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Con Zapatos de Fiesta... en las Nieves de Siberia
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Con Zapatos de Fiesta... en las Nieves de Siberia
Libro electrónico452 páginas6 horas

Con Zapatos de Fiesta... en las Nieves de Siberia

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Reseña del editor:


El libro de Sandra Kalniete constituye un elocuente y conmovedor testimonio de la vida de su familia y de toda la nación letona: de su destino compartido durante más de cincuenta años de ocupación. Es un férreo alegato en contra de la inhumana represión perpetrada por Unión Soviética y la Alemania Nazi. Pero, sobre todo, es una historia de supervivencia humana.


Con zapatos de fiesta en las nieves de Siberia es el libro más traducido de la historia reciente de Letonia.


Biografía del autor:


Sandra Kalniete (Togur, 22 de diciembre de 1952) nació en Siberia de padres letones deportados por el régimen soviético. Sólo en 1957, tras la muerte de Stalin, tanto ella como su familia pudieron regresar a Letonia. Aunque es licenciada en historia del arte, Kalniete ha dedicado la mayor parte de su vida a la diplomacia y a la política. A finales de la década de 1980 y principios de la de los noventa, como vicepresidenta del Frente Popular de Letonia, participó activamente en el movimiento por la independencia de su país. Entre sus múltiples cargos de responsabilidad, Sandra ha sido embajadora de Letonia en las Naciones Unidas, en Francia y en la UNESCO. En 2002, fue nombrada Ministra de Asuntos Exteriores de Letonia y, en 2004, se convirtió en la primera Comisaria letona de la Unión Europea. Ha sido Diputada en el Parlamento Nacional, y ​​en dos ocasiones, en el Parlamento Europeo. Ha recibido numerosas distinciones letonas y extranjeras por su labor.


Críticas:


Hasta que leí este libro, desconocía la existencia de Letonia y los estragos de las sucesivas ocupaciones que ha sufrido una nación aparentemente olvidada por Dios y la humanidad. Una conmovedora historia que se lee como una novela.


Gran Premio de los lectores Elle 2004.


El libro de Sandra Kalniete es un documento ineludible escrito con inteligencia y sentimiento a partes iguales. Una lectura obligada para todo aquel mínimamente interesado en la historia reciente de Europa.


Svenska Dagbladet


La ex ministra de Asuntos Exteriores de Letonia ha escrito una conmovedora historia familiar que ayuda a llenar los vacíos en la conciencia histórica de Europa.


Der Tagesspiegel


Del Gulag a Bruselas: un viaje sin precedentes.


Il Corriere della Sera


El libro de Sandra Kalniete cumple con creces los exigentes criterios que el lector contemporáneo establece con respecto a la narración de acontecimientos humanos insólitos, desplegando una sobrecogedora visión que refleja oscuros sucesos hasta ahora desconocidos de la historia reciente.


Lidové noviny


A través de la historia de una familia, el libro nos presenta la Letonia del siglo XX. Una historia atroz marcada por tres ocupaciones: dos soviéticas y una nazi. Un emotivo relato de sufrimiento y dignidad que la autora ha querido legar a las generaciones futuras. Deseo que comparten todos los letones que, como la autora, vivieron en sus carnes este duro periodo de la historia.


Tokio News


El libro es un testimonio de condena a la brutal represión perpetrada por la Unión Soviética y la Alemania nazi, así como un llamamiento para que este injusto atentado contra los derechos humanos no se vuelva a repetir. A partir de sus recuerdos, la autora relata los horrores y tragedias sufridas por su familia. Su lenguaje audaz conduce al lector a través del laberinto de la memoria.


Albawaba News


Sandra Kalniete –política letona y miembro del Parlamento Europeo– nació en la taiga siberiana. En su libro nos muestra la guerra, el terror, los gulags, las infrahumanas condiciones de trabajo, el frío y el hambre, pero también la complejidad de las relaciones familiares, los

IdiomaEspañol
EditorialLasītava
Fecha de lanzamiento12 mar 2019
ISBN9789984899718
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    Con Zapatos de Fiesta... en las Nieves de Siberia - Sandra Kalniete

    1957.

    MIS LAZOS FAMILIARES

    Ilze Emilija Dreifelde

    Ligita Dreifelde¹

    Aleksandrs Kalnietis

    Milda Kalniete

    Aivars Kalnietis

    Arnis Kalnietis

    Sandra Kalniete

    PRELUDIO

    Cuentan que en agosto de 1939, la puesta de sol convirtió el Báltico en un mar de sangre. Las ancianas tenían los atardeceres teñidos de rojo por un signo de mal agüero. Lo que esta superstición encierre de verdad o fantasía hoy es difícil de saber. Tampoco es algo relevante, pues la memoria de un pueblo filtra y complementa hechos y circunstancias a su antojo en función de su devenir histórico. Europa se encontraba en el umbral de la guerra; tiempo después, al echar la vista atrás, la gente interpretaría este hecho como una señal que predecía la guerra más sangrienta de la historia de la humanidad.

