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En el corazón de la Europa civilizada: Los pogromos de 1918 a 1921 y el comienzo del Holocausto
En el corazón de la Europa civilizada: Los pogromos de 1918 a 1921 y el comienzo del Holocausto
En el corazón de la Europa civilizada: Los pogromos de 1918 a 1921 y el comienzo del Holocausto
Libro electrónico647 páginas14 horas

En el corazón de la Europa civilizada: Los pogromos de 1918 a 1921 y el comienzo del Holocausto

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A principios de los años veinte, el pintor Marc Chagall trabajó como profesor en un orfanato judío a las afueras de Moscú, donde tuvo ocasión de escuchar el relato aterrador de los niños que habían sobrevivido a los pogromos en Ucrania, los cuales, habiendo sido testigos del asesinato de sus padres, las violaciones de sus hermanas, el saqueo de sus casas, habían huido despavoridos hacia ninguna parte en busca de cobijo y comida. «Los huérfanos más desdichados», los llamó Chagall. El pintor no fue el único en llamar la atención sobre lo que ocurría. En la prensa americana, por ejemplo, incluido el New York Times, se publicaron artículos en 1919, cuyo titular se preguntaba: «¿Será una masacre de judíos el próximo horror en Europa?» Entre 1918 y 1921, en más de quinientas localidades de lo que, hoy en día, es Ucrania, se documentaron más de un millar de disturbios antisemitas, lo que se conocería con el término ruso «pogrom». En el corazón de la Europa civilizada, Jeffrey Veidlinger reconstruye, con maestría y meticulosidad, la amarga historia de los pogromos en la Europa del Este que causaron la muerte a más de cien mil judíos; de hecho, las masacres de los pogromos tras la Gran Guerra normalizaron la violencia contra los judíos. Basándose en materiales de archivo, testimonios de testigos, registros de juicios y órdenes oficiales recientemente descubiertos, Veidlinger escribe un libro apasionante que arroja luz sobre unos episodios que crearon, sin duda, las condiciones de lo que fue el Holocausto veinte años después.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento26 oct 2022
ISBN9788419392008
En el corazón de la Europa civilizada: Los pogromos de 1918 a 1921 y el comienzo del Holocausto

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    En el corazón de la Europa civilizada - Jeffrey Veidlinger

    © Leisa Thompson

    Jeffrey Veidlinger es catedrático de Historia y Estudios Judaicos en la Universidad de Michigan. Sus libros, entre ellos The Moscow State Yiddish Theater y In the Shadow of the Shtetl, han ganado el National Jewish Award, el Barnard Hewitt Award for Outstanding Research in Theatre History, dos Canadian Jewish Book Awards y el J.I. Segal Award. Vive en Ann Arbor, Michigan.

    A principios de los años veinte, el pintor Marc Chagall trabajó como profesor en un orfanato judío a las afueras de Moscú, donde tuvo ocasión de escuchar el relato aterrador de los niños que habían sobrevivido a los pogromos en Ucrania, los cuales, habiendo sido testigos del asesinato de sus padres, las violaciones de sus hermanas, el saqueo de sus casas, habían huido despavoridos hacia ninguna parte en busca de cobijo y comida. «Los huérfanos más desdichados», los llamó Chagall.

    El pintor no fue el único en llamar la atención sobre lo que ocurría. En la prensa americana, por ejemplo, incluido el New York Times, se publicaron artículos en 1919, cuyo titular se preguntaba: «¿Será una masacre de judíos el próximo horror en Europa?» Entre 1918 y 1921, en más de quinientas localidades de lo que, hoy en día, es Ucrania, se documentaron más de un millar de disturbios antisemitas, lo que se conocería con el término ruso «pogrom».

    En el corazón de la Europa civilizada, Jeffrey Veidlinger reconstruye, con maestría y meticulosidad, la amarga historia de los pogromos en la Europa del Este que causaron la muerte a más de cien mil judíos; de hecho, las masacres de los pogromos tras la Gran Guerra normalizaron la violencia contra los judíos. Basándose en materiales de archivo, testimonios de testigos, registros de juicios y órdenes oficiales recientemente descubiertos, Veidlinger escribe un libro apasionante que arroja luz sobre unos episodios que crearon, sin duda, las condiciones de lo que fue el Holocausto veinte años después.

    Título de la edición original: In the Midst of Civilized Europe:

    The Pogroms of 1918-1921

    Traducción del inglés: Ana Pardo García

    Publicado por:

    Galaxia Gutenberg, S.L.

    Av. Diagonal, 361, 2.º 1.ª

    08037-Barcelona

    info@galaxiagutenberg.com

    www.galaxiagutenberg.com

    Edición en formato digital: octubre de 2022

    © Jeffrey Veidlinger, 2021

    Publicado según acuerdo con Metropolitan Books,

    un sello de Henry Holt and Company

    Reservados todos los derechos

    © de la traducción: Ana Pardo, 2022

    © Galaxia Gutenberg, S.L., 2022

    Conversión a formato digital: Maria Garcia

    ISBN: 978-84-19392-00-8

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede realizarse con la autorización de sus titulares, aparte las excepciones previstas por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45)

    En el corazón de la mismísima Europa civilizada, en el amanecer de una nueva era de la que el mundo espera el establecimiento de la libertad y la justicia, la existencia de toda una población está amenazada. Estos crímenes no sólo deshonran al pueblo que los comete, sino que atentan contra la racionalidad y la conciencia humanas.

    ANATOLE FRANCE, 1919

    Índice

    Introducción: ¿Será una masacre de judíos el próximo horror europeo?

