exclamar a su atormentado padre: «¡Hija, hija mía, esta es la primera vez que te quiero de verdad!».

    Klaus Mann sería un personaje clave dentro de la emigración intelectual antinazi, llegando a convertirse en una especie de jefe de filas. Un verdadero activista que no dejó de trabajar para darla a conocer y mantener unida en lo posible a pesar de su enorme disparidad. Al mismo tiempo, fundó y promovió incansablemente publicaciones donde todos ellos pudieran expresarse.

    El hijo mayor del autor de La montaña mágica y Los Buddenbrook, había nacido el 18 de noviembre de 1906 en Munich y al principio de su vida nunca se vio atraído por la política. «Hizo falta esperar al año 1933 –reconocía en su autobiografía Cambio de rumbo– para curarnos definitivamente de toda ilusión; para transformarnos y para instruirnos. De repente fuimos perfectamente capaces de identificar las fuerzas hostiles que nos amenazaban y que pervertían todo aquello que en la vida es digno de ser vivido... El fascismo se convirtió en nuestro gran adversario».

    Todo lo que iba teniendo lugar en la vida de aquellos dos enfants terribles de la tribu de los Mann, Klaus y Erika, cuyos primeros años representaban una especie de «paraíso perdido» –juegos, lecturas, representaciones teatrales– tomó rápidamente la forma de catástrofes personales: la anexión de Austria, enseguida la de los Sudetes, los acuerdos de Munich. Al final de esta infernal espiral sabían perfectamente que tan sólo quedaba la guerra. ¿Cómo hacérselo comprender al mundo, que entonces no veía más que una sola amenaza, la del comunismo?

    El peso sobre sus espaldas de un famoso padre, heredero visible en la tierra de la gran tradición humanista alemana desde Goethe, Premio Nobel de Literatura de 1929; las relaciones difíciles que siempre unirían al genio mundialmente celebrado y al hijo errante, acumulador de deudas y empresas fracasadas, homosexual declarado, cosa que él entendía como un orgullo y «un acto de distinción» («el concepto de "pecado" no lo he vivido, no he rechazado nada y esto vale para las drogas») al contrario que su burgués y conservador padre; todo ello, incluida la lucha personal que llevaría a cabo durante unos años especialmente dramáticos para que su progenitor se declarara públicamente en contra del régimen nazi, sería un fardo demasiado costoso para el inquieto y tormentoso Klaus que lo administraría desde el principio con una mezcla de rebeldía y cinismo, como reconocerá él mismo en sus memorias:

    El esplendor centelleante que rodeó mis inicios literarios sólo puede comprenderse y perdonarse pensando en el sólido trasfondo de la celebridad de mi padre. A su sombra comencé mi carrera; por eso me revolví y me comportaba algo excesivamente: para no pasar inadvertido. El resultado es que me prestaron demasiada atención. A menudo de forma maligna. Y yo, irritado tanto de la adulación como de los ataques, me comporté de una forma tan falta de discreción y caprichosa como se esperaba de mí.

    Así lo pondrá en boca de Andreas, el joven pintor protagonista de su primera novela, La danza piadosa, enmarcada en el Berlín frenético de los años 20, poblado de artistas, night clubs con transformistas y desenfreno:

    Hubo un padre inteligente, un padre que deseaba ayudar pero no podía hacerlo. Ese padre había tenido un hijo, ambicioso y cansado al mismo tiempo, que había crecido en una época de confusión. El hijo lo odiaba porque había acumulado lo que él, con infructuosa e intensa fatiga, deseaba conseguir. ¡Oh, qué error tan pueril y doloroso: querer crear una obra fundamental en las necesidades abstractas de la juventud!

