Alas siete de la tarde del 14 de agosto de 1945, martes, el presidente Harry S. Truman abrió las puertas de su despacho a los periodistas y confirmó ante las cámaras lo que ya se sospechaba: Japón se había rendido incondicionalmente. Después de seis años de contienda y al menos sesenta millones de muertos, la Segunda Guerra Mundial había terminado.
Los periodistas corrieron hacia los teléfonos, y tres minutos después, la noticia ya estaba en los letreros luminosos de Times Square, en Nueva York, donde dos millones de personas se echaron a la calle para celebrarlo. En Londres, el primer ministro, Clement Attlee, sacó de la cama a los británicos a medianoche para confirmarlo por la radio: “El último de nuestros enemigos está fuera de juego”. El alivio se transformó pronto en una fiesta global: hubo celebraciones callejeras por todo lo alto en grandes ciudades como Shanghái, Nairobi, Brisbane o París, pero también en aeródromos perdidos en mitad del océano, en campos de prisioneros dentro del propio Japón y, naturalmente, en miles de pequeños pueblos donde las sirenas y las campanas sonaron durante horas. Por supuesto, en muchos de esos lugares corrió el alcohol, y la fiesta se salió de madre.
“¡Queremos a Harry!”
En Washington, el Ejército tuvo que rodear la Casa Blanca