    Nota sobre las fuentes, números, fechas y nombres de lugares

    Parte I

    GUERRA Y REVOLUCIÓN

    Marzo 1881 - Diciembre 1918

    1. Los últimos años del Imperio ruso

    2. Las revoluciones de 1917

    3. La Rada Central de Ucrania

    4. Del Hetmanato al Directorio

    Parte II

    LA REPÚBLICA POPULAR DE UCRANIA

    Diciembre 1918 - Marzo 1919

    5. El pogromo de Óvruch

    6. El pogromo de Zythómyr

    7. El pogromo de Proskuriv

    8. El segundo pogromo de Zythómyr

    Parte III

    VACÍO DE PODER

    Marzo 1919 - Agosto 1919

    9. La Entente

    10. Señores de la guerra

    11. Meses y días

    12. Polonia y Ucrania en el escenario mundial

    Parte IV

    EL TRIUNFO DEL BOLCHEVISMO

    Agosto 1919 - Marzo 1921

    13. El Ejército de Voluntarios

    14. El pogromo de Tetiiv

    15. La guerra polaco-soviética

    Parte V

    LAS CONSECUENCIAS

    1921 - 1941

    16. Refugiados

    17. El juicio de Schwarzbard

    18. El periodo de entreguerras en Ucrania

    19. El comienzo del Holocausto

    Notas

    Agradecimientos

    Introducción: ¿Será una masacre de judíos

    el próximo horror europeo?

    En los años posteriores al Holocausto, los supervivientes de todo el mundo empezaron a redactar libros de memorias en cada ciudad y en cada pueblo. Estos monumentos literarios de las comunidades destruidas preservaron las historias locales y documentaron los nombres de las víctimas para mantener vivo su recuerdo. Como historiador especializado en las comunidades judías de la Europa del Este, siempre he apreciado la manera en que estos libros de memorias nos ofrecen una perspectiva de los ritmos de la vida corriente. En ellos, sus autores comparten anécdotas sobre las escuelas locales, la orquesta del cuerpo de bomberos, el club de fútbol o el grupo de las juventudes sionistas. Retratan a celebridades locales cuya fama no se extendía más allá de los campos de trigo de la ciudad: un profesor favorito, un rabino respetado, el concejal del pueblo, el aguador a quien conocía todo el mundo... Dan testimonio de los grandes y pequeños acontecimientos: el día en que un soldado judío volvió a casa de la guerra ruso-japonesa; cuando una compañía de un teatro ambulante de Odesa llegó a la ciudad; la ocasión en la que el fuego arrasó la posada de Yankl Friedman; o el día que llegaron los nazis.

    Pero estos libros de memorias no sólo son historias del periodo prebélico: también podrían considerarse como la prehistoria de la propia guerra. Tomemos como ejemplo el libro memorial de la ciudad de Proskuriv, localizada en la actual Ucrania. El título del libro, Khurbn Proskurov, refleja las calamidades que soportó la ciudad. La palabra khurbn («destrucción» en yidis) deriva del hebreo ḥurban y hace referencia a la destrucción de los dos templos bíblicos en los siglos VI a. C. y I d. C.: las catástrofes originarias del pueblo judío; desde entonces el término se ha utilizado para referirse a una serie de desastres, desde terremotos hasta el hundimiento del Titanic. Después de la Segunda Guerra Mundial esta palabra fue ampliamente aceptada como alusión al destino del pueblo judío europeo bajo el poder de los nazis.

    Como es propio de los libros de memorias, Khurbn Proskurov empieza con una dedicatoria: «A la memoria de las santas almas que perecieron durante la terrible masacre que cayó sobre los judíos de Proskuriv». En la portada del libro aparece representada una imagen común en el arte del Holocausto: una sola vela conmemorativa y un rosal con espinas punzantes que evocan el alambre de espino. Una ciudad sobre una colina domina un paisaje de campos ondulados, que recuerdan los bucólicos alrededores de Proskuriv, con sus campos de lino y trigo y sus huertos de cerezos y ciruelos. Como en muchos libros de memorias, el texto está en yidis y hebreo e incluye un prólogo de un vecino destacado, en este caso el folclorista Avrom Rechtman. También encontramos las historias de las personalidades locales e instituciones municipales. El libro termina con los nombres de los mártires, una lista que ocupa treinta páginas.

    Lo que, sin embargo, diferencia a Khurbn Proskurov es que fue escrito en 1924: nueve años antes de que Hitler llegase al poder y quince años antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial.¹ Rememora un khurbn diferente, un holocausto distinto. O quizás sería más adecuado decir que rememora el auténtico comienzo del Holocausto. La destrucción de Proskuriv se llevó a cabo un año después de la creación de un estado ucraniano que prometió amplias libertades y autonomía política a su minoría judía, y tres meses después del armisticio del 11 de noviembre de 1918 que acabó con la Gran Guerra. Delegados de treinta y dos naciones se acababan de reunir en París para elaborar los tratados que ponían formalmente fin a lo que H. G. Wells llamó «la guerra para acabar con la guerra».² Mientras tanto, a casi dos mil cien kilómetros hacia el este, en la tarde del 15 de febrero de 1919, soldados ucranianos asesinaron cerca de un millar de civiles judíos en lo que posiblemente fue, en ese momento, el episodio de violencia más mortífero sufrido por el pueblo judío en su larga historia de opresión.

    La masacre de Proskuriv no fue un caso aislado. Entre noviembre de 1918 y marzo de 1921, durante la guerra civil que siguió a la Gran Guerra, se documentaron más de un millar de disturbios y acciones militares antisemitas –el tipo de hechos a los que solemos referirnos como pogromos– en quinientas localidades de lo que hoy es Ucrania, entonces un territorio que se disputaban los rusos, los polacos, los ucranianos y los estados soviéticos plurinacionales herederos de los imperios ruso y austrohúngaro.³

    Portada del Khurbn Proskurov.