    Su lucidez y rebeldía contra lo que peligrosamente se iba sucediendo fue absoluta desde sus inicios. Cuando en septiembre de 1930, para sorpresa de todos, incluso de los más expertos y acreditados observadores como Stefan Zweig –que lo calificó de «una rebelión de la juventud»– 107 diputados nazis son elegidos para el Reichstag, después de la última legislatura en la que sólo había 12, él, Klaus Mann, con tan sólo veinticuatro años recién cumplidos, mostrará su total desacuerdo con el gran escritor austriaco:

    ¿Una rebelión de la juventud? Hay una especie de pretensión de comprender todo, una especie de complacencia con la juventud que va demasiado lejos. Lo que hace la juventud no siempre nos muestra lo mejor del camino hacia el futuro. La mayor parte de la gente de mi edad ha elegido, con un entusiasmo que tendría que ser reservado al progreso, la regresión. Es algo que no debemos, bajo ningún pretexto, aprobar. La psicología permite comprender todo, incluso los palos de ciego y los mamporrazos. Pero esto es una piscología que yo no estoy dispuesto a practicar. No quiero comprender a esta gente, los rechazo.

    Exiliado desde 1933, fundador de varias revistas de la emigración antinazi (Die Sammlung en Amsterdam; Decision en Nueva York), que reunirían a firmas como Heinrich y Thomas Mann, Jakob Wassermann, Joseph Roth, Stefan Zweig, Alfred Döblin, Albert Einstein, Bertolt Brecht, así como Cocteau, Hemingway o Borís Pasternak, antes de abandonar Europa y refugiarse en Estados Unidos, Klaus Mann recorrería en 1938 la zona republicana de España como corresponsal de guerra del Paris Tageszeitung (diario editado en París en lengua alemana por los exiliados), entrevistándose con políticos (Negrín, Álvarez del Vayo), intelectuales y mandos del ejército republicano (el austriaco Julius Deutsch) como contará en The Turning Point, sus memorias escritas en inglés. «Desde hace dos años –relata en sus memorias– Franco, la criatura de Hitler y Mussolini, ordena a sus soldados de fortuna, árabes, italianos, alemanes: Madrid tiene que caer. Pero Madrid no cae. Madrid es de hierro. Madrid es dura y soberbia. Madrid es una roca».

    Así describiría el momento decisivo de partir, de abandonar la que había sido su patria, ahora irreconocible:

    Dejé Alemania el 13 de marzo de 1933. Algunos de nuestros amigos ya habían sido arrestados [...]. «Me llevo sólo una maleta», decidió Erika. Erika se fue a Suiza para reunirse con nuestros padres. Yo tomé un tren veinticuatro horas después hacia París. Veinticuatro horas solo en la casa vacía ¡en una ciudad que se había vuelto extraña, hostil! Estaba triste, mucho más triste (me decía a mí mismo) de lo que hubiera sido razonable. Pero la casa, nuestra casa de la infancia, me angustiaba y me oprimía el pecho. ¿Qué más hacer? En cualquier momento podían llegar los esbirros. ¡Ojalá ya llegara el momento de irse! Pero los minutos se arrastraban lentos, las horas apenas transcurrían. Me puse a deambular por las habitaciones vacías. ¡Qué silencio! Nunca había estado tan silenciosa la casa. Los objetos familiares, los cuadros, los armarios, el ciego Homero, los candelabros de Lübeck me miraban fijamente, mudos. La soledad se había vuelto insoportable.

    Un exilio «voluntario» para algunos de sus amigos que se habían quedado en Alemania y que aún «no presentían» lo que estaba por venir: «¿Acaso éramos exiliados voluntarios? No del todo. No podíamos volver a la patria. El asco nos habría matado, el asco ante nuestra propia vileza y ante el repugnante revuelo que se armaría. El aire del Tercer Reich era irrespirable», dirá en su libro.

    Una vez fuera del país, los jóvenes Mann, Klaus y Erika, no dejaron ni por un momento de organizar la «resistencia»: Erika, continuando en Zurich con sus representaciones del famoso cabaret político-literario, Die Pfeffermühle (El molinillo de pimienta) que había fundado en Munich solo un poco antes, el 1 de junio de 1933, junto a otros artistas, y Klaus, por su parte, publicando en Amsterdam, dentro de la editorial de la emigración alemana Querido, la revista antifascista Die Sammlung (La Colección). El objetivo de Klaus desde el comienzo estaba claro: se trataba de reunir a los escritores alemanes exiliados, fueran de la tendencia que fueran, y construir un frente antifascista unificado. En un mismo número aparecían artículos de comunistas, de anarquistas, de conservadores, de marxistas, de apolíticos.