    Me gustaría creer que también el atardecer del 23 de agosto de 1939 se había teñido de sangre. La gente había pasado la jornada en calma. Era un día inusualmente cálido para finales de agosto. El sol y el viento del sureste habían caldeado el aire hasta los 23 grados. La recolección de los cultivos estivales casi había terminado y los campesinos se mostraban satisfechos por la buena cosecha. El agua del mar Báltico estaba tibia como la leche y la gente disfrutaba intensamente de los últimos destellos del verano. Algunos se divertían nadando en el mar, otros trabajaban en el campo o recogían setas en el bosque. El día anterior, el periódico se había hecho eco de la noticia de que la URSS y Alemania estaban preparando un pacto de no agresión²; sin embargo, la verdadera esencia de esta información pasó desapercibida para la gran mayoría de la gente. En la prensa habían aparecido voces que alertaban del alarmante cambio en la relación de fuerzas en Europa y de la amenaza que ello significaba para la seguridad de los países Bálticos; con todo, junto a estas informaciones también podían leerse comentarios tranquilizadores por parte de la URSS y de Alemania señalando que «…este pacto no amenaza la soberanía y la independencia de los países Bálticos...» y que «…el Pacto de no Agresión únicamente podía traer consecuencias favorables…»³. Por vía diplomática llegó a Riga el rumor de que el pacto Ribentropp-Molotov contenía un acuerdo secreto, pero nadie lo confirmaba. Con el tiempo, después de la guerra, cuando los Estados Unidos de América encontraron documentos adicionales a este protocolo en los archivos del Ministerio de Asuntos Exteriores de Alemania y estos fueron presentados en el Tribunal Internacional de Núremberg, el mundo supo que ambas potencias habían acordado repartirse los países de Europa: Letonia, Estonia y Lituania pertenecerían a la esfera de la URSS⁴. Siete días después de firmarse el pacto, la Alemania nazi atacó Polonia. Mientras los aliados acallaban su conciencia preguntándose «¿por qué morir por Danzig?»⁵ la Unión Soviética se preparaba para extender su brazo armado y apoderarse de Letonia, Estonia, Lituania, la parte oriental de Polonia, Besarabia y Finlandia.

    Ni mi padre ni mi madre recuerdan el 23 de agosto como un día especialmente señalado en sus vidas. Mi madre tenía doce años y nueve meses, mi padre apenas había cumplido los ocho. ¿Y mis abuelos, qué pensaban sobre todo aquello? ¿Entendían que la guerra era inevitable o, como cualquier ciudadano de a pie ajeno a la política, esperaban que todo se resolviera y no tener que volver a vivir en carne propia los horrores de la Primera Guerra Mundial?

    Peteris Kaimins en el frente Austro-Húngaro. 1914.

    Los letones habían sufrido hasta la extenuación los estragos de aquella guerra, puesto que Letonia fue durante cuatro años el escenario del campo de batalla en el que las tropas del Zar ruso se habían enfrentado con las del Káiser alemán. Todos sufrieron: las personas, los animales y la tierra. Los letones huyeron a millares hacia Rusia central e incluso más lejos, a Siberia y Altai. La familia de mi abuela paterna, Milda, vivía en aquel entonces en San Petersburgo, porque mi bisabuelo Peteris Kaimiņš, gracias a su elevada estatura y a su buen porte, se había ganado el privilegio de servir en el Regimiento de la Guardia de Semjonovsk, unidad que ostentaba el honor de proteger a la familia del Zar. Mi bisabuelo había combatido en la guerra ruso-japonesa, y ahora, por segunda vez, tenía que volver a combatir por el Zar Nicolás, dejando a su hija Milda de seis años y a su hijo Voldemārs de diez al cuidado de su esposa Berta Matilde. Desde los primeros días de la guerra, Peteris Kaimiņš fue enviado a la frontera austro-húngara. En el archivo de la familia se conserva una fotografía muy entrañable que Peteris había remitido a su pequeña Milda, mi abuela: «Guárdala hasta que seas mayor, así recordarás que tu padre fue soldado y combatió contra un enemigo feroz. Cien besos para ti». Esta fotografía no sería el único recuerdo que mi abuela Milda conservara de su padre; a diferencia de lo que les sucedió a otros miles de niños europeos, Peteris tuvo la inmensa suerte de salir ileso también de aquella guerra y regresar con su familia. De mi abuelo paterno, Aleksandrs, sólo sabemos que era huérfano, lo más probable es que hubiera perdido a sus padres durante la Primera Guerra Mundial. Desde su boda en 1912, los padres de mi madre, Emilija y Jānis Dreifelds, vivían en Rusia, cerca de San Petersburgo, donde mi abuelo tenía su propio negocio. Así, durante la Primera Guerra Mundial, las dos ramas de mi familia, sin saber de su mutua existencia, se encontraban en la misma región del vasto imperio ruso. Tras el golpe de estado perpetrado por los bolcheviques en 1917 y la consiguiente nacionalización de sus propiedades, la familia Dreifelds retorna a Letonia en 1919. La familia Kaimiņš también regresa sana y salva para establecerse en la devastada Riga un año más tarde.