    Esta no fue la primera oleada de pogromos en la zona, pero su alcance eclipsó los ataques violentos anteriores por la cantidad de participantes, el número de víctimas y el calado de su barbarie. Campesinos ucranianos, ciudadanos polacos y soldados rusos asaltaron impunemente a sus vecinos robándoles propiedades que creían que les pertenecían por derecho. Militares armados, con el beneplácito y el apoyo de grandes segmentos de la población, arrancaron las barbas a los varones judíos, destrozaron pergaminos de la Torá, violaron a niñas y mujeres judías y, en muchos casos, torturaron a ciudadanos judíos antes de reunirlos en las plazas de los mercados y hacerles caminar hasta las afueras de la ciudad, en donde los fusilaban. En al menos una ocasión, los sublevados encerraron a los judíos en una sinagoga y quemaron el edificio. La mayor de las masacres antisemitas conocida hasta entonces había terminado con más de mil muertos, pero generalmente estas masacres habían consistido en incidentes menores: más de la mitad de ellos ocasionaron sólo daños a las propiedades, lesiones y, a lo sumo, algunas muertes. Las cifras son discutibles, pero haciendo una estimación prudente podría decirse que en torno a cuarenta mil judíos fueron asesinados durante los disturbios y que otros setenta mil murieron posteriormente a causa de sus heridas o por enfermedad, hambruna o exposición a la intemperie, como resultado directo de los ataques. Algunos testigos calculan que hubo alrededor de trescientas mil víctimas. Aunque esta cifra probablemente es exagerada, la mayoría de los historiadores actuales estaría de acuerdo en que el número total de muertes relacionadas con los pogromos contra la comunidad judía entre 1918 y 1921 supera con creces los cien mil. Las vidas de muchos otros fueron arruinadas. Cerca de seiscientos mil refugiados judíos tuvieron que huir a otros países y millones fueron desplazados en el interior del territorio. Alrededor de dos terceras partes de las casas de judíos y más de la mitad de sus negocios fueron saqueados o destruidos. Los pogromos traumatizaron a las comunidades afectadas durante al menos una generación e hicieron saltar las alarmas en todo el mundo.

    Yo siempre había pensado que el Holocausto había sido algo que resultaba inconcebible antes de que pasara, algo que excedía la capacidad humana de imaginar, predecir o prepararse para una cosa así. Mi padre –cuya historia de supervivencia fue el origen de mi precoz conocimiento del Holocausto–, subrayaba cuán «normal» parecía todo antes de aquello. Vivía una vida de clase media alta en Budapest, asistía a clases de esgrima y pasaba sus vacaciones familiares en el lago Balatón hasta que los nazis invadieron Hungría en marzo de 1944. Asimismo, las víctimas más conocidas del Holocausto tuvieron sus primeras experiencias del antisemitismo genocida cuando ya habían transcurrido varios años de la guerra. Ana Frank se escondió en julio de 1942, y la Gestapo no descubrió su escondite secreto hasta agosto de 1944. Elie Wiesel señala que escuchó rumores de masacres en una fecha tan temprana como 1941, pero no fue deportado a Auschwitz hasta mayo de 1944, desde el gueto de Sighetu Marmatiei, donde se había establecido unas semanas antes. Numerosos relatos del Holocausto subrayan igualmente la brusquedad y lo inesperado del acontecimiento. Por ejemplo, cuando llevo a mis estudiantes al Centro Conmemorativo del Holocausto en Farmington Hills, Michigan, entran en la exposición a través de un gran espacio abierto lleno de objetos rituales y fotos de la vida cotidiana del pueblo judío en Europa, que dan testimonio de una existencia activa y arraigada. Sin embargo, al doblar una esquina, se enfrentan a un inmenso retrato de Adolf Hitler que domina un largo pasillo que desciende a la siguiente sala de exposición. Da la impresión de que Hitler ha surgido de la nada, sin ninguna advertencia de que se avecinaba el apocalipsis.

    No obstante, hay pruebas evidentes de que el asesinato de seis millones de judíos en Europa no sólo era algo concebible, sino algo temido como una clara posibilidad desde al menos veinte años antes de que se convirtiera en una realidad. Por ejemplo, el 8 de septiembre de 1919, el New York Times dio noticia de una convención que se había celebrado en Manhattan para protestar por el baño de sangre que se estaba llevando a cabo en la Europa del Este. «LOS JUDÍOS UCRANIANOS PIDEN PARAR LOS POGROMOS», rezaba el titular; «EN EL CONCURRIDO ENCUENTRO SE DIO A CONOCER QUE 127.000 JUDÍOS HAN SIDO ASESINADOS Y 6.000.000 ESTÁN EN PELIGRO». El artículo terminaba citando a Joseph Seff, presidente de la Federación de Judíos Ucranianos de América: «El hecho de que una población de seis millones de almas de Ucrania y de Polonia haya sido advertida, con acciones y palabras, de que va a ser completamente exterminada se erige ante el mundo entero como el tema primordial de nuestros días».

    Unos pocos meses antes de que el New York Times advirtiese del exterminio de los judíos de Europa del Este, el Literary Digest publicó un artículo sobre los disturbios de Rusia, Polonia y Ucrania con el titular: «¿SERÁ UNA MASACRE DE JUDÍOS EL PRÓXIMO HORROR EUROPEO?». Expresaba estos temores un exhaustivo informe de la Cruz Roja rusa cuya severa conclusión era: «El objetivo que perseguían los pogromos era eliminar de Ucrania a todos los judíos, en muchos casos mediante el exterminio total de esta raza».⁵ La anarquista judeoamericana Emma Goldman, que pasó buena parte de los años 1920-1921 en la región, habla de un «investigador literario» al que conoció en Odesa y que había estado recopilando material sobre los pogromos en setenta y dos ciudades. «Él creía que la atmósfera que creaban estos actos intensificaba el espíritu antisemita y que algún día estallaría una matanza sistemática de judíos», escribió Goldman.⁶ The Nation publicó un importante artículo sobre los pogromos de 1922 en Ucrania titulado «EL ASESINATO DE UNA RAZA», como si estuviera buscando una palabra para lo que después se denominaría «genocidio». Desde París, el historiador ruso judío Daniil Pasmanik advirtió en 1923 que la violencia desatada por la guerra civil podría llevar al «exterminio físico de todos los judíos».⁷ La Gran Guerra y la crisis del orden público habían embrutecido a la sociedad, fomentando la barbarie y el baño de sangre.⁸ La matanza de más de cien mil judíos y su completa erradicación de algunas ciudades alentaron la idea de que algún día se podría eliminar a los judíos en su totalidad.