    Pero la tarea se convirtió en algo desesperado y la revista, en un principio apadrinada por Heinrich Mann, André Gide y Aldous Hux­ley, sólo pudo subsistir dos años. Aunque el golpe más duro vino por parte del patriarca de los Mann, Thomas: presionado por su editor alemán –y cuando aún estaba lejos de emprender el exilio– renunció a aportar contribución alguna. Desde el verano de 1933 Thomas Mann, según su hija Erika, había adoptado una actitud «irresponsable». Por otro lado, Erika, de profundo sentimiento antifascista, era la menos «política» de los dos hermanos Mann, como diría en lo que sería su parcial autobiografía de 1943 (I Of All People, Precisamente yo en su edición española), donde contaba sus experiencias durante los diez años de exilio: «Resulta un tanto paradójico que mi historia personal se ocupe de la política, a pesar de que la política no es de ningún modo mi interés principal [...]. Mi visión de los temas decisivos de la sociedad moderna es más emocional que intelectual: no dogmática, sino humana. No soy una partisana, y tampoco serviría en una cruzada».

    La lucha entre los jóvenes Mann y su padre duraría aún tres años. Habría que esperar a 1936, cuando a través de una carta abierta publicada el 3 de febrero Thomas Mann por fin se decidió a denunciar a «los nuevos amos» de Alemania y a ponerse del lado de los emigrados.

    EL VOLCÁN: NOVELA SOBRE LA EMIGRACIÓN

    A los diecinueve años, a través de su primera y provocadora novela, Der fromme Tanz (La danza piadosa), aparecida en 1926, pionera en la literatura alemana en el tratamiento de la homosexualidad, Klaus Mann ya daría cuenta de la tormentosa ciudad que era el Berlín de la República de Weimar, en los tiempos prehitlerianos, volcada a diario de forma rebelde y desesperada en la subversión de todos los valores de antaño. Una novela la del joven Mann que poseía todo un halo profético: «La confusión de esta época es muy grande e intensa; quizá ninguna época anterior fue tan consciente de su confusión, de su ignorancia acerca de adónde se ve arrastrada, como la nuestra. No podemos saber cuál es la solución a este malestar que nos invade, sólo que es un gran abismo, el Apocalipsis, una nueva guerra, el suicidio de la Humanidad».

    Ya entonces, en la época de entreguerras, Klaus, de forma sumamente lúcida, había advertido –así lo narra en su novela, que sondea el malestar de la juventud intelectual alemana tras la derrota de 1918 y el advenimiento de la República de Weimar– que el ambiente en el que se movían todos ellos en Alemania propiciaba «una catástrofe que se aproximaba de forma inexorable»: «El arte se ha vuelto secundario [...]. La burguesía parece no darse cuenta de que en diez, a lo máximo quince años, una catástrofe del tipo más horrible irrumpirá violentamente en su seno y en su anticuada civilización. ¡Pero a ella le gusta regocijarse con música de cámara suave, con hermosos paisajes, leyendo novelas ejemplares, mientras la catástrofe se aproxima inexorablemente!».

    Por otro lado, así describiría Klaus Mann –en una conferencia titulada «Germany and the World», pronunciada en la Universidad de Cornell en 1937– el fracaso de la República de Weimar y la ausencia dramática de líderes, del lado de la civilización y no de la barbarie, que debían luchar contra «la Alemania agresiva y antieuropea, que Nietzsche había descrito a la perfección: "¡Los alemanes son los responsables de todo lo que se ha malogrado en Europa desde hace siglos!"»:

    Ese dirigente lo esperábamos pero nunca llegó. La República de Weimar no lo produjo. No tuvo confianza en ella y no fue suficientemente amada por el pueblo [...]. Los agitadores nacionalistas gritaban a los gobiernos republicanos: «¡Vosotros sois los responsables del Tratado de Versalles!». El pueblo alemán, desprovisto totalmente de educación política, de instinto político, los creía [...]. Sus más grandes talentos fueron liquidados: Walter Rathenau fue asesinado por nacionalistas; Gustav Stresemann –Premio Nobel de la Paz 1926– murió desengañado y desmoralizado. Los nacionalistas gritaban cada vez más. La República estaba agotada. Capituló. No hubo combate alguno.