    La familia Kaimiņš en la década de 1930 (Pēteris, Voldemārs y Milda)

    Mis abuelos maternos no podían rehuir las amenazadoras señales que presagiaban la repetición de este ciclo de la historia. Aunque sin duda la amarga experiencia del conflicto armado, indeleble en la memoria de ambos, reaparecía vívida en sus mentes una y otra vez con sus caóticas imágenes de devastación, Emilija y Jānis hacían todo lo posible por alejar este inquietante pensamiento. El verano de 1939 fue realmente hermoso. Nadie deseaba ocupar su tiempo con pensamientos aciagos. Al atardecer Emilija tomaba del brazo a su esposo y ambos disfrutaban de un apacible paseo a orillas del mar. Sus hijos Voldemārs, Arnolds y Viktors vivían por su cuenta. Aunque su hija Ligita los seguía acompañando de vez en cuando en sus paseos, su esbelta figura y la hermosura de su rostro ya evidenciaban que la chiquilla empezaba a transformarse en mujer. La mente de mi madre se abría a un mundo multicolor de infinitas posibilidades que la embriagaban y tentaban a la vez que la llenaban de inquietud. Observando los cambios en su hija, Jānis y Emilija intentaban no pensar en la guerra que ya se había iniciado en la vecina Polonia. Se tranquilizaban diciéndose que aquella guerra no afectaría a Letonia y menos aún a su niña.

    En 1939, mi padre, Aivars, era un vivaracho chiquillo de ocho años que, como todos los veranos, pasaba las vacaciones con su abuela Berta Matilde Kaimiņš. A raíz del fallecimiento de su esposo, ella continuó arrendando unas tierras no lejos de Riga, en Jumpravmuiža, y se ganaba la vida cultivando remolachas azucareras. El muchacho peleaba con los maliciosos gansos del vecino, libraba impetuosas batallas con sus amigos y, esporádicamente, cuando conseguía que algún adulto lo acompañara, iba al río Daugava a darse un chapuzón. Sin embargo, la verdadera pasión de Aivars era la lectura. Cuando lograba apoderarse de la novela de moda, se escondía detrás del establo y se sumergía en la trama del relato. La abuela Matilde ya podía llamarlo de mil maneras diferentes, el chico, simplemente, no aparecía.

    En comparación con la vida de mi madre, Ligita, la infancia de mi padre estuvo llena de penurias. Su padre había muerto de pulmonía antes de que él naciera y su madre, Milda, era el único sostén de la familia. Milda era una mujer independiente, de ideas modernas que, a diferencia de muchas mujeres de su tiempo, había recibido una buena educación. Recuerdo con qué orgullo mi abuela me contaba que en la escuela fue la única alumna cuyos padres habían solicitado que la eximiesen de la asignatura de religión. Esta manera de ser de mi bisabuelo, Pēteris Kaimiņš, de ir contracorriente, siempre me ha encantado. Semejante postura era poco común y más si cabe viniendo de una persona que se ganaba la vida como zapatero. Era un visionario que se negaba a someterse a los estereotipos e imposiciones de la vida; un hombre que, en esencia y a su manera, fue capaz de salirse de la horma a la que le constreñía su humilde profesión. Una vez concluidos sus estudios de primaria, Pēteris continuó formándose por su cuenta, convencido de que la educación era la única vía para salvar a la humanidad. Deseaba encarecidamente que sus hijos estudiaran. Sin embargo, cuando Milda terminó la escuela secundaria, la situación económica de la familia se había vuelto tan precaria que le fue imposible mandar a su hija a la universidad, como había hecho con su hijo. La joven aceptó su destino sin rechistar y se convirtió en enfermera. Estaba contenta, porque había seguido su verdadera vocación y el trabajo le resultaba gratificante. En el hospital, mi abuela Milda conoció a su segundo marido, Aleksandrs.