    Durante el periodo de entreguerras, los judíos no sólo hablaron de la violencia en los pogromos en términos de catástrofe, sino que también actuaron en consecuencia. Millones huyeron de las zonas amenazadas, alterando de forma radical la demografía mundial del pueblo judío. Fundaron organizaciones de ayuda a gran escala, así como organizaciones filantrópicas. Presionaron a las grandes potencias y a los estados de nueva creación, como Polonia y Rumanía, para que incluyeran en sus constituciones cláusulas que garantizasen los derechos de las minorías. Colonizaron nuevas tierras, sentando las bases para la creación de un estado judío en Palestina. Guardaron memoria de los pogromos a través del arte y la poesía. En la Unión Soviética, uno de los nuevos estados surgidos en las regiones afectadas, los judíos se integraron en el servicio público, en la burocracia gubernamental y en las fuerzas del orden expresamente para evitar que aquellas atrocidades volvieran a ocurrir y para llevar a los culpables ante la justicia. Y actuaron de manera individual o en grupos para prevenir lo que muchos creían firmemente que era el germen de una catástrofe.

    Titular del New York Times sobre la lucha para acabar con los pogromos en Ucrania, 8 de septiembre de 1919.

    Estas acciones provocaron desconfianza hacia los judíos de Europa, y sus movimientos desesperados se interpretaron como una amenaza para lo que el presidente americano, Woodrow Wilson, esperaba que fuese una «paz justa y segura». Los cientos de miles de refugiados judíos que llegaban a París, Berlín, Viena, Budapest o Varsovia consumían los limitados recursos de estas ciudades devastadas por la guerra. Propagandistas demagogos y panfletarios avivaban el temor de que los recién llegados fueran bolcheviques encubiertos, algo que sugería la idea de una amenaza roja mundial y que abonaría el terreno para el surgimiento de los movimientos políticos de extrema derecha. Los gobiernos respondieron dictando nuevas regulaciones de fronteras; Rumanía, Hungría, Polonia, Alemania, Estados Unidos, Argentina y la Palestina británica –los países a los que huían la mayoría de los judíos refugiados– revisaron sus políticas de inmigración para frenar la llegada de nuevos inmigrantes judíos y protegerse contra la amenaza bolchevique. Los pogromos habían convertido a los judíos en «el principal problema mundial», en palabras de Henry Ford en su alegato de 1920 en El judío internacional.

    Anuncio de la edición especial del Literary Digest «¿Será una masacre de judíos el próximo horror europeo?».

    A pesar de todas las alarmas que se dispararon en aquel momento, el exterminio de cerca de cien mil judíos después de la Gran Guerra ha quedado en gran medida olvidado, sepultado bajo los horrores del Holocausto. Sorprende su ausencia de los libros de historia, de los museos y de la memoria pública del Holocausto. No obstante, los pogromos ocurridos entre 1918 y 1921 pueden ayudar a explicar cómo llegó a ser posible la siguiente oleada de violencia antisemita. Los historiadores han buscado explicaciones del Holocausto en el antijudaísmo de la teología cristiana, en las teorías raciales del siglo XIX, en la teoría del resentimiento social, en los conflictos económicos, en las ideologías totalitarias, en las políticas gubernamentales que estigmatizaban a los judíos y en los vacíos de poder derivados de los colapsos estatales.⁹ Pero rara vez se han rastreado las raíces del Holocausto en la violencia genocida perpetrada contra los judíos en la misma región en la que se llevaría a cabo la «solución final» dos décadas más tarde. La razón principal de esta ausencia ha sido el haberse centrado, por un lado, en la persecución de los judíos en Alemania, donde la violencia antisemita en las décadas anteriores a que Hitler se hiciera con el poder era relativamente escasa y, por otro lado, en los campos de exterminio nazis de la Polonia ocupada, donde la burocracia alemana modernizó e intensificó sus métodos de exterminio; incluso los fusilamientos sistemáticos que eran habituales en Ucrania fueron vistos como algo categóricamente diferente al tipo de violencia desatada, propia de los pogromos. En definitiva, los pogromos parecían una reliquia de tiempos pasados.

    Sin embargo, durante las últimas décadas, los historiadores han reconocido que, en las regiones de la Unión Soviética ocupadas por los alemanes, los asesinatos estaban motivados ante todo por la aversión hacia el bolchevismo y por la percepción de la preminencia de los judíos en ese movimiento, los mismos factores que habían provocado los pogromos entre 1918 y 1921.¹⁰ Estudios pormenorizados de las masacres que ocurrieron en Ucrania y Polonia en 1941 han revelado también los complejos vericuetos por los cuales la inestabilidad política, la estratificación social y étnica, y las dinámicas de grupo convirtieron a «personas corrientes» y «vecinos» en asesinos.¹¹ Estos estudios han ampliado nuestro concepto de atribución de culpa, de modo que alcance no sólo a los líderes distantes como Hitler, a las filosofías políticas abstractas como el fascismo o a las grandes organizaciones impersonales como el partido nazi, sino también a la gente corriente que tomaba decisiones a nivel local. Nos han recordado que alrededor de un tercio de las víctimas del Holocausto fueron asesinadas cerca de sus casas, a manos de gente que conocían, antes de que la mayoría de los campos de concentración empezaran a funcionar en 1942. De hecho, los supervivientes de estas masacres se referían a ellas como «pogromos», vinculando sus experiencias a un prototipo que les resultaba familiar. Al mismo tiempo, un análisis exhaustivo de los pogromos de 1918 a 1921 nos muestra que no sólo fueron disturbios étnicos llevados a cabo por campesinos y ciudadanos enfurecidos, sino también acciones militares perpetradas por soldados disciplinados.