    En 1934, cuando ya había sido despojado de sus derechos de ciudadano alemán por haber escrito artículos difamatorios contra el régimen nazi y por haber firmado un texto que llamaba a las urnas a los habitantes de la región de Sarre (con un statu quo especial, administrado desde 1919 por la Sociedad de Naciones), Klaus escribiría para un periódico de St. Gallen, en Suiza, un significativo artículo con el título de «Ya no quieren que sea alemán». Un texto que, por otro lado, anunciaba esa nostalgia y desgarro por la patria perdida que perseguiría de ahora en adelante a todos los emigrantes como él: «En mi hermosa y gran patria se ha llegado a un extremo tal, que resulta un honor ser censurado por sus dirigentes [...]. Mi patria no es cada país en el que no me encuentro del todo mal. Pero estoy seguro de que tampoco es el lugar donde los actos más infames son habituales y donde el colmo del horror se prepara cada hora».

    La que más tarde sería trágica desaparición de Klaus Mann, según narró posteriormente su hermano Golo en sus Recuerdos de mi hermano Klaus, se basaba además en el hecho de haber perdido un enemigo político claramente definido y una lucha, el antifascismo, a la que se había entregado con fervor durante más de una década. El tirano había muerto, pero el mundo que había quedado seguía sin ser un mundo bueno.

    Hijo de judía, la situación política en la Alemania de la posguerra le llegaría a afectar profundamente, como se verá en algunos de sus espléndidos pero estremecedores artículos recogidos en el volumen El condenado a vivir. «La mayoría de los jóvenes –dirá Klaus Mann nada más regresar a la Alemania liberada del nazismo– sigue bajo el conjuro de la propaganda de Goebbels y se niega a ver las películas que pasan en los cines sobre los campos de concentración». Una anciana que estaba sentada a su lado en una de esas proyecciones, de las que algunos se levantaban y abandonaban la sala indignados, no paraba de protestar en voz alta: «¡Esos cadáveres, a saber de dónde los han sacado! Seguro que de nuestras ciudades bombardeadas...». En este volumen, que recoge algunos de sus artículos más célebres, escritos entre 1931 y el año de su fallecimiento, 1949, se incluyen emocionados homenajes a políticos (el checo Jan Masaryk) y amigos (René Crevel, Stefan Zweig, Ernst Toller) suicidados, o a figuras del exilio trágicamente desaparecidas, como sería el caso del escritor Ödön von Horváth. La idea de la muerte y el suicidio (sus dos tías paternas se habían quitado la vida) sobrevuela sin cesar («he perdido más amigos por suicidio que por enfermedades») como, por otra parte, sucedía en el resto de su obra.

    Dramaturgo y autor de cuatro novelas escritas en el exilio: Flucht in den Norden (Huida al Norte, 1934); Symphonie Pathétique (Sinfonía patética, 1935); Mephisto (Mefisto, 1936) llevada al cine en 1981 por el húngaro István Szabó, y Der Vulcan (El volcán. Novela sobre la emigración, 1939), y de otra más publicada a los veinte años, Kindernovelle (Novela de niños), Klaus Mann escribiría varios libros de recuerdos: Kind dieser Zeit (Hijo de este tiempo, 1932), además del citado Cambio de rumbo, a los que se añadirían numerosos guiones para El molinillo de pimienta, el cabaret satírico-político fundado por su hermana Erika, cómplice y «doble literario» (cuando recorren Estados Unidos en 1927 son anunciados como The Literary Man Twins). Un cabaret con el que Erika recorrería varios países europeos hasta 1936, llegando a dar más de mil representaciones.

    Klaus siempre consideraría su novela El volcán. Novela sobre la emigración, aparecida en el verano de 1939, pocas semanas antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, la mejor de sus obras junto a Mefisto. Escrita en plena sucesión febril de los acontecimientos, de París a Viena, pasando por Nueva York, Klaus Mann dibujaba con enorme maestría y riqueza de caracteres, aquella especie de «Internacional de los proscritos» que deambulaban perdidos por el mundo. Una resistencia pasiva, civil, desesperada, de todos aquellos judíos y expulsados sin papeles, convertidos en apátridas y ciudadanos humillados de ningún lugar.