    Fue el clásico romance de novela, la historia del paciente que, agobiado por la monotonía de su convalecencia, se enamora de la enfermera. Todavía hoy me pregunto cómo Aleksandrs pudo sentirse atraído por mi abuela, vestida como andaba con el preceptivo uniforme azul claro y la cabeza cubierta con una pañoleta blanca que recordaba a la una de monja. Era tan menuda que, de aquella guisa, más que una mujer en la treintena parecía una adolescente. Aleksandrs debía de tener una imaginación desbordante para vislumbrar los atributos que albergaban el sobrio vestido y el sencillo delantal. El atuendo camuflaba sus redondeadas caderas y escondía lo que ella consideraba su mayor atractivo: unas hermosas y torneadas piernas. Y mi abuela Milda sabía mostrarlas con gran sutileza. Sentada, con la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás, cruzaba las piernas y se subía discretamente el vestido hasta dejar al descubierto unas tentadoras y bien formadas rodillas. Finalmente, sólo le quedaba mecer la pierna con delicadeza para lucir su diminuto pie embutido en un precioso zapato y disfrutar del resultado de aquel grato momento. La respuesta no tardaba en llegar. Aunque mi abuela no era una mujer guapa, poseía un gran sex appeal y atraía a los hombres como un imán. Por supuesto, el hospital no era un lugar adecuado para coquetear; esto lo tenía muy en cuenta, y allí se limitaba a cumplir su papel de abnegada, parlanchina y hábil enfermera. Es posible que Aleksandrs se sintiera atraído por sus ojos, cuya belleza ni siquiera se veía alterada por la pañoleta que le cubría la cabeza. Eran unos grandes ojos azules, con un brillo especial, ostensible para todo aquel a quien Milda dirigiera su mirada. La luz que emanaba de sus ojos la acompañaría hasta el último instante de su atribulada vida. Lo cierto es que Aleksandrs estaba cautivado.

    Foto de Aleksandrs y Milda Kalnietis el día de su boda en 1937

    Al principio, Milda se mostraba recelosa ante sus insinuaciones amorosas, pero mi abuelo no se rindió y, pese a las reticencias iniciales de ella, se mantuvo firme en sus intenciones. Para no mostrarse demasiado insistente, Aleksandrs la observaba discretamente, parapetado tras un periódico en el que había hecho un pequeño agujero que le permitía captar cada uno de los movimientos de su pretendida. Poco a poco, Aleksandrs, a quien no le faltaba elocuencia, logró conquistar a Milda. Finalmente, se casaron en 1937. El corazón de Milda se desbocó cuando su marido expresó su disposición a adoptar a su hijo, cosa que hizo nada más casarse. Así fue como mi padre se convirtió en Aivars Kalnietis y empezó a llamar papá a Aleksandrs, pues no había conocido otro padre. Aunque no soy descendiente directa de Aleksandrs, siempre le he considerado mi abuelo, porque he heredado de él un hermoso apellido que perpetúan mi hijo Jānis y mi nieto Armands. Pero, volviendo a la historia de mis abuelos, a los recién casados no tardó en nacerles un hijo al que llamaron Arnis,  con cuya llegada terminó el reinado de Aivars en el corazón de su madre.

    En agosto de 1939, la política era lo último que interesaba a mis abuelos paternos. Aleksandrs tenía un carácter irascible y Milda se caracterizaba por llevarle sistemáticamente la contraria; los celos patológicos de su marido eran algo que mi abuela, una mujer independiente y muy sociable, no podía soportar. Como casi todos aquellos que en su infancia han disfrutado a manos llenas del amor de sus padres, ella no entendía que detrás de las manifestaciones de prepotencia y egocentrismo de Aleksandrs se escondiera un pequeño y tímido niño, cuyo corazón nunca terminaría de superar la sensación de miedo y abandono que lo invadió en su infancia al quedarse huérfano. Aleksandrs quería a Milda sólo para él y entraba en pánico cada vez que su esposa se alejaba. Aplacaba su miedo bebiendo más de la cuenta, cosa que, por supuesto, a Milda no le gustaba lo más mínimo. Además, Aleksandrs le hacía pagar muy caro sus infidelidades imaginarias y la acusaba injustamente de todos los pecados del mundo. Con una pasión vehemente e inusual para la pacífica mentalidad letona, ambos se enzarzaban en acaloradas discusiones en las que cada uno trataba de imponer al otro su verdad. Estas conflictivas escenas tenían lugar en presencia de Aivars, cuyo desconsolado corazón rebosaba de amor hacia su madre al verla tan injustamente maltratada.