    Así pues, lo que les sucedió a los judíos de Ucrania durante la Segunda Guerra Mundial tiene sus raíces en lo que ya les había ocurrido en la misma región tan sólo dos décadas antes.¹² Los pogromos normalizaron la violencia contra los judíos, convirtiendo la requisa forzosa de propiedades privadas, la guerra de religión, y la detención y ejecución de enemigos políticos en una respuesta aceptable a los excesos del bolchevismo. Durante este periodo de génesis del conflicto y de construcción del estado, la constante sucesión de estos baños de sangre había acostumbrado a la población a la brutalidad y la barbarie. Cuando llegaron los alemanes, cargados de odio antibolchevique e ideología antisemita, se encontraron con un territorio en donde se habían cometido matanzas durante décadas y donde el asesinato en masa de judíos inocentes formaba parte de la memoria colectiva, es decir, un territorio en el cual lo inimaginable ya se había hecho realidad. Como acertadamente previó el demógrafo Jacob Lestschinsky en vísperas de la invasión alemana de la Unión Soviética, el «legado de atrocidades» que dejaron los «horrores ucranianos» entre 1918 y 1921 aún «no se había curado del todo».¹³ La continua presencia de judíos era un firme recordatorio del trauma de aquella época, de los crímenes que los ciudadanos habían perpetrado contra ellos y sus propiedades y de las terribles repercusiones de esas acciones. El genocidio nazi alemán, con su escala sin precedentes y su pavoroso número de muertes, ofreció la oportunidad de una suerte de absolución, la ocasión para borrar las pruebas de atrocidades pasadas y para relativizar los pecados de las generaciones anteriores, permitiendo que los pogromos fueran olvidados al compararse con afrentas mayores. Como dijo el presidente Bill Clinton durante su visita a Kigali, donde reconoció su error en la prevención del genocidio de Ruanda de 1994: «Cada derramamiento de sangre acelera el siguiente, la vida humana se degrada y la violencia se vuelve tolerable, lo inimaginable se hace concebible».¹⁴

    La mayor parte de Ucrania estuvo integrada, en su día, en un territorio autónomo polaco-lituano, una república plurinacional considerada como «un paraíso para los judíos». Sin embargo, en los siglos XVII y XVIII este territorio fue desmembrado por las potencias vecinas. Las planicies y amplias estepas que se extendían hacia el este desde el río Zbruch, a lo largo de la cuenca del río Dniéper hasta el río Donets, y desde el mar Negro por el sur hasta las marismas del Prípiat en el norte, fueron incorporadas a la Rusia zarista, convirtiéndose en las provincias de Volinia, Katerinoslavia (hoy Dnipró), Kiev, Podolia, Poltava, y Chernígov. La zona occidental del Zbruch, incluyendo las faldas de los Cárpatos, se convirtió en la provincia austriaca de Galitzia.

    A principios del siglo XX vivían en esas tierras casi tres millones de judíos. Constituían aproximadamente el doce por ciento de la población total y coexistían, en una relación tensa pero beneficiosa para todas las partes, con campesinos ucranianos, burócratas rusos y nobles polacos.¹⁵ Los judíos eran una clase marginada, diferenciada de sus vecinos por sus prácticas religiosas, su lengua, su ropa, sus nombres y sus ocupaciones, además de por cientos de decretos legales discriminatorios que les fueron impuestos por los sucesivos zares en las tierras sometidas al gobierno ruso. Los más conocidos fueron las leyes de residencia que restringían la presencia de la mayoría de los judíos a la Zona de Asentamiento de las provincias occidentales del Imperio ruso y al Reino de Polonia, también controlado por Rusia. En muchas de las ciudades y en los pequeños pueblos comerciales o shtetls que daban a los valles y riberas, los judíos constituían más de una tercera parte de la población y el yidis era la lengua más hablada.¹⁶ La mayoría de estos judíos trabajaban como artesanos, tenderos o pequeños comerciantes, sobreviviendo a duras penas en una de las regiones más pobres de Europa. Pero una pequeña élite comenzaba a despuntar en las crecientes metrópolis. La ciudad portuaria de Odesa –la cuarta más grande del Imperio ruso a principios del siglo XX– atraía a sionistas soñadores, revolucionarios marxistas, rabinos reformistas, poetas hebreos y dramaturgos que escribían en yidis. Kiev, la capital medieval, sólo permitía asentarse en la ciudad a judíos que cumplieran con ciertos requisitos educativos o económicos, pero esta también estaba adquiriendo un notable carácter judío, sobre todo en torno a las florecientes industrias del azúcar y el grano. Y Lwów, la ciudad más grande de la zona de la frontera con Austria, no solamente atraía a vendedores ambulantes y comerciantes, sino también a un creciente número de empresarios judíos que se unieron a la clase alta polaca que dominaba la ciudad.¹⁷

    Por el contrario, en el campo, los judíos escaseaban, incluso eran vistos en los pueblos como una curiosidad, donde sobrevivían habitualmente administrando las propiedades de los nobles polacos o regentando posadas y tabernas de carretera. Alrededor del ochenta por ciento de la población rural hablaba ucraniano, una lengua eslava que, a pesar de tener una creciente literatura culta, a menudo era menospreciada como un simple dialecto; los rusos llamaban a la lengua y a la gente que la hablaba «pequeños rusos», mientras que los austriacos se referían a ellos como «rutenos», un término derivado de la misma raíz que «ruso». En otras palabras, estas ciudades y los pueblos de sus alrededores hablaban lenguas distintas, literal y metafóricamente hablando. No es coincidencia que el término yidis goy signifique tanto campesino como no judío, de la misma manera que el término ruso para campesino, krestianin, deriva de la palabra rusa empleada para cristiano. En su mayoría, los ucranianos se adherían al cristianismo ortodoxo de rito oriental, heredado de Bizancio. En las regiones del este y del centro, la Iglesia estaba regida por un arzobispo metropolitano; en el oeste, los creyentes estaban en total comunión con el papa de Roma, y por lo tanto se los conocía habitualmente como católicos griegos.

    En la literatura, la vida rural ucraniana se describía a menudo con tintes románticos. El poeta ucraniano Taras Shevchenko idealizó la autenticidad de este estilo de vida, así como la rebeldía y el amor a la libertad de su pueblo. Por ejemplo, su poema épico de 1841, Jaidamakas, celebraba la revuelta de campesinos insurgentes contra los grandes señores polacos y sus administradores judíos. En la Galitzia austriaca, el escritor socialista Ivan Franko escribía relatos populares sobre los diligentes trabajadores de la industria petrolera que eran engañados por sus jefes judíos. La imagen del judío indolente que explotaba a los campesinos y se burlaba del cristianismo era un tema recurrente en el folclore eslavo. Un mito popular narraba cómo los judíos empeñaban las llaves de las iglesias u otros objetos sagrados. Se acusaba a los administradores de bienes inmuebles y a los prestamistas judíos de estar empobreciendo a los campesinos al concederles créditos que nunca podrían devolver, y se culpaba a los taberneros judíos del alcoholismo de los campesinos. Pero, sobre todo, los judíos eran desconcertantes para los feligreses habituales, que se preguntaban por qué tenían unas prácticas tan raras y por qué rechazaban obstinadamente la verdad del Evangelio.¹⁸

