El 10 de septiembre de 1936 un matrimonio y su hija menor disfrutaban de un apacible viaje en tren por Europa Central. Cruzaron Alemania y Francia desde el Este. A excepción de España, inmersa ya en un conflicto aún de dimensiones inciertas, el continente vivía años de paz tensa. Todavía eran tiempos de esperanza y el paisaje visible desde la ventanilla mostraba la estampa de un continente transformado que despertaba de la crisis y de las sombras aciagas de la contienda anterior.
Llegaron a Toulouse el día 16 y ese mismo día embarcaron en un avión rumbo a Barcelona. La Compañía Aeropostal mantenía, a pesar de la Guerra Civil, esa línea activa, que había marcado los años pioneros de la aviación. Entre sus pilotos figuraba un aviador grandullón y bonachón que respondía al aristocrático apellido de Saint-Exupéry.
Los encargados del embarque aceptaron sin mayores preguntas los pasaportes diplomáticos que blindaban cualquier duda. El documento mostraba el nombre de Alexander Orlov, bajo los sellos oficiales soviéticos que confirmaban su identidad. Junto a él, accedieron a la aeronave su mujer Maria y su hija Vera, entonces de diez años de edad.
Orlov llevaba una pequeña maleta de la que nunca se separaba, además del