    Mis abuelos, como tantos otros, arrullados por la tranquila calma que imperaba en el régimen patriarcal del presidente Kārlis Ulmanis, e inmersos en la ferviente actividad social y cultural del país, preferían hacer caso omiso de los pequeños y grandes acontecimientos que, a raíz del pacto firmado entre la Alemania nazi y Rusia y el ataque alemán a Polonia, anunciaban la inminencia del desastre. El patético liderazgo del presidente Ulmanis y sus soflamas sobre el «letonismo», la perseverancia de los letones en el trabajo y la neutralidad del país, irritaban sobremanera a los intelectuales y a las fuerzas armadas. Ambos estamentos argüían que, precisamente, en dicha neutralidad se escondía la más grave amenaza para la independencia de Letonia. Había que elegir aliados y, en este punto, la élite gobernante estaba dividida. Unos abogaban por estrechar lazos con Alemania, otros tenían la esperanza de lograr el apoyo de Gran Bretaña y Francia; e incluso hubo un tercer grupo que osó plantear un reacercamiento a la Unión Soviética. Sin embargo, esta última propuesta no tuvo mucho predicamento entre la gente, pues el pueblo letón, que nunca olvidó las atrocidades perpetradas por los bolcheviques en 1919, sentía un miedo cerval hacia la Unión Soviética. Tras la firma del pacto Ribentropp-Molotov, el momento de escoger aliados había pasado, y el 1 de septiembre de 1939 Letonia no tuvo más remedio que declararse neutral.

    En septiembre de 1939, Estonia se vio obligada a plegarse a la exigencia de la URSS de instalar bases militares soviéticas en su territorio. El 2 de octubre, Letonia recibe una petición similar. Tras varios días de conversaciones, el ministro letón de asuntos exteriores, Vilheims Munters, cede a las presiones de Stalin y Molotov y suscribe el Pacto de Asistencia Mutua entre Letonia y la Unión Soviética. Dicha asistencia, según la interpretación de los soviéticos, significaba que: «la URSS tenía el derecho de establecerse a sus expensas y con un número limitado de efectivos, tanto de tierra como de aire, en las áreas designadas a tal efecto como bases militares y aeropuertos»⁶. Poco tiempo después 21.000 soldados del Ejército Rojo –un número ligeramente inferior al que sumaban todos los efectivos del conjunto de las fuerzas armadas letonas⁷– cruzaron a Letonia.Mi madre recuerda cómo, tras la firma de este convenio, el director de su colegio, el señor Urpēns, había convocado a los alumnos de los cursos más avanzados y, en un interminable discurso, había tratado de explicarles las razones por las que se permitía a los soldados soviéticos instalarse en Letonia, insistiendo una y otra vez en la necesidad de que los estudiantes se mostraran cordiales con ellos. ¡Pobre director! El hombre, como todos los demás directores de escuela, tenía que encontrar palabras para explicar lo inexplicable. Al principio los soldados soviéticos se comportaban de forma discreta y apenas se notaba su presencia fuera de los territorios que tenían asignados. La alarma inicial se aplacó y la gente volvió a su rutina diaria. ¿Acaso era Letonia la única nación que tenía bases militares de una gran potencia en su territorio? Sin duda esta no era una razón suficiente para iniciar una guerra. Tal vez aún pudiera evitarse. Se introdujeron algunas restricciones que afectaban a la venta de productos alimenticios. Las materias primas empezaban a escasear en las fábricas. Los pasaportes para viajar al extranjero fueron anulados. Pero, por lo demás, la vida cotidiana conservaba su mágico encanto. Sólo los más perspicaces se dieron cuenta de que el país había perdido, de facto, su soberanía. Letonia se había convertido en un protectorado de la URSS.

    Foto: Ligita Dreifelde como estudiante de secundaria. 1938.