    El folclore judío y su literatura, por su parte, también podía ser cruel y denigrante, a menudo retratando a los campesinos cristianos como mentecatos borrachos. Sholem Rabinovich, el escritor en lengua yidis más conocido como Sholem Aleichem, cuyas historias se sitúan principalmente en esas tierras, presentaba a unos judíos piadosos a los que describía como personas que vivían vidas apartadas en un ambiente hostil, satisfechos de que Dios hubiera creado a los judíos y a los ucranianos de manera diferente. Como dice su personaje más famoso, Tevye, el lechero, «Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, pero haríamos bien en recordar que hay diferentes tipos de semejanzas».¹⁹ En el mundo de Sholem Aleichem, los judíos prefieren los compartimentos de tercera clase donde «uno se puede sentir como si estuviera en casa» y en los que «sólo estamos nosotros, hermanos, los hijos de Israel».²⁰ En sus relatos, cada comunidad se dedica a lo suyo, interactuando en el muy controlado entorno del mercado, donde el dinero despersonaliza sus relaciones y «todo está entremezclado: goyim, caballos, vacas, cerdos, gitanos, carretas, ruedas, arneses y judíos de todo tipo».²¹

    Sin embargo, en tiempos normales, las relaciones entre judíos y cristianos eran pacíficas, a veces incluso amistosas. Los granjeros iban en sus carretas al pueblo para que les molieran el trigo en un molino propiedad de un judío o para que extrajeran el azúcar de sus remolachas en una fábrica judía. Vendían la harina y otros productos a comerciantes judíos que los llevaban al mercado y, mientras estaban en la ciudad, elegían algunas mercancías imperecederas de las tiendas judías y quizás parasen en una herrería judía para ajustar las herraduras a los cascos del caballo o reparar un instrumento de cocina. Los zapateros, sastres, toneleros, vidrieros y dueños de pequeños negocios judíos se arremolinaban en la plaza del mercado y en las fangosas calles de sus alrededores, mientras que los ciudadanos ucranianos normalmente vivían más lejos, cerca de los campos, huertos y pastos. En el este, los judíos compartían espacio urbano con burócratas rusos y personal militar acuartelado en la ciudad; en el oeste, con nobles polacos, muchos de los cuales estaban empobrecidos a pesar de su distinguido origen. El desarrollo de las grandes fábricas durante los primeros años del nuevo siglo también atrajo a un creciente número de ucranianos a las ciudades; normalmente trabajaban junto a empleados judíos y volvían a sus pueblos en verano para ayudar en las cosechas de la estación.

    Los europeos occidentales tendían a considerar económicamente atrasada a esta parte de Europa. Muy poco industrializada, dependía en gran medida del grano de la famosa zona de las Tierras Negras, que se extiende por el este hacia Rusia a lo largo de las provincias meridionales de Volinia y Kiev.²² La generosidad de la tierra desincentivaba la innovación agrícola. Permitía a los campesinos mantener el antiguo sistema de rotación de tres campos: arar con bueyes, cosechar con guadaña y trillar a mano.

    Sin embargo, la construcción de ferrocarriles y el desarrollo de las industrias de jabón, cuero y sebo transformaron las decrépitas ciudades mercantiles y los centros administrativos regionales por donde pasaban los trenes en ciudades bulliciosas y crearon una nueva clase de industriales judíos adinerados. A finales de siglo surgieron fábricas de tabaco y azúcar de remolacha en toda la provincia de Kiev, muchas de las cuales llevaban los nombres de sus propietarios judíos: Kogan, Rotenberg, Shishman. La creciente disparidad entre ciudad y campo impulsó un movimiento revolucionario que surgió entre los intelectuales urbanos y los obreros industriales y rápidamente se extendió a las masas rurales. La Gran Guerra intensificó el creciente malestar, destruyendo cosechas, desmoralizando a los pueblos y desestabilizando a las familias. Pero los revolucionarios, después de la guerra, prometían la redistribución de la tierra, que pertenecía principalmente a los nobles polacos, entre los campesinos ucranianos que la cultivaban, y esto era lo que más entusiasmaba a las gentes del campo.

    Mientras, al final de la Gran Guerra, los grandes imperios plurinacionales se derrumbaban, emergió una República Popular Ucraniana que prometía una distribución justa de la tierra y autonomía para las minorías nacionales de la región, un compromiso celebrado por los judíos de todo el mundo. Pero la región se enredó enseguida en un conflicto hostil a menudo denominado, de manera simplista, guerra civil. Distintos defensores de la independencia ucraniana tenían que vérselas con anarquistas, señores de la guerra y milicias independientes al mismo tiempo que luchaban contra el Ejército Blanco que intentaba preservar una Rusia unida, contra el Ejército Rojo que trataba de establecer un imperio bolchevique global y contra un ejército polaco que pugnaba por recuperar sus fronteras históricas. En esta guerra, que comenzó en 1918 y terminó en 1921, alrededor de un millón de ucranianos murieron como consecuencia de las hambrunas, las enfermedades y la violencia militar.²³ A estas bajas hay que añadir unos seiscientos mil soldados zaristas muertos en el frente durante la Gran Guerra y más de dos millones de soldados y civiles de todo el Imperio ruso que murieron por enfermedades.²⁴ Entre 1914 y 1921, Ucrania perdió casi el veinte por ciento de su población.²⁵ La turbulenta historia de esta región se refleja en las denominaciones que le dieron los académicos: «Tierras Sangrientas» «zona de dispersión de imperios», «las tierras intermedias» o «el no-lugar».²⁶

    Como sucede con todas las guerras en las que no hay frentes bien delimitados, el enemigo, cuya identidad variaba cada semana, podía estar en cualquier parte y, a menudo, se imaginaba que estaba en la retaguardia, escondido entre la población civil. Se habían extendido las acusaciones y rumores de colaboracionismo, lo que impulsaba a las personas a rodearse de quienes les eran más cercanos y a denunciar a quienes percibían como diferentes. Influenciada por los periódicos, los tabloides y las proclamas oficiales, gran parte de la población culpaba a los judíos de acaparar el pan, importar ideas hostiles, simpatizar con el enemigo y conspirar contra la nación. A veces, sobre todo en momentos de cambio de régimen, estas tensiones acababan en violencia, a menudo encabezada por veteranos de guerra y desertores habituados al combate e incapaces de adaptarse a la vida civil.²⁷