    Odio y rabia se transmitían fácilmente en aquellos días. Boches (nombre con el que los franceses llamaban a sus enemigos, los alemanes, durante la Primera Guerra Mundial) eran odiados y escupidos entonces en toda Europa, como se reflejaba en esta novela-documento. En ella, cuando un grupo de amigos exiliados de la Alemania nacionalsocialista están sentados en una terraza del Boulevard Saint-Germain en París, una mujer americana, al pasar por delante y oírles hablar en alemán, les escupe, diciéndoles con desprecio: «En bas les boches!», ¡Abajo los boches!

    Crónica de la emigración antifascista, la novela retrataba la vida de un círculo de exiliados alemanes, holandeses, checos y de otros países, en París. De todos los orígenes y religiones, toxicómanos, homosexuales, anarquistas, pacifistas, comunistas, liberales o brigadistas internacionales, con esa amalgama de gente muy diversa que se oponía frontalmente a la barbarie o, más directamente, a un régimen que había hecho de Europa «un volcán, que expulsaba una lava vergonzosa y asesina», el joven y rebelde hijo de Thomas Mann reflejaba el mundo dividido de aquellos días entre perseguidos y perseguidores, víctimas y ejecutores, civilizados y bárbaros. Los principales personajes eran Marion von Kammer, una joven actriz, en la que sin duda se encontraban bastantes rasgos de Erika, la hermana de Klaus, y Martin Korella, un exactor homosexual cuyas tendencias autodestructivas lo llevarán a hundirse en la heroína. Un malestar permanente que rige la vida de este personaje, que hace pensar en no pocas ocasiones en el destino personal del autor, que se acabó suicidando.

    Por su parte, Mefisto, de 1936, su obra maestra y una de las que mejor y más precozmente relataron la imparable ascensión del nazismo, contendría ya en su momento el germen paralelo, narrado de forma muy diversa posteriormente, del célebre Doctor Fausto, que su padre escribiría entre 1943 y 1947. Mefisto escenificaba, de modo descarnado y feroz, la ascensión de un siniestro personaje, un artista, durante el Tercer Reich. Hendrik Höfgen, actor que había triunfado en la escena como Mefistófeles, antiguo comunista y promotor del teatro revolucionario (que no era otro que su antiguo amigo y cuñado Gustav Gründgens, casado en su día con Erika) acepta los favores del nazismo, convirtiéndose en uno de sus principales emblemas, al ser nombrado director del Teatro Nacional. La novela llevaba el subtítulo de «novela de una carrera»: es decir, el proceso de corrupción de un intelectual durante una tiranía; ese proceso de pactos, simulaciones y claudicaciones que lo harían encumbrarse hasta lo más alto en la época de un régimen político violento y asesino:

    Sus ojos no tienen mirada y son indiferentes –se dirá en la novela acerca del personaje corrupto– como los de un ciego. ¿Mira hacia dentro? ¿Escucha en su interior? [...] No tiene la dignidad del espíritu, y no está ennoblecido por el sufrimiento. Alejémonos de él. Dejémoslo ahí, el gran hombre en medio de su sospechoso Olimpo. ¿Qué se amontona alrededor de él? ¡Un bello grupo de dioses! ¡Un encantador grupo de tipos grotescos y peligrosos, ante el cual un pueblo abandonado por Dios se retuerce en el delirio de la adoración! El amado Führer tiene los brazos cruzados. Bajo la frente, hundida pérfidamente, su mirada ciega, cruel y obstinada pasa sobre el gentío que, a sus pies, murmura plegarias. El jefe de propaganda grazna y el ministro de los aviones sonríe sardónico. ¿Qué lo pone de tan buen humor? ¿Piensa en ejecuciones, busca en su fantasía calenturienta nuevos y desconocidos métodos de aniquilación? El ojo del poderoso se ha fijado sobre alguien del gentío. ¿Será arrestado, torturado y asesinado? Todo lo contrario: recibe la gracia del indulto y el favor del ascenso. ¿Quién es? ¿Un actor? Ya se sabe que los grandes señores tienen simpatía por los comediantes.