    La otra señal de mal agüero fue la repatriación masiva de los balto-alemanes que aconteció en noviembre⁸. El 6 de octubre, el Fürher, desde su tribuna del Reichstag, había hecho un llamamiento a los alemanes arios que vivían en Letonia y Estonia para que regresaran a su patria histórica. Los «barones bálticos» habían vivido durante generaciones en esta tierra, e incluso la habían gobernado hasta épocas recientes. Algunos de ellos aceptaron a regañadientes la política del joven estado letón que, anulando sus privilegios y expropiando sus latifundios mediante una de las reformas agrarias más radicales del mundo, los había despojado por completo de su poder económico⁹. Gracias a esta reforma, también Einis, Jānis y Karlis Gālinš, hermanos de mi abuela materna Emilija, recibieron la tierra que antaño había pertenecido a sus antepasados y que, en 1817, al abolirse en Kurzeme el derecho de herencia, había pasado a formar parte del feudo de Kapseda. Imagino la sensación de triunfo y felicidad que debieron de sentir los tres hermanos al arar el primer surco en unos campos que durante siglos habían trabajado sus ancestros, primero como siervos sin derechos y luego como jornaleros o aparceros. Ahora, el Fürher incitaba a los balto-alemanes a abandonar el país al que estaban unidos por profundos lazos personales. Sentían que Letonia era su patria, mientras que la Alemania nazi era para ellos un país extraño, una suerte de patria mítica por la que, más que amor, sólo podían sentir admiración. Con todo, muchos de ellos, con el corazón apesadumbrado, partieron. El 12 de diciembre de 1939, 45.000 alemanes habían abandonado Letonia¹⁰. La repatriación germana generó entre los letones reacciones muy diversas: mientras unos se limitaban a desearles un feliz viaje sin retorno, otros, sin embargo, comprendieron que lo que estaban haciendo era abandonar un buque que se hundía. En el liceo Dubulti, donde mi madre estudiaba, había varios alumnos alemanes. Uno de sus compañeros, Gunars Kreislers, se despidió de la clase con un contundente «¡Volveremos!». ¿Era esto una simple bravuconada o el joven se había limitado a repetir lo que había oído en su casa? El caso es que muchos de ellos sí volvieron en el verano de 1941, cuando el victorioso ejército alemán inició la segunda ocupación de Letonia. Ligita no presenciaría la invasión al estar ya de camino a Siberia.

    La instalación de las bases militares soviéticas y la repatriación de los balto-alemanes deberían de habernos puesto sobre aviso del peligro que se cernía sobre el país. Sin embargo, ni en la peor de sus pesadillas podía nadie imaginar que casi todo se había decidido ya en los pasillos del Kremlin: no sólo la gran puesta en escena de la revolución socialista con la consiguiente instauración del poder soviético, sino también la primera oleada de represiones en Letonia. De hecho, el destino de mi familia, así como el de otros deportados, se fraguó el 11 de octubre de 1939, tan sólo cinco días después de que se hubiera suscrito el Pacto de Asistencia Mutua con Moscú, cuando el Vicecomisario de seguridad de la URSS, Ivan Serov, firmó la orden n.º 001223, que establecía el procedimiento para la deportación de los elementos antisoviéticos en Lituania, Letonia y Estonia¹¹. El contenido de esta orden no aportaba nada nuevo ni original pues, desde su fundación, el NKGB o Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos¹² había ido «puliendo» este tipo de documentos hasta el más mínimo detalle. Bastaba con adoptar los esquemas que en el pasado habían dado buenos resultados, agregar las «especificaciones» locales, y el operativo para una nueva ola de represión estaba listo. Incluso a mí, tan habituada como estoy a la jerga ideológica y a la burocracia de la URSS, me impactó la brutal terminología de la orden: «armas listas para el combate, grupos de arresto, lugares de concentración, mecanismos de transporte, separación de los cabezas de familia, carga, descarga y transporte de la masa humana…». Un espantoso operativo que desenmascara por sí solo la naturaleza criminal e inhumana del régimen soviético.

    Seguramente nunca sabremos con certeza cuántas órdenes de esta misma índole se firmaron en Moscú en el otoño de 1939. También cabe pensar que, de no ser por la inesperada resistencia de Finlandia, que retrasó los planes de Moscú, posiblemente, la ocupación de los países bálticos se habría producido seis meses antes. A principios de octubre, la Unión Soviética había presentado a los finlandeses las mismas exigencias impuestas a Letonia, pero Finlandia rechazó de plano la instalación de bases militares vetando la entrada de soldados soviéticos en su territorio. Tan terminante negativa sorprendió al Kremlin. ¡El pequeño estado merecía un escarmiento que sirviera de ejemplo a los demás! Así, la URSS comenzó a prepararse para una intervención armada. Los rusos estaban convencidos de que bastaría con disparar unas cuantas salvas para que Finlandia capitulase, pero se equivocaron clamorosamente y su guerra relámpago fracasó. El Ejército Rojo, que había perdido a sus mejores oficiales durante las purgas estalinistas, estaba mal preparado para enfrentar una resistencia tan feroz. Con estupor y simpatía, el mundo entero contempló cómo, sin ningún apoyo externo, Finlandia resistió 105 días a un ejército infinitamente superior, hasta que el 13 de marzo de 1940 se vio obligada a capitular. Aunque la llamada Guerra de Invierno había concluido con la derrota de Finlandia, la verdadera derrotada fue la Unión Soviética al no lograr imponer su anhelada revolución socialista y, con ella, la preceptiva «solicitud» por parte del pueblo finlandés para que su país fuese incluido en la URSS. Finlandia pagó un alto precio por su independencia: 23.000 finlandeses murieron en combate¹³ y el diez por ciento de su territorio pasó a manos de Unión Soviética. El elevado número de víctimas y las secuelas de la Guerra de Invierno reforzaron la convicción entre los letones de que Letonia había hecho lo correcto al aceptar las exigencias de la URSS, salvando así al país de la aniquilación. Aunque el tiempo demostraría que este consuelo era falso, lo cierto es que en aquel momento nadie sospechaba que Letonia tendría que sobrevivir a tres ocupaciones consecutivas –soviética, alemana y, de nuevo, soviética–, ni que, inexorablemente, acabarían pagando con su sangre el precio de la invasión. En los albores de la guerra, Finlandia y Letonia eran países muy similares, aunque el nivel de vida de Letonia era algo más elevado. En 1991, cuando Letonia vuelve a formar parte de Europa una vez restablecida su independencia, Finlandia le llevaba cincuenta años de adelanto, exactamente los mismos que había durado la ocupación.