    Los pogromos que derivaron de todo ello fueron públicos, participativos y rituales. A menudo ocurrían en una atmósfera carnavalesca de borrachos cantando y bailando; la masificación permitía disolver las responsabilidades, atrayendo a gente corriente y a ciudadanos honrados que en otras circunstancias no se hubieran sumado a estos procesos. La frecuente participación de vecinos y conocidos, clientes de confianza y amigos de la familia era lo que más irritaba a las víctimas, provocando en ellas un sentimiento de impotencia y extrañamiento, un trauma que duró más que sus heridas físicas. Al perpetuarse el conflicto, la violencia se hizo más organizada y metódica, y fue llevada a cabo por unidades militares que actuaban obedeciendo órdenes directas. Estos reiterados ataques no tenían ninguna finalidad militar, sino que más bien expresaban la idea de que la población civil judía era una amenaza para la existencia del nuevo orden político, social y económico. Los ataques supusieron una gran traición para las angustiadas víctimas, que habrían esperado que el ejército las defendiese y restaurase la ley y el orden.

    Los judíos no eran la única minoría étnica o religiosa perseguida; los armenios, los menonitas, los tártaros musulmanes de Crimea y los propios ucranianos también sufrieron enormemente. Pero sólo los civiles judíos eran señalados como culpables por casi todo el mundo. Los bolcheviques los despreciaban por ser nacionalistas burgueses, los nacionalistas burgueses los consideraban bolcheviques, los ucranianos los veían como agentes rusos, los rusos sospechaban que eran simpatizantes de los alemanes y los polacos dudaban de su lealtad a la recién fundada República Polaca. Dispersos en núcleos urbanos y poco concentrados en los territorios adyacentes, los judíos eran incapaces de articular una demanda verosímil de soberanía. Se encontraban en todos los ámbitos del conflicto, aliados con el grupo que tenía más posibilidades de mantener la estabilidad y asegurar la protección de su comunidad. En consecuencia, ningún partido confiaba plenamente en ellos. Independientemente de las inclinaciones políticas, siempre había un judío al que culpar.

    Este libro se divide en cinco partes. La primera trata de los antecedentes, centrándose primero en la historia de la violencia antisemita en el Imperio ruso y en el impacto de la Gran Guerra en ella, incluyendo el trato dado a los judíos durante la ocupación rusa de la Galitzia oriental y las expulsiones masivas de los judíos de la zona de guerra. Después, se ocupa de la Revolución rusa de 1917, del establecimiento del estado independiente de Ucrania (con su promesa de autonomía para todas las minorías nacionales) y de las negociaciones con los bolcheviques para el final de la guerra. Acaba con la caída del Imperio austrohúngaro en noviembre de 1918, cuando coincidieron en Lwów las declaraciones de independencia de los ucranianos y de los polacos, y las unidades militares polacas aprovecharon la caótica situación para perseguir a civiles judíos, lo que se convirtió en el prototipo de una nueva clase de pogromo.

    La segunda parte ofrece un análisis detallado de algunos de los 167 pogromos documentados que tuvieron lugar durante los tres primeros meses de 1919 en las provincias de Volinia y Podolia. En estos pogromos, las milicias que funcionaban como parte del ejército de la República Popular de Ucrania cometieron o autorizaron ataques a civiles judíos. El pretexto para tales ataques fueron las acusaciones o rumores de que los judíos estaban planeando una revolución para instaurar un gobierno bolchevique. Pero los jefes militares también estaban motivados por un deseo de saqueo, ya que creían que los judíos estaban acaparando bienes en sus hogares y lugares de trabajo. Una vez rota la apariencia de orden público, los ciudadanos corrientes se unieron a los expolios, y la ciudad se acostumbró a la violencia antisemita. Posteriormente, trabajadores humanitarios judíos iniciaron una campaña con el fin de documentar esta violencia para la posteridad, recogiendo testimonios con la esperanza de poder, algún día, perseguir a los culpables.

    En abril de 1919, la República Popular de Ucrania prácticamente había sido derrotada por el Ejército Rojo bolchevique. Sin embargo, señores de la guerra insurgentes que ocuparon el vacío de poder controlaban extensas zonas de la región. Motivados por la avaricia y el deseo de poder, aterrorizaron a su paso a las poblaciones judías. La tercera parte del libro se ocupa de algunos de los trescientos siete pogromos documentados provocados por estos señores de la guerra, cuando la violencia antisemita se extendió por toda la región y los campesinos se levantaron contra sus vecinos judíos con horcas y pistolas. Nos centraremos después en la literatura de la memoria y en la ciudad de Slovechno, que tuvo su propio señor de la guerra local, capaz de enemistar a los vecinos entre sí. Terminaremos en París, donde polacos y ucranianos debatieron sobre las causas de los pogromos con los judíos, que buscaban reconocimiento internacional.

    La cuarta parte se centra en la victoria de los bolcheviques sobre sus más temibles adversarios, el Ejército de Voluntarios rusos blancos y el Ejército de la República de Polonia, y sobre los últimos núcleos de resistencia campesina. A finales del verano y durante el otoño de 1919, el Ejército Blanco hizo importantes incursiones en Ucrania, amenazando temporalmente el poder bolchevique en la región y alentando la posibilidad de un Imperio ruso restaurado. Los rusos blancos, cuyas filas estaban formadas por voluntarios procedentes del extinto ejército zarista, profesaban un odio acérrimo a los bolcheviques y creían fervientemente que los judíos eran los responsables de la revolución. Adoptaron una táctica de tierra quemada en los doscientos trece pogromos documentados que llevaron a cabo y dejaron a su paso un reguero de propaganda antisemita. Pero la derrota de los blancos no terminó con el desorden. Por ejemplo, después de años de intensa violencia en la ciudad de Tetiiv, campesinos armados encerraron a los judíos de la localidad en una sinagoga y la quemaron. En su intento final de conseguir la supremacía militar en la región, los bolcheviques tuvieron que luchar contra una invasión de los polacos antes de lograr regresar a las puertas de Varsovia gracias, en gran medida, a los esfuerzos de la Caballería Roja. De nuevo, esta sección pone de manifiesto que la tolerancia general respecto de la violencia aumentó con cada episodio, hasta que los bolcheviques fueron finalmente capaces de asegurar el control de la región, consiguiendo el monopolio del uso de la fuerza y poniendo fin a los pogromos.