    Una sentencia judicial humillante, y de terrible lectura para un abatido Klaus Mann, ya en la posguerra, impediría la difusión de su novela en Alemania al ofrecer un retrato demasiado «realista y vívido» del oportunista Gründgens. Se trataba nada más ni nada menos que del triunfo simbólico de las figuras literarias que habían transigido con el nazismo y que se habían quedado «en casa», frente a toda la literatura, en su conjunto, del exilio.

    El escritor Hermann Kesten, otra de las más prominentes figuras del exilio antinazi, escritor judío de origen galitziano y una de las principales figuras de la llamada Nueva Objetividad, que recorrería un buen número de lugares (París, Amsterdam, Nueva York, Suiza, Roma) tras su abandono de Alemania, definiría así en 1937 la novela Mefisto:

    Klaus Mann ha conseguido retratar exactamente la figura del colaborador, uno de esos millones de pequeños cómplices que no cometen grandes delitos, pero que comen del pan de los delincuentes; que no matan, pero que en presencia del homicidio callan; que lamen los pies de los potentes, aun cuando esos pies chapotean en sangre inocente. Entre todos ellos constituyen el cuchillo de los que detentan el poder.

    Robert Musil: Monsieur le vivisecteur en Ginebra

    En los años 20 del pasado siglo, el austriaco Robert Musil publicaría un clarividente ensayo, Das hilflose Europa («La Europa desamparada») sumamente significativo, si se lee con los ojos de hoy. Musil era uno de aquellos genios sin igual del fenecido Imperio austrohúngaro, junto a Stefan Zweig, Hermann Broch, Karl Kraus, Arthur Schnitzler y el grandísimo y melancólico poeta de la decadencia y trágico fin de aquel «mundo de ayer», Joseph Roth. Un mundo «de la seguridad», aún no barbárico, sino de alta civilización, a pesar de sus defectos, que iría desde el Compromiso austrohúngaro, o instauración de la monarquía dual en 1867, hasta la caída del Imperio en 1918. Un mundo en el que todos ellos y otros muchos habían brillado de forma espléndida, como en pocos momentos de la historia europea. En aquel texto, el célebre autor de Der Mann ohne Eigenschaften (El hombre sin atributos) comparaba a «los europeos del mundo de ayer» con viajeros dormidos en un tren nocturno conducido por peligrosos irresponsables. La catástrofe del 14 se habría producido, según Musil, a causa «de nuestra completa indiferencia frente a los especialistas encargados de la máquina del Estado; éramos como esos viajeros de coche-cama que sólo se despiertan en el momento de la colisión». Todos, en cualquier época, y más entonces gente como el gran Musil que había vivido dos guerras mundiales, estarían de acuerdo: Europa tenía que ser amparada y curada de la enfermedad contagiosa del nacionalismo. La cura consistiría en «eliminar los residuos de odio que, después de la guerra, seguían infectando todavía la sangre de nuestros pueblos».

    Auténticos «océanos de odio», que tardarían mucho en acallarse, descritos de forma estremecedora por el oficial del ejército austrohúngaro Robert Musil que en la Primera Guerra Mundial participó, en puestos de mando, en los combates del frente austriaco de Tirol del Sur, siendo por ello condecorado. Durante un año fue en Bolzano el director de un periódico militar, el Tiroler Soldaten-Zeitung. Un año después, en 1918, será enviado a trabajar a la oficina de prensa del ejército imperial en Viena, donde se le encarga la redacción de un semanario, Heimat, y donde se encuentra con otros escritores como Franz Werfel y Egon Erwin Kisch. De forma paralela, colabora en una revista pacifista, Der Friede, y se hace miembro de una sociedad secreta fundada por un amigo, llamada «Katakombe».