    LA OCUPACIÓN

    El lunes 17 de junio de 1940, Aivars, mi padre, se encontraba con su hermano y su madre Milda en Jumpravmuiža. Mientras su madre y su abuela esclarecían las remolachas azucareras, Aivars deambulaba despreocupado por la ribera del Daugava. Su hermano Arnis, todavía un lactante, retozaba sobre una manta extendida en la hierba. Era un día como tantos otros en Jumpravmuiža. Nada hacía presagiar que lo inevitable ya había sucedido: el ejército soviético había invadido Letonia. La madre de Milda y sus vecinos más cercanos no tenían radio en sus casas, en aquel entonces la única fuente de información disponible. De modo que aquella noche la familia se fue a dormir como de costumbre. Fue al día siguiente cuando se enteraron de las alarmantes noticias. Aivars había visto aterrizar varios aviones de la fuerza armada letona en los prados de Jumpravmuiža, y el niño, lleno de curiosidad, se acercó a la carrera para observar de cerca las máquinas voladoras. De boca de los propios pilotos, que charlaban agitados con unos lugareños, escuchó, por primera vez, que los rusos habían entrado en Riga, que en la plaza de la estación había tanques y que en el barrio Moscovita había gente desfilando con banderas rojas… Hoy, en la era de la información, cuesta entender que el 17 de junio de 1940 muchos campesinos en Letonia estuvieran en una situación similar a la de la familia Kanietis, y no supieran nada de los trágicos sucesos acaecidos en Riga. Ni siquiera la posibilidad de escuchar la radio les habría dado la verdadera dimensión de lo que estaba sucediendo, pues las emisoras ya estaban controladas por las fuerzas armadas soviéticas. Tampoco los periódicos daban detalles fiables de lo ocurrido.

    Cómo se desarrollaron los acontecimientos durante los días 16 y el 17 de Junio de 1940, se sabe hoy con relativa precisión gracias a documentos perfectamente clasificados e inventariados tanto en los archivos de otros países como en los de la propia Letonia, y que, tras la restauración de su independencia en 1991, están de nuevo disponibles para quien desee consultarlos. También los recuerdos y testimonios directos de todos cuantos vivieron la diáspora letona nos aportan una visión más clara y objetiva. Sin embargo, los historiadores letones siguen sin poder acceder a los fondos contenidos en los archivos del Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos de la URRS y del Comité Nacional de Seguridad Interna del Estado Soviético; documentos todos ellos que sin duda nos proporcionarían una panorámica general más completa de los preparativos para la ocupación de Letonia y los hechos subsiguientes¹⁴. Hoy conocemos lo que sucedió en la tarde del 16 de junio en el palacio presidencial y la reacción de los miembros del gobierno, el alto mando militar y la guardia fronteriza letona tras recibir el telegrama cifrado con el ultimátum de la URRS que les remitió Fricis Kociņs, el embajador de Letonia en Moscú. Aún se conservan los testimonios que transcriben las tensas discusiones de los miembros del gobierno letón y la difícil decisión de entregar el país sin resistencia a fin de evitar a la nación un inútil sacrificio de vidas humanas. En aquel momento, el ciudadano de a pie apenas sabía nada del giro histórico que estaban a punto de tomar los acontecimientos. Los domingos no había periódicos y por eso el ultimátum de la URSS a Letonia no apareció en la prensa. Tampoco se dio a conocer el ataque perpetrado por los soviéticos contra la guardia fronteriza de Maslenkov el sábado 15 de junio. Tres soldados fueron fusilados y otros diez, junto con veintisiete civiles, fueron tomados como rehenes¹⁵. El aire estaba impregnado de malos presagios, corría la voz de que el Ejército Rojo había ocupado Lituania. Sin embargo, el equipo de radio que retransmitía el Festival de Canto de Latgale parecía calmar los ánimos de la gente: ¿acaso se celebraría esta fiesta si la situación fuese tan alarmante?