    La parte final del libro examina las consecuencias globales de los pogromos, y en ella se sostiene que la crisis de refugiados contribuyó a la escalada de las políticas de extrema derecha en Europa, ya que el miedo mundial al bolchevismo se vinculó estrechamente a la migración judía. La memoria colectiva de los pogromos polarizó aún más las relaciones entre judíos y ucranianos. En la nueva Unión Soviética, los tribunales revolucionarios ejecutaron sumariamente a líderes campesinos acusados de bandolerismo y actividades contrarrevolucionarias; fanáticos de las ciudades invadieron los pueblos de Ucrania, arrebatando las tierras a los campesinos y las iglesias a los fieles; y las brigadas soviéticas requisaron a la fuerza grano y ganado a los campesinos hambrientos. Todo esto intensificó la animadversión hacia el nuevo gobierno y hacia los judíos, a quienes se culpaba de esos excesos. En el último capítulo se analizan los pogromos que los alemanes instigaron en su invasión de junio de 1941, y se muestra cómo los nazis aprovecharon la memoria local, inspirándose en los patrones de violencia existentes, y rentabilizaron la asociación popular entre judíos y bolcheviques para emprender una nueva y última ronda final de masacres.

    Nota sobre las fuentes, números,

    fechas y nombres de lugares

    Conocemos los pogromos gracias a los heroicos esfuerzos de los trabajadores humanitarios, abogados y activistas comunitarios. Mientras se apresuraban a prestar asistencia médica, reubicaban a los refugiados, se ocupaban de los necesitados y señalaban a los responsables, también tenían en cuenta las implicaciones históricas de la violencia que se estaba llevando a cabo a su alrededor. «Esto no puede silenciarse», declaró el Comité Central de Ayuda a las Víctimas de los Pogromos en una circular distribuida ampliamente por toda Ucrania y también a la prensa en yidis. «Debéis contar y dejar testimonio de todo. Cada judío que venga de una ciudad afectada debe informar de lo que ha visto para que no se pierdan las pruebas».¹ La población judía respondió de manera activa, produciendo decenas de miles de páginas de testimonios e informes en los días y años posteriores a la violencia. Mediante un análisis a fondo de estos materiales, este libro no sólo narra la historia de los pogromos, sino que rinde homenaje a la extraordinaria labor de aquellos que la documentaron.

    En agosto de 1914, un grupo de industriales y banqueros judíos rusos creó el Comité Judío de Ayuda a las Víctimas de la Guerra, una asociación voluntaria de ayuda para coordinar la distribución de apoyo a las víctimas judías de la guerra y para ayudar a reasentar a los refugiados.² El comité, que contaba con fondos de asociaciones filantrópicas privadas y del gobierno ruso, actuaba como organización coordinadora, supervisando a múltiples organizaciones de beneficencia y sociedades de autoayuda judías anteriores a la guerra. Cuando el catastrófico impacto de la guerra en las comunidades judías de la frontera se hizo más que evidente, el comité amplió su alcance. Bajo la dirección del trabajador humanitario y activista socialista sionista Nokhem Gergel, proporcionó empleo a cientos de personas como sanitarios, profesores, abogados o trabajadores humanitarios que fueron ubicados en trescientas veinticinco localidades del Imperio ruso.³

    En enero de 1919, cuando los pogromos empezaron a desbancar a la guerra como motivo de preocupación más inmediato para las agencias humanitarias, Gergel y otros trabajadores humanitarios crearon en Kiev el Comité Central de Ayuda a las Víctimas de los Pogromos, para ayudar a los «miles de huérfanos, cientos de viudas, ciudades y pueblos diezmados y mujeres violadas».⁴ El comité dependía en su mayor parte de la filantropía privada: «Que cada comunidad organice su propio comité para recolectar dinero y que envíe lo recolectado al Comité Central», decía su circular. «Todo judío tiene la obligación de contribuir, y nadie debería negarse».⁵

    Cuando empeoró la situación política en la región, a principios de la primavera de 1919, las luchas internas entre las organizaciones judías y los partidos que apoyaban al comité obstaculizaron su trabajo. En mayo, los bolcheviques prohibieron al Comité Central actuar en las zonas que estaban bajo su control y, en su lugar, destinaron las ayudas a su propio Comité de Ayuda a las Víctimas de la Contrarrevolución. La Cruz Roja rusa también creó un Comité de Ayuda a las Víctimas de los Pogromos.

    El Comité Central de Gergel, que continuó actuando en regiones donde los bolcheviques no habían consolidado su dominio, se centró principalmente en documentar las evidencias de los pogromos. Bajo su auspicio, el historiador Elye Tsherikover, el especialista en filología yidis Nokhem Shtif y el demógrafo Jacob Lestschinsky –que ya habían desempeñado previamente un papel activo en las políticas socialistas y sionistas judías– crearon un Comité Editorial para Recopilar y Publicar Materiales sobre los Pogromos de Ucrania.⁶ El comité recogió testimonios de primera mano de víctimas y testigos, protocolos de varias comisiones, memorias, declaraciones oficiales, órdenes militares, recortes de prensa, listas de víctimas y fotografías. También envió cuestionarios a funcionarios locales –rabinos, sociedades funerarias y organizaciones humanitarias– pidiendo detalles biográficos de aquellos cuya muerte se podía confirmar, así como declaraciones de los supervivientes.⁷ Las respuestas abarcaban desde garabatos de unas pocas líneas contando una experiencia personal hasta minuciosos informes escritos a máquina que ocupaban docenas de páginas e incorporaban numerosas perspectivas y relatos de testigos. Escritos en el periodo inmediatamente posterior a los hechos, algunos expresaban directamente las emociones o estaban redactados para intensificar las reacciones apasionadas;

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