    Escritor, articulista y ensayista, Musil llevará a cabo una «guerra paralela» y personal, la escritura, que emerge de forma deslumbrante por encima de datos, lugares y burocracia militar, ofreciendo joyas inesperadas que más tarde serán clave para entender algunos pasajes de El hombre sin atributos. Así describirá –de forma insólita para lo que era un periódico militar en plena contienda– en un artículo de 1917 titulado «Demasiada suavidad y demasiada ferocidad» aquellos «océanos de odio» en los que toda Europa se hallaba embarcada:

    Durante un tiempo se pensó que las diferencias étnicas entre hombres del mismo carácter, clase social o profesiones eran menores que las que existían en el interior de un mismo pueblo ente poderosos y débiles, o entre astutos y desprevenidos. Una opinión que venía corroborada a diario en las relaciones internacionales, en el comercio, en la prensa, en la técnica, en la ciencia y en el arte; los intereses europeos se entrecruzaban continuamente sin tener en cuenta las fronteras. Como mucho se admitía, frente al aumento invertido en el armamento, la posibilidad de una guerra breve, impersonal, técnicamente neutra, en la cual dos máquinas bélicas se enfrentarían durante un brevísimo tiempo. Sin embargo, la guerra ha alcanzado un aspecto que ninguno podía prever y otro tanto ha sucedido con nuestra relación con otros pueblos. Las potencias centrales son hoy una isla en medio de un océano de odio, de desprecio, de amenazas. Si nuestra fuerza militar no derrota la de los adversarios, quedaremos nosotros como los Unos, los infanticidas, los estupradores, los ladrones, los piratas, los enemigos de la civilización. De hecho, en el supuesto de que el mundo esté lleno de locos y un solo hombre sea moral y espiritualmente sabio, es evidente que los locos serán los sabios y el sabio será el loco. La entrada de América apoyando a nuestros enemigos nos ha puesto definitivamente a todos la camisa de fuerza.

    «YO VIVO EN LAS REGIONES POLARES»

    Locura y sensatez, debilidad y fuerza, suavidad y ferocidad, cuerpo y espíritu. A lo largo de toda su obra aquella Kakania doble (término inventado por él, kaiserlich und königlich, imperial y real), la de Austria pero también Hungría, adquiriría el estatus de símbolo permanente en el rico y complejo universo «de esquemas lógicos» creado por Musil, uno de los más grandes autores del siglo XX. La multiplicidad y la confusión irreductible de lo diverso nacía de la combinación permanente de dualidades que se desdoblarían hasta el infinito: «Bastará advertir –se dice en El hombre sin atributos– que los misterios del dualismo (esta es la expresión técnica) eran tan difíciles de percibir como los de la Santísima Trinidad». Reino de lo doble y de la doblez, la Kakania de Musil es el dominio de la ambivalencia y la contradicción permanente, lo que le permitiría a un maestro de la sátira como él ironías infinitas. La disociación entre apariencia y realidad; entre el discurso «unitario» de los que gobiernan y los intereses centrífugos de las nacionalidades que engloban; entre lo que se dice y lo que se piensa; la política fundada sobre la mentira y el lenguaje ambiguo de la propaganda; la vida social y el doble lenguaje de la hipocresía que la fundamenta; o la disociación en la vida del individuo entre alienación e identidad, en todo ello nada, nunca jamás, parecerá coincidir.

    Sobre ello Musil construirá una de las obras más impresionantes que renovarán por completo la literatura del siglo XX. Por otro lado, como cualquier «lenguaje universal» no sólo se podría aplicar al caso de Kakania: ya sea si hablamos de Joyce e Irlanda, de Proust y el Faubourg de Saint-Germain, de T. S. Eliot e Inglaterra o de la Polonia de Gombrowicz, sabemos perfectamente que el anclaje en un microcosmos situado en un rincón aislado del mundo no excluye, muy al contrario, permite, inscribir a las grandes obras en un macrocosmos mucho más general que le da un sentido universal a la crónica de esa comunidad en concreto.

    El punto común que tendrán En busca del tiempo perdido, Ulises y El hombre sin atributos es que serán los tres proyectos novelescos «totales» más importantes del pasado siglo. La novela ya no será simplemente un relato de la vida, sino la Vida misma. «El lector –dijo Thomas Mann, un gran admirador de la obra de Musil– encuentra ahí expresada, en términos más fuertes y complejos que en ningún otro lugar, esa aspiración, a comienzos del siglo XX, a volver a definir una cultura y una espiritualidad, una espiritualidad edificada sobre las ruinas del pasado y la nostalgia de una totalidad mítica perdida». «La literatura no es la simple descripción –dirá en sus Tagebücher (Diarios) Musil– sino el primer método de interpretación de la

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