    ¡Oh, bendito Festival de Canto de Latgale! El último festival de canto regional de la Letonia independiente, organizado para ensalzar la belleza de esta tierra letona de lagos azules, estaba destinado a celebrarse bajo el sombrío auspicio del miedo, pasando a la historia como un festival triste. Hasta tal punto que esta fiesta de la canción quedó grabada en la memoria de todos los participantes llegando a convertirse con el tiempo en una dolorosa leyenda. En el recuerdo de cantantes y asistentes los trágicos sucesos de los días posteriores estaban tan entrelazados que muchos de ellos siguen convencidos de que fue precisamente durante el Festival cuando el presidente Ulmanis anunció que el ejército soviético había cruzado la frontera de Letonia. Mi tío Viktors, que participaba en la celebración con el Coro de Cadetes de la Escuela Militar, también conserva ese mismo recuerdo en su memoria.

    A decir verdad, aquel día el presidente no podía haber anunciado la temida incursión del ejército soviético en Letonia, pues el gobierno aún no había aceptado el ultimátum de la URSS. Cuando, alrededor de las cinco de la tarde, el presidente se dirigió radiofónicamente a los participantes del Festival de Canto, en su alocución no dejó traslucir ningún indicio de la grave situación que se estaba viviendo. Sólo de las palabras: «La rápida secuencia de los acontecimientos internacionales de esta semana supera todo lo que hemos vivido hasta ahora»¹⁶ se podía inferir alguna alusión significativa. Entre las corales y el público asistente se había extendido el rumor de que unidades de blindados e infantería soviéticas se encontraban bordeando la frontera de Letonia y que la ocupación de Lituania ya se había consumado. El hecho de que el presidente Ulmanis eludiera hablar de estos acontecimientos parecía confirmar lo peor. Así que todos presentes, entre la esperanza y la desesperación, entonaron por tres veces la plegaria de la nación, el himno nacional de Letonia: «Dios, bendiga a Letonia». También Viktors, hermano de mi madre, cantó esta plegaria junto a los demás rogándole a Dios que salvara «la santa tierra de María».  Cuando terminaron de cantar el himno nacional, los cadetes recibieron una orden secreta instándoles a regresar con urgencia a sus cuarteles para dirigirse de inmediato a la frontera. Al caer el sol se dio por finalizado el festival, los participantes se dispersaron y cada cual se fue por su camino.

    Al día siguiente, lunes 17 de junio, la gente se levantó como de costumbre para iniciar su rutina diaria y descubrió estupefacta que los bombarderos soviéticos estaban sobrevolando la ciudad de Riga. Horas más tarde, los tanques irrumpieron en el centro histórico¹⁷. La impresión fue demoledora, porque todo parecía haber acontecido de forma simultánea: el ultimátum, la renuncia del gobierno y la entrada de las tropas soviéticas. Sólo una vez consumados los hechos, post factum, la prensa informó de la dimisión del gobierno y de las exigencias del ultimátum que la URSS había remitido el 16 de junio:

    1) Proceder sin demora a la formación de un gobierno en Letonia, capaz y dispuesto a garantizar una correcta aplicación de las cláusulas del Pacto de Asistencia Mutua firmado entre Letonia y la URSS.

    2) Asegurar sin dilación el libre acceso de una parte del ejército soviético al territorio de Letonia, a fin de que pueda establecerse en los puntos neurálgicos del país en un número tal que sea suficiente para asegurar la ejecución del Pacto de Asistencia Mutua entre la URSS y Letonia; así como para contrarrestar posibles actos de sublevación contra las guarniciones soviéticas en Letonia.¹⁸

    En la parte inferior del mismo periódico, en negrita, se anunciaba también que el gobierno letón había aceptado las condiciones impuestas por gobierno soviético y que  «contingentes del ejército soviético en la madrugada del 17 de junio habían cruzado la frontera de Letonia»; decía, además, que el presidente había aceptado la renuncia de su gabinete¹⁹. Habida cuenta de estas informaciones, resultaba chocante y totalmente fuera de lugar leer en la primera plana del Jaunākās Ziņas la transcripción del apacible discurso que el presidente Ulmanis había dirigido el día anterior a los participantes del Festival de Canto… sus palabras parecían provenir de otro mundo y de otra época. Lo que tenía que pasar ya había pasado, sin la más mínima

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